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lunes, enero 23, 2012

La migala

Juan José Arreola

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

jueves, marzo 11, 2010

Pinocho


José Gil Olmos

MÉXICO, D.F., 10 de marzo (apro).- Pinocho no encontraba su curul el martes pasado en la Cámara de Diputados. Iba de un lugar a otro de las bancadas del PRI y el PAN, un poco perdido. Los fotógrafos se divertían viéndolo deambular entre las sillas legislativas, en un juego en el que nadie quería participar.

Era el juego de la mentira, de la impostura, el juego del que los políticos mexicanos forman parte desde hace mucho tiempo y que, paradójicamente, quieren ocultar detrás de máscaras discursos y convenios revestidos de supuestos ideales democráticos.

Muy temprano, antes de que empezara la sesión, la diputada del PRI, María Estela Fuentes, llevó a Pinocho en su auto al palacio legislativo, pensando quizá que haría la mejor obra de su gestión como representante popular y que le haría el día a los dirigentes de su partido.

Para ir a la Cámara de Diputados, Pinocho se había vestido de colores. De moño azul, playera amarilla, gorro naranja y pantalón de peto rojo, el niño de la nariz alargada por las mentiras esbozaba una sonrisa y una mirada pícara que a todos hacia reír. Bueno, a casi todos.

Desde que lo cargó para entrar al salón legislativo, a la diputada María Estela Fuentes ya se le veía divertida con Pinocho y lo abrazaba, aprovechando que el niño de madera tenía siempre los brazos abiertos. Cuando entraron al enorme salón de sesiones de inmediato llamaron la atención. Hubo sonrisas burlonas y también miradas de reprobación.

Pero esto último no le importó al hijo de Don Gepeto, que como invitado especial siempre reía divertido, con los ojos azules fijos en el escenario donde los diputados del PRI y el PAN se peleaban acusándose mutuamente de que por mentirosos les iba a pasar lo mismo que a él. Les crecería la nariz sin poderlo ocultar.

Durante tres horas, los diputados del PRI y el PAN se acusaron de mentir, azuzados por los del PRD, que recriminaban a los primeros la firma de un “convenio político”, en el que los priistas se comprometían a apoyar la política presupuestaria del gobierno de Felipe Calderón, basada en aumento de impuestos, a cambio de que los panistas no realizaran alianzas con ningún otro partido en las elecciones estatales de este año, sobre todo para la del Estado de México en 2011, a fin de no poner en riesgo la carrera desaforada de Enrique Peña Nieto rumbo a la silla presidencial.

Desde su curul de invitado, Pinocho escuchaba atento las diatribas de la dirigente nacional del PRI, Beatriz Paredes, excusándose de la firma del documento.

“Porque tengo la conciencia tranquila, porque hago política con altura de miras, porque valoro la capacidad de acuerdo, pero también la capacidad de disensión y la verdad, ruego que se dé lectura al texto”, dijo, pidiendo se diera a conocer el convenio que ya todos conocían.

En eso estaba el niño de la nariz larga, cuando de pronto fue alzado en vilo por su anfitriona. Los priistas querían que ocupara la curul del dirigente nacional del PAN que estaba ausente, lejos del palacio legislativo, negociando con el PRD otras alianzas electorales.

Sin embargo, la diputada Fuentes se topó con el panista Camilo Ramírez, quien tomó a Pinocho y lo arrojó al pasillo, evitando que ocupara otro asiento para seguir atento a la larga lista de oradores que se seguían acusando de mentirosos.

Del suelo, la misma diputada que lo invitó a San Lázaro recogió a Pinocho y, de nuevo en sus brazos, le buscaron un nuevo sitio.

Se le ocurrió entonces a la legisladora ponerlo exactamente detrás del coordinador de la bancada del PRI, Francisco Rojas, y un poco más atrás de la curul de Beatriz Paredes, quien escuchaba atenta las acusaciones en su contra por haber escondido el convenio también firmado –desde octubre– por el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, y el secretario de Gobierno del Estado de México, Luis Enrique Miranda.

Pinocho estaba contento otra vez en su nueva curul. Atento escuchaba al vicecoordinador panista Roberto Gil Zuarth, quien empezó hablando de la dignificación de la política. “No aprobamos los diputados del PAN la política fiscal, la política presupuestal ni por chantajes ni a cambio de alianzas o de votos electorales. Los legisladores panistas no tienen mancha”, afirmó el panista, ante la mirada inescrutable de Pinocho.

En esas estaba el invitado especial, cuando de pronto sintió la mirada iracunda de Beatriz Paredes y Francisco Rojas. Al percatarse de su presencia por las fotos que le tomaron desde uno de los balcones, de inmediato ordenaron su retiro de la sesión.

Pinocho fue sacado en vilo del salón legislativo y ya no escuchó las elucubraciones del histriónico panista Javier Corral acusando al senador Manlio Fabio Beltrones de filtrar el convenio para dañar los planes de Peña Nieto; tampoco las del perredista Guadalupe Naranjo atacando al gobernador del Estado de México, y menos las del diputado priista César Augusto Santiago, quien recordó que desde hace mucho tiempo en la política mexicana existe la práctica secreta de los acuerdos políticos y que, gracias a ellos, algunos han llegado al poder, como Felipe Calderón.

Pinocho había escuchado lo suficiente antes de salir volando del Palacio de San Lázaro. Pero salió con su sonrisa enigmática, sabiendo que entre ciertas personas, sobre todo los políticos mexicanos, la mentira es inevitable. Y que a todos, sin que se dieran cuenta, les había crecido la nariz, pero ninguna hada madrina los podría ayudar, como sí lo ayudaron a él.

jueves, diciembre 04, 2008

Final para un film que nunca se filmó

Por Silvina Ocampo

Un velorio en el campo, en una casa en ruinas. Poco a poco un resplandor rosado invade el cielo de la noche. Algunas personas salen, maravilladas, a mirar ese rosado que no parece avenirse al duelo. Miles de pájaros cantan, al principio en un susurro, luego ensordecedoramente.

–Un cielo tan lindo me asusta –dice una señora–. Augura cataclismos, sobrevienen las inundaciones o las sequías. Qué sé yo.

–No seas pájaro de mal agüero –contesta otra señora, arrancando una hoja de una enredadera, que muerde insistentemente.

Atraído por la belleza del amanecer, el extravagante grupo se aleja un poco del lugar del velorio. Los hombres fuman, dos mujeres se miran en sus espejitos o toman café. Mugidos y un cencerro se destacan entre los otros sonidos de la aurora campestre. El canto de un gallo o de una torcaza no debe faltar.

Eladio, el peoncito, llega corriendo, empapado de agua o de sudor. Anuncia con una voz que retumba:

–Arde el monte. Las casuarinas están en llamas.

Toda la gente sale del cuarto donde velaban a Armando Heredia.

Eladio explica:

–La casita del guardabosque está en peligro. Allí quedó, dormida, la hijita menor de la familia. Ahora nadie se atreve a salvarla de las llamas.

Un momento que parece interminable distrae a la concurrencia que velaba atentamente al muerto. En el interior de la casa, un señor rápidamente hurga en un armario, saca un prismático, caen una careta y disfraces viejos, vuelve a meterlos en el armario y sale a mirar el bosque en llamas.

Dentro del redondel del cristal vemos el bosque incendiado.

–Es cierto –musita el señor–. Las llamas suben al cielo.

Cuando la gente vuelve al cuarto del velorio, la incipiente luz de los cirios nos muestra el cajón vacío y caras atónitas. A todos aterra esa inexplicable desaparición, pero más los aterra el incendio que parece acercarse. Indecisos, entran y salen. Entonces ocurre un hecho más terrible aún por el camino, a lo lejos, en cámara lenta, alguien con un fardo en brazos; a medida que se acerca se distinguen las facciones de la cara, tiznada, quemada. El que se acerca es Armando, el muerto, llevando en brazos, sana y salva, a la chica del guardabosques.

–¿Cómo sucedió?

–Un poder sobrenatural.

–¿Sólo Dios conoce el misterio de la vida?

–Quizá la bruja podría explicarnos...

–¿Dónde está la bruja?

–¿Resucitó?

–La última broma que nos hizo –exclama una voz escandalizada.

–¡Tan de Armando! –dice una mujer, abanicándose.

La concurrencia, con aire festivo, lo rodea. Alguna de las señoras toma en brazos a la niña y la cubre de besos.

Todos felicitan, abrazan al héroe. La madre, llorando, le ofrece una taza de café que él bebe con dificultad, como si quemara. El padre torpemente le alcanza el azúcar.

–¿No han probado el café con lágrimas? –pregunta Armando.

–Con júbilo –acota una señora.

La niña ríe; y cabalga sobre un caballo imaginario. Salen a tomar aire. Desde afuera, por una ventana, Armando mira la habitación, el cajón vacío, los cirios y musita:

–A mí nunca me gustaron los velorios. Da unos pasos y con la mirada busca el incendio, que ya no resplandece en el cielo, gracias a Dios y a los dos o tres paisanos que lo apagaron a su manera: con unas arpilleras y unas latas con agua.

Este relato inédito está incluido en la reedición de Autobiografía de Irene, el libro de cuentos de Silvina Ocampo que Editorial Sudamericana distribuye por estos días en Argentina.

miércoles, noviembre 26, 2008

Presenta Quino en México 48 tiras inéditas de Mafalda

No significa solamente un homenaje a la verdad histórica de Mafalda, "sino también un llamado a la reflexión sobre casi una década de la historia local y mundial", aseguró Joaquín Salvador Lavado Tejón en la presentación del libro.

Notimex / La Jornada On Line

México, DF. El argentino Joaquín Salvador Lavado Tejón, mejor conocido como "Quino", presentó este miércoles aquí su más reciente libro Mafalda inédita, no obstante que en 1973 decidió no crear más de esas tiras cómicas para no caer en repeticiones.

En conferencia de prensa, "Quino" recordó que la trayectoria de su personaje cubre el periodo entre los años 1964 y 1973, cuando dejó de existir.

Dijo que a diferencia de otros colegas suyos, como Schultz, creador de "Peanuts", que han hecho perdurar las tiras apoyándose en un equipo de guionistas y dibujantes, "yo no quise, nunca, perder el contacto personal con mi personaje `Mafalda'".

En ese sentido, fustigó la actitud de ese caricaturista colega suyo y, en cambio, manifestó que el mexicano Rius, creador de series como "Los agachados", "debería hacer una recopilación de su trabajo para presentarlo a los jóvenes del mundo de hoy".

