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jueves, mayo 28, 2009

Entre Vallejo y Neruda

Mario Benedetti

Hoy en día parece bastante claro que, en la actual poesía hispanoamericana, las dos presencias tutelares se llaman Pablo Neruda y César Vallejo. No pienso meterme aquí en el atolladero de decidir qué vale más: si el caudal incesante, avasallador, abundante en plenitudes, del chileno, o el lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento, del peruano. Más allá de discutibles o gratuitos cotejos, creo sin embargo que es posible relevar una esencial diferencia en cuanto tiene relación con las influencias que uno y otro ejercieron y ejercen en las generaciones posteriores, que inevitablemente reconocen su magisterio.

En tanto que Neruda ha sido una influencia más bien paralizante, casi diría frustránea, como si la riqueza de su torrente verbal sólo permitiera una imitación sin escapatoria, Vallejo, en cambio, se ha constituido en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana. No en balde la obra de Nicanor Parra, Sebastián Salazar Bondy, Gonzalo Rojas, Ernesto Cardenal, Roberto Fernández Retamar y Juan Gelman revelan, ya sea por vía directa, ya por influencia interpósita, la marca vallejiana; no en balde, cada uno de ellos tiene, pese a ese entronque común, una voz propia e inconfundible. (A esa nómina habría que agregar otros nombres como Idea Vilariño, Pablo Armando Fernández, Enrique Lihn, Claribel Alegría, Humberto Megget o Joaquín Pasos, que, aunque situados a mayor distancia de Vallejo que los antes mencionados, de todos modos están en sus respectivas actitudes frente al hecho poético más cerca del autor de Poemas humanos que del de Residencia en la tierra.)

Es bastante difícil hallar una explicación verosímil a ese hecho que me parece innegable. Sin perjuicio de reconocer que, en poesía, las afinidades eligen por sí mismas las vías más imprevisibles o los nexos más esotéricos, y unas y otros suelen tener poco que ver con lo verosímil, quiero arriesgar sobre el mencionado fenómeno una interpretación personal.

La poesía de Neruda es, antes que nada, palabra. Pocas obras se han escrito, o se escribirán, en nuestra lengua, con un lujo verbal tan asombroso como las primeras Residencias o como algunos pasajes del Canto general. Nadie como Neruda para lograr un insólito centelleo poético mediante el simple acoplamiento de un sustantivo y un adjetivo que antes jamás habían sido aproximados. Claro que en la obra de Neruda hay también sensibilidad, actitudes, compromiso, emoción, pero (aun cuando el poeta no siempre lo quiera así) todo parece estar al noble servicio de su verbo. La sensibilidad humana, por amplia que sea, pasa en su poesía casi inadvertida ante la más angosta sensibilidad del lenguaje; las actitudes y compromisos políticos, por detonantes que parezcan, ceden en importancia frente a la actitud y el compromiso artísticos que el poeta asume frente a cada palabra, frente a cada uno de sus encuentros y desencuentros. Y así con la emoción y con el resto. A esta altura, yo no sé qué es más creador en los divulgadísimos Veinte poemas: si las distintas estancias de amor que le sirven de contexto o la formidable capacidad para hallar un original lenguaje destinado a cantar ese amor. Semejante poder verbal puede llegar a ser tan hipnotizante para cualquier poeta, lector de Neruda, que si bien, como todo paradigma, lo empuja a la imitación, por otra parte, dado el carácter del deslumbramiento, lo constriñe a una zona tan específica que hace casi imposible el renacimiento de la originalidad. El modo metaforizador de Neruda tiene tanto poder que, a través de incontables acólitos o seguidores o epígonos, reaparece como un gen imborrable, inextinguible.

El legado de Vallejo, en cambio, llega a sus destinatarios por otras vías y moviendo quizás otros resortes. Nunca, si siquiera en sus mejores momentos, la poesía del peruano da la impresión de una espontaneidad torrencial. Es evidente que Vallejo (como Unamuno) lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en ésta las cicatrices del combate. Si Neruda posee morosamente a la palabra, con pleno consentimiento de ésta, Vallejo en cambio la posee violentándola, haciéndole decir y aceptar por la fuerza un nuevo y desacostumbrado sentido. Neruda rodea a la palabra de vecindades insólitas, pero no violenta su significado esencial; Vallejo, en cambio, obliga a la palabra a ser y decir algo que no figuraba en su sentido estricto. Neruda se evade pocas veces del diccionario; Vallejo, en cambio, lo contradice de continuo.

El combate que Vallejo libra con la palabra tiene la extraña armonía de su temperamento anárquico, disentidor, pero no posee obligatoriamente una armonía literaria, dicho sea esto en el más ortodoxo de sus sentidos. Es como espectáculo humano (y no sólo como ejercicio puramente artístico) que la poesía de Vallejo fascina a su lector, pero una vez que tiene lugar ese primer asombro, todo el resto pasa a ser algo subsidiario, por valioso e ineludible que ese resto resulte como intermediación.

Desde el momento que el lenguaje de Vallejo no es lujo sino disputada necesidad, el poeta-lector no se detiene allí, no es encandilado. Ya que cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento. Para sus respectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambió, así sea a través de sus poemas, como un paradigma humano.

Es tal vez por eso que su influencia, cada día mayor, no crea sin embargo meros imitadores. En el caso de Neruda lo más importante es el poema en sí; en el caso de Vallejo, lo más importante suele ser lo que está antes (o detrás) del poema. En Vallejo hay un fondo de honestidad, de inocencia, de tristeza, de rebelión, de desgarramiento, de algo que podríamos llamar soledad fraternal, y es en ese fondo donde hay que de hay buscar las hondas raíces, las no siempre claras motivaciones de su influencia.

A partir de un estilo poderosamente personal, pero de clara estirpe literaria, como el de Neruda, cabe encontrar seguidores sobre todo literarios que no consiguen llegar a su propia originalidad, o que llegarán más tarde a ella por otros afluentes, por otros atajos. A partir de un estilo como el de Vallejo, construido poco menos que a contrapelo de lo literario, y que es siempre el resultado de una agitada combustión vital, cabe encontrar ya no meros epígonos o imitadores, sino más bien auténticos discípulos, para quienes el magisterio de Vallejo comienza antes de su aventura literaria, la atraviesa plenamente y se proyecta hasta la hora actual.

Se me ocurre que de todos los libros de Neruda sólo hay uno, Plenos poderes, en que su vida personal liga entrañablemente a su expresión poética. (Curiosamente, es quizás el título menos apreciado por la crítica, habituada a celebrar otros destellos en la obra del poeta; para mi gusto, ese libro austero, sin concesiones, de ajuste consigo mismo, es de lo más auténtico y valioso que ha escrito Neruda en los últimos años. Someto al juicio del lector esta inesperada confirmación de mi tesis: de todos los libros del gran poeta chileno, Plenos poderes es, a mi juicio, el único en que son reconocibles ciertas legítimas resonancias de Vallejo.) En los otros libros, los vericuetos de la vida personal importan mucho menos, o aparecen tan transfigurados, que la nitidez metafórica hace olvidar por completo la validez autobiográfica. En Vallejo, la metáfora nunca impide ver la vida; antes bien, se pone a su servicio. Quizá habría que concluir que en la influencia de Vallejo se inscribe una irradiación de actitudes, o sea, después de todo, un contexto moral. Ya sé que sobre esta palabra caen todos los días varias paladas de indignación científica. Afortunadamente, los poetas no siempre están al día con las últimas noticias. No obstante, es un hecho a tener en cuenta: Vallejo, que luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo.

Este ensayo fue escrito por Benedetti en 1967 y publicado en Letras del continente mestizo, de Montevideo, en 1972.

martes, noviembre 04, 2008

Literatura y Tradición en las Calaveras


La muerte para los mexicanos, más que un concepto, es una expresión de su identidad. Sin embargo, su sentido jocoso, manifiesto en las calaveras, es más reciente, y su padre indiscutible es el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913), quien utilizó las figuras descarnadas provenientes de las tradiciones medievales y prehispánicas con el sentido socarrón del carácter popular mexicano, espíritu de ahuizote, irreverente, que ya había hecho acto de presencia, a principios del siglo XIX, en la literatura de José Joaquín Fernández de Lizardi y, a mediados de esa centuria, en románticos mexicanos como Guillermo Prieto, pero que se consolida en la tradición popular del siglo XX.

Este imaginario mexicano de la muerte ha evolucionado del carácter sagrado en los tiempos antiguos al carácter sincrético y festivo del presente; sin embargo, pese a las calaveras literarias, es dudoso sostener, aun como idea fundamental, que el mexicano se ría de la muerte, como afirma, entre otros, Octavio Paz en El laberinto de la soledad.

Más bien, como observa Paul Westheim [crítico de arte y especialista en arte precolombino e historiador del arte mexicano], en esta tradición el mexicano se ríe -por no llorar- de la vida, de sí mismo y de su destino, cuyo consuelo final es la muerte, donde se igualará con todos los que, en el imaginario popular de raíz católica, son inalcanzables en esta vida.

Como sostiene el mismo Paz, se trata de una de las máscaras del mexicano, el exterior del enigma que más ha impresionado a los extraños que se acercan a este fenómeno necrófilo nacional.

Paul Westheim sostiene que hay una pervivencia de la percepción prehispánica de la existencia en las imágenes y costumbres relacionadas con la muerte:



La carga psíquica del mexicano que da un tinte trágico a su existencia, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros...



Y esa angustia ha pasado también a las manifestaciones de alta cultura, sobre todo en la pintura y en la literatura, donde la muerte es una presencia constante, una búsqueda, una obsesión que se podría calificar de metafísica, porque define lo mexicano o la mexicanidad en autores como Netzahualcóyotl ("aunque sea de jade, se quiebra..."), Sor Juana Inés de la Cruz ("Conque con docta muerte y necia vida,/viviendo engañas y muriendo enseñas", dice a una rosa), Xavier Villaurrutia (en su Nostalgia de la muerte ) y José Gorostiza (con Muerte sin fin ), en poesía; o en narradores como Juan Rulfo, cuya novela Pedro Páramo , cumbre de las letras nacionales, muestra precisamente nuestra convivencia con la muerte y nuestros muertos.

Tezcatlipoca: los días aciagos

Según el calendario solar prehispánico, de los 365 días del año cinco son aciagos. Mas en la cotidianidad de la vida de los pueblos antiguos predominaba la incertidumbre. El dios que rige esta inestabilidad es Tezcatlipoca, una especie de Dionisos mexica, que conduce todos los excesos pero que también los castiga, que un día eleva a los hombres y al siguiente los abate (Westheim, 1971).

