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domingo, octubre 28, 2007

Úsese antes de la expresión “je-je”

Xavier Velasco

Si los diminutivos pudieran venderse, una buena campaña publicitaria tendría que poner énfasis en su exclusivo efecto suavizante. Y eso en México todos lo sabemos: sin el auxilio de los diminutivos, hasta una conversación amigable nos suena áspera, mandona, desafiante.

“¿Qué le pasa a este güey?”, se interroga uno, dudando ya en cambiar las interrogaciones por interjecciones sólo porque al sujeto no acaban de salirle los diminutivos. “¡Nada más no me grite!”, lo provoca uno, sobre todo si no estaba gritando. Cuando por fin lo haga, tendrá uno los elementos suficientes para enviarlo al carajo, por majadero. Si los diminutivos fueran en realidad objetos de compra-venta, este país sería uno de sus mercados más generosos. Ya imagino el eslogan: Más que un suavizante verbal, una contraseña a la gentileza.

Todavía mejor: una contraseñita. Siempre que un mexicano debe justificarse y no encuentra cómo, echa mano de los diminutivos. “Estoy en una reunioncita”, murmura en el teléfono el estudiante, cuidándose de no delatar la clase de bacanal en que se mira inmerso, y así de paso se disculpa tácitamente, impostando ese falso delirio de pequeñez que dará un leve toque de humildad a su ligereza. Vamos, un toquecito. No se gozan los privilegios de vivir en uno de los países más tolerantes del mundo si no se aprende antes a manejar el sutil abretesésamo de los diminutivos.

A ninguno nos gusta hacer favores, pero es preciso ser un infame para negarle al prójimo un favorcito. A nadie le sobran los momentos, aunque los momentitos están siempre a la mano. El que llega después peca de impuntual, no así quien sólo llega despuesito. Es decir que nuestros diminutivos no están allí para empequeñecer al sustantivo, sino para absolver al verbo. ¿Cómo iba uno a atropellar sucesivamente los derechos del prójimo y salirse una y otra vez con la suya sin el porfavorcito, el compermisito y el nomás un ratito? Uno queda completamente desarmado cuando le anuncian que algo estará listo en un-ra-ti-ti-to, cuya medida equivale a un ratito —esto es, un rato quizás largo y de seguro impune— de dimensiones incomparablemente más inciertas. ¿Para qué entonces agregamos uno o dos nuevos “ti” al diminutivo ratito? Para pedir perdón por anticipado. Cualquiera sabe que un ratitititito es más largo que un rato, y hasta que un ratote. Pero nadie te va a pedir que esperes un ratote. Sería un cinismo, una descortesía y una ordinariez.

Sólo la humildad propia del diminutivo reivindica la impunidad del abusivo. Si un policía nos detiene en un estado etílico lindante con el coma, reconocemos que nos tomamos unas copitas. En una fiestecita. Con unas amiguitas. Luego, cuando el uniformado nos haya recitado la cadena de multas y castigos a los que nos hicimos acreedores, procederemos a suplicarle que nos eche una manita. Porfavorcito, pues. Claro que no trae uno el dinero bastante para salir del trance frente al juez, pero seguro carga una lanita. Y eso lo arregla todo, porque antes que de la cartera del infractor, los policías locales se alimentan de la humildad ajena. Les reconforta ver al ciudadano totalmente rendido a los diminutivos. Es decir, puestecito para negociar.

Miente, no obstante, quien atribuye sólo hipocresía al pago de indulgencias con diminutivos, ya que éstos también sirven para expresar con toda honestidad cierto deseo carnal y al propio tiempo disculparse por cuanto pueda ocurrir a resultas. Ma-ma-ci-ta, rumia y babea el fogoso callejero, con la mandíbula cerrada y la mirada torva, rechinando las muelas de antojo visceral, y aun si la homenajeada tiembla de miedo por el solo talante del troglodita, ambos saben que al fondo de ese diminutivo pringoso late el signo fatal de lo irrefrenable. “¿Qué tanto es un tantito?”, insinúa el agresor, estirando los límites de la tolerancia mediante uno más de esos diminutivos lúbricos que con alguna galanura adicional le ayudarían tal vez a hacerse perdonar. Aunque fuera un tantito.

