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domingo, agosto 16, 2009

El olvido del cuerpo

Rafael Pérez Gay

Uno de los capítulos de la vida me llevó al fondo de la avenida Constituyentes. El coche avanzaba desde la parte más baja de la calle, en Chapultepec, entre una nube de humos corrosivos.

Después de 50 minutos perdidos en el delirio del tránsito de camiones que emiten gases mortíferos, en lo más alto del camino el paisaje miserable de casuchas desaparece y se convierte en un enjambre de edificios que se elevan hacia la nada. La altura siempre aspira al vacío. A esta extraña ciudad la llaman Santa Fe. Algunos urbanistas creen que aquí se ha construido un conjunto arquitectónico moderno. Allá ellos.

Si no llegamos a las 8 de la mañana en punto perdemos nuestro lugar en el Hospital ABC donde tengo una cita para la realización de un estudio médico. Desayuné un Tafil, de los azules. La ansiedad es mi enemiga. Decido que mi situación es parecida a la de las víctimas del tifón de Taiwán. Es verdad, el ABC de Santa Fe no parece un hospital sino un hotel de lujo, lo cual vuelve las cosas más difíciles pues aquí nada es lo que parece. Esto nos va a salir como lumbre, nos van a cobrar hasta el aire que respiramos. Si no tuviera un seguro de gastos médicos, desde luego no estaría aquí. En la oficina de admisión firmé tres documentos en los que acepté que moriría. Primero que nada la anestesia, el estudio requiere de una sedación profunda. Me queda firmar o entrar con el encargado de la oficina en una discusión acre sobre el sistema de salud en México. Firmo. Luego autorizo a los médicos a que, si fuera necesario, usen sangre de otro ser humano en mi torrente. Firmo, no voy a entrar en polémicas chicharrinas. En el tercer documento acepto que nadie se hará responsable por complicaciones ajenas al procedimiento. Esta vaguedad exime al hospital de todo compromiso con el paciente. Me dan ganas de armar la de Dios es padre, pero el Tafil me mantiene quieto, en la mansedumbre. A partir de este momento estoy en manos de los médicos y del azar.

En un cubículo, pequeño cuarto de preparación para pasar al quirófano, me desvisto y pongo la humillante bata blanca como la que hizo famoso a Jack Nicholson en Alguien tiene que ceder.
Me acuesto en un camastro a esperar mientras mi mujer llena más papeles. Le piden la historia de la familia, sus enfermedades, sus sueños y todo lo demás.

Una enfermera entra al cuarto: —Le voy a tomar la presión. ¿Tomó esta mañana alguna medicina? —empieza el interrogatorio. Las enfermeras creen que los pacientes somos sordos y estúpidos. —Tafil —le respondo. —¿Para qué? —me grita. — Para ponerme activo y muy despierto.

Desde luego, no entendió mi humor de hospital. Yo por mí le ponía un gargajo en la frente como un disparo, pero un afanador me lleva en la cama rodante hasta el quirófano, salón de máquinas incomprensibles y, supongo, de avanzada tecnología, repleto de televisiones. No sé porqué recuerdo una frase que André Gide, ateo de raza, decía de Paul Claudel, que era muy religioso: “Claudel cree que se irá al cielo en una cama-coche”. Mientras me paso a la plancha les pregunto para bajarme un poco el miedo que se me ha subido a la cabeza:—¿Aquí ven el futbol? —Vemos otros partidos y otros juegos, no tan divertidos —me dice el médico a cargo del estudio, me cae bien.

Estoy acostado boca arriba. Frente a mí hay máquinas y botones, como si fuera en una nave, un transbordador a la luna. Se inician los trabajos antes de la anestesia que va a llevarme a la provincia de la inconciencia. Aguja en las venas para poner la venoclisis. En esa manguera van a poner suero y un narcótico. Ventosas para vigilar los signos vitales durante el procedimiento, así llaman al estudio que dura treinta, cuarenta minutos en llevarse a cabo.

Antes de internarme en la penumbra, como en un sueño absurdo, hablo con la anestesióloga sobre el escritor israelí Amos Oz y más precisamente del libro Una historia de amor y oscuridad. Hablamos de los distintos episodios de esa novela extraordinaria, del suicidio de la madre de Oz, del padre. Tinieblas.