El mismo rey poeta, Netzahualcóyotl, expresaba esa angustia en sus poemas, cantos a la fugacidad y la vulnerabilidad de la vida:



En vano he nacido,
en vano he venido a salir
de la casa del dios de la Tierra,
¡Yo soy menesteroso!
Ojalá en verdad no hubiera salido,
que de verdad no hubiera venido a la Tierra…



En cierto momento difícil de su existencia, Netzahualcóyotl reclama a la divinidad, Moyocoyatzin, el que se inventa a sí mismo, tanta inclemencia; pero también acepta que esa arbitrariedad es parte de la agonía de la existencia:



Nadie puede estar a su lado,
tener éxito, reinar en la Tierra



Paradójicamente, en esa volubilidad los antiguos también veían la esperanza de la continuidad de la vida, que no era la esperanza de una existencia eterna en un más allá, sino la posibilidad de retornar a la vida en otro ciclo, como en el Popol Vuh , donde los dioses gemelos descienden al Inframundo y triunfan sobre la muerte para dar lugar a la existencia del hombre. Paul Westheim destaca que más que una conciencia o noción de inmortalidad, en el México antiguo existía la creencia en "la indestructibilidad de la fuerza vital, que subsistía más allá de la muerte".

Los astros, los colibríes, el maíz son representaciones de esa potencia que emana de los dioses. El colibrí es símbolo de la resurrección de Huitzilopochtli, el Sol. La Luna dijo a los hombres: "Lo mismo que yo muero y renazco, vosotros moriréis para renacer después." Centéotl, el dios del maíz, muere para renacer.

La convivencia con la muerte era natural; por eso en todas las manifestaciones del arte antiguo los hombres coexisten con los descarnados, con las calaveras. Y en el imaginario colectivo se podía hablar con los muertos; morir era como un simple 'cambio de domicilio'. Todo fallecimiento era sagrado: el de los ahogados, el de las mujeres en el parto, el de los niños, el de los guerreros y, sobre todo, el de los sacrificados a los dioses.

Al morir de enfermedad general se descendía durante nueve años rituales al Mictlan; los niños iban al Xochatlapan; los guerreros y las mujeres muertas en el parto acompañarían a Huitzilopochtli, y al Tlalocan irían los ahogados (Matos Moctezuma, 1997).

Pero como dice Eduardo Matos Moctezuma, a la muerte, como la concebían los antiguos, también le llegó su muerte con la conquista de los españoles y la imposición de una nueva noción del ciclo de vida. Una concepción también sangrienta representada en el Cristo sacrificado, que le dio jaque a Huitzilopochtli, como se lee en el cuento Chac Mool , de Carlos Fuentes, y que sobrepuso a las tradiciones 'paganas' las formas del terror medieval a la muerte, sólo soportable en la esperanza de una vida eterna en el más allá, esperanza que se expresaba constantemente en los Memento mori (acuérdate de la muerte), las representaciones pictóricas de las vanitas vanitatum (vanidad de vanidades) y las danzas macabras, que llegan con la concepción cristiana de la España de fin del Medievo y se refuerzan en el Barroco y la Contrarreforma religiosa.

La muerte chocarrera

Como en la época prehispánica, la muerte es para los mexicanos una madre -suplida después de la conquista por la Virgen de Guadalupe-; es, además, una celebración de la vida, un consuelo, un viaje a otro mundo menos triste que éste y, por lo tanto, casi un retorno al útero. La muerte, en su imagen actual, también es la venganza contra aquellos que se sueñan inmortales, pues la realidad, según nuestra herencia medieval española, es el inevitable fin de la vida terrena.

En el siglo XIX, después de la caída del imperio de Maximiliano de Habsburgo, en la prensa nacional cobró fuerza la caricatura política como una forma de la crítica a las fuerzas conservadoras. Pero es con José Guadalupe Posada y su editor, Antonio Vanegas Arroyo, ya en ese México porfirista que excluye de la modernidad positivista a vastos sectores sociales, cuando las calaveras hacen su aparición para, en una paródica reinterpretación de las danzas macabras medievales, criticar con humor las vanidades de los sectores sociales egoístas y de los políticos ambiciosos y corruptos de la época.

Estas calaveras -la mayoría de autores anónimos- consisten en versos jocosos, octosílabos, en general décimas o coplas (lo que hace imaginar que también se podían acompañar con música o que retoman la tradición medieval del cancionero), que aparecen al pie de ilustraciones de personajes descarnados, caricaturizados, pero que asumen los papeles que se critican, ya sean populares, de profesiones o de quienes están en el candelero político o social.

La tradición de las calaveras se arraigó en México por la celebración del día de muertos, junto con algunos otros fenómenos literarios, como la representación de Don Juan Tenorio , de José Zorrilla, que tuvo gran éxito a fines del siglo XIX, y cuyo montaje, incluso con variantes paródicas, se convirtió en una costumbre de esa temporada, pues su mensaje final concordaba con esa visión picaresca de la vida mexicana, que permite pecar desaforadamente y arrepentirse en el último instante de la vida para lograr el perdón divino; cinismo que, por cierto, no perdonan las calaveras.

En éstas, el dibujo de una muerte chocarrera carga con los personajes más reputados de cada época, dibujados también como calaveras, ya sea con los rasgos del aludido o, como en las calaveras de azúcar, con letreros o pequeños epitafios que los identifican y hacen el recuento de sus defectos o sus venalidades -los pecados de la tradición medieval-, que los hacen merecedores de un lugar en este panteón popular. Como en la Edad Media , cuando la muerte cumplía una función 'democratizadora' de la justicia divina, las calaveras constituyen una "crítica social que deja profunda impresión en los ánimos, precisamente por salir de la desdentada boca de la muerte, la imparcial, la insobornable" (Westheim, 1971).

Desde luego, las calaveras también tienen un carácter fraterno y, así, se pueden dirigir a los amigos o a los personajes queridos, pero destacando en este caso sus virtudes, como en las calaveras de azúcar que se regalan a los niños o que se regalaban algunos enamorados:



El que anda de enamorado
y a una mujer echa un reto
no se figura el menguado
que enamora a un esqueleto.



Asimismo, la muerte se manifiesta en las calaveras como una presencia democrática que abate por igual a los tiranos, lo que nos recuerda la última etapa de la Edad Media en Europa, cuando ante las pestes y las enfermedades los poderosos no tenían ninguna defensa contra la muerte y sucumbían al igual que los pobres. Las Calaveras en montón son un ejemplo de esta visión de la muerte:



Es una verdad sincera
lo que nos dice esta frase:
que sólo el ser que no nace
no puede ser calavera.
...
Es calavera el inglés,
calavera, sí señor,
calavera fue el francés
y Fauré y Sadi Carnot.
El chino, el americano,
el papa y los cardenales,
reyes, duques, concejales
y el jefe de la nación
en la tumba son iguales:
calaveras del montón
....
Los ricos por su elegancia,
los rotitos con redrojos,
los pobres por su miseria,
los tontos por su ignorancia,
los jóvenes por su infancia,
los hombres de edad madura,
todos en la sepultura,
con las viejas, ¡qué ficción!,
serán, como dice el cura:
calaveras del montón.



Sin embargo, ante los avances de la ciencia y la pérdida de efectividad de La Parca , la muerte se ha convertido para nosotros -el día de muertos- en una jornada de desfogue carnavalesco, donde los políticos, los poderosos, los corruptos y los arbitrarios son puestos en su lugar por esta quijotesca muerte -también dibujada por Posada-, desfacedora de entuertos y protectora de los desvalidos y los huérfanos, quien en breves sentencias expresa los agravios y la condena inexorable. Empero, el antídoto contra este sublimado deseo de muerte está en la misma sentencia jocosa, pues como dice la sabiduría popular, "hierba mala nunca muere".

Investigación de Francisco Emilio de la Guerra tomado de ‘El Correo del Maestro'



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lunes, noviembre 03, 2008

Celebración del Día de Muertos en el México prehispánico

Para los antiguos mexicanos, la Muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar. Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.

De esta forma, las direcciones que podrían tomar los muertos son:

El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los niños sacrificados al dios. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos eran generalmente incinerados, los predestinados a Tláloc eran enterrados, como las semillas, para germinar.

El Omeyocan , paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que eran sacrificados y las mujeres que morían en el parto. Estas mujeres eran comparadas a los guerreros, ya que habían librado una gran batalla, la de parir, y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañarán al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte provocaba tristeza y también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como compañeras. Dentro de la escala de valores mesoamericana, el hecho de habitar el omeyocan era un privilegio.

El Omeyocan era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan, después de cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de plumas multicolores y hermosas.

Morir en la guerra era considerada como la mejor de las muertes por los aztecas. Por incomprensible que parezca, dentro de la muerte había un sentimiento de esperanza, pues ella ofrecía la posibilidad de acompañar al sol en su diario nacimiento y trascender convertido en pájaro.

El Mictlán , destinado a quienes morían de muerte natural. Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictacacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.

El camino para llegar al Mictlán era muy tortuoso y difícil, pues para llegar a él, las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego de este tiempo, las almas llegaban al Chignahuamictlán, lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos. Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.

Por su parte, los niños muertos tenían un lugar especial, llamado Chichihuacuauhco , donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los niños que llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.

Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos: los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo. De esta forma, era muy variada la elaboración de objetos funerarios: instrumentos musicales de barro, como ocarinas, flautas, timbales y sonajas en forma de calaveras; esculturas que representaban a los dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales (piedra, jade, cristal), braseros, incensarios y urnas.

Las fechas en honor de los muertos son y eran muy importantes, tanto, que les dedicaban dos meses. Durante el mes llamado Tlaxochimaco, se llevaba a cabo la celebración denominada Miccailhuitntli o fiesta de los muertitos, alrededor del 16 de julio. Esta fiesta iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. En la celebración participaban todos, y se hacían ofrendas al árbol durante veinte días.

En el décimo mes del calendario, se celebraba la Ueymicailhuitl, o fiesta de los muertos grandes. Esta celebración se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, cuando decían que caía el xócotl. En esta fiesta se realizaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol. Se acostumbraba realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas. Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles. Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura, se derribaba el xócotl y terminaba la celebración. En esta fiesta, la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente de nuestro actual altar de muertos.

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A los que se van, pero no del todo

Jessica Oliva

Para los mexicanos, la muerte no es una total desconocida. Es La Catrina, La Doña, la señora con la que compartimos el mole, el arroz y el pan de muerto una vez al año. Su figura encarna la festividad con la cual recordamos a aquellos que se nos han adelantado, a aquellos que extrañamos.