¡Cinco minutitos!, le imploraba a mi madre mañana con mañana (cuando era chiquito), esperando una gracia de cuando menos quince minutos de verdad. Reloj en mano, me despertaba al cuarto para las siete y me hacía levantarme a las siete en punto, con suerte siete y cinco. Desde entonces entiendo que un minutito vale por un promedio de tres minutos con treinta segundos. Es decir que con la sola aplicación del diminutivo puedo comprar un margen de tolerancia del 250 %. Un tantito, por tanto, es igual a un (1) tanto multiplicado por 3.5. Según los otros, eso es demasiado. Según nosotros, solamente un poquito.

viernes, octubre 12, 2007

El asesino era el productor

Xavier Velasco

“El buen gusto es la muerte del arte”, opinó alguna vez Octavio Paz, para descanso de legiones de cursis, entre los que se cuenta el autor de estos párrafos. Ahora bien, hay de cursilerías a cursilerías. Ayer mismo trataba el resbaloso tema de los nacionalismos, cuyo carácter kitsch está lejos de ser un secreto (“el narcisismo de las pequeñas diferencias”, lo llama Savater), así como el de las supuestas vergüenzas nacionales, concebibles apenas para quienes experimentan esa hinchazón colectiva del ego que es el supuesto orgullo nacional.

Nunca he participado en la hechura de uno de esos programas, pero igual me incomoda sobremanera cuando algún extranjero toma por referencia las telenovelas mexicanas, cuyo mal gusto cósmico rebasa las fronteras de la cursilería misma, cuando no las de la indignidad. Concebidas y creadas desde la perspectiva cínica de quien cree dirigirse a un público incapaz de razonar, casi todas dibujan un mundo imaginario que jamás ha existido, ni existirá. No conozco a un solo mexicano que hable o se comporte como los de las telenovelas, y a lo mejor por eso me preocupa saber que aquellos episodios viajan por el mundo sugiriendo que en este país somos todos idiotas y ordinarios, nos reímos de chistes malísimos y damos crédito a los engaños baratos.

No obstante lo anterior, lejos de —ellos sí— avergonzarse por tan estridentes malhechuras, los fabricantes de las telenovelas nacionales pretenden que uno se enorgullezca de ellas, con el argumentillo de que son exportadas a remotos confines, e incluso traducidas a decenas de idiomas. Luego de presenciar varios capítulos de algunas producciones colombianas —Betty la fea, Pedro el escamoso— y brasileñas —Señora del destino, Páginas de la vida—, dos de las cuales fueron inmundamente replicadas en México, no tengo más orgullo que el de aplaudir el ingenio extranjero y confirmarme ajeno a la baratura nacional, aun si sus melodramas con frecuencia me hacen reír y su triste sentido del humor insiste en invitarme a sollozar.

Alguna vez, durante una pequeña fiesta en Washington, fui presentado ante el embajador de Estados Unidos en México, quien más pronto que tarde dijo conocer mi reciente novela, y acto seguido aseguró que “la iban a pasar al aire” en su país. “¿Cómo pasas al aire una novela?”, le pregunté, con más malicia que diplomacia, ya divertido por la pata que el pobre hombre acababa de meter, ante la hilaridad de los presentes. Y es que en la práctica son cada día menos quienes distinguen novela de telenovela, y puede que sean varios los estadistas que prefieren a ésta por encima de aquella. Francamente me es mucho más sencillo imaginar a George Bush viendo María Mercedes que leyendo a Paul Auster.

En tanto mexicano, me siento calumniado por las telenovelas de mi país y de entrada les niego la calidad de cursis. Tiene que haber palabras más severas y terminantes para calificar semejante deformación de la realidad y el sentido común, donde no existe el elemento sorpresa ni es concebible ambigüedad alguna. Por no hablar del lenguaje rebuscado y acartonado con el cual los guionistas pretenden una suerte de universalidad de pacotilla que no es de aquí, de allá ni de acullá. Es decir que por más que uno se esfuerza, nada parece más complicado que hallar orgullo propio en el conformismo ajeno. Y en cuanto a la vergüenza personal, ya se sabe que el conformista no la conoce. Su destino es vivir hasta la muerte como un orgullosísimo sinvergüenza.

viernes, agosto 10, 2007

Ratón de un solo agujero

Xavier Velasco

En la escuela aprendimos que un paso decisivo en la historia del progreso humano fue la transformación del nómada en sedentario. Nada más que, de entonces para acá, el progreso ha ganado un prestigio desmedido. Como suele pasar con los peores tiranos, al progreso no hay quien lo pare, y encima nadie sabe bien para dónde va. Es como ir en un taxi sin chofer del cual desconocemos la ruta y la tarifa. Basta con que nos digan que lo hacemos en el sagrado nombre de Mr. Progress para que recobremos la confianza y corramos contentos a abordar ese tren supersónico sin el cual el futuro parecería arcaico.