Explicó luego que, antes de que nadie pudiera percibirlo, supo que "Mafalda" había cumplido su cometido y que él se encontraba agotado, pero, sobre todo, sin deseos de repetirse. "Después de todo, esa niña me había acompañado casi 10 años".

En ese periodo, finiquitado en 1973, creó 12 tomos recopilatorios. Sin embargo, éstos tampoco reúnen la totalidad de las aventuras de Mafalda por razones políticas, temporales "o porque las encontraba, sencillamente, malas", agregó Quino.

Llegó a pensar, reconoció, que tenían, tanto él como el personaje, mucho que decir a los lectores y fanáticos de la precoz niña. Mafalda inédita incluye 48 tiras nunca antes recopiladas, aunque ya publicadas en Primera Plana.

Desde su punto de vista, el libro, que ya fue presentado hace algún tiempo en Argentina, cuando la chica cumplió 25 años, ofrece un concienzudo recorrido por la trayectoria de esta historieta y, de esa forma, ahora los mexicanos conocerán la travesía completa.

Según el caricaturista, la historia de Mafalda se puede dividir en tres publicaciones: Primera Plana, El Mundo y Siete Días Ilustrados. Antes de la despedida oficial de la tira, en junio de 1973, Quino se había dado cuenta de que se encontraba agotado y que no podía insistir sin repetirse.

Reiteró que a diferencia de otros dibujantes como Schultz, se resistió siempre a perder el contacto personal con su creación. Jamás quiso adoptar esta modalidad de trabajo por considerarla inadecuada a su estilo.

"Yo fui el primero en darme cuenta de que Mafalda había cumplido su cometido". Las tiras que integran este nuevo libro fueron, en muchos casos, deliberadamente omitidas de los libros precedentes, de acuerdo con el mismo autor.

Los libros editados no recogen las andanzas del personaje que Umberto Eco definió como "heroína iracunda que rechaza al mundo tal cual es reivindicando su derecho a seguir siendo una niña que no quiere hacerse cargo del universo adulterado por los padres".

La decisión de darlas a conocer a través de una nueva edición significa no solamente un homenaje a la verdad histórica de Mafalda, subrayó Quino, "sino también un llamado a la reflexión sobre casi una década de la historia local y mundial", concluyó.

miércoles, mayo 14, 2008

Historias clásicas vueltas a contar

A. B.

Las habichuelas transgénicas

Había una vez, en un país remoto, una familia de campesinos muy pero muy pobres. Tan pobres que un día decidieron vender la única vaca que les quedaba. El encargado de llevarla al mercado fue el hijo más pequeño. Pero a medio camino el mozo se encontró con una trasnacional biotecnológica que ofreció cambiarle la vaca por unas habichuelas mágicas. Seducido por las melosas palabras de la corporación, el jovencito entregó la vaca, cogió las judías encantadas y emprendió el regreso a casa silbando feliz por el buen negocio que había hecho. Pero al enterarse del ruinoso trueque, la madre montó en cólera y mientras daba merecida paliza al desaprensivo zagal, tiró las prodigiosas habichuelas por la ventana.

A la mañana siguiente la soya transgénica se había extendido por el traspatio, el huerto y la milpa de la familia. Y seguía creciendo sin parar, de modo que pronto el monocultivo se extendía por miles y miles de hectáreas. Donde antes susurraba el viento entre árboles frondosos, donde maduraban ondulantes las doradas mieses, donde pastaban apacibles las mugientes vacas, se extendía ahora un ominoso desierto verde…

El arca de Monte Santo

Viendo cuánto había crecido la maldad sobre la Tierra , Yavé se arrepintió de su obra y decidió exterminar a los hombres. Presa de divina ira, envió fuertes vientos, desató grandes tormentas e hizo llover durante cuarenta días y cuarenta noches. El diluvio universal –que los infieles llamaron cambio climático– inundó toda la Tierra. Y por otros cuarenta días y cuarenta noches estuvieron altas las aguas. Pero no perecieron todos los hombres ni perecieron todas las bestias, pues una previsora trasnacional había construido un arca de trescientos codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto donde almacenó muestras de fieras y de ganados; de verduras, aves, peces, reptiles y toda suerte de alimañas impuras. Descendidas que fueron las aguas, el arca se asentó sobre el monte Ararat. Desde ese elevado lugar la trasnacional, que desde entonces recibe el nombre de Monte Santo, anunció que Dios había puesto a su servicio todo cuanto tiene hojas y tallos y raíces; todo cuanto marcha, trota, vuela, nada, gatea, salta, se desliza, rueda, repta, se arrastra o permanece quieto. Procread, multiplicaos y poblad la Tierra , habría dicho Yavé, pero desde ahora pariréis a vuestros hijos con dolor, os ganaréis el pan con el sudor de la frente y, por sobre todas las cosas, pagaréis a Monte Santo por el uso de sus patentes.

Gulliver en el país de Nanoput

Navegábamos con proa a las Indias Orientales cuando una furiosa tormenta hundió nuestra embarcación. Todos los tripulantes perecieron ahogados en el mar embravecido. Menos yo que, atado con una soga a un trozo de mástil y llevado por una corriente providencial, logré llegar hasta una playa donde me tendí exhausto y de inmediato quedé dormido. Al despertar, muchas horas después, trate de incorporarme. Pero mis esfuerzos fueron vanos, pues durante mi sueño legiones de micro-robots, tan pequeños que me resultaban invisibles, se habían apoderado de mi cuerpo. Con el tiempo descubriría que me encontraba en el reino de Nanoput, habitado por ingeniosos mecanismos en miniatura nacidos de la manipulación molecular. Infausto país infinitesimal donde por largos años fui obligado a servir a sus minúsculos habitantes, quienes, a cambio, me cebaban y me vestían…

lunes, julio 02, 2007

Un tal Lucas

Julio

Burla burlando ya van seis delante

Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes magos, los shamanes de la juventud parten sucesivamente. A veces ya no pensábamos tanto en ellos, se habían quedado atrás en la historia; other voices, other rooms nos reclamaban. De alguna manera estaban siempre allí, pero como los cuadros que ya no se miran como al principio, los poemas que sólo perfuman vagamente la memoria.

Entonces –cada cual tendrá sus sombras queridas, sus grandes intercesores- llega el día en que el primero de ellos invade horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardaremos en darnos cuenta de que también nuestra muerte ha empezado ese día; yo sí lo supe la noche en que en mitad de una cena alguien aludió indiferente a una noticia de la televisión, en Milly-la-Foret acababa de morir Jean Cocteau, un pedazo de mí también caía muerto sobre los manteles, entre las frases convencionales.

Los otros han ido siguiendo, siempre del mismo modo, la radio o los diarios, Louis Armstrong, Pablo Picasso, Stravinsky, Duke Ellington, y anoche, mientras yo tosía en un hospital de La Habana, anoche en una voz de amigo que me traía hasta la cama el rumor del mundo de afuera, Charles Chaplin. Saldré de este hospital. Saldré curado, eso es seguro, pero por sexta vez un poco menos vivo.

Lucas, sus intrapolaciones

En una película documental y yugoslava se ve cómo el instinto del pulpo hembra entra en juego para proteger por todos los medios a sus huevos, y entre otras medidas de defensa organiza su propio camuflaje amontonando algas y disimulándose tras ellas para no ser atacada por las murenas durante los dos meses que dura la incubación.

Como todo el mundo, Lucas contempla antropomórficamente las imágenes: el pulpo decide protegerse, busca las algas, las dispone frente a su refugio, se esconde. Pero todo eso (que en una tentativa de explicación igualmente antropomórfica fue llamado instinto a falta de mejor cosa) sucede fuera de toda conciencia, de todo conocimiento por rudimentario que pueda ser. Si por su parte Lucas hace el esfuerzo de asistir también como desde afuera, ¿qué le queda? Un mecanismo, tan ajeno a las posibilidades de su empatía como el moverse de los pistones en los émbolos o el resbalar de un líquido por un plano inclinado.

Considerablemente deprimido, Lucas se dice que a esas alturas lo único que cabe es una especie de intrapolación: también esto, lo que está pensando en este momento, es un mecanismo que su conciencia cree comprender y controlar, también esto es un antromorfismo aplicado ingenuamente al hombre.

“No somos nada”, piensa Lucas por él y por el pulpo.

lunes, junio 04, 2007

viernes, junio 01, 2007

El arte de El Mofles

Como millones de personas, El Mofles es un chico confinado a la miseria de Nueva Chimalhuacán. La fatalidad lo había enviado al lugar de los ''jodidos". Bajo y desnutrido, sus ojos eran grandes y vivos, alrededor de los cuales desmayaban un montoncillo de harapos y de suciedad.

Tímido como el que más, El Mofles vivía de milagro. Ni para pedir limosna servía, le daba miedo, repugnancia y hasta vergüenza. Mucho menos servía para trabajar de milusos, oficio preferido del lugar.

Torpe como vendedor de baratijas, no se atreve a cerrar el paso a los transeúntes. Ni siquiera a asaltarlos de costado. Mucho menos cruzarse a los automóviles y camiones o romperles el cristal a taconazos, o treparse a los cofres para lavar parabrisas, o tragar humo y hacerle al cirquero. El orden oblicuo de costado le es desconocido. Camina detrás, sin pronunciar palabra y extiende la mano infantil a pesar de que apenas cifra los 14 años.

El Mofles entró a la vida a empujones de una comadrona que lo ''cuidó" hasta los cuatro años, siempre asustado, sin aliento más que para acurrucarse en un rincón, abrir mucho los ojos y dejarse morir de hambre. El Muelas -otro marginal- trató de enseñarle los primeros pasos de la robadera pero El Mofles era torpe para ello.

Sucedió que cierto día El Mofles, quien adquirió cierta técnica en el robo de carteras, se la sustrajo limpiamente a uno de los habitantes de la ciudad. Pues bien, en aquel momento supremo del arte de la sustracción, El Mofles se quedó parado con la cartera en la mano, y sin saber porqué, se puso a gritar: jefecito, jefecito, se le ha caído la cartera. El asaltado recogió su cartera y siguió su camino, sin siquiera darle las gracias.