La celebración del Día de Muertos nos permite estirar la mano un poco, para saludar de lejos a nuestros seres queridos, a nuestros ancestros. Es nuestra forma de reconocer que, aunque ellos ya no estén aquí, no significa que hayan desaparecido.

Considerar a la muerte como una etapa más, un paso espiritual, es reconocer la trascendencia de la naturaleza humana y de la vida misma, independientemente de la religión que se profese. En esta festividad, la muerte no se considera la enemiga, sino una puerta que tarde o temprano todos cruzaremos.

El festejo a los muertos es un ritual muy antiguo, tiene origen en el México prehispánico y se ha ido transformando y enriqueciendo a lo largo del tiempo. Sus rituales y manifestaciones han adoptado diversas caras, hasta llegar a los actuales altares vestidos de papel de colores, flores, cirios y calaveritas.

Sin embargo, detrás de todas las formas de celebración antiguas y contemporáneas, se encuentra latente un mismo pensamiento: la muerte no es sinónimo de la nada. No es el fin absoluto.


LA MUERTE PREHISPÁNICA

El festejo a los muertos se encuentra enraizado en nuestra historia, en nuestras culturas más antiguas. Es una celebración que, de una u otra forma, siempre ha formado parte nuestra identidad, religión e ideología.

Antes de que los festejos de este tipo adquirieran cualquier connotación cristiana, los aztecas ya consideraban a la muerte como una transición, en la cual los seres humanos daban un paso a otro mundo, a otra dimensión. Para ellos existían diferentes tipos de paraísos o “cielos”, a los cuales las almas viajaban dependiendo de la forma en que morían.

A diferencia de cristianos y católicos, las antiguas civilizaciones sí rendían culto a la muerte. El Dios azteca que la encarnaba era Mictlantecuhtli, señor de la tierra de los muertos, lugar al cual viajaban por cuatro años aquellos que habían fallecido de muerte natural. Su esposa o “Dama de la Muerte”, Mictecacacíhuatl, es actualmente relacionada con La Catrina.

La festividad que posteriormente se convirtió en Día de Muertos, se conmemoraba en el noveno y décimo mes del calendario solar mexica, que coincidía con la época de cosecha o recolección. De esta forma, tras meses de escasez, los vivos compartían los primeros banquetes con los muertos.

El festival estaba presidido por los dioses de la muerte, y en él se ofrecía comida, se realizaban sacrificios, y se lloraba a los parientes fallecidos. Comenzaba en agosto, el mes de la “Tierra florida” para los mexicas, en el cual las celebraciones eran dedicadas a los niños muertos. Posteriormente, en el décimo mes o de la “fruta madura”, se hacía homenaje a las personas adultas.

Nuestras ofrendas y altares tienen su antecedente en estas festividades, pues los aztecas también colocaban este tipo de objetos en sus fiestas. Asimismo, en los entierros también se ofrecía al fallecido algunas cosas que había utilizado en vida, así como instrumentos para su viaje al inframundo.


DE CELEBRACIÓN PAGANA A FESTIVIDAD SANTA

Cuando los españoles llegaron a México, lucharon por erradicar los ritos y creencias paganas características de las culturas mesoamericanas, con el fin de convertir a los indígenas al cristianismo.

Al ver la celebración mexica en honor a los muertos, decidieron fusionarla con la conmemoración del Día de Todos los Santos, festividad cristiana europea instaurada el 1 de noviembre por el Papa Gregorio III, en el año 741. Esta festividad santa fue creada con el fin de contrarrestar los ritos del Halloween.

De esta forma, las costumbres y creencias españolas se combinaron con las tradiciones indígenas, lo cual dio como resultado un sincretismo cultural que sigue vigente en nuestros días. Las celebraciones en el estado de Michoacán son algunos de los mejores ejemplos de esta unión de culturas.

Posteriormente, en el año 998, San Odilón, abad del monasterio de Cluny, nombró el 2 de noviembre como Día de los Fieles Difuntos de la Iglesia Católica. Esta fiesta permite a los creyentes honrar también la memoria de sus seres queridos, y no sólo la de los mártires cristianos.

Tanto el Día de todos los Santos como el Día de los Difuntos, forman parte de lo que actualmente conocemos como festividad del Día de Muertos.


FUSIÓN CULTURAL

Con la llegada del cristianismo, la idea del infierno y el paraíso sustituyó las creencias de los múltiples cielos aztecas. Con esto, la forma de muerte ya no determinaba el destino del alma, sino la calidad moral de las acciones realizadas en este mundo.

Los misioneros españoles le dieron a la muerte la imagen de un esqueleto con guadaña, la cual conllevaba una connotación terrorífica. Ésta tenía como objetivo causar miedo entre los indígenas para educarlos en el respeto y temor del día del juicio.

La celebración actual del Día de Muertos presenta tanto elementos cristianos como precolombinos. No es extraño encontrar crucifijos, imágenes de la Virgen de Guadalupe y de Santos en los altares rodeados de incienso.

Por su parte, las flores de cempasúchitl y los tamales de maíz, típicos del banquete, pertenecen a la tradición indígena, así como aquellos objetos que representan a los cuatro elementos: el vaso con agua, las frutas de cosecha, el papel de china (que representa al aire) y los cirios y velas.

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martes, octubre 07, 2008

Mentiras disonantes

La genialidad y la perversión parecen ser caras de una misma moneda. Al menos así lo indica la experiencia del norteamericano Daniel Carleton Gajdusek, Nobel de Medicina condenado por corrupción de menores, y del filósofo francés Louis Althusser, detenido por homicidio. El psicólogo Leon Festinger fue uno de los primeros que analizaron la discrepancia entre lo que se percibe del otro y lo que realmente es.

Por Pablo Capanna

Hace años, una de esas fluctuaciones cuánticas de la política universitaria que hasta entonces apenas había sufrido, me arrojó a la jefatura de un departamento con decenas de docentes, un escritorio y hasta una secretaria. Una mañana, al hojear el diario leí que un profesor había matado a su mujer a puñaladas. Al rato me llamaron para contarme que era un colega, con quien había hablado una sola vez.

Cuando llegué a la oficina, la secretaria estaba al borde de un ataque de nervios. Me alcanzó una carta que en algún momento alguien había dejado sobre mi escritorio. La firmaba el flamante asesino, quien solicitaba licencia con la mayor formalidad burocrática. Por lo menos, se conformaba con que fuera sin goce de sueldo. Alegando “causas ajenas a su voluntad” que eran “del dominio público”, se veía obligado a dejar la cátedra al menos por un tiempo. Nunca volvió. Que yo sepa, no lo encontraron nunca, y si aún vive, seguirá impune.

A mí me había tocado vivir la parte más grotesca del asunto, pero hubo profesores que se sintieron muy perturbados. Algunos se defendían negando que jamás hubieran tenido trato con el prófugo. Otros se sentían tontos por no haberse dado cuenta de quién era su colega y tampoco faltaban los que se creían detectives aficionados.

Hace poco recordé esas circunstancias. Fue el día en que los noticieros comenzaron a insistir sobre dos casos, uno lejano y otro próximo, y lograron mantenerlos en cartel unos días más de lo que habitualmente soporta la audiencia. Ambos casos provocaban una indignación fuera de lo común. Mostraban que personas que parecían estar más allá de toda sospecha podían ser culpables de las peores aberraciones.

En el primer caso se trataba de un gurú con aspecto de Mago Merlín, venerado en Belgrado por sus pacientes y adeptos. Un día se descubrió que era nada menos que el Carnicero de Bosnia, uno de los peores genocidas de las guerras balcánicas. El otro era un eminente psicólogo argentino, con autoridad en temas de abuso sexual y violencia familiar, que de pronto aparecía procesado por dirigir una red internacional de pedófilos.

Casos como éstos logran inquietar hasta a una opinión pública que ya parecería estar inmunizada contra cualquier escándalo, quizá porque golpean la buena fe y corroen los últimos vestigios de la confiabilidad. Por supuesto, no era la primera vez que ocurrían cosas parecidas, pero la condición terapéutica de los acusados agravaba las cosas.

Cuando un Nobel de Medicina como D. C. Gajdusek fue condenado por corrupción de menores o un filósofo como Althusser fue preso por homicidio, a muy pocos se les ocurrió poner en duda sus logros intelectuales.

Pero algo cualitativamente distinto fue lo que ocurrió cuando a Kurt Waldheim, que había sido secretario de la UN, se le descubrió un currículum de oficial de las SS, o en los casos más recientes de sacerdotes o líderes religiosos acusados de estupro. Pareciera que dentro de la generalizada anomia en que vivimos las figuras terapéuticas son los últimos referentes morales y su corrupción produce una mayor indignación.

DESCONCIERTOS

El caso del psicólogo argentino conmovió a toda su comunidad profesional, que de algún modo veía afectada su credibilidad. Con una celeridad poco común fue excluido de la cátedra y hasta se retiraron de circulación sus libros, aun perjudicando a quienes habían colaborado con un inocente paper en alguna de sus compilaciones.

En las ciencias sociales (antaño llamadas “morales”) el prestigio intelectual y el ético parecían estar mucho más ligados de lo que ocurre en las ciencias “duras”, donde cuesta menos disociar la obra del autor.

Todos vimos desfilar por televisión a sus ex colegas, tan azorados como cualquier vecino que acaba de descubrir que vivía al lado de un asesino. Algunos no atinaban a dar explicaciones. Otros tomaban distancia y minimizaban su relación con él. Si bien no faltaban quienes aprovechaban para ventilar discrepancias ideológicas, nadie se jactaba de haber sospechado nada, porque en ese caso hubiera tenido que denunciarlo. La mayoría coincidió en afirmar que un psicópata que lleva una doble vida es más difícil de descubrir que un espía, que puede pasar inadvertido por años.

Lo que se ponía en tela de juicio en circunstancias como estas era la eficacia profesional de quienes habían estado cerca del personaje en cuestión. La opinión pública se preguntaba por qué ninguno de ellos, siendo brillantes a la hora de diagnosticar o de teorizar, fue capaz de darse cuenta no sólo de sus perversiones sino de su actividad delictiva. ¿Habría que creer que los agentes de contraespionaje son más eficaces que los psicólogos o bien que la perspicacia de éstos se empaña cuando tienen que observar a sus propios colegas?

Antes de arrojar más dudas sobre profesionales, estudiantes y funcionarios, convendría recordar que este fenómeno es bastante común, y puede cobrarse víctimas hasta entre los científicos más rigurosos. Es bastante difícil ver al colega como paciente, precisamente porque cuesta sacarlo de su contexto habitual. El vínculo intelectual y el trato formal pueden impedir la toma de distancia. Como se decía en el caso de la infidelidad, “el último que se entera es la víctima”, y sólo después de que la evidencia más brutal disipa sus racionalizaciones.

