lunes, abril 28, 2008

La sexualidad en una isla

María Teresa Priego

Una caída lenta. Un hondo denso caer sin asideros, sin refugio, sin voz. Un indeciso estar cayendo en lo oscuro. Como una gota. Coral Bracho

Un hombre y una mujer. Están solos. Desean encontrarse. Realmente lo desean. Es una necesidad. Una elección. Una convicción. Una urgencia. Supongamos que desean encontrarse, en el territorio de las palabras y en el territorio de los cuerpos. Con lo que implique como desafío y como riesgo. Que nunca es poco. Es de noche. Están conversando sobre la arena. En la más remota y silenciosa de las islas. Una isla libre y bella. La libertad es la esencia misma de esa isla. Se fue construyendo para alcanzarla. En medio de un archipiélago de deseos. Encuentros. Desencuentros. Permisos y prohibiciones. Deseos y contra deseos. Coincidencias celebradas y diferencias aceptadas. Con mayor o menor dificultad. Es una isla en el mar caribe. En el pacífico, o en el mar Egeo. Quizá es una isla en un mar que ni siquiera existe en la realidad. Ellos la inventan. Su isla libre. A partir de los sueños secretos de cada uno. Y de la negociación. De esos sueños separados. Que se unen.

La isla libre, quizá se construye, desde un saloncito que mira a las calles viejas de Coyoacán. O desde una terraza que mira al desierto en el norte de México. O desde un balcón, en el que ambos se mecen en una hamaca, en alguna curva húmeda del Golfo. No está construida de entrada. Se construye. Supongamos, que ese hombre y esa mujer se desean. Muchísimo. Supongamos que ambos desean hacer el amor. Y ofrecerse. Una noche de piel y de ternuras. De estallidos verdaderos. Y de vientos que soplan fuerte y barcos que levan anclas. Y estrellas fugaces. Y todos esos imaginarios. Tan dulces y tan suaves. Y tan inquietantes. Y tan tormentosos. Y tan complejos. Y tan únicos. Esa pasión que casi todos deseamos. Y a veces sucede. ¿Y si nos gusta por qué se nos complica? Con frecuencia. Y tanto.

Imaginemos una escena ideal. Para auto-investigarnos un poco. La cotidianidad queda expulsada del paraíso. No suena el teléfono. Nadie tiene un jefe odioso. El bebé no llora. El hijo adolescente no irrumpe cuando debía dormirse en casa de un amigo. Todas las facturas –reales e imaginarias- están pagadas. No escuchamos el ruido en la casa del vecino. Ni no ataca el remordimiento de no haber terminado de leer un dictamen aburridísimo. Ni el de la tía que no visitamos desde hace un mes, y está tan sola. Olvidamos los estropicios del día. Olvidamos el mandamiento introyectado que prohíbe “la lujuria”. Y somos tan libres y tan sanos. Tan espontáneos. Y tan valientes.

El personaje femenino y el masculino sólo tienen un reto en esta isla maravillosa e idílica. Entenderse entre ellos. El y ella. Ir creando las reglas. Honestamente. Para ofrecerle felicidad a su pareja y ser felices. Ambos desean ofrecérselo “todo” el uno al otro. Es decir, intentarlo. Con todo el corazón. Pero el malentendido con frecuencia irrumpe. La honestidad deseada. Sale flotando por la ventana. Sin que se den cuenta. El malentendido llega. Hasta el fondo mismo de la isla. Y cuando sucede. Después de. Cada uno/a se queda sólo por su lado. En una esquinita de su cama. De su arena. De su hamaca. Preguntándose muy triste ¿qué nos pasó? “Esta tendría que haber sido una noche tan bella”.

Quizá ese “malentendido”, tiene mucho que ver. Con la diferencia sexual. Quizá damos por hecho, ambos sexos, en nuestro deseo de encontrarnos, que existe un “piso común”, casi incuestionable de entendimiento y de correspondencia. En automático. Que no necesariamente está -a la hora de los hechos- así de rotundo y así de claro. Como nos parece en los manuales de anatomía. Quizá el escollo –con respecto al ideal que desearíamos- es que ese “piso” supuestamente evidente de encuentro. No tiene tanto de en “común”. Entre un hombre y una mujer. Como ambos quisiéramos. No sin preguntar. No sin aclararnos.