El Muelas, quien había observado la escena, lo expulsó de la universidad de la miseria, mandándolo allá donde usted se imagina y acierta. El Mofles se alejó del lugar y durante toda la noche corrió por las calles sin sentir la lluvia ni el cansancio ni el sueño, con sus harapos empapados. Aquella noche fue larga y muy negra. Una noche típica del marginalismo de los que viven al margen de la vida institucional (escuela, trabajo, servicios de salud). Casi la mitad de la población.

La cama de El Mofles era una puerta del portal de un tugurio de la colonia. Allá llegó incapaz de pedir limosna, de robar, de trabajar en lo que se pudiera. Llegó con el estómago vacío y tiritando de frío. Se acurrucó en su miserable rincón y se dio cuenta que el poco peso en el estómago le aligeraba mucho la conciencia y el frío se la atarantaba.

Al día siguiente, hambreado y sin qué comer se dedicó a su única actividad y creatividad: recoger piedras que luego iba tirando una a una a los charcos más grandes que se formaban con la lluvia y dejaban círculos que por la superficie tranquila se delataban, después se cruzaban y al combinarse formaban flores y dibujos caprichosos que eran el encanto de El Mofles a pesar de tener el estómago vacío... pero mucho arte marginal, humanismo puro, contra el neoliberalismo.

José Cueli

miércoles, abril 04, 2007

Puentes como liebres

Mario Benedetti

Iremos, yo, tus ojos y yo,
mientras descansas,
bajo los tersos párpados vacíos
a cazar puentes,
puentes como liebres,
por los campos del tiempo que vivimos.
Pedro Salinas

Había oído mencionar su nombre, pero la primera vez que la vi fue un rato antes de subir al vapor de la carrera. Mis viejos y mis hermanas habían venido a despedirme y estaban algo conmovidos, no porque viajara a Buenos Aires a pasar una semana con mis primos sino porque a mis dieciséis años nunca había ido solo «al extranjero». Ella también estaba en la dársena pero en otro grupo, creo que con su madre y con su abuela. Entonces mamá le dijo discretamente a mi hermana mayor: «Qué linda se ha puesto la hija de Eugenia Carrasco, pensar que hace dos años era sólo una gurisa». Mamá tenía razón: yo no podía saber como lucía dos años atrás la hija de Eugenia, pero ahora en cambio era una maravilla. Delgada, con el pelo rojizo sujeto en la nuca con un moño, tenía unos rasgos delicados que me parecieron casi etéreos y en el primer momento atribuí esa visión a la neblina. Luego pude comprobar que con niebla o sin niebla, ella era así. Al igual que yo, viajaba sola. Poco después ya con el barco en movimiento, nos cruzamos en un pasillo y me miró como reconociéndome. Dijo: «¿Vos sos el hijo de Clara?», exactamente cuando yo preguntaba: «¿Vos sos la hija de Eugenia?». Nos avergonzamos al unísono, pero fue más cómodo soltar la risa. Tomé nota de que cuando reía, podía ser una picara que se hacia la inocente, o viceversa. Inmediatamente cambié mi rumbo por el suyo. Iba pensando proponerle que cenáramos juntos y ensayaba mentalmente la frase cuando nos encontramos con el restaurante, así que se lo dije. «Y mira que tengo plata». Me gustó que aceptara de entrada, sin recurrir al filtro de negativas e insistencias tan usado por los adultos en los años treinta. «Ah, pero somos algo más que el hijo de Clara y la hija de Eugenia, ¿no te parece? Yo me llamo Celina.» «Y yo Leonel». El mozo del restaurante nos tomó por hermanos. «Qué aventura», dijo ella. Estuve por decir aventura incestuosa, pero pensé que iba demasiado rápido. Entonces ella dijo «aventura incestuosa» y no tuve más remedio que ruborizarme. Ella también pero por solidaridad, estoy seguro. Me pregunto si sabía en que estaba pensando. Qué iba a saber. «Bueno, estoy pensando en la cara que pondría mi abuela si supiera que estoy cenando con un muchacho». Albricias: el muchacho era yo. Y el mozo que me preguntaba si iba a pedir el menú económico. Por supuesto. Y el mozo que preguntaba si mi hermanita también. Y ella que sí claro, «por algo somos inseparables». Se fue el mozo y dije: «Ojalá». «Ojalá qué». Me di cuenta de que había conseguido desorientarla. «Ojalá fuéramos inseparables». Ella entendió que era algo así como una declaración de amor. Y era. Cuando estábamos terminando la crema aurora, me preguntó por qué había dicho eso, y estaba seria y lindísima. Yo no estaba lindísimo pero sí estaba serio cuando imaginé que la mejor respuesta era enviarle mi mano por entre el tenedor y las copas, pero ella: «Ay no, acordáte que somos hermanitos». Hay que ver los problemas que tenían los chicos, allá por 1937, en los preámbulos del amor. Era como si todos, las madres, las tías, las madrinas, las abuelas, los siglos en fin, nos estuvieran contemplando. Entonces, con las manos muy quietas pero crispadas, le contesté por fin que le había dicho eso porque me gustaba, nada más. Y ella: «Me gusta como decís que te gusto». Ah, pero a mí me gustaba que a ella le gustara cómo decía yo que me gustaba. Sí ya sé qué pavadas. Pero a nosotros nos sonaban como clarinadas de genio, de esas que aparecen en los diccionarios de frases famosas. Cuando estábamos en el churrasco ella dijo que hasta ahora no se había enamorado, pero quién sabe. «Además, sólo tengo quince años». Y yo dieciséis. Pero quien sabe. Y desplegaba su sonrisa. Comparada con la suya, la de la Gioconda era una pobre mueca. Debo agregar que, a pesar de sus rasgos etéreos, demostró un apetito voraz. Del churrasco no quedaron ni huellas. Yo por lo menos dejé una papa, nada más que para que l mozo no pensara que éramos unos muertos de hambre. En el postre nos cantamos las vidas. En su clase había quien le tenía ojeriza porque era la única que obtenía sobresalientes en matemáticas». «A mi también me entusiasman las matemáticas». Exclamé radiante y hasta me lo creí, pero sólo era una mentira autopiadosa, ya que entonces las odiaba y todavía hoy me dura el rencor. Sus padres estaban separados, pero lo había asimilado bien. «Era mucho peor cuando estaban juntos y se insultaban a diario». Lamenté profundamente que mis padres no se hubieran divorciado, más bien estaban contentos de estar juntos. Lo lamenté porque habría sido otra coincidencia, pero la verdad es que no me atrevía modificar de ese modo la historia. «Leonel, no lo lamentes, es mucho mejor que se lleven bien, así se ocupan menos de vos. Si viven agraviándose, se quedan con una inquina espantosa y después se desquitan con uno». Tomamos café, que estaba recalentado, casi diría que repugnante, pero ni ella ni yo teníamos ganas de volver a nuestros respectivos camarotes. Celina compartía el suyo con dos viejas; yo, con tres futbolistas. Menos mal que la noche estaba espléndida. Aquí ya no había niebla y la Vía Láctea era emocionante. Estuvimos un rato mirando el agua, que golpeaba y golpeaba, pero hacía frío y decidimos sentarnos adentro, en un sofá enorme. Ella se puso un saquito porque estaba temblando, y yo, para transmitirle un poco de calor, apoyé mi largo brazo sobre sus hombros encogidos. El ruido del agua, el olor salitroso que nos envolvía y los pasillos totalmente desiertos, creaban un ambiente que me pareció cinematográfico. Era como si actuáramos dentro de una película. Nosotros, la pareja central. Estuvimos callados como media hora, pero los cuerpos se contaban historias, hacían proyectos, no querían separarse. Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, yo balbuceé: «Celina». Movió apenas el cabello rojizo, sin mirarme, a modo de saludo. Un largo rato después, cuando yo creía que estaba dormida, dijo despacito: «Pero quién sabe».