LA DISONANCIA COGNITIVA

Uno de los primeros que estudiaron este tipo de ceguera epistemológica fue el psicólogo Leon Festinger. En 1957 se puso a investigar a los miembros de una secta apocalíptica que habían esperado ser evacuados por los extraterrestres antes del inminente fin del mundo. Como en la fecha anunciada no pasó nada, los creyentes prefirieron ponerse a elaborar nuevas y alambicadas profecías para acomodarse a la nueva situación, antes que reconocer que se habían dejado engañar.

El grupo reproducía en escala menor un hecho histórico conocido como la Gran Decepción Americana. El 22 de octubre de 1844 los seguidores del pastor William Miller subieron a los techos de sus casas para esperar el regreso de Cristo, que según sus cálculos ocurriría en esa fecha. Al día siguiente, los milleritas no sólo estaban frustrados; se encontraron con que eran ridiculizados, hostigados y hasta vejados por sus propias comunidades.

La consecuencia fue que terminaron por cerrar filas y se pusieron a hacer nuevos y complejos cálculos que explicaran el fracaso. Tanto los Adventistas como los Testigos de Jehová nacieron de esa crisis.

Más cerca de nosotros, algo parecido le ocurrió a Philip K. Dick, el Kafka californiano. En sus últimos meses de vida estuvo aguardando la llegada de un mesías que aparecería en todas las pantallas de televisión, y murió poco antes de la fecha fijada, quizá por no estar dispuesto a soportar un fracaso.

Festinger llamó disonancia a este conflicto que se plantea entre aquello que uno ve y lo que espera ver. La necesidad de que haya consonancia entre las distintas creencias que uno abriga (a menudo contradictorias entre sí) puede ser tan fuerte como para negar los hechos, ocultarlos o aceptar una ilusión con tal de que sea convincente.

Cada vez que uno le echa un vistazo al horóscopo, aunque descrea de la astrología, es porque está buscando alguna asonancia con sus deseos. En casos extremos hay quien llega a hacer fraude, simplemente porque no soporta el conflicto.

Para estudiar estas circunstancias, Festinger diseñó una experiencia que ya es clásica. Reclutó voluntarios dispuestos a cumplir una tarea, sin hacer objeciones. La tarea no tenía sentido: había que rotar unas clavijas dándoles un cuarto de vuelta por vez, hasta que el instructor dijera basta, o bien apilar bobinas de madera en una bandeja, vaciarla y empezar a llenarla de nuevo. Al cabo de unos cuantos minutos, se hacía exasperante.

A la salida, un instructor abordaba a los aburridos sujetos y en tono confidencial les pedía ayuda, explicando que uno de sus ayudantes había faltado. Les pedía que convencieran al candidato siguiente de que la tarea era muy estimulante y divertida, a pesar de lo que habían tenido que hacer. Como incentivo, a algunos ofrecía pagarles veinte dólares y a otros les prometía solamente uno.

El paradójico resultado era que quienes habían cobrado menos eran los que mejor mentían. Al parecer, los que recibían un pago razonable tenían conciencia de que mentían por dinero; no se sentían culpables de hacerlo porque pensaban que estaban contribuyendo al avance de la ciencia.

En cambio, los que aceptaban negar la evidencia por sólo un dólar terminaban siendo más convincentes porque antes habían tenido que persuadirse a sí mismos. De no hacerlo, se hubieran sentido unos miserables, capaces no sólo de mentir sino de hacerlo sin motivo. Necesitaban justificarse para mantener la autoestima y superar la disonancia.

Desde el auge del espiritismo del siglo XIX hasta modas más recientes como la exploración de “recuerdos de vidas anteriores”, muchos han experimentado creando ficciones y haciéndolas pasar por historias reales. El escéptico James Randi armó un show en la televisión australiana, con un actor que simulaba recordar hechos de 2000 años atrás. Pero se encontró que aun después de que ambos confesaran públicamente la impostura, el público siguió creyéndole.

EXPERIMENTOS Y FIASCOS

Algunas conocidas historias de la ciencia, que suelen explicarse como fraudes explícitos o divagaciones seudocientíficas quizá puedan entenderse apelando a la disonancia. La más venerable es la historia de las “células inmortales” que el Premio Nobel Alexis Carrel (1873-1944) decía haber cultivado en el laboratorio del Instituto Rockefeller de Nueva York durante nada menos que 34 años.

El cirujano, que gozaba de enorme fama como ensayista y escritor de temas espirituales, dictaminó en 1912 que “el envejecimiento y la muerte son fenómenos contingentes, no necesarios”. Se propuso demostrarlo manteniendo in vitro unas células de corazón de pollo, a las cuales apenas se les agregaban periódicamente unas gotas de plasma.

En la comunidad científica siempre hubo muchos que dudaban del experimento de Carrel. Uno de los escépticos, llamado Ralph Buchsbaum, logró en 1930 que una asistente de Carrel confesara que cada tanto le añadía células vivas al cultivo.

Dijo que lo hacía para no decepcionar al profesor, pensando que la disonancia podía matarlo. Carrel murió en 1944, la experiencia se suspendió dos años después, y hoy sabemos que las células no sobreviven más allá de unas 30 semanas.

El otro caso es el del “agua anómala” o “poliagua” que el ruso Nikolai Fediakin dijo haber producido en 1968. Se la obtenía mediante un complejo proceso de condensación de vapor en capilares de cuarzo, y tenía propiedades realmente extrañas, que prometían grandes aplicaciones.

Tenía la consistencia de la gelatina, se congelaba recién a 40 grados bajo cero y no hervía. Años después se pudo determinar que no se trataba de un fraude sino de una desprolijidad de los rusos: el agua “anómala” se había contaminado con grasas y siliconas.

Esta vez la disonancia corrió por cuenta de los norteamericanos, que todavía estaban bajo el impacto del Sputnik, se había adelantado a sus propios planes espaciales. Sentían que había que hacer algo para evitar una nueva humillación.

Un equipo de la Universidad de Michigan se propuso reproducir los resultados soviéticos y hasta desarrolló complejas elaboraciones teóricas para justificarlos, antes que admitir la explicación más simple y ahorrarse mucho trabajo.

De todos modos, la disonancia no es siempre ni necesariamente negativa. Lo que puede ser negativo son las reacciones que provoca, en los casos en que actúa como inhibidor. Pero la disonancia es algo que puede ser más que recomendable en el caso de las negociaciones.

Cuando se sientan a la misma mesa competidores, rivales, adversarios o aun enemigos, la disonancia es fecunda si permite descubrir que la persona que está en frente de uno no es un monstruo inhumano sino alguien que piensa distinto o tiene otros intereses.

El diálogo y la negociación se vuelven posibles cuando surge una feliz disonancia entre el prejuicio y la realidad, que permite superar el hiato entre lo que se espera lograr y lo que es factible acordar con la otra parte. De este modo, se puede pensar en resolver los conflictos que la intransigencia no hace más que alimentar.

sábado, agosto 23, 2008

La izquierda liberal y la democracia

Marcos Roitman Rosenmann

La memoria histórica se tiñe de negro cuando se construye un relato político entre izquierda y democracia. Los operadores del sistema se han esmerado en elaborar un discurso negando toda relación entre luchas democráticas, socialismo, comunismo y los principios teóricos que inspiran dichas propuestas, el marxismo y las tradiciones del humanismo cristiano.

Una manera espuria de salvar el escollo ha sido crear el concepto socialismo democrático. Un sinsentido. Para liarla aún más, se plantea la vacuidad social de la democracia. El argumento es mediocre. Dicho relato se correspondería con dos tipos de excrecencias de la modernidad emergentes en el siglo XX y cuyos efectos, plantean, han sido devastadores para el desarrollo de las libertades del individuo: el fascismo y el comunismo. En dichos sistemas políticos, anomalías superadas por la concepción del Estado social de derecho, se dirá con sorna, se constriñe el ejercicio de las libertades ciudadanas como parte de la negación del orden democrático. Sólo se salva el capitalismo al cual se adscribe el adjetivo democrático, por definición.

Sus defensores presentan la relación entre democracia, revolución burguesa y libertades individuales como un conjunto de pautas provenientes de la revolución inglesa, estadunidense y francesa. Un sincretismo del cual obtienen la esencia del régimen representativo parlamentario. Así, homologan las tres revoluciones en su vertiente reaccionaria a una dinámica democrática de la cual carecen en origen, salvo la francesa. En este sentido, nada queda del tercer Estado ni de los fundamentos emancipadores jacobinos. La derecha y los partidos políticos conservadores se han sacudido los derechos provenientes de una ciudadanía libertaria inspiradora, entre otras experiencias, de la revolución haitiana y anticolonialista de América Latina.

El orden napoleónico circunscribió el Estado y las constituciones liberales a la fórmula acartonada: igualdad, fraternidad y libertad. Tridente subsumido en la retórica del Estado de derecho bajo la republicana libertad de reunión, asociación y expresión. La evolución de dichos principios se han extendido y sumado nuevos derechos provenientes de las luchas sociales. Pero ninguno ha sido concedido por la generosidad de las clases dominantes. Por el contrario, son resultado de tensiones, desgarros y movilizaciones de las clases populares, del movimiento obrero, campesino y sindical. Su aplicación conlleva un sinnúmero de actos represivos ejercidos por el Estado y sus fuerzas de seguridad. Matanzas, exilios, cárcel, clandestinidad y muerte. En otras palabras, la democracia política no forma parte del capitalismo, aunque verbigracia, puede ser estudiada en sus entrañas. Sin embargo, para sus “intelectuales” es la expresión unívoca de su entramado interno. De esta manera se le mitifica estableciendo una relación directa entre el ejercicio del derecho de huelga, el descanso dominical, el seguro social, la educación gratuita y obligatoria y el capitalismo como si fueran sinónimos y hubiesen nacido al unísono. La falsa imagen de una gratuidad de los derechos como la salud, la educación o algunas subvenciones al transporte público y la vivienda solventan, en la actualidad, políticas regresivas y actitudes antidemocráticas. Los patrones parecen olvidar el pago de impuestos. De ellos se obtienen los fondos y la financiación para construir hospitales, escuelas, carreteras, viviendas sociales, pagar los salarios de los funcionarios públicos y en gran medida acrecentar las fortunas de los empresarios que se benefician de los préstamos del Estado para sus megaproyectos y sus intereses monopólicos. Nada es gratis en el capitalismo. Pero las mediaciones crean muros que impiden ver la realidad y bloquean el verdadero origen de la riqueza y las relaciones sociales capitalistas. Sin embargo, el discurso del poder cala el tuétano haciendo creíble la mentira de la gratuidad y del déficit público en los servicios sociales. Son muchos quienes creen las trolas, interiorizando sus mensajes. Hoy se lanzan otras patrañas. Los políticos de la derecha y la izquierda liberal buscan desposeer a los trabajadores de sus conquistas ganadas en el ardor de la lucha de clases. Así, derechos sindicales vigentes por generaciones, incluso siglos, son presentados a la opinión pública como privilegios pasados de moda. De esta manera se les puede esquilmar y arrebatar. Lo lamentable de esta falacia estriba en el apoyo que encuentra para su despliegue en una izquierda institucional nacida en los años 80 del siglo pasado como consecuencia de la caída del Muro de Berlín. Anclada en una repulsa al socialismo revolucionario, el marxismo y el comunismo se consideran agentes modernizadores de un capitalismo renovado. Una tercera, cuarta o quinta vía. Lo mejor de Keynes y Hayek. Izquierda que entona un mea culpa, volviéndose ferviente divulgadora de la ideología de la globalización. De tal guisa asume intrínsecamente los valores del liberalismo. Se mimetiza con los empresarios y adhiere al proyecto de privatizaciones en medio de un capitalismo salvaje, si alguna vez fue civilizado.