Apilo estas palabras en el más sedentario de los aparatos. Por más que sea portátil y me permita de cuando en cuando pagarme el lujo de una vida nomádica, lo cierto es que lo cargo como los caracoles arrastran con la concha. De visita en alguna ciudad seductora, me doy asco y vergüenza cada vez que descubro que me pasé la tarde entera en un cuarto de hotel por causa de esta caja fragilísima que, en tan desarraigadas circunstancias, es todo cuanto queda de mi casa. Me encantaría decir que tengo alma de nómada y mi vida es una interminable road movie, pero más de uno entre mis seres queridos lloraría de la risa en el acto.

—Yo, sin duda, colega. Para empezar, confunde usted la terminología. Su existencia no es propiamente sedentaria, sino de hecho monástica; y cuando se le ve más allá de su dique infestado de cocodrilos, no es porque sea nómada sino fugitivo. De sí mismo, que es lo más preocupante —no sé de qué se espanta Afrodita del Carmen, si de algo tienen fama las musas es de ser sedentarias como un ciempiés con uñas encarnadas. Hacen creer que vienen y van, pero lo cierto es que apenas se mueven. No es nada más que a ratos ganen transparencia; también que uno las ve o las deja de ver de acuerdo a sus estrictos anhelos subyacentes.

Dos películas me han alebrestado contra la idea del progreso como una redención incontestable. Una fue 2001, la otra Hasta el fin del mundo. Seguramente disfrutaría más de cada nueva computadora si no estuviera viva la suspicacia despertada por Hal, el villano binario de Stanley Kubrick al cual se hace preciso desconectar para llegar con vida a morirse en Júpiter. En cuanto a la world movie de Wim Wenders, es todavía deleite inenarrable escaparse con Solveig Dommartin en el papel de Claire hacia afuera de todos los caminos trazados. Ciertas mañanas, cuando no sale el sol y la novela empieza a poblárseme de herrumbre, siento la tentación de huir con Afrodita y la MacBook adonde los protagonistas no puedan encontrarnos.

—Negativo, colega. Ni usted ni yo somos capaces de eso. Y todavía menos si tomamos en cuenta esas mojigaterías suyas de escribir las novelas a mano. Además, como no viaja con pluma fuente y cuaderno, más tarda en estar lejos que en preguntarse cuándo va a volver. Mucho MacBook, pero al final es usted más atávico que los lugartenientes de Yukio Mishima.

—No recuerdo hasta hoy haberte restregado las ventajas de la depilación con cera o rayo láser frente a esa costumbre premoderna de podarte del muslo hasta el tobillo con mi rasuradora.

—Costumbre que, por cierto, a usted le alebresta la hormona. ¿Quiere que le recuerde la cajita donde atesora mis bellos vellos, o el modo en que le tiemblan las manitas cuando la abre? —ni siquiera las musas, siempre tan liberales, son inmunes al celo femenino que despierta un cuaderno con las hojas repletas de frases más o menos ilegibles, y cuyo contenido es en su mayoría un embuste que no se deja desentrañar.

El progreso pretende ser objetivo, pero es más subjetivo que traumas y complejos, y a menudo obedece directamente a ellos. Cualquier ultracínico vestido de supersónico se transforma en gurú no bien nos habla en nombre del progreso, apelando a esa incauta beatitud que inspira el mañana en quienes aceptamos desconocerlo. ¿Pero qué es progresar, sino avanzar en dirección al fin? Cada vez, sin embargo, que mis ojos avanzan muslo arriba de Afrodita, intuyo que me acerco no al final, sino al mero principio de lo visible y lo invisible.

—Como quien dice, al centro de lo intocable. Le digo, coleguita, no progresa usted —qué más quisiera uno, finalmente.

jueves, julio 19, 2007

Sobre el D.F. y sus habitantes

Xavier Velasco

Doy Fe De Fatalismo

Vivo en una ciudad sitiada por ejércitos de problemas sin solución. "Razón de más para no preocuparse", concluimos los chilangos con resignación, girando luego el coco hacia ambos flancos. "Cada día estamos peor", sentencia uno, y es como si al hacerlo cumpliera con su parte. ¿Qué está peor? Casi todo. Los precios, los salarios, las calles, los impuestos, las drogas, el futuro, el aire, las escuelas, los automovilistas, el agua, los peatones, las putas, los taxis, el humor, la policía, los secuestradores, los boy-scouts, los repartidores de pizza, nada ni nadie escapa del proceso de diario empeoramiento cuyo origen se pierde en el medioevo del plañir nacional.