Regreso del sueño lentamente. Tengo en la cara una mascarilla de la que se desprende oxígeno. No recuerdo dónde leí esta frase: la salud es el olvido del cuerpo. Pienso que escribiré para el domingo un artículo sobre los cuarenta años de Woodstock. Como verán, me desvié un poco.

lunes, agosto 10, 2009

Diga un comando

Rafael Pérez Gay

Esta breve historia empieza el día en que me dijeron que tenía en las manos el aparato más desarrollado de la telefonía celular. Un golpe de vanidad se me subió a la cabeza, a veces hay un vendedor estúpido que nos habla al oído, no hay que buscarlo muy lejos, está dentro de nosotros:

Eso quería yo, lo más avanzado. Si Obama había logrado remontar las desventajas políticas y ganar las elecciones con ese teléfono, yo podría obtener cosas más modestas pero no por eso menos importantes para mi vida.

El mensajero que me entregó el teléfono inteligente me ordenó ir a un centro autorizado para clientes (no tengo la culpa, así los llaman). No fue buena idea, el empleado y yo casi acabamos a bofetadas. Un joven con gel en un nido de pelo que, van a perdonar, no habría necesitado pegamento para erizar púas hacia el aire contaminado de la Zona Rosa, quiso regañarme por mi nueva adquisición. Que si sabía yo la clase de teléfono que había adquirido, que si lo sabía manejar, que por qué me compraba yo esa joya inmerecida. Embustes para ocultar su ignorancia.

Si Obama hubiera encontrado durante la campaña a este empleado, no gana las elecciones. Yo perseguía una ilusión modesta: que diera de alta los correos electrónicos, la televisión, el 3G para estar conectado siempre a internet, el servicio de mensajes, en fin, también quería lo que todos alguna vez hemos soñado en la vida: que las cosas resulten rápido y bien.

El empleado me confesó que prefería llamar por teléfono a los técnicos: este modelo es muy nuevo. Me alarmé. ¿Alguna o alguno de ustedes ha intentado comunicarse al asterisco 611 para consultar alguna cosa referente a su teléfono móvil? Les aseguro que acabarán en el manicomio. Quise serenarme y me pregunté qué habría hecho Obama ante una situación crítica como ésta. Negociar, grillar y desarmar al enemigo. Así lo intenté, sin éxito. Tardamos 30 minutos, no exagero, en comunicarnos al maldito asterisco 611:

—Compañero, Luis, de aquí, del centro de clientes de Londres y Florencia. Una Blackberry Storm. Conexiones, sí. ¿Cómo? ¿Cuál palanquita? No, éste no trae palanquita. A ver: sí, ya la vi. Es que la pantalla de éste es muy sensible. Sí, ya le piqué.

Tuve toda la paciencia que Obama acopió durante las duras campañas políticas a las que sometió a su teléfono celular. Perdí una tarde completa, como si me sobrara tiempo, pero al final salí del centro autorizado para clientes con mi poderoso móvil en plenitud de facultades. En el coche, mientras iba al volante, el teléfono me habló:

—Diga un comando.

Carajo, ¿qué hago? ¿Un comando? Era una voz andrógina, un poco hombre, otro tanto mujer. Preferí esconderme del teléfono y no constatarle, pero insistía:

—Diga un comando.

No le respondí. En la casa me inicié en los misterios del aparato más desarrollado de la telefonía celular. Cuando se inventaron los celulares desapareció el arte de la soledad. Nadie ha vuelto a estar a solas desde ese día.

Si se entendieran, los manuales de instrucción serían materia suficiente para que cualquier aparato eléctrico funcionara sin torturas. Por desgracia los instructivos han sido redactados por seres que odian la sintaxis e idiotas que traducen de idiomas que desconocen. Esos estúpidos que ocupan un escritorio en algún lugar del mundo entorpecieron mi conocimiento de la Blackberry Storm. Me encerré con la máquina y tuvimos una lucha a brazo partido.

Es cierto que le he dedicado tiempo a mi teléfono inteligente, pero se ha exagerado la nota. Mandé correos estúpidos a los amigos, navegué sin rumbo por sitios inútiles, vi tres minutos de televisión abierta, un asco por cierto, trabajé con disciplina en la agenda, tomé fotos que no necesitaba, averigüé cómo se programa la música. Me sentí feliz. Muchas veces el hombre se conforma con poca monta.