No podría pretender seguir los pensamientos del personaje masculino. A ustedes de explicarnos. Pero podría quizá imaginar un poquito al personaje femenino. Sus vacilaciones. Sus dudas. Sus silencios: “¿Le gustaré realmente?”. Aquí vienen una serie de reflexiones: “Porque ya llevamos tantos años juntos”. O “porque no nos conocemos lo suficiente”, o “porque hace una semana (tres días. Un minuto) que no me lo dice”. Es la isla y es ideal. Lo cotidiano no existe. Pero igual, el personaje femenino podría pensar en muchas cosas: “Creo que no puedo seguir su ritmo. Estas velocidades me dejan rezagada ¿Qué hago?”

Reflexiones: “¿Me atreveré a decirle que me espere tantito? ¿O me hago la disimulada a ver si lo alcanzo?” En el mejor de los casos “lo alcanza”. En el peor lo siguiente: “Imposible. ¿Qué hago? ¿Se lo digo o me quedo silenciosa y sonriente y finjo demencia? Si le digo que necesito más tiempo, a la mejor la próxima vez nos encontramos ¿pero y si se ofende? Entonces abro el abismo de un desencuentro más complejo. Va a pensar que no lo quiero lo suficiente. Que no me gusta. Que soy una loca insaciable y ninfómana. Creo que calladita, me veo más bonita”. El personaje femenino se limita a sonreír. Enigmática.

El personaje masculino pregunta ¿te gustó? Al personaje femenino le encantó y así lo expresa. Genial. Al personaje femenino le gustó mucho, pero el orgasmo no llegó. ¿Lo dice o no lo dice? Si se le preguntan de manera específica cuando no sucedió ¿responde o no? Porque sobrevienen esas culpas extravagantes y enquistadas: ¿Acaso ella tiene derecho a un orgasmo cada vez? ¿No estará siendo demasiado ambiciosa? ¿No será una demandante desatada? ¿Un orgasmo, será acaso una aspiración legítima para una mujer que se respeta? Si una mujer no sabe cómo podría estallarse con el hombre que eligió: ¿Podría sugerirle que comenzaran a intentarlo juntos? A buscar. Sí si tiene una idea de cómo podría sucederle ¿Sería capaz de sugerírselo?

¿Y si pudiéramos hablar sin culpas y sin miedo? Cuidadosa y respetuosamente. Encontrar el tono, que no amenaza, sino que invita a compartir. En la isla imaginaria de cada pareja. ¿Y si tomáramos muy en serio lo que el otro nos pide? Lo que necesita. Y negociáramos suavecito. ¿Y si las mujeres fuéramos capaz de nombrar nuestros ritmos? Las caricias que preferimos y necesitamos. ¿Y si aprendiéramos a escuchar las que nos piden? ¿Qué diría cada una/o en esa isla imaginaria? ¿En esa noche imaginaria? Si aceptamos que la separateidad está entre los seres humanos. Que la diferencia sexual no es una correspondencia perfecta y sin escollos, y que el encuentro sexual verdadero se construye. Con caricias y con palabras. Y quizá. Sobre todo. Con humildad.

“¿Qué te gusta a ti? Porque yo no puedo asumir que nací sabiéndote. O que ya lo sé desde ayer. O que ya hace cinco o 20 años que me lo dijiste, y no puede ser más que lo mismo”. ¿Cómo podríamos aprender a preguntar? “Hoy. En nuestra isla secreta. ¿Qué desearías? ¿Qué necesitas? Y quedarnos valientes. Allí. Cada una/o. Para escuchar. Detenidamente. La respuesta. “¿Qué te gusta a ti? Y yo ¿Puedo dártelo?

La botella se fue al mar. Nos escuchamos.

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