--Chilango que no se queja es noruego, colega --por eso es imposible sobrevivir entre tantos problemas insolubles sin cargar con la cruz de un ego lastimado. Al primero que nos lo toque sin la debida y previa gentileza, le damos con la cruz en el punto más frágil a la vista --ahora que si yo fuera noruega y tuviera que vivir aquí, me quejaría hasta en horas de sueño. De día llevaría conmigo una pancarta en lugar de paraguas, para nunca parar de estarme quejando.

--Yo tampoco quisiera ser el noruego que sale a caminar con su paraguas y cuando menos piensa ya está nadando.

--Según informa el Instituto Nacional de Copronáutica, el drenaje profundo de la ciudad de México va a reventarse en ciento quince horas con treinta y siete minutos, o sea que tenemos de aquí al viernes para hacernos de alguna góndola y cuando menos irnos a la mierda con estilo --¿necesito añadir que mi musa Afrodita tiene una innata visión de negocios?

Desde niños se nos informa reiteradamente que la ciudad de México fue construida sobre agua, y así tomamos las primeras lecciones de fatalismo charro, pues se entiende que todo se hundirá más tarde o más temprano, con o sin estallidos de albañal. Ahora bien, ésa es sólo una de las enfermedades terminales con las que los chilangos estamos habituados a vivir. Quiero decir que la ciudad donde vivo está desahuciada desde que la conozco. Afortunadamente, y a la fortuna se lo apostamos todo, el colapso aguafiestas se anuncia desde siempre pero, uf, nunca llega.

Claro que en México D.F. llegar a donde sea no es gesta sencilla. El tráfico también empeora cada día, de forma que hasta los colapsos, en otras partes raudos e intempestivos, aquí se las ven negras para llegar a donde sea, y cuando al fin lo logran ni quién les haga caso. ¿Qué chilango va a tener tiempo para sentarse a esperar el colapso, si de entrada se sabe parte de él?

-- Vaya al grano, colega. Y tampoco se esponje, recuerde que para una musa profesional no basta con tener estilo, también hay que saber corregirlo --lo dice lentamente, como privilegiando un lenguaje corporal de sintaxis sinuosa y contundente.

Ser chilango es creer en el azar como en un santo siempre milagroso al cual todos vivimos encomendados. Por eso, cuando algún ángel de la guarda comete pecado mortal, es enviado en castigo a cuidar de un chilango. Ninguno exageramos al decir que existimos de milagro, pues según me reporta Afrodita del Carmen, que algo sabe de asuntos ultraterrenos, los habitantes de la ciudad de México requerimos, para sobrevivir al caos imperante, de aproximadamente 5.93 milagros por hora; de modo que hasta los ateos recalcitrantes viven confiados en que Dios proveerá. Y provee, claro, pero el constante déficit de milagros hace que proliferen los ángeles piratas, que son en realidad demonios freelance, comúnmente mejor armados y entrenados que los de alas y aureola para enfrentar esa combinación de fuego amigo y enemigo que los chilangos entendemos como calor local.

--¿Y la mujer desnuda, colega?

Un problema sin solución no es ya un problema, sino un signo concreto de fatalidad. Tengo de aquí a mañana para acabar de asimilar a la mujer totalmente desnuda que caminaba ayer en contrasentido, a las seis de la tarde, por la calle de Niza, a media cuadra de Paseo de la Reforma, con tráfico pesado, tormenta próxima y ese espeso vapor de irrealidad que se adueña del aire cada vez que un milagro comienza a gestarse.

--¿Qué le cuesta poner "cada diez minutos"?


Descalzos hasta el cuello


No todos los chilangos toleran de buen grado que los llamen así, acaso porque el término suele ser pronunciado con el desprecio de quien escupe un improperio. Basta, de hecho, con cambiarle dos letras de lugar y plantarle un acento esdrújulo para que diga chíngalo. O sea jódelo, fastídialo, hazle pagar el karma que le acompaña. ¿Por qué? Pues por chilango. Lo que ya deberían saber nuestros malquerientes automáticos es que los habitantes de la ciudad de México somos totalmente autosuficientes en el cotidiano deber de jodernos la vida, y es gracias a ese estado de beligerancia pasiva, si bien nunca paciente, que ya muy pocas cosas nos sorprenden. De noche, por ejemplo, si venimos por Insurgentes Sur y en el camino vemos a un par de chicas malas junto a un poste de luz con los senos completamente al aire, nos sorprendería mucho que fueran mujeres.