En eso estaba la noche tempestuosa en que el aparato enmudeció. Un muerto, un cadáver en la mesa de noche. Hice un escándalo en la casa. Asterisco 611 de nuevo, un calvario. Después de un rollazo, el aparato más desarrollado de la telefonía celular volvió a la vida, pero unos días más tarde, el smartphone se tiró al suelo. No soy tonto. Guardé la inconciencia del teléfono como un secreto de Estado. Regresó del letargo, pero le he perdido la confianza. Mi mujer afirma que el teléfono será causal de divorcio. No me importa, a mí nadie me amenaza. Me está hablando el móvil: —Búsqueda sin resultados.

No nos engañemos, el smartphone tiene razón. ¿Qué haría Obama en una situación semejante?

domingo, julio 05, 2009

Tan triste como Onetti

Rafael Pérez Gay

Durante una entrevista para la televisión francesa, Juan Carlos Onetti fumaba sin pausa, interponía largos silencios antes de responder con frase breves, como tiradas al piso y mostraba su incomodidad ante la cámara. El entrevistador miraba el único diente que le quedaba a Onetti en la boca. Entonces el escritor le explicó: “En otro tiempo tuve una magnífica dentadura, pero se la regalé a Mario Vargas Llosa”.

Contada precisamente por Vargas Llosa en su libro El viaje a la ficción (Alfaguara, 2008), un magnífico ensayo sobre la obra y la vida de Onetti, la anécdota concentra en su ironía pesimista la imagen que quiso transmitir de sí mismo el escritor uruguayo: un creador desinteresado por sus libros una vez que se publicaban, un ser dominado por la inseguridad, un hombre tendido en una cama fumando y tomando whisky, alguien decidido a expulsar de su vida todas la poses literarias. Pero al mismo tiempo, aquella frase dicha frente a la cámara mostraba a ese escritor capaz de fijar en el papel y en unos cuantos trazos geniales toda la profundidad de la condición humana. Años atrás había escrito esto: “Es que mi imagen avanza, desde hace tiempo, separada de mí. Claro está que no reniego de mi cara; y los lazos sanguíneos y legales que nos unen me obligarán siempre a salir en su defensa, con justicia o no (…). En cuanto a mí, hace muchos años que aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión”. Detrás de estas frases rotundas se encuentra una leyenda extraordinaria y una obra enorme, central en las letras iberoamericanas.

Onetti pertenece al raro linaje de los escritores capaces de sumar entre sus libros varias obras maestras. No voy a referirme de momento a su poderoso conjunto novelístico, aunque es muy probable que La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964) sean piezas superiores de la novela latinoamericana. Tan despreciados hoy en día por los editores que arguyen bajas ventas, los cuentos de Onetti alcanzaron la perfección y un gran público. Pongo aquí una quintilla de ases: Un sueño realizado, Bienvenido Bob, Esbjer en la costa, La novia robada, El infierno tan temido. Vargas Llosa afirma que Onetti fue un cuentista soberbio, a la altura de Borges, Rulfo, Fitzgerald, Faulkner, Hemingway. ¿Qué es un cuento perfecto? Quizá un mundo revelado con todos sus enigmas y puesto en unas cuántas páginas. Los relatos de Onetti ocurren en esa zona verdadera que sólo tienen los sueños. Solamente en el clima onírico podemos asomarnos a los abismos que nos habitan, a las sombras que nos acechan y a la fuerza con que podemos hacerle daño incluso a lo que amamos. Éste es el secreto último de ese puñado de cuentos.

Quizás no exagere si digo que en las novelas y los relatos de Onetti he aprendido más de la vida que de la vida misma. Aprendí que el mal siempre está cerca, que la desdicha es inherente a la existencia, que la crueldad es mucho más común de lo que suponemos, que el amor a veces nos salva en la oscuridad, que la sombra del fracaso nunca nos abandonará, que la edad nunca nos hará mejores, ni más sabios, ni más buenos. Desde luego, no faltaba en este aprendizaje de juventud una pose esnob, una justificación que me permitiera ser tan triste como Onetti y su maestro Faulkner. Aún así, cada uno de sus nuevos libros construía para mí una nueva parábola de esos asuntos. Así leí también el último ciclo de su obra: Dejemos hablar al viento (1979), Cuando entonces (1987), Cuando ya no importe (1993).

Mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que hace muchos libros cambió la forma de enfrentar el acto de la escritura. Esa forma y ese acto se han perdido entre la ansiedad de los premios literarios, la necesidad de los contratos y los adelantos, la dictadura del mercado, la fatuidad de la vida literaria, la búsqueda de las ventas, cueste lo que cueste. Bajo la firma de Periquito el Aguador, Onetti escribió en la revista Marcha una serie de artículos semanales que caían como una piedra en el charco de la vida cultural uruguaya. En uno de ellos escribió lo siguiente: “Cuando un escritor es algo más que un simple aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del Arte, con mayúsculas, podrá verse obligado por la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber que cumplir consigo mismo, ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia”.

Me había olvidado de escribir que el primero de julio se cumplieron 100 años del nacimiento de Onetti, 1909, y que murió a los 85 años, en 1994.

domingo, mayo 31, 2009

Cortázar inesperado

Rafael Pérez Gay

Leyendo Papeles inesperados (Alfaguara, 2009), de Julio Cortázar, el libro de textos póstumos que han editado Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, he pensado en la posteridad, esa extraña forma en que el tiempo transforma a las personas y sus obras. La primera pregunta que deja la muerte como una sombra sobre las obras inéditas es la siguiente: ¿tiene sentido reunir y publicar los textos que en su momento un escritor decidió desechar por alguna razón que sólo él podría explicarnos? Que yo sepa, nadie ha regresado de la muerte para exponer esos motivos, por lo tanto nos quedan los hombres y las mujeres que estuvieron cerca del autor y que descubrieron en una cómoda la pila de textos olvidados. Como espíritus, esos editores pareciera que se comunican con el escritor y nos transmiten sus deseos desde el más allá. Cualquier cortazariano me dirá que estoy loco, pero no sé si traer de las tinieblas a Cortázar agregará algo a su obra extraordinaria o servirá solamente para vender miles y miles de libros. ¿Cambiaremos nuestra opinión del autor de El Perseguidor?, ¿mejorará Rayuela leyendo un capítulo separado de la versión final? No. Entonces más bien parece que estamos ante una edición para coleccionistas de esos que son capaces de leer y guardar hasta las notas de la tintorería de su autor favorito.

Me gustaría leer una reseña de Papeles inesperados que cruzara en su lectura los inéditos con los libros que el autor quiso dar a la imprenta y nos dijera si al cabo del tiempo los textos póstumos podrían añadirle valor al libro publicado. Puedo adelantar que en el caso de Historias de cronopios y de famas, sus antiguos lectores no nos perdimos de nada, los textos recuperados vienen desde luego de la mano de Cortázar, pero nada más. Más difícil sería establecer esa misma relación con los textos que quedaron fuera de Un tal Lucas, una de las obras de Cortázar que nunca supe apreciar y que al leer las escenas recuperadas me han gustado tanto que volveré a él. El fragmento de El libro de Manuel es apenas un apunte sin importancia, un libro de Cortázar que, por cierto, no me interesa visitar de nuevo.

Papeles inesperados contiene una serie de autoentrevistas, un banquete sobre Último round, El libro de Manuel, la situación cubana en 1980. También hay poemas. Algunos amigos poetas desestiman la poesía de Cortázar, pero a mí siempre me gustó; algo cotidiano, un tanto descarado, me atrajo siempre en sus líneas inspiradas. La pregunta más importante para los lectores de estos Papeles será si hay en sus páginas un libro de cuentos que Cortázar fue escribiendo a través de los años y poniendo por diversas razones en el cajón hasta que lo sorprendió la muerte.

