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jueves, marzo 19, 2009

La UNAM hace 10 años

Octavio Rodríguez Araujo

Hace exactamente 10 años el rector Barnés, de la UNAM, me citó en su oficina para conversar sobre los sucesos del 15 de marzo. Yo era consejero universitario entonces. Le di mi opinión, es decir, que lo realizado el 15 había sido un error y que en sus manos estaba evitar la huelga propuesta por los estudiantes para el 20 de abril.

Para ese 15 de marzo el rector Barnés convocó parcialmente al Consejo Universitario (CU) a una reunión que en los hechos era clandestina, aunque luego se supo que tendría lugar en el Instituto Nacional de Cardiología, fuera de las instalaciones universitarias. Curiosamente, no fueron convocados los consejeros que presumiblemente estarían en contra de la propuesta del Reglamento General de Pagos (RGP) que supuestamente actualizaría las antiguas cuotas al precio de la moneda en ese momento. En esa reunión del CU se aprobó la propuesta del rector en menos de media hora, e inmediatamente después de pasar la lista de los consejeros presentes, mientras afuera del recinto de Cardiología otros consejeros pugnaban por ingresar. Fue un fast track que habría de revertírseles a las autoridades, al extremo de que un amplio sector de estudiantes emplazaría a huelga para el 20 de abril con el objeto de echar abajo esa medida de muy dudosa legalidad y, desde luego, ilegítima por la forma en que había sido aprobada. La paradoja de esta reunión del CU, que fue entre otras cosas un insulto a la inteligencia, fue que a partir de ella muchos de los estudiantes y académicos que antes estaban a favor de las cuotas se convirtieron en sus opositores. Fue en ese momento que las posiciones se polarizaron: por un lado quienes estaban en contra de las cuotas y por el otro quienes prefirieron hacer una manifestación silenciosa sin la asistencia del rector Barnés (20/4/99) en Ciudad Universitaria porque era muy poco o nada lo que tenían que decir, aunque su manifestación era precisamente para apoyar la propuesta del rector. Peor aún, con esa reunión se erosionó todavía más a los cuerpos colegiados de la universidad, llevando al Consejo Universitario al desprestigio ante la comunidad y la opinión pública. Con este desprestigio se les daban a los estudiantes argumentos para actuar al margen de las instituciones y de la legislación universitaria al no responder a sus exigencias y demandas. No es casual que más adelante los estudiantes repudiaran toda forma de organización y de jerarquías en lo que habrían de ser el Consejo General de Huelga (CGH) y los Comités de Huelga (CH) en cada dependencia universitaria.

El 11 de febrero de 1999 el rector de la UNAM, Francisco Barnés de Castro, anunció su proyecto de actualización de cuotas que tendrían que pagar los estudiantes por inscripción y colegiatura. Fue advertido, por varios que teníamos acceso directo a él, que tal medida habría de provocar un movimiento, principalmente estudiantil, pero el rector desestimó esas opiniones pese a que fueron fundamentadas con experiencias anteriores y con ejemplos de la situación del país en ese momento y para el futuro inmediato.

Se inició una polémica en torno a la gratuidad de las universidades públicas y se estableció una controversia sobre la interpretación del artículo 3° constitucional, particularmente en relación con la fracción IV, que establece que toda la educación que imparta el Estado será gratuita. Rectoría y sus voceros echaron mano de todos los antecedentes que pudieron, incluso de opiniones de miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que no habían creado jurisprudencia, y se intentó, por parte de esos voceros, la subordinación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos a un artículo de la Ley Orgánica de la UNAM en donde se prevé el cobro de cuotas por servicios prestados.

La polémica en torno a la gratuidad de la educación superior en universidades públicas no fue resuelta, sino más bien pospuesta, pero era una demanda de sectores de izquierda tanto entre estudiantes como entre académicos, y se convirtió en la demanda principal del que habría de convertirse en el movimiento estudiantil más importante en México en los últimos años (aunque luego fuera tergiversado por los ultras del CGH).