La segunda vez fue siete años más tarde. Me había quedado solo en Montevideo. Toda la familia estaba en Paysandú, con mis tíos. Yo no había podido acompañarlos porque había dejado de estudiar y trabajaba en una empresa importadora. El gerente era un inglés insoportable: o sea que estaba totalmente descartado el que yo pidiera una semana libre. El leitmotiv de su puta vida eran los repuestos para automóviles, que constituían el principal renglón de la empresa. Hablaba de pistones, pernos, válvulas de admisión y de escape, aros, cintas de freno, bujías, etc. Con una fruición casi sibarítica. Reconozco que también hablaba de golf y los sábados siempre aparecía con los benditos paños, porque al mediodía, cuando cerrábamos, se iba con el hijo al club, en Punta Carretas, y allí se hacían la farrita. Era un mediocre, un torpón y sin embargo autoritario, enquistado en un gesto definitivamente agrio que también incluía el hijo, que era flaquísimo y curiosamente se llamaba Gordon. Al viejo sólo lo vi hacer bromas y reírse en falsete cuando venía de inspección, cada tres meses, el director general, un yanqui retacón de cogote morado, nada torpe por cierto que no jugaba al golf ni entendía demasiado de pernos y bujías, pero que vigilaba el negocio como un sabueso y en el fondo despreciaba profundamente a aquel británico de medio pelo y ambición chiquita. Reconozco que esos matices los advierto ahora, a varios lustros de distancia, pero en aquel entonces no hacía distingo: odiaba a ambos por igual. Mi trabajo era múltiple. Vendía accesorios en el mostrador, atendía la caja, cotejaba cada factura con la mercancía correspondiente (se habían detectado varias evasiones de pistones) y en los ratos libres, o en horas extras, el gerente me llamaba para dictarme cartas que yo tomaba taquigráficamente. Ocho o nueve horas en ese ritmo me dejaban aturdido y fatigado. De más está decir que no era un trabajo esplendoroso. Esa tarde estaba en el mostrador midiendo unos pernos que pedía un mecánico, cuando se hizo un silencio. Eso siempre ocurría en las escasas ocasiones en que entraba al comercio una mujer joven. Nuestros artículos no eran especialmente atractivos para el público femenino. Sin embargo, además de los accesorios para automóviles vendíamos linóleo, motores fuera de borda y cajas de herramientas, y dos o tres veces al año entraba alguna dama a pedir precios en cualquiera de esos rubros, aclarando siempre que se trataba de un regalo a de un encargo. Yo seguí con los pernos, discutiendo además con el mecánico, que juraba y perjuraba que no eran para un Ford V8, como yo le decía. Al fin pude convencerlo con argumentos irrebatibles y pagó su compra con cara de derrotado. Levanté los ojos y era Celina. Al principio no la reconocí. Se había convertido en una mujercita de primera. Ya no era etérea, pero irradiaba una seguridad y un aplomo que impresionaban. Además, no era exactamente linda sino hermosa. Y yo, con las manos sucias del aceite de los pernos, no salía de mi estupor. «Pero, Leonel, ¿qué haces entre tantos fierros?». Lo sentí como un agravio personal: para ella todos aquellos carísimos accesorios que proporcionaban pingües ganancias a la empresa, eran sólo fierros. «¿Y vos? ¿Venís a comprar alguno?» No, simplemente se había enterado de que yo trabajaba allí y se le ocurrió saludarme, ¿Dónde se había metido desde aquella vez? Nunca más había sabido de ella. Hasta las mujeres de mi familia le habían perdido al rastro. «Estuve en Estados Unidos, en realidad todavía vivo allí, pero la historia es larga, no querrás que te la cuente aquí». De ninguna manera, y menos ahora que el inglés ha empezado a pasearse con las manos atrás, y yo conozco ese preludio. Así que quedamos en encontrarnos esta noche. ¿Dónde? En mi casa, en la suya, en un café, donde quiera. «Tiene que ser hoy, ¿sabes?, Porque mañana me voy de nuevo». Y el gerente, en vez de disfrutar de aquellas piernas que se alejaban taconeando, me miró con su severidad despreciativa y colonizadora. Por las dudas, escondí mi nariz en una caja de arandelas. Vino a mi casa y yo no había tenido tiempo de decirle que estaba solo. Ahora pienso que tal vez no se lo habría dicho aunque hubiese tenido tiempo. El proyecto era tomar unos tragos e irnos a cenar, pero al llegar me dio un abrazo tan cálido, tan acompañado de otras sustentaciones y recados, que nos quedamos allí nomás, en un sofá que se parecía un poco al del barco, sólo que esta vez no apoyó su cabeza en mi hombro y además no temblaba sino que parecía inmune, segura, ilesa. Con siete años de incomunicación, tuvimos que contarnos otra vez las vidas. Sí se había ido a los Estados Unidos, enviada por la familia. Estaba estudiando psicología, quería concluir su carrera y luego regresar. No, no le gustaba aquello. Tenía amigos inteligentes, pródigos, entretenidos, pero observaba en la conducta de los norteamericanos un doble nivel, un juego en duplicado: y esto en la amistad, en el sexo, en los negocios. Herencia del puritanismo, tal vez. Todos tenemos una dosis más o menos normal de hipocresía, pero ella nunca la había visto convertida en un rasgo nacional. No podía conformarse con que yo estuviera vendiendo accesorios de automóviles. «¿No lo hago bien?». «Claro que lo haces bien, ya vi como convenciste a aquel mecánico tan turro. Se ve que sos un experto en fierros. Pero estoy segura de que podés hacer algo mejor. ¿No te gustaban tanto las matemáticas?» «Nada de eso, aquella noche lo dije para que tuviéramos un territorio común. Además estoy seguro de que, si hubieras estado junto a mí, al final me habrían gustado, pero desapareciste, y mañana te vas». Se va y no puedo creerlo. Por primera vez tomo conciencia de mi desamparo, por primera vez me digo, y se lo digo, que con ella puedo ser mucho y que sin ella no seré nada. Responde que sin mí ella tampoco será nada, pero que no hay que obligar al azar. «Ves como nos separamos y él viene y nos junta. Quién puede saber lo que vendrá. A lo mejor yo me caso, y vos también, por tu lado. No hay que prometer nada porque las promesas son horribles ataduras, y cuando uno se siente amarrado tiende a liberarse, eso es fatal». Era lindo escucharla pero era mejor sentirla tan cerca. En ese momento me pareció que ella también tenía un doble nivel, pero sin hipocresía. Quiero decir que mientras desarrollaba todo ese razonamiento tan abierto al futuro, sus ojos me decían que la abrazara, que la besara, que iniciara por fin los trámites básicos de nuestro deseo. Y cómo podía negarle lo que esos ojos tan tiernos y elocuentes me pedían. La abracé, la besé. Sus labios eran una caricia necesaria, cómo podía haber vivido hasta ahora sin ellos. De pronto nos separamos, nos contemplamos y coincidimos en que el momento había llegado. Pero cuando yo alargaba mi mano hasta su escote, casi dibujado por anticipado el ademán de ir abriendo el paraíso, en ese instante llegó el ruido de la cerradura en la puerta de abajo. «Mis padres» dije, «pero si iban a regresar mañana». No eran mis padres sino mi hermana mayor. «Hola Marta, qué pasó». Mamá se había sentido mal, por eso ella venía a buscarme. Le pregunté si era algo serio y dijo que probablemente sí, que papá estaba con ella en el sanatorio. «Perdón, con la sorpresa omití presentarte a Celina Carrasco. Ésta es Marta, mi hermana». «Ah, no sabía que se conocían. ¿Pero no estabas en el extranjero?» «Si, vive en los Estados Unidos y regresa mañana». «Bueno», dijo Celina con la mayor naturalidad, «ya me iba, todavía tengo que hacer las valijas, ya saben lo que es eso. Espero que no sea nada serio lo de tu mamá». «Gracias y buen viaje», dijo Marta.

El azar estuvo esta vez remolón, ya que la ocasión siguiente sólo apareció en 1965. Yo ya no trabajaba entre los fierros. Unos meses después de la muerte de mamá, el viejo me llamó muy solemnemente y me comunicó que su propósito era hacer cuatro porciones con el dinero y los pocos bienes que tenía: él se quedaría con una, y las otras tres serían para mí y mis dos hermanas. Me indigné, traté de convencerlo: que él todavía era joven, que podía necesitar ese dinero, que nosotros teníamos nuestros ingresos, etc., pero se mantuvo. Le alcanzaba perfectamente con la jubilación y en cambio para nosotros ese dinero podía ser la base para algún buen proyecto. Y que concretamente en mi caso ya estaba bien de vender válvulas y cintas de freno. Y que no se admitían correcciones a la voluntad paterna. Así fue. Marta se buscó una socia y abrió una boutique en la calle Mercedes; mi hermana menor, Adela, menos emprendedora, simplemente invirtió la suma en bonos hipotecarios; por mi parte, dije adiós sin preaviso al gerente golfista y su mal humor e instalé (viejo sueño) una galería de arte. Le puse un nombre obviamente artístico: La Paleta. Algunos amigos quedaron desconsolados con mi escasa imaginación, pero yo, cuando venía por convención y contemplaba desde lejos el letrero Galería La Paleta, me sentía casi Ufano. Ah, me olvidaba de algo importante: en 1950 me había casado. Creo que tomé la decisión cuando supe, por un pintor uruguayo residente en Nueva York, que Celina se había casado en los Estados Unidos con un arquitecto venezolano. Mi mujer, Norma, trabajaba en un Banco y de noche era actriz en un teatro independiente. Tuvo algunos buenos papeles y los aprovechó. Yo iba siempre a los estrenos y en compensación ella venía a La Paleta cuando se inauguraba una muestra. Pero debo reconocer que nos veíamos poco. En una ocasión (creo que era una obra de autor italiano) Norma debía aparecer desnuda tras una mampara no transparente sino traslúcida. Digamos que no se veía pero se veía. La noche del estreno me sentí ridículo por dos razones: la primera, que una platea repleta presenciara (ay, en mi presencia) y aplaudiera el lindo cuerpo de mi mujer, y la segunda: si éramos civilizados no podía ser que yo me sintiera mal, y sin embargo me sentía. Ergo, era un producto de la barbarie. Después de esa autocrítica, me divorcié. No pude sin embargo contarle esa historia a Celina porque si bien vino al cóctel de La Paleta (se inauguraba la muestra retrospectiva de Evaristo Dávila), lo hizo acompañada de su arquitecto venezolano quien para colmo se interesaba abusivamente por la pintura y no sólo me hizo poner una tarjeta de adquirido bajo dos lindas acuarelas de Dávila (eran más baratas que los óleos) sino que se prometió y me prometió venir nuevamente por la galería antes de emprender el regreso a Los Ängeles, y todo ello «porque a esta altura del partido, los cuadros son la mejor inversión». Celina me acribilló a preguntas. Sabía que me había casado, pero cuando me preguntó por mi mujer («Ya se que es encantadora, ¿tenés hijos?, se qué se ocupa, se llama Norma ¿no?») se quedó con la boca abierta cuando le dije que nos habiamos divorciado. Emergió como pudo de aquel bache, sobre todo porque el arquitecto frunció el ceño y ella no tuvo más remedio que dedicarse a elogiar la galería. «¿Viste como yo tenía razón? Era un crimen que estuvieras enterrado en aquella empresa espantosa, con aquel gerente tan desagradable. Supe que tu mamá había fallecido, pero no habrá sido precisamente aquella noche en que llegó tu hermana, ¿verdad?» Sí, había sido precisamente aquella noche. Me dije que seguía siendo muy atractiva pero que sin embargo había perdido un poco, no demasiado, de su frescura, y eso se advertía sobre todo en su risa, que ya no estaba a medio camino entre la inocencia y la picardía, sino que era primordialmente sociable. Me dije todo eso, pero a ella en cambio le aseguré que se le veía muy rozagante. Me pareció que el arquitecto esbozaba una sonrisa de comisuras irónicas, pero quizá fue un falso indicio. Seguían viviendo en Estados Unidos pero querían mudarse a San Francisco. «Es la única ciudad norteamericana que soporto, debe ser porque tiene cafés y no sólo cafeterías y te podés quedar sentado durante horas junto a una ventana leyendo el diario con un solo exprés». Por fortuna el arquitecto se encontró un viejo amigo, el abrazo fue entusiasta y los palmoteos en las respectivas nucas sirvieron de prólogo a un aparte íntimo en el que presumiblemente se pusieron al día. Yo aproveché para mirarla a los ojos y hacerle una pregunta que evidentemente ella había tratado de frenar mediante aquella superflua animación: «¿Cómo estás realmente?». Cerró los ojos durante unos segundos y cuando los abrió era la Celina de siempre, aunque más apagada. «Mal», dijo.