Se trata de la bitácora del converso. Abjura del valor democrático del socialismo y el comunismo. Señala el carácter irresponsable e indolente de los trabajadores aduciendo la necesidad del látigo en la mano como un arma disciplinaria. Quiere redimirse, nadar en las leyes de la oferta y la demanda, flexibilizar el mercado de trabajo. En definitiva declamar que ha vivido en el error. Reniega del anticapitalismo por ser contrario al proyecto democrático. Defiende el retorno a las 60 horas, la semiesclavitud y la eliminación de las garantías sindicales y laborales. Bajo esta dinámica, confunde la igualdad con las ofertas de trabajo en el mercado. Considera de justicia ser explotado en una fábrica, en una maquila, una empresa trasnacional y morir lentamente con un sueldo de miseria en medio de la orgía de la desigualdad. Transforma la fraternidad en una cuestión de confianza de los subordinados a la razón de Estado y la llama eufemísticamente “cohesión social”, concepto cuyo significado busca garantizar la competitividad del estilo trasnacional de desarrollo en medio de un “sálvese quien pueda, pero yo el primero”. Ni la propia derecha pensó tener un aliado tan sumiso. Se vendieron por unos escaños, perdieron la dignidad y su propia conciencia.

viernes, julio 25, 2008

Movimientos y Protestas Sociales en América Latina

Alfredo Velarde

Como en los inicios de la década en que amanecimos al convulso, complejo y contradictorio nuevo siglo XXI, de nueva cuenta, las señales cruzadas y la materia prima de las reflexiones en materia comprensiva y referida a los llamados “nuevos movimientos sociales” , proviene del Sur . Argentina, de nuevo y por ejemplo, como otras naciones del cambiante contexto socio-político del Cono Sur, se convulsiona.

Como en la rebelión piquetera del 19 y 20 de diciembre de 2001 que ahora se antoja tan distante, se debate el sentido de la respuesta contra sistémica, la naturaleza de las reivindicaciones, las motivaciones de los actores y las fuerzas que intervienen en las nuevas luchas. Por de pronto, el nuevo movimiento de los cerealeros inconformes en las pampas que se han levantado contra la política impositiva a la exportación de los productores locales, de parte del gobierno de Cristina Kirchner -en un tiempo donde el reaccionario fundamentalismo librecambista había abogado por abolir los aranceles a la importación (y que ahora se taza contradictoriamente a la salida de bienes primarios)-, además de que detonó la “rebambaramba” , echó por tierra definitivamente cualquier necedad consistente en definir a la presidenta esposa del anterior titular del mismo cargo, como un gobierno “de izquierda” . ¿Cómo leer interpretativamente lo que ocurre? La información concurre a cuentagotas y los juicios absolutos obligan a un razonamiento de más fondo que habrá de ocuparnos, a lo largo de una serie de próximas entregas, para pensar las distintas protestas populares en nuestra geopolítica y la conformación de los movimientos sociales que existen y los que vendrán, así como las aspiraciones a favor de poderes populares alternativos en la vasta cartografía latinoamericana que, con inquietud, se convulsionan y movilizan en búsqueda de algo mejor al plato de lentejas que ofrecen los ya no tan nuevos “gobiernos progresistas” y que, de contrabando, se presentan como de “izquierda” , sin serlo genuinamente.

Es tan grande el hastío al sin sentido depredatoriamente brutal del neoliberalismo económico que, “cualquier cosa” diferente –así sean las trivialidades repetitivas del keynesianismo redivivo -, aparece como “deseable” –incluso en México-, justo cuando la alternativa socialista y libertaria, parece empeñada en demorarse en momentos en que más necesaria que nunca antes resulta.

Pero preguntémonos: ¿por qué tanto en gobiernos que se presumen como “democráticos” -y ni qué decir de aquellos que sin pudores se comportan autoritariamente-, la gente se inconforma, se lanza a la calle, advierte lo importante de organizarse para pelear contra el principio de autoridad, al margen y en ocasiones incluso en contra del desgastado procedimiento electoralista de las urnas y el sufragio universal ? ¿Por qué, desde el mundo los excluidos hasta del salario y del trabajo mismo muy frecuentemente a contrapelo de las burocracias corporativistas sindicales acomodadas en el status , los trabajadores y la gente apoyan movimientos revolucionarios, mientras en otros momentos expresan su malestar antisistémico con baja productividad, huelgas, ausentismo, etcétera? ¿Por qué, en fin, así como nacen y se manifiestan, se desmovilizan o desparecen, incluso sin haber logrado los resultados por lo que pelearon? A ofrecer algunas pistas y claves interpretativas alusivas a ésta dialéctica, me dedicaré durante una serie de textos que –salvo ante acontecimientos nacionales de mayor urgencia e interés que obligue a abordarlos a bote pronto, como en el caso de la candente cuestión energética mexicana- tratarán de moverse en los más sustantivos acontecimientos de la política y sus luchas sociales que ocurran en eso que José Martí definió alguna vez como “Nuestra América” (en parte para diferenciar a la región, de una arrogancia imperialista demodé norteamericana que acostumbra, para referirse a sí misma, como “América” y no como Estados Unidos de Norteamérica).

Acotar el curso de nuestras próximas colaboraciones, a la geopolítica latinoamericana , no es un capricho académico o teórico, sino el convencimiento de que en los albores del todavía muy joven siglo XXI, América Latina está demostrando ser, con avances y retrocesos, el espacio cartográfico de la globalización capitalista mundializada más desafiante en la conformación del nuevo (des) orden internacional que demuestra, precisamente, la zona de pasaje histórico que con gran tino teórico el filósofo político italiano, Antonio Negri , ha definido como el interregno entre el imperialismo que no termina de periclitar, y el Imperio que no culmina por fraguar , un momento en que se debate, no sólo el presente (en mucho diferente a los desenlaces que en el pasado histórico se auguraron para la región, en un sentido u otro), sino para un futuro poblado de múltiples incertidumbres y, acaso, escasísimas certezas. Compartir y reflexionar con los lectores eventuales de este espacio, por eso, las incidencias y los fenómenos económicos, políticos y sociales que nos acosan a todos los latinoamericanos en conjunto, parece ser un ejercicio de imprescindible razonamiento económico-político, ante las señales cruzadas que acosan tanto a la interrogación del presente, como a la propia interpretación de fenómenos, a veces esperanzadores, en ocasiones contradictorios, a veces gravemente regresivos, que estamos viviendo o que testimoniamos y que irremediablemente nos afectarán de una manera u otra.

En resumen perseguiré, a lo largo de aproximadamente 10 entregas futuras, la amplia panorámica económico-política latinoamericana y que, como Georges Sorel , del que Antonio Gramsci tomó su conocida frase sobre “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad” , trataré, con ése talante teórico, aportar algunas pistas para comprender nuestro presente ante la urgente necesidad por un cambio cierto, profundo y radical.

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domingo, mayo 25, 2008

Introducción a Giacometti

Yves Bonnefoy

I

Creo que para comprender bien el trabajo de Giacometti es preciso advertir, de entrada, que encontramos en él siempre viva y activa la preocupación por el Otro: entiendo por esta palabra a cualquier persona, conocida o desconocida, que aparezca en el campo de nuestra existencia o esté ya en nuestra memoria. Una persona, por ello, real. A Giacometti no le interesaban en absoluto las figuras imaginarias, como no le interesaba tampoco, por otra parte, esa presencia ficticia que es, para el artista, en la mayoría de los casos, su modelo: ese rostro, esos rasgos, ese cuerpo al que observa e imita de modo sobrecogedor, a veces, pero sin vincularse a lo que son, en su vida privada, el hombre o la mujer que van a posar para él. Todos los que conocen, por lo que sea, el arte de Giacometti, perciben en él, naturalmente, ese interés por el Otro, y saben incluso hasta qué extraordinario grado de intensidad lo llevó en muchos de sus cuadros y de sus esculturas. Creo útil afirmar, sin embargo, la idea de que esta fue su motivación más esencial y también lo más constante en todos los momentos de su obra, sin excepción.

¿En todos los momentos sin excepción? Se me objetará que esta preocupación no es muy aparente en el período que va de la llegada del joven Alberto a Francia hasta su ruptura con los surrealistas: secondo período, digamos, pues el primero, más importante de lo que suele creerse, fueron sus años de adolescencia y de primera madurez en el medio familiar de Suiza, junto a su padre, pintor también. A lo largo de todos estos años, de 1930 a 1934, que vieron a un Giacometti influenciado, primero, por Henri Laurens y por otros escultores postcubistas, luego por el pensamiento de Georges Bataille, y finalmente por las experiencias iniciadas o encabezadas por André Breton, parece predominar en su búsqueda un recurso a las formas esquematizadas, simplemente alusivas a objetos exteriores que sólo evocan, así, el hecho humano o la vida psíquica desprendiéndose, al parecer, de cualquier idea de una persona particular. Aunque Alberto se proponga entonces, a veces, hacer el retrato de su padre o de su madre, lo hace para elaborar enseguida una figura osadamente estilizada, y el modelo sólo parece entonces un pretexto para una obra que reivindica una realidad autónoma. Y esos retratos, además, sólo son uno de los momentos del trabajo de aquellos años, cuando el escultor se encuentra en el verano con sus padres en el pueblo natal. Y de regreso a París se entrega de nuevo a una invención de signos plásticos o de símbolos que sólo se refieren a la realidad de la existencia, porque dan libre curso a la expresión de un deseo del artista que los produce o –en la época surrealista– cuestionan los enigmas de su psiquismo. Ese trabajo parece, en efecto, un pensamiento de Giacometti sobre sí mismo, sin que haya, por su parte, preocupación por alguien más. Y en el caso de los “objetos surrealistas” que multiplica a partir de 1930, se le ve, además, muy interesado en el pensamiento psicoanalítico –bien conocido por sus compañeros de todo el período– y, por consiguiente, a la escucha de las propuestas de su inconsciente. Ahora bien, desde Freud sabemos perfectamente que el egocentrismo es lo que caracteriza el inconsciente. El deseo inconsciente ignora por completo lo que podríamos denominar el derecho del Otro.