El tema de las cuotas por inscripción y colegiatura no era nuevo. En 1948, cuando el rector Zubirán estableció el reglamento de pagos que luego habría de reformar el rector Garrido en 1950 (y que fue el vigente hasta antes de la sesión del Consejo Universitario del 15 de marzo de 1999), en 1948, repito, se generó un movimiento estudiantil en contra. La universidad distaba mucho de ser una entidad masiva, sin embargo el movimiento llevó a la renuncia de Zubirán. A mediados de los años 60, siendo rector Ignacio Chávez, el tema, junto con la reglamentación de ingreso a la UNAM, provocó también descontento y organización de fuerzas que llevaron al rector a la renuncia. En 1986 y 1987, con Jorge Carpizo al frente de la rectoría, se quiso aumentar también el monto de las cuotas, y el rector prefirió, por otro movimiento estudiantil, retirar su propuesta y el Consejo Universitario suspendió las reformas. A principios de su rectorado, José Sarukhán intentó cambiar el reglamento de pagos y, por supuesto, aumentar el monto de las cuotas. Recibió "apoyos" de sus colaboradores y de directores afines a la rectoría y rechazo de muchos estudiantes. De repente, Sarukhán echó marcha atrás, y según se especuló entonces, fue por instrucciones del presidente Salinas de Gortari transmitidas por uno de sus colaboradores entonces de confianza: el jefe del Departamento del Distrito Federal.

Las cuotas en la UNAM, como se puede ver de este breve resumen, han sido un asunto difícil que, sin duda, ha provocado movimientos estudiantiles cada vez que se toca. El rector Barnés de Castro, a pesar de la oposición que había entre académicos, estudiantes y trabajadores administrativos, propuso su reforma e hizo lo que pudo (o quiso) para que se aprobara, sin legitimidad y con ominosas sombras de duda sobre las formas en que fue convocado y conducido el CU para el efecto, el 15 de marzo de 1999.

Juan Ramón de la Fuente no tocó el tema, ni José Narro lo tocará. Ambos supieron (saben) que el aumento de cuotas no representaría, ni en el mejor de los casos, el 3 por ciento del presupuesto total de la UNAM, y que por ese porcentaje no vale la pena generar un movimiento.

viernes, marzo 14, 2008

¡Viva la UNAM! ¡Viva la juventud!

Jaime Martínez Veloz

Algo anda mal en nuestro país cuando diversos segmentos sociales se unen en una campaña de linchamiento en contra de un grupo de jóvenes que, equivocados o no, encontraron la muerte en la selva ecuatoriana en medio del bombardeo del ejército colombiano, apoyado y asesorado por personal y tecnología estadunidense.

Si dichos jóvenes hubieran perecido en acciones ajenas a cuestiones ideológicas, pero ligadas a acciones mafiosas o de narcotráfico, hasta corrido les hubieran compuesto y lo hubieran subido a youtube.com. Ésa es la hipócrita moral de los linchadores modernos, para quienes ser narcojunior o mafioso es sinónimo de “estatus”, en tanto un luchador social o quien abraza una causa ideológica es sinónimo de estupidez y degradación social, concepción que abunda en amplios sectores de la sociedad mexicana que parecen imposibilitados para revisar el porqué de las inquietudes de la juventud mexicana, que cada día ve reducidas sus expectativas de vida, resultado de un sistema incapaz de ofrecer alternativas a los jóvenes.

Además de la edad, hay un común denominador en todos los jóvenes de los diferentes universos: en ningún caso se ha desarrollado una política de atención integral para atender sus problemas y aspiraciones. Sociedad y gobierno comparten la misma responsabilidad por esta ausencia. Partidos, medios de comunicación y gobierno los ven como un mercado que hay que conquistar a través de diferentes productos, o bien como clientela política que puede ser cooptada.

Demasiado viejos para ser niños y demasiado jóvenes para opinar y ser tomados en cuenta, pero no para ser puestos a trabajar, para ser utilizados como objetos sexuales o para ser considerados carne de presidio, tal es la tragedia moderna de nuestra juventud. Sus opciones se reducen a la maquila, el subempleo, irse de mojados, caer en adicciones o deslumbrados por el narcotráfico.

Una doble moral que con su hipocresía y discursos esconde la desventura de ser joven en los tiempos del sida y de lo que algunos llaman transición democrática. La juventud, esa suma de conjuntos heterogéneos, no reacciona de igual forma ante el impacto de los fenómenos sociales, económicos y políticos. Dada su complejidad, tampoco está sujeta a un solo calificativo sea positivo o negativo. La realidad siempre está más allá de las calificaciones (o descalificaciones) maniqueas. De esta manera, la juventud es al mismo tiempo rebeldía, imaginación, que indiferencia, despersonalización o consumo de drogas. Hoy los jóvenes se debaten en la contradicción, pues buscan definiciones en medio de influencias, a veces extrañas a su cultura. Por la singularidad de su edad, afrontan múltiples preocupaciones y angustias, pero se atreven a potenciar conflictos y cuestionar tradiciones.

