viernes, mayo 04, 2007

La guerra de las imágenes

Juan Villoro

"Vivir es ser fotografiado", escribió Susan Sontag. Del aborigen que enfrenta a un reportero al ciudadano que tramita una credencial, resulta difícil pensar en un rostro que no haya sido retratado.

Nada más normal, en consecuencia, que disponer de fotos de casi todo. En uno de sus últimos libros, Ante el dolor de los demás, Sontag se refirió a la banalización del mal provocada por la abundancia de imágenes de guerra donde las víctimas han perdido el derecho a taparse o a posar. La invasión póstuma de la privacidad produce un efecto extraño. Por horrible que sea lo que contempla, el espectador se sabe protegido: es sólo una fotografía. "En la medida en que simpatizamos [con las víctimas] -comenta Sontag-, sentimos que no somos cómplices de lo que causó el sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia tanto como nuestra impotencia". A fuerza de ver cadáveres, aceptamos la guerra como una molestia rutinaria acaso inevitable, semejante a los anuncios que estropean las ciudades. El horror sigue una aritmética peculiar: al acumularse se rebaja. La reiteración anestesia la conciencia.

En vísperas de la segunda guerra de Iraq, Sontag analizó la ecología de la imagen del gobierno estadounidense, que extinguía sus bajas y difundía las del enemigo. Pero siempre aparecen tomas imprevistas. Los verdugos rara vez son sorprendidos por una cámara indiscreta: ellos mismos filman lo que hacen. ¿Tratan de neutralizar su sadismo al otorgarle la condición "irreal" de una película o lo exaltan con narcisismo como algo que debe ser preservado?

Estas preguntas conducen al dramático momento mexicano. La lucha contra el narcotráfico ha adquirido un sesgo mediático en el que vale la pena reflexionar. Desde que se aprobó la extradición de narcotraficantes, cerca de 700 personas han sido asesinadas. La masacre, de por sí atroz, ha sido acompañada de una progresiva truculencia. Los criminales graban sus actos en video y los entregan a los medios después de someterlos a una cuidada posproducción. En YouTube es posible ver episodios inauditos, como la autopsia del cantante de narcocorridos Valentín Elizalde. Por otra parte, la información televisiva se estructura en torno a la violencia del crimen organizado. En ese contexto, la captura de un capo, la quema de un sembradío o el hallazgo de un cargamento de cocaína es siempre menos espectacular que las atrocidades de los criminales que no sólo escapan, sino que se dan el lujo de abandonar sus armas.

Las ejecuciones suelen tener firma de autor: el asesinato es un mensaje para un destinatario preciso. Sin embargo, ahora no estamos ante un código que atañe a los involucrados. Las decapitaciones son una ultrajante amenaza para todo público.

Si el narcocorrido ha contado con el interés de quienes piensan que se trata ante todo de un fenómeno cultural, la política de medios del narco no puede despertar ninguna simpatía. Con un sentido de la propaganda tan eficaz como perturbador, las mutilaciones se planean para que se hable mucho de ellas. Como los polémicos anuncios de Benetton creados por Oliviero Toscani, esta publicidad no depende de la imagen en sí -que puede ser terrible- sino de lo que se diga al respecto.

Es posible que, de tanto repetirse, las ejecuciones se asimilen en forma lamentable a la programación televisiva. "Los narcos se matan entre sí, o matan policías", con esta frase tranquilizadora el televidente cambia de canal. El narco se convierte así en un sobresalto habitual e intangible, como las rubias que aparecen a diario en las telenovelas pero no besan al espectador.

En una sugerente acción artística, Francis Alys recorrió las calles del centro de la Ciudad de México armado con una pistola. Detrás de él iba un equipo de video. La policía tardó mucho en detenerlo. Más que mostrar la falta de seguridad en la capital, Alys confirmó la fuerza del video para articular otra realidad. Cuando alguien es filmado, sus rarezas adquieren una lógica distinta: están aparte.

El narco ha logrado en los medios el doble cometido de infundir el miedo y mantenerse en una zona franca, a la que el espectador no quiere llegar. La sobreexposición de sus crímenes puede llevar a la pasividad o a la paranoia. Lo cierto es que refleja la fragilidad del Estado.

El combate al narco sólo será percibido como un problema de la sociedad en su conjunto cuando sea acompañado del combate a la impunidad, cuando todos los funcionarios se sometan a la norma común de la ley. En esa encrucijada, los medios juegan un papel central.

Susan Sontag se preocupó por el interés casi turístico con que se contempla a las víctimas de la guerra (al omitir sus bajas, el Ejército triunfa: sólo hay daños colaterales). El caso de México es el opuesto: los adversarios imponen la lógica del horror.

Sería simplista sugerir que no se informe de lo que hace el narco. Lo imprescindible es discutir de qué manera se comunican sus crímenes. Los contenidos de la información no pueden cifrarse en las desmesuras visuales del terrorismo o el narcotráfico. Además, cada vez se vuelve más difícil hacer reportajes de investigación de los narcopoderes. Ayer, Reporteros sin Fronteras informó que México es el país más peligroso para ejercer el periodismo, después de Iraq. El narco ha logrado que se supriman las denuncias y se multiplique la difusión de sus ejecuciones. Es el arduo problema que debe valorar la sociedad de la información.

En su libro La guerra de las imágenes, el antropólogo Serge Gruzinski indaga la identidad mexicana a partir de un prolongado combate iconográfico: de los códices precolombinos a las telenovelas, pasando por los retablos coloniales y el muralismo.

El destino nacional se ha fraguado a partir de lo que vemos y pocos momentos se comparan al presente, donde el zapping no sugiere que cambiemos de canal sino de cártel.

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