II

Pero este desconocimiento del Otro sólo es, a mi entender, una apariencia, incluso en este período en el que Giacometti participó de modo activo en las investigaciones de la vanguardia, convencido por su parte, al menos desde comienzos de siglo, de la autonomía de la creación artística. Y es fácil advertir que una mirada procedente del exterior de las obras que Giacometti emprende entonces, obsesiona constantemente su trabajo e incluso se inscribe en él un modo a veces solapado, pero también muy directo otras, con una gran intensidad, incluso. Así sucede con esos retratos de sus padres de los que he hablado antes, algo que no es nada sorprendente, puesto que su padre o su madre estaban, por aquel entonces, ante él, y contaban también mucho para él, incluso con una autoridad cuyo dominio seguía padeciendo. Pero advirtamos el modo como esa mirada que habla de la importancia, en la preocupación del artista, de un ser exterior a la obra, sabe abrirse camino por entre los signos constitutivos de ésta.

Un joven marchante, Aimé Maeght, ha encargado numerosos bronces a Giacometti; Diego, el hermano de Alberto, se ha revelado el artesano inteligente y hábil, y absolutamente adicto, que permite al escultor pasar a su guisa y tan a menudo como desea del yeso al bronce, y Giacometti podrá así, en algunas temporadas, producir varias obras maestras que, expuestas en la Galería Pierre Matisse de Nueva York, a partir de 1948 y luego en la Maeght de París, en 1951, lo hacen rápidamente célebre, tras lo cual el público avisado puede reflexionar –gracias a esas grandes esculturas y a otras que las completan. Le nez o Tête sur tige –acerca del denominado escultor de la aparición del ser humano en la soledad del mundo, del ser al que aspira y de la nada a que teme: un arte al que puede llamarse existencial, en total ruptura con las formas contemporáneas de la expresión artística. Pero esta vez, es sólo un discurso sobre la presencia y no el enfrentamiento directo con ésta, su conjura.


Y en verdad es cierto que, antes de arriesgarse más aún, Giacometti necesitaba comprender las categorías, los envites, los peligros incluso de su futura búsqueda. Es un poco como si recomenzara, con vistas esta vez a una fenomenología general del ser-en-el-mundo, el análisis de sí mismo que había intentado en la época surrealista en el plano, por aquel entonces, de los deseos, inhibiciones y fantasías de su ser psíquico propio, particular. Siempre he creído que Giacometti es un genial escultor, pero era todavía mejor pintor, y que, aunque fuera ese pintor inmenso, tal vez estuvo más cerca incluso de la verdad, más cerca de la liberación en algunas litografías. No es por reservas sobre la importancia de su trabajo de investigación gráfica que paso tan rápidamente sobre esta última, cuyas etapas más antiguas ni siquiera he evocado, en especial desde los años cincuenta.

III

Por extraordinario que haya sido el trabajo de Giacometti en la inmediata postguerra, quedaba, sin embargo, un paso que dar, el que haría pasar al escultor de la reflexión a la acción. En efecto, desde aquel momento y hasta su muerte, tanto en pintura como en escultura, e incluso y tal vez en primer lugar en los innumerables estudios a lápiz, a pluma, a bolígrafo, Giacometti no dejará ya de multiplicar sus aproximaciones sólo a unos cuantos seres, y esos intentos de forzar lo visible son más variados de lo que podríamos creer. Lo que no cambiaba era el sentimiento de su empresa; la consideraba imposible, al tiempo que no se resignaba a renunciar, a creer que algún día, y pronto incluso, iba a captar en la tela, con alguna pincelada, esa presencia evidentemente invisible. La voz le dice a Giacometti que el arte, como tal, es el obstáculo que impide la manifestación de aquello que espera encontrar en sus criaturas, de aquello que es preciso que lleve a cabo con ellas, con el fin de seguir fiel a la intuición del primer día. Lo que dice que la imagen, por muy conmovedora que sea, es la pérdida de la presencia. Le da a entender que lo que él, Alberto, desea –dar testimonio de la presencia y encontrar en este acto a su modelo– tal vez no lo desea del todo, puesto que, en ese preciso momento, está dibujando y esculpiendo –es decir, está ocupándose de una obra, está fabricando una obra de arte.

¿Y no encierra esta comprobación una razón más –y muy fuerte– para no confesarse a sí mismo lo que uno desea? Confesárselo implicaría que uno comprende que también –y tal vez sobre todo– se desea otra cosa. Que uno anhela ver, claro, pero no de manera total.

Observo que cualquier exposición, por poco importante que sea, de obras de Giacometti, es vivida por muchos como un acontecimiento que destaca sobre las demás manifestaciones artísticas. Al parecer una emoción, una adhesión, un efecto que no se asemeja al interés o la admiración que despiertan otros artistas. Las miradas que ascienden de las profundidades de esos iconos parecen, en efecto, despertar en seres jóvenes una esperanza difícil de formular, pero agitadora, que logra que, tras haberla tenido, ya no se sea el mismo. ¿Cuántas veces esas imágenes, como la del Buda misteriosamente sonriente, han bastado para aportar pensamiento y mantenerlos vivos? Sólo el porvenir dirá si Giacometti habrá sido sólo una de las posibilidades que un siglo deja pasar, o si fue uno de los signos precursores de una nueva forma de vivir en esta tierra.

Traducción de Miguel Ángel Muñoz

lunes, abril 21, 2008

Socialismo: El nombre político del amor

Por Frei Betto

¿Por qué el socialismo, teóricamente una alternativa humanitaria al capitalismo, fracasó en Europa y en Asia? El capitalismo tuvo la habilidad de, al privatizar los bienes materiales, socializar los bienes simbólicos.

Dentro de la champa de una favela una familia miserable, desprovista de sus derechos básicos como alimentación, salud y educación, puede soñar con el universo onírico de las telenovelas y creer que, mediante la lotería, la suerte, la iglesia que le promete prosperidad, o incluso a través de la ilegalidad, llegará a tener acceso a los bienes superfluos.

El socialismo cometió el error de, al socializar los bienes materiales, privatizar los simbólicos, por eso confundió la crítica constructiva con contrarrevolución, cercenó la autonomía de la sociedad civil al enganchar al partido los sindicatos y los movimientos sociales, cohibió la creatividad artística por el realismo socialista; permitió que la esfera de poder se transformase en una casta de privilegiados distantes de los anhelos populares, y cedió a la paradoja de obtener grandes avances en la carrera espacial sin ser capaz de suprimir debidamente el mercado minorista de géneros de primera necesidad.

Hoy queda Cuba como ejemplo de país socialista. Todos conocemos los desafíos que la Revolución enfrenta en vísperas de su medio siglo de existencia.

Sabemos de los efectos nefastos del bloqueo impuesto por el gobierno de los EE.UU. y de cómo la caída del muro de Berlín deterioró la economía de la isla.

A pesar de todas las dificultades, en estos 49 años la Revolución logró asegurar a 11.2 millones de habitantes los tres derechos básicos: alimentación, salud y educación. Elevó la autoestima de la ciudadanía cubana, que tan bien se expresa en sus victorias en los campos del arte y del deporte, así como en la solidaridad internacional, a través de miles de profesionales de las áreas de la salud y la educación presentes en más de un centenar de países del mundo, generalmente en regiones inhóspitas marcadas por la pobreza y la miseria.

El socialismo cubano no tiene el derecho de fracasar! Si sucediera, no será Cuba solamente la que, como símbolo, desaparecerá del mapa, como sucedió con la Unión Soviética. Sería la confirmación de la funesta previsión de Fukuyama, de que "se terminó la historia"; la esperanza -una virtud teologal para nosotros, los cristianos- se acabó; murió la utopía; y venció el capitalismo, venció para unos pocos -20% de la población mundial que usufructúa sus avances- sobre una montaña de cadáveres y de víctimas.

Los amigos de la Revolución cubana no esperamos de Cuba grandes avances tecnológicos y científicos, servicios turísticos de primera clase, medallas de oro en justas deportivas. Esperamos más: la acción solidaria de que hablaba Martí; la felicidad de un pueblo construida en base a valores éticos y espirituales; el principio evangélico de compartir los bienes; la creación del hombre y la mujer nuevos, como soñaba el Che, centrados en la posesión, no de los bienes finitos sino de los bienes infinitos, como generosidad, despego, compañerismo, capacidad de hacer coincidir la felicidad personal con los avatares comunitarios.

En resumen, esperamos que en Cuba el socialismo sea siempre sinónimo de amor, que significa entrega, compromiso, confianza, altruismo, dedicación, fidelidad, alegría, felicidad. Pues el nombre político del amor no es otro que socialismo.