Que todas las y los jóvenes vivan esta etapa con plenitud depende en gran parte de que existan las condiciones adecuadas para que cada joven pueda expresar sus inquietudes y cuente con las oportunidades que le permitan resolver sus necesidades. Lamentablemente, día con día, miles de ellos enfrentan la exclusión en todos los órdenes: económico, escolar, laboral, político y social.

Se les priva de oportunidades reales de accesos a un trabajo digno y remunerador, lo cual los condena a una vida llena de carencias y limitaciones. A muchos otros se les restringe el acceso a la educación. La escasa preparación y capacitación de estos jóvenes los coloca en puestos de trabajo transitorios o mal remunerados que ofrecen pocas perspectivas de superación personal y social.

La juventud ve con impotencia cómo sus necesidades, expectativas y sus posibilidades de participación están limitadas por la ausencia de una política pública hacia los jóvenes. Siente lejana a la autoridad, pero cercano el autoritarismo, que se manifiesta en el despliegue de acciones de la fuerza policiaca, que más que buscar proteger a la juventud pareciera encaminada a hostigar a los jóvenes, sobre todo de las colonias populares.

Ésta es la realidad que hemos heredado a nuestros jóvenes, a los cuales, como en el caso de quienes murieron en el Ecuador, no nada más se les condena, sino que, en el colmo del cinismo, hay quienes se atreven a señalar responsable de sus inquietudes políticas a la UNAM, donde encontraron el cobijo que en muchas partes les negaron, empezando por los partidos y las instituciones.

Aparte de morir bajo un bombardeo criminal del ejército colombiano, ya fueron condenados en la plaza pública por los quienes son incapaces de condenar la acción asesina de los que condujeron la acción criminal. La corta memoria de los linchadores olvida que partidos y gobierno mexicano tuvieron relaciones públicas y abiertas con las FARC; ahí están las fotos, los documentos y las acciones que lo prueban. ¿De dónde a acá la sorpresa? Pregúntenle a Vicente Fox. ¡Hasta oficina tuvieron durante su gobierno!

Estoy convencido de que la lucha armada no es la vía para la transformación democrática de la sociedad, mucho menos justifico acciones que al amparo de la acción revolucionaria lastimen a terceros; el secuestro es abominable en cualquier sociedad y circunstancia. El ascenso al poder de los sectores de la izquierda latinoamericana se han producido por la vía electoral. También respeto a quienes han optado por la vía insurreccional en nuestro país, pero creo que para derrotar la vía de las armas es indispensable construir una institucionalidad democrática que, entre otras cosas, brinde cabida a los sueños y anhelos de la juventud.

Todo el afecto y cariño para los padres y familiares de los jóvenes mexicanos asesinados por el gobierno de Uribe mientras dormían.
Chivo-comentario: Viva el IPN tambien! y nuestra solidaridad con la UNAM y con los padres de familia de los companeros caidos en Ecuador.

viernes, noviembre 23, 2007

Narro, autonomía y gratuidad de la UNAM

Octavio Rodríguez Araujo

Primero una disculpa por no haber asistido a la toma de posesión del rector Narro Robles. Fue por razones ajenas a mi voluntad.

Me quiero referir a la entrevista que apareció en El País el lunes 19 de noviembre, realizada por Beatriz Portinari. Dos preguntas y sus respectivas respuestas son las que deseo destacar. Una de las preguntas fue: “¿Considera posible la idea de una universidad solidaria?” Respuesta: “Absolutamente, y además es necesario. La UNAM es esencialmente gratuita, y cerca de 60 mil de los casi 300 mil estudiantes que tenemos proceden de familias con recursos económicos limitados”. Pregunta: “Sin embargo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sugiere la privatización de la educación media y superior de México. ¿Qué opina de esto?” Respuesta: “Con todos mis respetos, creo que expresa un profundo desconocimiento de la realidad mexicana. Tenemos unos niveles de pobreza alarmantes, con uno de cada dos mexicanos viviendo en condiciones de pobreza y uno de cada cinco en situación de pobreza extrema. Lo único que puedo decir sobre esa propuesta es que demuestra su profunda ignorancia”.