A la hora convenida, ya no recuerdo cuál era, la gente había aparecido simultáneamente desde las calles laterales, desde los autos estacionados, desde las tiendas, desde las oficinas, desde los ascensores, desde los cafés, desde las galerías, desde el pasado, desde la historia, desde la rabia. Ya hacía dos semanas que, como respuesta al golpe militar, la central de trabajadores había aplicado la medida que tenía prevista para esa situación anómala: una huelga general. Mientras caminaba, como los otros miles, por Dieciocho, pensé que a lo mejor era sólo un sueño. Todo había sido tan vertiginoso y colectivo. Además la gente se movía como en los sueños, casi ingrávida y sin embargo radiante. Cada uno tenía conciencia de los riesgos y también de que participaba en un atrevido pulso comunitario, casi un jadeo popular. Era como respirar audiblemente, osadamente, con mis pulmones y los de todos. Nunca sentí, ni antes ni después de aquel 9 de julio del 73, un impulso así, una sensación tan nítida y envolvente de a dónde iba y a qué pertenecía. Nos mirábamos y no precisábamos decirnos nada: todos estabamos en lo mismo. Nos sentíamos estafados pero a la vez orgullosos de haber detectado y denunciado al estafador. Creíamos que nadie podría con nosotros, así desarmados e inermes como andábamos, pero sin la menor vacilación en cuanto a desembarazarnos de esos alucinantes invasores que no apuntaban, nos condenaban. Y cuanto más terreno ganaban la tensión, cuanto más rápido era el paso de hombres y mujeres de muchachos y muchachas, tanto más verosímil nos parecía ese remolino de libertad. Recuerdo que en los balcones había mucho público, como si fuéramos los protagonistas de una parada antimilitar. De pronto me acordé: alguna vez había estado en uno de esos balcones, cuando había pasado el general De Gaulle bajo un terrible aguacero, chorreante y enhiesto como el obelisco de la Concorde. Y también recordé como bullía la avenida allá por el 50, cuando contra todos los vaticinios la selección uruguaya le había ganado a la brasileña en la final de Maracaná. Y más atrás, cuando la reconquista de París en la segunda guerra. Por la avenida siempre había pasado el aluvión. Y ahora también. Uno se cruzaba con el amigo o el vecino y apenas le tocaba en brazo, para qué más. No había que distraerse, no había que perder un solo detalle. También nos cruzábamos con desconocidos y a partir de ese encuentro éramos conocidos, recordaríamos esa cara no para siempre, claro, pero al menos hasta la madrugada, porque nuestras retinas eran como archivos, queríamos absorber esa entelequia, queríamos concretarla en transeúntes de carne y hueso. Nada de abstracciones, por favor. Los labios apretados eran conscientes y reales; las sonrisas del prójimo, sucintas y ciertas. La calle avanzada incontenible, con sus vidrieras y balcones; la calle articulada, en inquietante silencio, su voluntad más profunda, su dignidad más dura. Los obreros esos que pocas veces bajan al centro porque la fábrica los arroja al hogar con un cansancio aletargante, aprovechaban a mirar con inevitable novelería aquel mundo de oficinistas, dependientes, cajeras, que hoy se aliaba con ellos y empujaba. No había saña, ni siquiera rencor, sólo una convicción profunda, y hasta ahí no llegaba lo planificado. Las convicciones no se organizaban; simplemente iluminan, abren rumbos. Son un rumor, pero un rumor confirmado que sabe del suelo como un seísmo. Y así, como un rumor, como un murmullo que venía en ondas, empezó a oírse el himno, desajustado, furioso y conmovedor como nunca. Cuando unos silabeaban y que heroicos sabremos cumplir, otros, más lentos o minuciosos, estaban aún estancados en el voto que el alma pronuncia. Pero fue más delante, en el tiranos temblad, o sea en pleno bramido con destinatarios, cuando la vi, a diez metros apenas, cantando ella también como una poseída. Y en esta cuarta vez, además del lógico sacudimiento, sentí también un poco de recelo, un amago casi indiscernible de desconcierto, la sospecha de haberme quedado no sólo lejos de su vida, como siempre había estado, sino fuera de su mundo y fuera también de su belleza, que aun a sus cincuenta (en octubre cumplirá cincuenta y uno) seguía siendo persuasiva; fuera de sus noticias, de su vida cotidiana, de sus ideas, y fuera también de este entusiasmo atronador en que estábamos envueltos, porque no lo habíamos alcanzado juntos sino cada uno por su lado, coleccionando destrozos y solidaridades. Sin embargo, de una cosa no me cabía duda: era la única mujer que realmente me había importado y aún me importaba. Hacía algunos meses, cuando había vendido La Paleta y abierto una librería de viejo en el Cordón (los amigos esta vez me convencieron de que no la llamara Tomo y lomo, como había sido mi intención, sino sencillamente Los cielitos), un cliente me dijo al pasar que el arquitecto Trejo y su mujer pensaban regresar de San Francisco para quedarse en Montevideo. En qué momento. Dejé pasar unas semanas y cuando estaba averiguando sus nuevas señas, vino el golpe y no sólo ese propósito sino todos los propósitos quedaron aplazados. El país entero quedó aplazado. Y ahora ella estaba allí. La veía y enseguida la perdía de vista. A veces distinguía su tapado azul, o su cabeza que ya no era roja, pero de nuevo la perdía. Y así avanzaba, procurando no dar codazos porque en aquella muchedumbre no había enemigos. Pero ella, que no me había visto, también se movía y no precisamente hacía mí. Entonces hubo un aaah de alerta, que fue creciendo, y luego gritos y corridas y gente que tropezaba y caía, porque la represión había empezado y sonaban disparos y tableteos y había humo y palos y yo queriendo verla, intentaba correr hacia ella, pero en la confusión las distancias variaban de minuto en minuto y ya era bastante la furia que se descargaba sobre nosotros y había que escapar, tiranos temblad, quizá el temblor era ese tableteo, y todo seguía aconteciendo en un nivel onírico, sólo que esos uniformados no eran ingrávidos y el sueño se había convertido en pesadilla.