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domingo, abril 20, 2008

Inmoralidad de la privatización

Laura Esquivel

No va a ser una novedad que les haga notar que la Historia de México es, al mismo tiempo, una colección de hechos llenos de grandeza y dignidad y de episodios de extrema pequeñez y vergüenza. Baste pensar como muestra en el espíritu que inspiró la construcción de los grandes centros ceremoniales prehispánicos con la clara conciencia de que somos uno con el todo, o recordar los monumentos literarios de Sor Juana Inés de la Cruz o la delicada sutileza de un Pedro Páramo con toda su carga de inmortalidad, o hacer memoria de la fundación casi milagrosa de la Ciudad-laguna México-Tenochtitlan, o rememorar la conciencia solidaria que con sus propias manos logró sacar a sus muertos de los restos del terremoto de 1985. Estos escasos ejemplos son imagen de la grandeza a la que nuestra cultura ha podido llegar y seguirá llegando. Sin embargo, junto a sus alcances excepcionales se encuentran también los que nos hablan de la pequeñez humana. Baste nombrar la destrucción sistemática de nuestra integridad territorial, de nuestras tradiciones culturales, de nuestra riqueza patrimonial, desde la destrucción del convento de San Francisco hasta el desmembramiento de la biblioteca de Sor Juana Inés de la Cruz; desde la “venta” descarada de la mitad de nuestro territorio, hasta la desvergüenza, las mentiras, los robos, el cinismo y la corrupción del pri durante más de cincuenta años: desde el sistemático abuso y desprecio contra las poblaciones más desprotegidas (las etnias indígenas, los ancianos pobres, las madres solteras o los campesinos despojados de toda esperanza de supervivencia a menos que ésta sea a costa de venderse casi como esclavos al patrón estadunidense), hasta los escandalosos abusos de una banca o de un sistema carretero “rescatado” una y otra vez a costa del bienestar de generaciones y generaciones de mexicanos. Nuestra historia, pues, es un compendio bien ilustrado de esfuerzos comunitarios, ennoblecedores y constructivos, y un muestrario de bajezas debidas en gran parte al abuso de un pequeño grupo y al descuido y la ignorancia de muchos.

Nuevamente estamos ante una encrucijada en nuestra Historia. Es el momento de hacer conciencia no sólo de lo que significa la privatización (o como la quieran disfrazar) de una empresa pública, sino de la forma en que opera un grupo de bribones consumados. Esa camarilla de sinvergüenzas –los de siempre– pretende una vez más engañar a la mayoría, apelando a un infantilismo ofensivo y asumiendo que el pueblo de México no ha conseguido la mayoría de edad a lo largo de su complicada Historia patria, y que por lo tanto no puede participar en las decisiones fundamentales que a todos conciernen. Pretenden actuar de espaldas a la nación –sacando, claro está, toda la ventaja posible en el proceso– para que las decisiones sean verdaderamente “provechosas”.

La discusión aquí no es solamente PEMEX, el verdadero problema, el grave, consiste en que un ciudadano que se ostenta como presidente del país, cuya legitimidad radica en un proceso manchado por la duda y el engaño deliberado –y ahora vemos cuál era la urgencia del fraude: estaban en juego millones de dólares en contratos petroleros– ha nombrado a un operador político, un secretario de Gobernación, cuya ilegitimidad escandalosa debiera mantenerlo alejado de la vida pública, no sólo por exigencia de la ley sino por una mínima muestra de decencia (si la hubiera). Un presidente que no goza de cabal legitimidad y un secretario que se erige de facto en juez y parte es el verdadero problema de fondo en el tópico llamado PEMEX. La discusión no debería ser el estatus de la paraestatal –que debe darse mediante un debate nacional y en el contexto de una revisión exhaustiva y verdadera de las condiciones de la empresa– sino la nula calidad moral que tienen Calderón y Mouriño para manejar una decisión trascendente para el país. Permitirlo sería como consentir que el sospechoso de robo se acerque sin custodia al “tesoro” tan fuertemente cacareado, que el sospechoso confeso de engaño se haga cargo de negociar la venta de nuestro petróleo. Eso es inadmisible. ¿Haríamos responsables de garantizar el respeto a los derechos humanos a los asesinos de Tlatelolco? ¿Les daríamos la custodia de nuestros pocos edificios históricos conservados a los que decidieron fraccionar los terrenos y derribar la primera capilla construida en el Nuevo Mundo? ¿Les vamos a permitir disponer de PEMEX a los sospechosos de fraude electoral y comprobados delincuentes de la función pública, que son capaces de usurpar personalidades propias para conseguir sus propósitos económicos y políticos únicamente en provecho personal y familiar? ¿Vamos a seguir permitiendo que en nuestro país se generen los hombres más ricos del mundo cuando la situación económica de los mexicanos es cada vez más injusta y poco equitativa?

Es el momento de poner una vez más a prueba la grandeza de nuestra sociedad civil, la que ha demostrado ser la única capaz de corregir el rumbo que los grupúsculos de poder suelen controlar irresponsablemente. Ha llegado la hora de demostrarnos que tenemos la edad y la dignidad suficiente para imponer un “hasta aquí” a los que han devastado y siguen queriendo devastar lo mucho de bueno que tiene nuestro País y nuestra Historia.

PEMEX y la justicia

Carlos Pellicer

Nos han acostumbrado a aceptar la injusticia como situación normal, inevitable. Es el mal necesario, el mal que sólo los más listos saben aprovechar. La impunidad es el premio a los vivos, a los que saben aprovecharse del prójimo. Los otros... son los pobres muertos de hambre.

Cuando pienso en nuestros jueces máximos, creo que el único consuelo es imaginarlos, día tras día, enfrentando la luminosa verdad que pintó Orozco en los muros de su guarida.

En los últimos tiempos, jueces, políticos, hombres de negocios y los jerarcas de la siempre santa Iglesia, han concertado sus trabajos, han llegado a un acuerdo razonable sobre la distribución de la hacienda pública. Muy a la moda, identifican al Estado con una empresa.

Mientras más riqueza se produzca, para repartirla sólo entre el selecto grupo, se considera que el país marcha, que es útil. Algunos detalles, como la situación de pobreza en que vive más de la mitad de la población del país, son soslayados por las cadenas de televisión y radio y por la mayoría de la prensa escrita. Para opinar sobre los asuntos elementales de la nación, hay que pertenecer –curiosamente– al grupo de marras.


Ahora vuelven a hablar de PEMEX. Su director y la secretaria de Energía, nos presentan un diagnóstico sobre la empresa, lleno de medias verdades, concluyendo con una “inesperada” noticia: PEMEX agoniza. Claro, no se mencionan ni la verdaderas causas ni los culpables. Pareciera que las causas del inminente deceso son naturales, tal vez una gastritis...

El remedio y el negocio están a la vista.

Una posibilidad sería invitar a un grupo de buenos amigos que generosamente puedan echar las manos para rescatar lo que queda del agonizante: un tesorito en el fondo del mar. ¡Toda una aventura de piratas!

Pero, si se prefiere no cambiar la Constitución, por motivos de ética anticuada, ya empieza a circular un rumor, un juego de palabras que deslumbra y confunde. PEMEX podría convertirse en un “or ganismo de gestión autónoma”... Y una vez converti do en “eso”, ya podría trabajar al margen de la Cons titución, sin tener que rendir cuentas al Estado, sólo a su honorabilísimo Consejo de Administración, sabia y honestamente nombrado por los hombres del dinero, a través de sus socios en las Cá maras y el equipazo que entrena en Los Pinos, capitaneados por la última ficha proveniente de las brumosas tierras de Galicia.

Pero aquí parecemos estar condenados, también, al olvido. Parece que nadie recuerda el desafuero, ni al “góber precioso”, con la elegante y pulcra absolución que dictó la Suprema Corte de Justicia; ya nadie recuerda al inefable padre Maciel y su colega Norberto, que tanto cariño han demostrado por los niños; ni la barbarie de Atenco y Oaxaca y menos el golpe de Estado apoyado por el Ejército que culminó, frente a las cámaras de televisión, en diciembre de 2006.

La impunidad es la madre de la violencia. Por eso es mejor –y más práctico– olvidar.

Robar y dilapidar la riqueza petrolera es una de las costumbres mejor guardadas por pemex y su sindicato. Después de don Lázaro Cárdenas, los presidentes se han encargado de corromperlos, de servirse sin ninguna medida de una riqueza que nunca han sabido administrar pensando en el bien común, sino en los más burdos intereses personales.

La impunidad en PEMEX es mucho mayor que las ganancias obtenidas –a trancas y barrancas– en el legendario Cantarell.

La solución para PEMEX es volver a sus principios: cuidar y explotar nuestro petróleo.

Su objetivo es, simple y sencillamente, servir a su único e indiscutible dueño : el pueblo de México.

sábado, marzo 22, 2008

¿Qué es la Teología de la Liberación?

La Teología de la Liberación es una doctrina que presenta una realidad reflexionada a la luz de la fe desde un punto de vista rejuvenecido del cristianismo. Su surgimiento fue en América Latina bajo la experiencia de la pobreza y la represión (misma que es concebida fuera de toda voluntad divina).

Ante lo anterior, se asegura que el episcopado no puede mostrarse indiferente ante las injusticias sociales pues el mismo Jesús habló de salvar a los pobres desde los pobres, no desde los ricos, lo cual valdrá en una liberación que hasta ahora, los fieles no han visto llegar ante la situación de pobreza traspolada en salarios risibles, problemas de salud, desempleo (o en los mejores casos inestabilidad laboral), migraciones forzadas, mortalidad por falta de recursos, hambruna, entre otros. Todo esto no como una situación casual, sino como resultado de un sistema que no funciona para ‘los de abajo' (marginados por una estructura económica, social y política).

Ahora bien, la teología de la liberación no surge al margen de la Iglesia Católica , pues es en el seno de ésta que surge a pesar de que difiere en muchos puntos con ella.

Uno de esos puntos (prácticamente fundamental) es la perspectiva que ésta tiene de modo de actuar divino pues la iglesia católica reconoce sólo el misterio divino como un modo de actuar “sobrenátura” en donde el hombre es un ser sujeto a la voluntad divina. No obstante, la teología de la liberación defiende la responsabilidad de los actos humanos y sus consecuencias.

Otro choque que tienen estas dos doctrinas es que la teología de la liberación plantea a la Iglesia como parte de la responsabilidad de la injusticia social y la opresión, por lo que debe llevar a la práctica las enseñanzas de la Biblia en pro de la liberación de los menos favorecidos. Por lo que la teología es para hacerse, no sólo para aprenderse.

Uno de los argumentos que expresa Leonardo Boff en su libro ‘Jesucristo el Liberador' es que Jesús prefirió rodearse de los más desprotegidos así como la responsabilidad que predicó no sólo en la parte espiritual sino material dentro de la historia donde coloca al hombre como responsable de lo que pasa en su entorno. Incluso la misma muerte de Jesús como salvación para los pobres da muestra del cambio de punto de vista desde el que la religión debe plantearse.

La iglesia católica plantea este último acto como una acción de amor al prójimo. ¿Cómo amar al prójimo en un mundo de injusticias? A este respecto cabe señalar que el prójimo no es sólo los cercanos a uno sino es todo aquel que está junto a uno mismo como humanidad, ese no conocido aún que necesita de la ayuda.

El amor debe ser dignificante y ostenta el peso de ser verdadero por lo que su preocupación primaria deben ser los ‘hermanos' que aquellos, los de arriba, desprecian (indígenas, marginados, negros, etc.).