--¿No le saldría algo caro averiguarlo, colega? --Afrodita del Carmen vino al mundo justo esa vena chingativa que hace de los chilangos candidatos naturales al pogromo.

Casi nadie averigua nada en México, D.F., empezando por la policía. Traemos prisa, siempre, aunque ni eso nos sirve para ser puntuales. Va uno rebasando a quien se deja --el deporte local de aventar lámina-- mientras rehace la cuenta de los minutos que llegará tarde. Diez, por ejemplo, son equivalentes a estar a tiempo; veinte se dejan disculpar con una excusa estándar; treinta o más suelen justificarse con una manifestación, al cabo que las hay día tras día, en horarios cómodamente escalonados. Encerrado en esos y otros urgentes cálculos, rara vez le queda a uno el tiempo para averiguar quién se manifestaba, qué quería y a dónde se dirigía. En balde los manifestantes se quiebran la cabeza por resultar vistosos, aunque igual se conforman con ser estorbosos. Y eso por cierto lapso, pues somos ya legión los chilangos que podríamos trazar nuestro propio atlas de atajos citadinos, que emprendemos quebrando cuadra tras cuadra el reglamento de tránsito. Los asaltantes lo saben de sobra: para hacer que un chilango se detenga en la calle, hay que ponerle una pistola enfrente.

Las pistolas tampoco nos sorprenden, pero nos quitan tiempo, que es lo más molesto. Al chilango le gusta derrochar el tiempo como un aristócrata, pero no que otro venga y se lo quite. Pocos placeres hay tan reconfortantes como tomarse tres horas para comer, y si me siguen molestando no voy. Eso sí, sale uno ya con prisa, listo para embestir al primer papanatas que no lo asuma. Y es entonces que vengo por Reforma, doy vuelta a la derecha en la calle de Niza, y de pronto la Zona Rosa me recibe con la figura de una mujer desnuda caminando hacia el coche, en contrasentido. No es una mujer guapa, ni esbelta, ni joven. Diríase que es radicalmente lo contrario, y a juzgar por la forma en que mira uno a uno a los automovilistas, se sabe poderosa en esa facha. Pero no es el poder de quien seduce, sino el de quien espanta.

En casos como éste, lo asombroso es que no haya un policía cerca. Avanzo al fin, dejo atrás a la mujer, que continúa avanzando hacia Reforma, y advierto que los policías están ya demasiado entretenidos cuidando a las decenas, tal vez un centenar de campesinos totalmente desnudos que bailan en la esquina de Niza y Hamburgo cada vez que el semáforo se los permite. ¿Qué es lo que nos sorprende, finalmente? Que nos dejen pasar con la luz verde. Lo común es que se queden ahí por horas --o semanas, o meses, no hay cómo predecirlo-- con sus pancartas en alto, aunque nadie se tome el tiempo de leerlas.

--Yo podría soportar que la gente ignorara mis pancartas, pero no que menospreciaran mi desnudez. Una musa se puede suicidar por eso. Y por supuesto dejaría fluir el tráfico, iría contando los hijos de vecino que me vieron en pelota. Imagínese, coleguita, lo que iría pensando la vieja guarra ésa, porn queen for a day.

--No alcancé a verla bien, traía prisa. Además, era como pararme a ver a un accidentado. La mayoría de los que aún lo hacen van tras de la cartera o el reloj --trato tardíamente de cambiar de tema.

--No finja, coleguita: será usted muy chilango, pero se asombró. Qué le cuesta reconocerlo, al fin.

--¿Me creerías que lo que me asombró fue no asombrarme? Además, ya te dije que traía prisa --me esforcé todavía por sacar del costal el cool que me quedaba disponible.

--Pura falosofía cosmopolitoide, colega. A ver, ¿qué recuerda de la primera vez que estuvo en el ex convento del Carmen?

--Las momias, por supuesto. Tenía once años, no dormí en dos días. Pero luego volví diez, doce veces.

--Lo que primero asusta, luego gusta. ¿Y ya volvió a la esquina de Niza y Hamburgo?

--Pasé ayer en la tarde. Se veía rarísima, todo el mundo completamente vestido. Y esas cosas sorprenden a cualquiera.

--No se aflija, colega. Ya ve que depravados nunca faltan.