La quinta vez fue en Atocha, antes de que tomáramos el tren nocturno que iba a Andalucía, un domingo de octubre de 1981. Yo llevaba cinco años viviendo en Madrid, como tercera escala del exilio. Dos días después de aquel imborrable 9 de julio, fueron a buscarme a casa de Norma, mi ex mujer, quien tuvo el buen tino de decirles que, aunque estabamos separados, tenía la impresión de que yo había viajado al extranjero. ¿Dónde? «Ni idea, él siempre viaja mucho y lógicamente, dada nuestra actual situación, no se molesta es comunicármelo». Buena actriz, por suerte. Y yo un sedentario congénito, tuve que irme a hurtadillas. Pero aun así, antes de cruzar la frontera, escondido en casa de amigos por tres o cuatro días, pude averiguar que Celina había sido detenida. También su hijo. Me aseguraron que el arquitecto no salía de su estupor, y que era un estupor con doble llave. Primero estuve en Porto Alegre, luego en París, por fin en Madrid, donde no me fue fácil conseguir trabajo. Durante seis meses viví de lo poco que me mandaban mis hermanas, pero esa ayuda me provocaba (resabios de machismo, claro) una incomodidad casi a flor de piel. Me sentía un gígolo de mis propias hermanas, y eso, en mi marco de pequeño burgués progresista, era un escándalo. Por suerte, un buen grabador mexicano a quien yo conocía desde tiempo atrás porque había expuesto sus litografías en La Paleta, me presentó a la propietaria de una rimbombante galería del barrio de Salamanca, habló maravillas de mi conocimiento del ramo y como resultado empecé a trabajar. La dueña, una noruega veterana y buena tipa, pese a que no creyó una sola palabra del panegírico, se mostró dispuesta a sacarme del pozo. Más tarde se fue convenciendo de que yo podía serle de utilidad y empezó a mandarme a provincias a fin de que descubriera jóvenes promesas. Reconozco que descubrí varias, y doña Sigrid, como yo la llamaba, me fue tomando confianza. Esta vez me enteré rápidamente de la presencia de Celina en Madrid. Había pasado tres años en la cárcel, acusada de servir de correo internacional, el servicio de actividades «subversivas». La habían tratado mal, pero no tan mal como a otras mujeres, casi todas mucho más jóvenes, que cayeron en aquellas jornadas de espanto. Por un lado su edad (cuando fue detenida tenia 52 y al salir 55) y sus maneras dignas y seguras que establecían una inevitable distancia con aquellos omnipotentes en bruto, y por otro sus vinculaciones con medios diplomáticos y políticos, hicieron que los militares le guardaran cierta consideración, aunque esta siempre estuviera ligada a algo que para ellos constituía un enigma: por qué una dama culta, de buena familia, de aspecto impecable, de hábitos refinados, había arriesgado su confort, su libertad y hasta su matrimonio, comprometiéndose en una tarea loca, irresponsable, y para ellos sobre todo delictiva. Como en el fondo querían ser suaves con ella (aunque por supuesto sin hacerse acreedores a ningún tirón de orejas, ni de galones) fabricaron para sí mismos una explicación que les pareció verosímil: el hijo había estado metido hasta el pescuezo en faenas conspirativas y ella simplemente le había dado una mano. Una vez que la motivación adquirió un tinte maternal, y por ende familiar, occidental y cristiano, ya estuvieron en condiciones de tolerar su propia tolerancia. Hubo, es cierto, un suboficial que en un interrogatorio especialmente duro, frente a los altivos desplantes de la detenida perdió la compostura y la abofeteó varias veces, partiéndole el labio y dejándole un ojo tumefacto, pero también es cierto que el impulsivo fue sancionado. Celina (todo lo fui sabiendo poco a poco, por amigos comunes) se sentía, en medio de todo, una privilegiada, ya que luego compartió su celda con varias muchachas que estaban literalmente reventadas. En cuanto a su hijo, sólo pudieron probarle una mínima parte de la pirámide de acusaciones, pero a él si lo torturaron con delectación y estuvo cuatro meses en el Hospital Militar. Cumplió su condena de cinco años y luego lo deportaron. Ahora vivía con su mujer en Gotemburgo. Para Celina esos años fueron decisivos. La prisión había cortado su vida en dos, y la libertad la había esperado con una pródiga canasta de problemas. En primer término, su matrimonio. La falta de solidaridad demostrada por el arquitecto (siempre había sido un hombre estrechamente vinculado a las transnacionales) había liquidado la convivencia conyugal, ya seriamente deteriorada en el momento de la detención. Fueron seis meses de discusiones interminables y por fin Celina decidió romper una unión que había durado nada menos que treinta años. Cuando todo estaba resuelto y habrían por lo menos llegado al acuerdo de iniciar el divorcio una vez que Trejo regresara de un corto viaje a su paraíso norteño, el proyecto tuvo una brusca e imprevista modificación, ya que el arquitecto sufrió un síncope en el aeropuerto Kennedy, exactamente cuando los altavoces llamaban para su vuelo de Pan American. Mientras el hijo siguió en el penal, Celina permaneció en Montevideo, a pesar de que el muchacho, en cada visita, le pedía que se fuera: «Yo sé por qué te lo digo. Ándate vieja». Pero la vieja sólo hizo sus bártulos cuando él le telefoneó desde Estocolmo que había llegado bien. Precisamente, Celina venía ahora de Suecia, donde había pasado un mes con el hijo y la nuera. Su proyecto era estar dos meses en España y luego decidiría. Su situación económica le daba cierta seguridad, y aunque ayudaba frecuentemente al hijo, no pasaba dificultades. Cuando la localicé por teléfono, gritó «Leonel» antes de que le aclarara quién la llamaba. Teníamos que vernos, claro, pero le dije que el domingo yo debía partir por tren nocturno hacía Andalucía y le propuse que me acompañara, así aprovechábamos el viaje a Huelva y Málaga y Granada para contarnos una vez más quiénes éramos. Hubo veinte segundos de silencio que me parecieron media hora y por fin dijo que bueno. Yo me encargaría de los billetes y de reservar los compartimentos, individuales y de primera por supuesto. ¿De acuerdo? De acuerdo. Imaginé que estaría sonriendo y que aún ahora la Gioconda saldría perdidosa. La noche del domingo llegué a Atocha media hora antes de lo convenido. Ella en cambio apareció con veinte minutos de retraso. Desde lejos venía pidiendo perdón, perdón, y lo siguió diciendo ya muy quedo junto a mi oído cuando nos abrazamos. No había tiempo para ternuras, de modo que fuimos casi corriendo hasta el andén y por el andén hasta el final, donde estaba nuestro vagón. En realidad subimos dos minutos antes de que el convoy comenzara a moverse. Un tipo bastante amable nos acompaño hasta nuestras respectivas cabinas individuales, tal vez un poco extraño de que no tuviéramos una doble. Dejamos el equipaje y los abrigos y sólo entonces tuvimos tiempo de mirarnos. «En marzo voy a ser abuela», fue lo primero que me dijo. Algo así como una alerta. «Ah, yo no. Para no correr ese riesgo espantoso, tomé la precaución de no tener hijos». Nos volvimos a mirar, pero indirectamente, gracias al cristal de la ventanilla. «Leonel, ¿será que por fin estaremos tranquilos vos y yo?» «Querida, has cometido tu primer error: yo no estoy tranquilo». Tomé su mano y la conduje hasta el reloj llamado cuore. El mío, claro. «Falluto, es por la corrida. A tus años. Mira que no quiero chantajes cardiovasculares». Mi desilusión debió notarse porque apartó la mano del reloj y la pasó por mi pelo. «Quiero empezar por un comunicado oficial», dijo, «he llegado a la conclusión de que te quiero». «¿Y entonces porque desaparecías y te ibas a los Estados Unidos y te casabas y todas esas cosas horribles?». «Yo también podría preguntarte por qué te quedabas y te desgastabas entre los fierros y llegaba de improviso tu hermana y te casabas y te divorciabas y todas esas cosas horribles». Sí, era cierto. En algún momento deberé darme la cabeza contra el muro. Fuimos a cenar al vagón restaurante, pero no había ni crema aurora ni churrasco, así que tuvo que ser jamón de York y trucha a la almendra. «¿No te parece que desperdiciamos la vida?». «También hubo cosas buenas. Pero si te referís a la vida nuestra, a la vida vos y yo, estoy de acuerdo, la desaprovechamos». Avancé la mano, como en el vapor de la carrera, por entre las copas y el tenedor, y ella la aceptó: «Aquí no somos hermanitos». Tuve la impresión de que recordábamos todas nuestras frases (después de todo, no eran tantas) pronunciadas desde 1937 hasta ahora. Glosé otro versículo: «Tampoco somos inseparables». ¿Te parece que no? Fíjate que siempre volvemos a encontrarnos.» Venía el camarero, traía y llevaba platos, vino, agua mineral, postres, café y no sentíamos vergüenza de que nos sorprendiera mirándonos, y no como rutina, sino así, encandilados. Pagamos. Volvimos al vagón, estuvimos un rato en el pasillo vigilando luces que llegaban, nos cruzaban y se iban, Le rodeé los hombros y ella recostó la cabeza. Como por ensalmo, los cuerpos empezaron a contarse historias, a hacer proyectos. No querían separarse. «Mañana en el hotel podríamos tener una habitación doble», dije. «Podríamos». De pronto me apretó el brazo, no dijo nada y se metió en su cabina. Me quedé un rato más en el pasillo, luego entré en la mí. Me quité la ropa, me puse la pijama, me lavé los dientes, bebí un vaso de agua. Sin demasiada convicción saqué de mi maletín los cuentos de Salinger que pensaba leer. Pero antes de acostarme toqué suavemente con los nudillos en la puerta doble que separaba los compartimentos. Del otro lado también hubo nudillos y algo más. El cerrojo de la segunda puerta sonó duro, decidido. También descorrí el de mi lado. Nunca se me había ocurrido que si dos pasajeros se ponen de acuerdo en abrir la puerta doble, las cabinas pueden comunicarse. Celina. Ya no es pelirroja ni delgadita ni sus rasgos etéreos han de confundirse con la niebla. También yo soy otra imagen. No preciso buscarme en el espejo desalentador. Sé que dos fiordos anuncian una calvicie que ni siquiera es prematura. Tengo un poco de barriga, vello blanco en el pecho, manos con las inconfundibles manchas del tiempo. Ella apaga la luz, pero a veces algún foco atraviesa las estrías de la persiana y nuestros cuerpos aparecen, pero con barrotes de sombra, casi como dos cebras, esos pobres animales que jamás están desnudos. Nosotros sí. Nunca habíamos tenido nuestras desnudeces. Es un descubrimiento. Los besos del goce, las lenguas del apremio, los vellos contiguos por fin se reconocen, se piden, se inquieren, se responden. Es incómodo hacer el amor en un ferrocarril, pero mucho más incomodo es no hacerlo. El jadeo del tren se funde con el nuestro, es un compás como el de un barco. Fuera el viento golpea como hace tantos años golpeaba el río como mar, y en realidad es mi adolescencia la que penetra alborozada en los quince años de mi único amor.

lunes, marzo 12, 2007

Miedo



Aproximadamente a las 7:40 am cuatro carros tanques con lanzadoras de chorros de agua se dirigieron a Mérida.
Cuatro tanques con dispersoras de agua para repeler a manifestantes pasaron esta mañana por territorio tabasqueño rumbo a Mérida, Yucatán, para aumentar la seguridad por la visita del presidente Bush a México.

Aproximadamente a las 7:40 de la mañana pasaron montadas en camiones custodiados por elementos de la PFP por la carretera Villahermosa-Macuspana.

Se espera que la visita del presidente de Estados Unidos, George Bush a México mañana lunes 12 traiga consigo manifestaciones de protesta tal como ha sucedido en los países de América del Sur.

martes, marzo 06, 2007

El eclipse

Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

martes, febrero 27, 2007

Todo es cuestión de tiempo

JA

Y en aquel entonces –dijo el viejo- casi todas las familias de la ciudad tenían un auto.

Mud abrió los ojos con sorpresa casi fingida. Ya había escuchado antes esa historia, pero todavía le costaba trabajo creerla. El abuelo siempre tenía esos remordimientos y había que escucharle. Después continuaría con el cuento de los ríos, las piscinas y las duchas, y seguramente terminaría hablando de ganado y de lo que más parecía extrañar: un buen trozo de carne. Esto último lo describía con tanta vehemencia que Mud sentía un poco de pena por no poder conseguirle algo siquiera parecido.

- Y para que más te guste, ese auto rodaba prácticamente con una persona al interior.

- ¿Acaso no conocían los pronósticos?

- Sí que los conocíamos. Desde principios de siglo hubo señales. Pero estábamos demasiado ocupados. Crecimiento, demandaban algunos. El mercado, justificaban otros. Hubo voces críticas que advertían de los riesgos, pero fueron silenciadas, compradas o ridiculizadas. Creo que en el fondo todos sospechábamos que se nos estaba pasando la mano, pero era tan fácil dar rienda suelta a nuestras manías… todos queríamos vivir cómodamente, coleccionar algo, hasta que el ritmo de consumo se volvió insostenible. Lo mismo que pasó con la energía pasó con el agua y los alimentos. Además, siempre tuvimos una confianza ciega en la ciencia, pensamos que todo podía arreglarse con un poco de esfuerzo cuando fuera necesario. Incluso cuando se supo lo asteroide, muchos pensaron que la libraríamos. ¿Por cierto, conoces las últimas noticias de la misión?

- No hay grandes cambios. Lo más que pudieron hacer los gringos fue enviarlo a la mitad del Atlántico. ¿Qué piensas hacer ese día?

- Nada en particular. Me asomaré por la ventana para verlo de cerca y un poco antes del impacto me iré al sótano a esperar el final. No tengo ninguna intención de resistir. Es inútil, los locos que están haciendo hoyos en el suelo y juntando provisiones solo prolongarán lo inevitable.

- Sin embargo, el cambio de actitud que se dio desde el anuncio del asteroide fue espectacular - , dijo Mud, tratando de reconfortar al viejo.

- Si, claro. Siempre pensé que no estábamos tan podridos. Pero ahora es demasiado tarde.

- Si necesitas alguna provisión para estos días, puedo conseguirte algo.

- Al contrario. Voy a darte algunas cosas. Alcancé a juntar latas que no necesitaré. Como no salgo mis vecinos piensan que ya me quebré y ni se molestan en llamar, así que no pienso ofrecérselas. Algún provecho podrás sacar de ellas, pero ten cuidado en disimularlas. Hay gente que mataría por ellas…

- No sé si pueda venir otra vez antes de… la organización del refugio se está volviendo muy demandante…

- Te digo que no te preocupes por mí. Estaré bien por varias semanas. Eres tú quien tendrá que cuidarse de los otros. Por el momento la inconsciencia les hace albergar cierta esperanza, pero deja que pase algún tiempo y comience la verdadera escasez, el frío. Entonces los canallas aparecerán. Verás lo peor del hombre y llegarás al mismo punto donde me encuentro yo ahora.