En conclusión, la teología de la liberación propone entender ‘la creación de Dios' bajo una visión integral que está en juego en nuestra época y que no puede ser liberadora del espíritu si el cuerpo se encuentra prisionero del yugo de la opresión.

Machetearte
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jueves, febrero 28, 2008

A 110 Años del Nacimiento de Bertolt Brecht

Radio Eco

Hace 110 años, el 10 de febrero de 1898, nació en Augsburgo (Alemania) Eugen Bertolt Friedrich Brecht. Hablar de él es asociar su nombre a las palabras teatro revolucionario, exilio, estética marxista, dramaturgia, escritor, poeta, ser humano.

Porque en Brecht y su obra, como un todo indisoluble, el centro fue siempre su preocupación por el ser humano y su destino, el desamparo, la maldad, la alienación y la ausencia de moral, imperantes en la sociedad capitalista.

Lo atravesaron las ideas de la Revolución de octubre en la Unión Soviética. Desde 1920 viajaba con frecuencia a Berlín, donde entabló relaciones con gente del teatro y de la escena literaria. A partir de 1926 tuvo frecuentes contactos con artistas socialistas que influyeron ampliamente en su ideología.

Sus primeras obras ya sufrieron el influjo del pensamiento hegeliano, que conocía desde su primera juventud, así como las obras del discípulo de Hegel: Karl Marx.

Lo golpeó fuertemente el avance y la instauración del nazismo en su Alemania natal, de donde tuvo que huir en 1933. El exilio fue el tiempo más duro de su vida.

Durante esa época escribió su obra “La vida de Galilei”. En esta obra de teatro retrató en parte su propia situación en la sociedad: Galilei nunca se dirige directamente contra la Iglesia , en cuyo caso la Inquisición le hubiera podido demostrar que es un hereje. Brecht actuó de manera parecida durante su exilio: nunca se pronunció explícitamente crítico contra la autoridad, el estado y la sociedad, sino siempre de una manera subliminal; con la justa crítica para no llegar a ser mártir de sus propias ideas.

En el verano de 1941, estando en Moscú, decidió irse a California. Allí se asentó en Santa Mónica, cerca de Hollywood. Organizó algunas representaciones teatrales menores, en la mayoría de los casos en escenarios de inmigrantes. Apenas tuvo ocasión de actuar políticamente.

Las autoridades en Estados Unidos le atribuyeron peligrosas ideas comunistas por lo cual fue interrogado el 30 de octubre de 1947 por el Comité de Actividades Anti Estadounidenses, que conducía el senador republicano Joseph McCarthy.

El FBI realizó una investigación que consta de 369 páginas encabezada de la siguiente manera: “El Sr. Bertolt Brecht fue escritor y poeta. Los siguientes archivos del FBI contienen una investigación de seguridad interior, realizada en 1940, debido a la asociación del Sr. Brecht con oficiales soviéticos y otros conocidos comunistas”

El 14 de agosto de 1956 murió en la ciudad de Berlín.

Brecht sacó al teatro de su visión psicologista para imponer la de la epopeya social. La escena no es copia de la vida: es el lugar donde batallan y se expresan valores universales. Opuso al drama, la tragedia contada con humor. Pasó de lo individual a lo social. Marcó que el ser humano no es el producto de sus pasiones y sentimientos, sino de sus circunstancias sociales, muchas veces caricaturizando pasiones y sentimientos. "...Nuestro teatro debe suscitar el deseo de conocer y organizar el placer que se experimenta al cambiar la realidad(...) nuestros espectadores deben no sólo aprender cómo se libera a Prometeo encadenado, sino también prepararse para el placer que se siente liberándolo".

Elisabeth Hauptmann, íntima colaboradora de Brecht, apunta en 1926 una frase del autor que sería reveladora de toda su estética posterior: "Cuando se ve que nuestro mundo actual ya no cabe en el drama, entonces resulta que el drama ya no cabe en este mundo". Y por esto se abocó a la tarea de crear un drama distinto, la teoría del teatro épico, en cuyo desarrollo confrontó con la dramaturgia clásica.

Algunas de sus citas, partes de obras de teatro o poemas, son fiel reflejo de sus ideas y de su modo de vida.

"El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma."

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales".

"Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles."

"La naturaleza tiene perfecciones para demostrar que es imagen de Dios e imperfecciones para probar que sólo es una imagen."

"Muchos jueces son absolutamente incorruptibles; nadie puede inducirles a hacer justicia."

"Señores, no estén tan contentos con la derrota [de Hitler]. Porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al Bastardo, la Puta que lo parió está caliente de nuevo"

"Si la gente quiere ver sólo las cosas que pueden entender, no tendrían que ir al teatro: tendrían que ir al baño."

"Un hombre debe tener por lo menos dos vicios, uno solo es demasiado."

"Instruido por impacientes maestros, el pobre oye que es éste el mejor de los mundos, y que la gotera del techo de su cuarto fue prevista por Dios en persona."

"Esos que pretenden, para reformarnos, vencer nuestro instinto criminal, que nos den primero de comer. De moral hablaremos después. Esos que no se olvidan de cuidar nuestra formación, sin que por ello dejen de engordar, escuchen esto: por más que le den vueltas, primero es comer, y después de hartos ¡venga la moral!"

"La historia ama las paradojas"

"Las revoluciones se producen, generalmente, en los callejones sin salida."

"Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo para mostrar al mundo como era su casa."

"Reía porque sus enemigos no podían alcanzarlo, ignoraba que ejercitaban para errar el tiro."

"¿Qué es el robo de un banco en comparación con fundar uno?"

"El que no sabe es un imbécil. El que sabe y calla es un criminal".

"Cuando la verdad sea demasiado débil para defenderse tendrá que pasar al ataque".

"Sólo la violencia ayuda donde la violencia impera".

"Las convicciones son esperanzas".

"No son las películas de más calidad lo que puede hacer cambiar el gusto del público, sino únicamente un cambio en las condiciones de vida".

"Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina? Una verdad de este género no reporta ninguna utilidad práctica".




Machetearte
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lunes, febrero 25, 2008

¿Qué hacer con el Estado?

Gustavo Esteva

En la izquierda parece haber acuerdo en torno al Estado. Se le sigue considerando agente principal de la transformación social y el objeto principal de la actividad política.

Es importante examinar críticamente esta posición. Resulta estéril revivir las controversias del siglo XIX, aunque muchas discusiones actuales sigan entrampadas en ellas. Pero hace falta deshacernos de la neblina ideológica que dejó el siglo XX.

Lenin escribió ¿Qué hacer? en 1905. Eligió cuidadosamente el título. Era también el de una popular novela de Chernyshevsky –su autor favorito– en la que un “hombre nuevo” de la intelligentsia destruye el orden antiguo y gobierna autocráticamente para instaurar la utopía social. La idea de que el conocimiento superior, la instrucción autoritaria y la ingeniería social pueden transformar la sociedad recorre ambos trabajos. Las principales metáforas de ¿Qué hacer? son el salón de clase, el cuartel y la fábrica. El partido y sus agitadores locales actúan como maestros de escuela, mandos del ejército revolucionario o capataces de fábrica. “Sin una ‘docena’ de líderes probados y talentosos (y los hombres talentosos no nacen por cientos),” escribe Lenin, “entrenados profesionalmente, escolarizados por una larga experiencia y que trabajen en perfecta armonía, ninguna clase de la sociedad moderna es capaz de conducir una lucha decidida.”

Lenin quiere traer a los trabajadores al nivel de los intelectuales, pero sólo en lo que se refiere a las actividades partidarias. No considera viable ni conveniente hacerlo en otros aspectos. Los intelectuales, además, no deben degradarse al nivel de las masas. Esta actitud contribuye a explicar lo ocurrido en 1917. En enero, Lenin advirtió que a su generación no le tocaría vivir la revolución que se venía. No pudo anticipar los acontecimientos inmediatos. Entre agosto y septiembre escribió El Estado y la revolución. “El proletariado necesita el poder del Estado”, sostiene: “la organización centralizada de la fuerza, la organización de la violencia… para el propósito de guiar a la gran masa de la población –el campesinado, la pequeña burguesía, el semiproletariado– en la tarea de organizar la economía socialista.”

Lenin o los bolcheviques apenas participaron en las revoluciones de febrero y octubre… pero capturaron su producto, una vez que fue un hecho consumado. “Los bolcheviques encontraron el poder tirado en la calle y lo recogieron”, dice Hanna Arendt. E. H. Carr, que escribió uno de los primeros y más completos estudios del periodo, concluyó que “la contribución de Lenin y los bolcheviques al derrocamiento del zarismo fue insignificante” y que “el bolchevismo ocupó un trono vacío”.

El diseño de Lenin era inútil para hacer la revolución y hasta para anticiparla. Pero era indispensable, como Stalin sabía mejor que nadie, para ejercer la dictadura del proletariado. Ahí está el meollo del asunto. Es cierto que Engels escribió, en la introducción de La guerra civil en Francia en el vigésimo aniversario de su publicación, que la comuna de París era el modelo de la dictadura del proletariado. Pero no fue ésa la forma que tomó la idea, ni en la teoría ni en la práctica.

Se percibe habitualmente el Estado como una simple estructura de mediación, como un medio, que baila al son que le tocan. Será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de los revolucionarios, demócrata si éstos triunfan. “Que el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo”, decía irónicamente Poulantzas… Pero el Estado-nación, desde la más feroz de las dictaduras hasta la más tierna y pura de las democracias, ha sido y es una estructura para dominar y controlar a la población… a fin de ponerla al servicio del capital, mediante el uso de su monopolio legal de la violencia. Fue diseñado para ese fin, absorbiendo y pervirtiendo una diversidad de formas de Estado y de nación que existían antes de él. El Estado es el capitalista colectivo ideal, guardián de sus intereses, y opera como dictadura hasta en el más democrático de los estados modernos. Por eso es necesario acosarlo continuamente en la lucha anticapitalista… y por eso mismo hay que deshacerse de él al ganarla.

Decía Foucault que para algunos basta cambiar la ideología y la orientación de las instituciones y que otros se concentran en reformar las instituciones sin cambiar la ideología. Lo que hace falta, señalaba, es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones. Sin leer a Foucault, en eso parece estar pensando un creciente número de personas.

Necesitamos dejar de pensar como Estado, desde arriba. La lucha misma y el mundo nuevo no han de concebirse a la manera de ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que concibieron para ellas. Es a la inversa. Consisten en entregarse sin reservas a la creatividad de los hombres y mujeres concretos, que son, a final de cuentas, quienes hacen las revoluciones y crean nuevos mundos.