Búscame en febrero 30


"¡No te pierdas!" "Seguimos en contacto..." "Te llamo la semana que entra." "A ver si por ahí nos vemos para ir a comer." "¡Hombre, me encantaría!" Ninguna de estas cariñosas expresiones chilangas es, digamos, completamente cierta, pero sería injusto tacharlas de falsas. Los extranjeros suelen desconcertarse cada vez que un chilango expresa estos deseos, y de paso su escasa voluntad de realizarlos. "¿Qué día quiere usted que nos veamos?", saca la agenda el interlocutor teutón, y el chilango se empeña en relajarlo: "Nos hablamos por ahí del lunes-martes, para ponernos de acuerdo," Decimos lunes-martes, tarde-noche, mañana-o-pasado para evitar la gravedad de un compromiso que no sabemos si podremos o querremos o siquiera tendremos el tiempo de cumplir. Correteados por días y noches impredecibles, habituados al sobresalto como fuente básica de energía, los chilangos hallamos preferible prodigarnos en buenas intenciones que empantanarnos en compromisos formales.

--Según mis estadísticas --Afrodita se ha puesto profesional: jura que la misión de una musa no es otra que nutrir y estimular la especulación precoz-- cada chilango de entre 20 y 70 años contrae en veintisiete días naturales compromisos sociales para el resto del año. Si fueran a cumplirlos sin excepción, quinientos años no serían bastantes.

"Vamos a vernos un día de estos", decimos pero no ofrecemos. Y el otro, que obviamente comprende y comparte el sentimiento, alcanza a respondernos, agitando la mano amigablemente, que claro que sí, y al tiempo que se aleja hace una doble seña que comienza apuntándose con el índice, para luego hacerlo girar en torno a la oreja. "Yo te llamo", entendemos, y acto seguido descansamos en la certeza de que no va a llamarnos, pues lo que en realidad quiso decir fue "no me llames". Pero claro, nos tiene estimación, por eso nos libera de toda diplomacia ulterior con ese delicado "yo te llamo" que nos exime a todos de tener que llamarle a quien sea. Puesto que ya hemos dicho lo esencial, que consiste en manifestarnos cálidamente la intención compartida de hacer lo que probablemente nunca haremos. Sin embargo, y esto es lo que cuenta, nadie podrá decir que no queríamos.

Para un chilango, ser fatalista no es ser pesimista, sino amistarse con lo inevitable. "Ya ni modo", decimos cuando el coche revienta o perdemos la chamba o se nos cae la casa, y antes de que un metiche ose compadecernos ya hemos confeccionado un par de chistes ácidos en torno a la tragedia. Por eso, cuando nos encontramos, años después, al amigo distante que prometió llamarnos en una semana, justificamos el largo silencio con ese generoso "ya ni modo" que de inmediato salta a celebrar la fortuna del nuevo encuentro, y anticipa otro para la semana siguiente. "Ahí nos hablamos", dice el que se despide, y uno muy gentilmente lo sigue con el "yo te llamo" de rigor. Cuando llegue el momento del próximo saludo --una fiesta, un sepelio, un rarísimo encuentro a media calle-- llegaremos sonrientes a la conclusión de que "somos el colmo, quedamos siempre de llamarnos y nada, pero ahora sí nos vamos a llamar. Que conste..."

--No les basta tener un plan B, necesitan tener de menos hasta el Z, y aun así terminan improvisando. Puro libertinaje creativo, colega.

Si fondo y forma son la misma cosa, no queda a los chilangos mejor opción que asumirnos estetas del lenguaje cifrado. ¿Cómo se hace para diferenciar el blablabla local de las palabras ciertas y significativas, el cumplido del compromiso, la fanfarronería de la confesión, el piropo inocente de la lujuria en armas? Hay algunos que viven 30 años aquí y siguen sin entender un pito, pero otros lo consiguen en cosa de meses. Acostumbrados a sobrevivir entre el ritual selvático y la modernidad cosmopolita, los chilangos empleamos complicados metalenguajes defensivos que nos permiten ir graduando escrupulosamente el nivel de confianza y apego que cada quién nos va mereciendo. Quién sabe, en una de éstas sí le llamamos.

--Según otros estudios, cada habitante de la ciudad de México es enviado al carajo un promedio de 729 veces por día, cantidad todavía muy inferior a otras instancias místicas nacionales, que solas totalizan más de 2.000 envíos --francamente yo iría gustoso, si Afrodita accediera a acompañarme. Solos y en el carajo: qué situación romántica.