- Todo es cuestión de tiempo – dijo Mud acercándose a la puerta.

- Ten siempre a la mano el revólver de tu padre, de ahora en adelante él es tu mejor amigo.


domingo, febrero 25, 2007

Vocación

Cesare Pavese

Recuerdo cuantas amapolas se veían desde la ventana en el campo, y aquellas no las había soñado ciertamente. Colores tan vivos no se sueñan y después he observado siempre que de un sueño no se recuerdan los detalles inútiles. Pero esas amapolas no servían para nada y aparecían sobre el montículo, dentro de la ventana, como una cosa verdadera. Es más, recuerdo que pensaba: "Si todo esto fuera un sueño, aparecería alguien en medio de las amapolas, ocurriría algo, porque todo en los sueños tiene un significado." En cambio, de tanto en tanto, cuando lograba espiar fuera de la ventana, comprendía que nada podía ocurrir allí y encontraba, justamente en la hierba y en las cosas un sentido inquebrantable de fe. Era eso, más bien, lo que me hacía sonreír.

Este sentido de fe es para mí sumamente familiar, y me posee cada vez que desde un lugar cerrado doy una ojeada al cielo, a las plantas, al aire. Es como si por un momento hubiera dudado de la existencia de las cosas y aquella mirada me tranquilizase. Un vacío mayormente banal. Como quizá la costumbre consiguiente, de buscar el encierro para gozar el momento de liberación cuando saco fuera la nariz. De aquí nace que soy un gran frecuentador de cafés y de hosterías, y me gusta sentarme en los rincones en penumbra, bajo las ventanas.

Pero no tengo la costumbre de embriagarme, y mucho menos de dormirme sobre las mesas. De cualquier manera, en aquellos tiempos todas mis costumbres habían saltado por el aire y ciertas veces me encontraba a hora avanzada de la noche en cualquier camino de los suburbios, y caminaba todavía, decidido a alcanzar el alba en pie. Me iba con toda suerte de pretextos, y de preferencia a parajes a trasmano. Ciertas horas del día las sorbía intranquilo sobre este o aquel rincón. Volviendo a pensarlo hoy, es extraño que tanta inquietud que en suma quería decir que ya no sabía vivir solo –y en efecto, parte del día y de la noche ya no vivía solo– me haya quedado en mente como una manía de soledad, como una saciedad, casi como una náusea de la única presencia que entonces buscaba. Pero así sucede, dicen. Para no extenderme, estaba enamorado; y disfrutaba como podía mi amor. De aquella casa salía de noche, en medio de la mañana, a mitad de la tarde, en las horas más absurdas, saciado y contento, y andaba, mientras me daban las piernas, por toda suerte de caminos, inquieto por el próximo encuentro, algunas veces adormilado y algunas veces fresco y curioso. Dormía a toda hora, y a cada despertar me parecía que era de mañana: así para mí todo el día era una larga mañana. Los cafés y las hosterías eran como las etapas de un viaje que no terminaba nunca.

Aquella vez de las amapolas estaba sentado frente a una mesa grande bajo la ventana, apoyado sobre el codo, y sabía que afuera estaba el campo pero por indolencia no miraba. Tenía todavía en los ojos la somnolencia del gran sol padecido, y un zumbido hecho de moscas y de fatiga colmaba la penumbra. No se oía otra cosa, porque la habitación estaba desierta, y desierta parecía toda la hostería, ni, que yo sepa, me había movido para ordenar algo. Quizá disfrutaba del olvido en que todos me dejaban, ni sé cómo de la entrada había pasado a aquella habitación apartada. Si es que había una entrada. Recuerdo que aguzaba el oído esperando el lejano estrépito del tranvía, y fue la ausencia de este rumor lo que me dio inmediatamente una ligera sensación de desfallecimiento y una sospecha –la primera–de que, si no oía nada, era porque no debía y que quizá a mi alrededor algo había comenzado que iba a terminar quién sabe cómo.

Pero justamente esa sensación, que debería suponer un estado de vigilia, se mezclaba a una absurda confianza –realmente una tranquilidad– de que nada podía sucederme porque quien estaba sentado del otro lado de la mesa era un amigo.

Este no es el punto. Nada había ocurrido desde que, sabiéndome solo en aquella habitación de hostería, no me había movido para llamar a los dueños y, es más, había tratado de poblar el silencio con el rumor de un tranvía lejano, y he aquí que ahora razonaba aceptando tranquilamente la presencia de un extraño y hasta sabía quién era él. Es decir, no quién fuese, sino todavía algo más: sus disposiciones con respecto a mí, sus gestos habituales, su modo de callar y de mirarme. Creo que no miré ni siquiera con curiosidad a mi vecino; porque no somos curiosos de quien se presenta con la misma indefectibilidad con que otro yo aparece en el espejo. No era esa mi inquietud: la compañía era aceptada con toda naturalidad, me ponía más bien alegre. Nada de parecido, por ejemplo, con el ansia que me invadía a veces en aquellos días si me turbaba ante aquella que estaba tendida siempre a mi lado y me preguntaba por un momento quién era realmente para mí. Repito, mi compañero no me inquietaba: había entre nosotros una confianza hecha como de una inmensa y vaga masa de recuerdos, para mí impenetrable en aquel momento, sin embargo existente y común.

Está bien, decía, estar aquí con él; pero en estas cosas no es necesario razonar demasiado, ni creer que, si los tranvías no se oyen, debe haber por fuerza un significado. Quizá los he oído sin hacerles caso.

De una vez por todas debo decir que, desde niño, despertándome después de un sueño no he sabido nunca resignarme a olvidarlo sin más, sino que he vuelto siempre a pensar en él tratando de aferrar su secreto. No es nada fácil. Pero una cosa al menos he puesto en claro: un sueño no se desarrolla como un hecho que ocurre, sino como un hecho que es narrado. Por ejemplo: usted corriendo en sueño pierde un zapato. Cree que es por casualidad, pero no es así. Después de extrañas aventuras que le han hecho olvidar completamente su pie descalzo, sucede que en el centro de una rica mesa dispuesta a la cual se acerca con aliento contenido ve su zapato, sin los cordones, que no es necesario en absoluto chupar. El operador que le proyecta el sueño –usted mismo, dirá– le había hecho perder el zapato, lo había tenido en ascuas como un narrador hace con un buen tema, y he aquí que se lo presenta cuando usted ya no piensa en ello. Por mera vocación, con el andar de los años me he obsesionado tanto con esta búsqueda, que me ocurre no raramente ahora acompañar un sueño con la continua preocupación de cómo está hecho, y con una extenuante atención a sus mínimos detalles en la tentativa de adivinar qué significado irán ellos a asumir más adelante. Además siempre espero –y temo– sorprender al operador en un error.

Todo esto –admitiendo siempre que en aquella tarde yo soñaba– podría explicar cualquier cosa. Por ejemplo, mi excitación a propósito del silencio del tranvía. Cualquiera sea la razón de ese silencio, decía, es tonto preocuparse por ello. Lo que ocurre es mucho más importante. Si realmente ha comenzado algo, habrá que soñar primero hasta el fondo, después se verá.

Pero estaba la ventana. Y dentro de la ventana, en la hierba pálida de la tarde, las amapolas escarlatas, que no tenían nada que ver conmigo o con mi excitación, y sin embargo me interesaban mucho por ser tan vivas de color y tan absurdas. Para ellas, que los tranvías no anduviesen no quería decir nada; salpicaban aquel montículo del prado como fantasmas ligeros, balanceándose apenas; y recuerdo que las miré a hurtadillas porque comprendía que en aquel momento su mundo era otro y que yo era el único en saber que estaban allí.

Mi vecino callaba. Había entre nosotros como un entendimiento para no hacernos sentir fuera de la habitación cerrada, porque en ese caso uno de nosotros dos hubiera debido desaparecer. Eso lo sabíamos muy bien. Como, asimismo, yo sabía que, aunque se me pareciese de hombros, de manos, de expresión, él era algo así como un obrero, como que el saco lo tenía embutido haciendo rollo en la correa de los pantalones, y apoyaba un codo desnudo sobre la mesa y el puño en la mandíbula, mirándome encorvado.

Sonreí meditabundo, sin apartar los ojos de los nudillos de aquel puño que tenían un gran relieve porque eran negros y fuertes y porque a ellos estaba ligado, no sé cómo, aquel sentimiento mío de confianza y de pasada intimidad. He aquí que comenzaba a preguntarme el porqué de mi sensación y a tratar de superar la muralla de tantos misteriosos recuerdos comunes. Me conozco bien y estoy seguro de que si no hubiera tenido ya desde hacía tiempo una prueba tangible de cordialidad en aquellos ojos, hubiera estado inquieto o, por lo menos, avergonzado. Que el muchacho –de quien ahora sabía también el nombre, Masino– estuviese él en cambio avergonzado, no era una idea que coincidiese con mi temperamento. En ninguna circunstancia de la vida pienso nunca que quien se me pone delante puede temer algo de mí, mientras que la experiencia me enseña sin embargo que ese es el caso más frecuente. De cualquier manera, comenzaba a comprender, o quizá a imaginarme, de qué estaba hecha mi confianza. Nosotros teníamos que haber hablado ya, poco antes. En efecto, como conocía su nombre conocía también el timbre de su voz; sabía hasta que masticaba las palabras italianas con una pronunciación fatigosa y lenta; que se expresaba en italiano como quien tiene una familiaridad con el dialecto pero quiere adecuarse al interlocutor.

–Veamos la otra mano –dije de improviso.

Sin cambiar de posición Masino me tendió el brazo libre, apoyando sobre la mesa el codo y el dorso del puño cerrado, y no cambió de expresión, como si me propusiese un juego o una adivinanza. Yo alargué ávidamente las manos y le tomé los dedos tratando de abrirle el puño a la fuerza. Recuerdo que hasta llegué a alzarme de la silla. Masino con el otro puño siempre apoyado bajo la cara, no cedió. Entonces hice como si la cosa no tuviera importancia y lo miré con desenvoltura. Masino sonrió contra los nudillos de la mano.

–¿Hay necesidad justamente de jugar? –dije.

Masino abrió el puño. La palma era magra y oscura, y las yemas de los dedos estaban encallecidas. La miré apenas, y me preguntaba en cambio el porqué de aquella lucha y si me iba a avergonzar de ella por mucho tiempo.