El calificativo de Narro obsequiado a la OCDE parece fuerte, pero no lo es de ninguna manera. En 2000 este organismo internacional publicó un texto titulado Knowledge Management in the Learning Society, y en él se mencionaba la importancia del conocimiento para las economías de mercado, así como los tipos de conocimiento que habrían de destacarse para la innovación y la productividad, especialmente para ésta. En el texto se afirmaba, además, que había llegado la hora de administrar “racionalmente” los conocimientos y su difusión, y de revisar sustancialmente lo que hacían y cómo lo hacían los sistemas educativos y las universidades. La orientación, obviamente, era pragmática, es decir, sin importar las condiciones de cada país ni las tradiciones de sus universidades. La idea de la OCDE era y es simple y fácil de entender: el conocimiento es un producto que se vende y se compra en los mercados y, por lo mismo, la racionalidad de las universidades debía (y debe) subordinarse a la de las empresas, muy al estilo estadunidense.

El paso lógico, que ya venía defendiéndose en la OCDE, en el Banco Mundial y en México (por la tecnocracia) desde mediados de los años 80 del siglo pasado, era la privatización de las universidades, que implica, entre otros argumentos, que los estudiantes paguen por aprender, es decir, abandonar la gratuidad de las universidades públicas (como ocurre también en Estados Unidos y en la casi totalidad de las existentes en México).

El Banco Mundial se planteaba la presión a los gobiernos para que ya no subsidiaran la educación, como era el caso mexicano. En uno de sus estudios, titulado Education and Earnings Inequality in Mexico, ya se hablaba de privatizar no sólo la educación superior, sino toda y que el gobierno disminuyera su asignación de recursos a la educación, y que estas responsabilidades recayeran mejor en el sector privado. En otro estudio (Mexico: Enhancing Factor Productivity Growth. Country Economic Memorandum, agosto de 1998) se decía lo mismo, pero con más claridad: la única posibilidad para expandir la inversión en educación superior es con mayor participación del sector privado.

René Drucker, en estas páginas (2/06/99) escribió que “cobrar colegiaturas, instrumentar préstamos a los estudiantes o cobrar las becas, adiestrar profesores como empresarios, vender la investigación, etcétera, son parte de las estrategias del Banco Mundial para modificar las estructuras de las universidades públicas, que se ven actualmente como escollos para las políticas de la economía global… En pocas palabras, las universidades deben transformarse para convertirse en un mercado de valores, cuyo único, o por lo menos primordial propósito, sea poder insertarse en la globalización de la economía.” Y no se equivocaba. Tanto el Banco Mundial como la OCDE y no pocos tecnócratas mexicanos (que estuvieron con el rector Barnés en la UNAM y que no se han dado por derrotados) fueron muy insistentes en este punto y en la supervisión y acreditación externa de los grados académicos por parte de instancias como el Ceneval.

En la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior se aceptaba y se proponía lo anterior en su famoso documento Propuesta de la ANUIES para el desarrollo y consolidación de la educación superior en el siglo XXI, sin descuidar, también en consonancia con el Banco Mundial, la demanda de mayores recursos públicos federales y estatales. En un documento que presentaron L. Rojo, R. Seco, M. Martínez y S. Malo (secretario de Planeación del rector Barnés) a la OCDE, en 1997, titulado Universidad Nacional Autónoma de México, se decía con toda claridad que en los antiguos criterios de calidad no había referencias a quién debía juzgar esa calidad académica y de salida (“there were no references against which to judge the universities academic quality and output”). Para esto se creó el Ceneval que, para el caso de las universidades públicas con autonomía, representaba una intromisión inadmisible y una controversia con la Ley Orgánica de la UNAM que, en su artículo 2-II, establece que la universidad tiene derecho a “impartir sus enseñanzas y desarrollar sus investigaciones de acuerdo con el principio de libertad de cátedra y de investigación”.

El movimiento estudiantil de 1999, que luego fuera desvirtuado en su carácter incluyente por los ultras de entonces, surgió precisamente para oponerse a tales propósitos. No parece casual que siete años después, en el proceso de cambio de rector, ninguno de los candidatos, ni siquiera los que habían apoyado a Barnés, se pronunciara por aumentar las cuotas de inscripción y colegiatura en la UNAM.

El rector Narro Robles, en entrevista con Nurit Martínez, de El Universal (20/11/07), lo entendió muy bien (como Juan Ramón de la Fuente durante su gestión de ocho años) y enfatizó que la reforma promovida por Francisco Barnés en 1999 sobre las cuotas significaba en esos momentos 1.5 por ciento del presupuesto total de la institución. Y añadió: “ésa no es la solución”.

Vamos bien: se ratifica la autonomía y la gratuidad de la UNAM.