–¿Estás contento de no pensar más en ello? –dijo Masino con una voz vacilante.

–Puede ser que piense todavía y mucho –respondí–. ¿Por qué no debería pensar? Las humillaciones me quedan impresas más que las satisfacciones. Soy como un niño.

–Si me escuchas, no piensas más –dijo Masino–. Hay tan poco tiempo. Y tú debes apurarte a recoger todas las satisfacciones que puedas, porque en el momento que te despiertas se terminó.

Yo miraba la mesa y barbotaba para mis adentros, como hago a menudo cuando estoy solo. Y, como ocurre, me conmovía de manera extraordinaria y no alzaba ya los ojos y me sentía vacío y desesperado, tanto que me corrían las lágrimas como si fuese sangre, y decía: "Esta es mi sangre que se va. Estas cosas hay que hacerlas solo, bufón." Pero sabía que más me humillaba y más pronto iba a volver a flote, y de repente dije:

–Basta. No era nada. Yo no tengo que ver.

–¿Entonces –dijo Masino, que no se había movido– estás convencido?

–No –respondí secamente–. Tú no haces cumplidos conmigo, y yo tampoco.

Hablaba con el terror de exagerar, pero no podía contenerme. Hablaba como se echa una piedra a un pozo, siguiendo el ruido de la caída con el frío del agua en los huesos, pero sin osar asomarse. Masino podía llegar a cambiar de expresión y volverse mi enemigo. Con el rabillo del ojo vigilaba la ventana y esperaba que el torso de alguien la colmase. Pero sabía que afuera no había nadie.

Cuando volví a mirar a Masino me había puesto a sonreír como él antes, con la mano contra la boca.

–¿Tengo razón? –dije.

Masino me hizo con los ojos seña de continuar.

–Siempre he sido un desgraciado –dije–. Pero más que un desgraciado, un niño. Ciertas noches me disgusta ir a dormir, porque me parece tiempo perdido. Quisiera estar siempre despierto, dispuesto a respirar y a ver. Ver, ver siempre: me bastaría. Para mí es un placer de volverse loco salir fuera de casa y mirar el tiempo, la gente que anda, sentir el olor. Además es bello pensarlo. Hay humillaciones, sí, pero paciencia.

–Despertarse verdaderamente es otra cosa –dijo Masino, con voz dura.

–Deja hablar. Espera para decirme eso, que pienso día y noche. Será sólo una humillación. La más grande de todas. Pero se la podrá contar.

Siguió un momento que, todavía hoy, no sé relacionar con el resto. Me pareció que hacía una mueca, que volvía a desanimarme, pero que cada tanto alzaba la cabeza y echaba a Masino una mirada furtiva. Masino me escuchaba tan seriamente que la ventana parecía que no existiese. Yo en cambio la veía de refilón, eso me daba un secreto sentimiento de superioridad. Cuidando de no hacerme notar, tenía a raya sus ojos para que no mirase afuera como yo, y entre tanto pensaba, pensaba. Masino se había sacado la mano del mentón y estaba inclinado con los brazos cruzados sobre la mesa.

–Se la puede contar –prosiguió–. He contado otras. Si tú quieres, te la cuento, ahora mismo. No hago otra cosa día y noche.

Los dos nos mirábamos sonriendo, y estábamos inclinados sobre la mesa como dos jugadores. Yo ya no sentía en mí la irritación. Estaba aturdido. Los dos queríamos hablar.

–Yo lo probé una vez –dijo Masino–. Pero no soy capaz. Hay que saber el porqué de las cosas.

–Prueba ahora –rogué.

Entonces Masino torció los hombros e hizo una mueca.

–Lo que yo sé es verdad –dijo–. No puedo. Son pobre gente que vendrían todos aquí y no nos dejarían hablar. Hay muchachas también. –Masino reía despacio, y abría y cerraba nerviosamente los dedos sobre la mesa–. Hay que pensar en ello y comprender el porqué. Una cosa se hace, pero contarla es distinto.

–Es verdad –dije–. Nadie me ha contado nunca lo que yo hago. Es imposible.

Nos vino a ambos la misma idea. Se la leí en los ojos. Él me miraba con la cabeza gacha.

–Hay que ser dos –dije–. Como para hacer el amor.

Pero justamente mientras hablaba sentía que estaba en el vacío. No era esto lo que Masino esperaba de mí. Él pensaba en otra cosa.

–Es más bello aún –continuó–. Como venir al mundo otra vez.

Vi la frente de Masino vuelta hacia la ventana y volví a sentir aquel viejo sobresalto.

–¿No te has despertado nunca verdaderamente? –me preguntó en voz baja.

Yo tenía en los ojos la luz de aquellas amapolas y las miraba intensamente dentro de mí, como si éste fuera el único modo de absorberlas del todo y esconderlas. Casi gritaba del ansia. Mi vida estaba ligada a aquellas amapolas.

–¿Qué te importa? –dije enfurecido–. No tengo miedo de despertarme. Lo pienso día y noche.

Masino dijo, siempre vuelto hacia la ventana:

–No sirve pensar en ello. Despertarse es peor que tener miedo. Desde ese momento no puedes hacer más nada.

–Lo sé –dijo lentamente–. Justo ahora Masino había dejado las amapolas y se había puesto de nuevo a mirar la mesa. Me pesaba el corazón, porque comprendía que nada habría ocurrido; que lo que podía, ya había sido; que estaba todo contenido en aquella habitación y en aquella ventana. Oía cómo el estruendo del silencio en la penumbra y algo en el fondo del cerebro me susurraba: "No importa, no importa."

Miraba a Masino con piedad, casi con pena, y no quería hacerme percibir. Ahora todo lo de él me colmaba de piedad, y experimentaba aquel sentimiento invencible que nos da la piedad de nosotros mismos, cuando instintivamente nos dejamos ir, y se lloraría si no fuese un sordo rencor que se siente contra uno. Le miraba las manos duras y tristes sobre la mesa.

–¿No quieres saber nada, Masino? –le pregunté al rato.

–No, nada –respondió su voz alejándose, como si estuviera del otro lado de la pared.

Yo permanecí no sé cuánto tiempo sentado en aquel lugar, con la sien apoyada en el postigo de madera, desde donde sin moverme había visto antes las amapolas. Sabía que se hacía de noche, pero estaba bien y no me movía.

Cuando me llegó el estrépito del tranvía me recobré, y sin embargo tenía una vaga conciencia de sentirlo ya desde hacía tiempo. La penumbra que colmaba también la ventana no podía haber escondido aún el prado, pero no pensaba ya en ello en ese momento, y no miré. Veía en cambio al fondo de la habitación una puertita entrecerrada que daba al exterior e, ignorando desde cuánto tiempo hacía que estaba allí, me inquietó que entrasen los dueños y se quejaran de mi permanencia clandestina. No era solamente inquietud, era terror. Enfilé hacia la puertita y, después de un trecho de prado recorrido con el corazón en la boca, me escabullí detrás de una fábrica.

Traducción de Rodolfo Alonso

Pesadilla

Felipe Garrido

¿Qué caminos seguirá mi memoria para olvidar? No quiero volver a dormir. No quiero volver a soñar. No quiero volver al auto. Mi marido va con náuseas en el avión porque vio la sangre de los niños muertos. Todo es de un intenso color blanco, como mi vestido de novia. Pero no estoy en Acapulco, no estoy en el auto, no estoy en el avión. Estoy en una cárcel por un crimen que no cometí, y la madre de los niños muertos me agradece que los haya matado, me dice que sus otros hijos ya no morirán de hambre. Ahora soy una niña con un auto de juguete que me compró mi tía Claudina, es decir mi prima, es decir mi hermana, es decir mi madre. No quiero dormir. Camino y todos me miran. Miran mi piel sangrante, mis piernas laceradas, es decir las piernas de los niños muertos, la piel de los niños muertos. Sé que ya casi amanece, pero sigo soñando, voy en el avión, no, voy en el auto, voy con los niños muertos que se ríen de mí. Llevo las manos llenas de monedas.

viernes, febrero 23, 2007

El drama del desencantado

Gabriel García Márquez

...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

miércoles, febrero 21, 2007

Los dos reyes y los dos laberintos

Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mando a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día.

Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed.

La gloria sea con aquel que no muere.

domingo, febrero 18, 2007

Otro sueño

Joaquín Marof

Soñé que sobre un país lejano veía tendida la figura del Dictador. Que este Dictador era un anciano atormentado que recorría con su pesadilla el desierto de San Pedro de Atacama, las montañas andinas que rodean el Acongagua, la piel de litoral refugiado en las aguas frías y en las rocas, las mismas en las que Neruda simuló conocer una cebolla. Soñé que el Dictador sería llamado a juicio, que su rostro de militar implacable por fin sería retratado con su número y ficha de indiciado, que en el ocaso de su vida de milico enojado, una realidad mutilada y oscurecida por su mano de cortaplumas por fin le arrancaría un símbolo de mortalidad, un pestañeo de desesperación que le arruinaría el final feliz de su muerte embellecida por el olvido. Soñé que Augusto viajaba en un tren a oscuras, rodeado por las sonrisas de todos los muertos que bailaron con él.

Soñé que leía a Enrique Lihn y que lo veía escribir –en su libreta de notas y con una tinta verde que se parecía a las algas marinas– otro sueño, otra vida, otra pesadilla que por casualidad llevaba también el nombre de su país.

Soñé que yo era un mexicano anciano y carcomido por la arena y el desierto de Atacama y que los animales y peces que traía en mi memoria de trópico citadino se iban desintegrando al ritmo de las tormentas de arena, que también desaparecían las calles y los edificios de Ciudad de México, sus fulgores de ciudad derrotada, que con el viento se iban las palabras de esa zona muda que parpadea en el sueño.

Soñé que el mundo se despeñaba por el callejón lunar de un país que se llamaba Chile, que sus poetas y sus memoriosos se encontraban también en otro sueño que tenía las marcas alegres de la foto del Dictador en traje de preso, que desde el sueño de república fallida se iban convirtiendo en piedras de aire y en caballos de agua.

Soñé que la punta de todo lo soñado se mojaba los pies en la bahía de Totoralillo.

domingo, febrero 11, 2007

Hay que ser realmente idiota para...

Julio Cortázar

Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.

Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla.

Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.

Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas.

Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes.

Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau.

Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio.

Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.