Hace 25 años murió Cortázar y con este libro entre las manos he recordado, como un fogonazo, el tiempo en que Guillermo Schavelzon encabezaba la editorial Nueva Imagen. Él era su editor en México, y yo el corrector, redactor de las contraportadas, quien proponía las imágenes y al final cuidaba la edición completa. Cuando publicamos Salvo el crepúsculo, Cortázar vino a México y a las oficinas de la editorial. Una mañana, Schavelzon abrió la puerta de mi despacho y detrás de él venía el enorme escritor. Después de las presentaciones del caso, Cortázar me dijo: “Cuando nace uno de nuestros hijos siempre agradecemos al médico que lo haya traído vivo al mundo. De modo que aquí estoy para darte las gracias. Espero que nos veamos en Cocoyoc”. Antes de que se fuera me apresuré a decirle que por desgracia había encontrado cuatro erratas en la flamante edición, les recuerdo que no había computadoras, se capturaba y luego se pegaban las páginas en unos cartones sobre los cuales se corregía. Cortázar respondió: “Un recién nacido sin lunares sería inhumano”.

No sabíamos que unos meses después la muerte vendría a recogerlo, pero yo escribí en un cuaderno esas palabras que ahora desempolvo en honor de aquellos años en que éramos, a nuestros 27, simplemente invulnerables.

domingo, mayo 24, 2009

Prácticas indecibles

Rafael Pérez Gay

Sonó el timbre. No le abro ni a Dios nuestro señor, pensé en el día duro como la piedra en donde había tallado mi alma. Otro timbrazo. Si no abro yo, nadie abre, como si tuviera una familia de sordos. Siempre me arrodillo ante la curiosidad. ¿Quién será? Una mujer desesperada. Las mujeres desesperadas me ponen ansioso. Me contó su contundente historia: soy su vecina y estoy pasando por el momento más difícil de mi vida. Mi hermano tuvo un accidente en la carretera de Querétaro. Ha muerto. No tengo ni para el viaje. Me da pena pedir dinero, pero ¿que haría usted en mi lugar?

Mi primera reacción fue inhumana: después del día que arrastro aparece una mujer desdichada con el hermano hecho puré de tomate en una carretera. Lo que me faltaba. La miré a los ojos para descubrir alguna verdad en su mirada. No encontré ni un carajo de nada. No nos engañemos, nada puede descubrirse en las miradas. Todo es culpa de aquel Principito, el personaje que inventó el piloto Saint-Exupéry con su prosa cursi como un peluche rosa. Pero no nos desviemos, la mujer estaba frente a mí, con lágrimas en los ojos, en espera de una respuesta. Lo cierto es que yo no sabría qué hacer en su lugar, no quiero estar nunca en su lugar. Por este razonamiento que me angustió le di un billete y le puse fin a ese penoso asunto de la carretera, la muerte, la pobreza y el dolor. Me preguntaron en casa que quién había tocado.

Siempre lo mismo, nadie abre, soy el portero y al final tengo que ofrecer un reporte preciso de los hechos. Nadie, le dije a mi mujer: una señora a la que se le murió el hermano. Fue así como me enteré que era la cuarta vez que la mujer mataba al hermano y luego pedía dinero. Podría haberlo enterrado tres veces con la recaudación de sus estafas.

Una gran actriz esta mujer que mata a sus hermanos, pensé para mis adentros. Un fogonazo de la memoria me trajo a Augusto Boal, el famoso dramaturgo brasileño que inventó el Teatro de los Oprimidos y lo promovió por el mundo entero. Lo conocí allá por los remotos años setenta cuando formé parte de un grupo de experimentación teatral. Boal murió hace unos días, pero dejó una herencia cuantiosa: el Teatro Invisible. Según el dramaturgo todos somos actores.

En este momento usted está actuando a un lector o una lectora y yo actúo a un hombre que escribe un artículo. Pero la cosa no termina ahí, el Teatro Invisible tiene que servir a los oprimidos. Los desposeídos deben obtener pequeñas prebendas de esta clase de teatro. Para esto pueden planearse pequeñas expropiaciones basadas en la actuación, o en la mentira: al final la actuación es una mentira que parece real o una realidad que parece mentira, en fin, no vamos ahora a discutir qué es el teatro. Augusto Boal nos enseñó a ser actores invisibles. Yo un día actué la lucha de clases. Me tocó fácil, a un compañero le tocó la plusvalía y a otro más la superestructura y las contradicciones con los modos de producción. A la mujer que me estafó, Boal le habría dado un premio. Este icono del teatro latinoamericano nos organizó para tomar algunos talleres que consistían en sentir los cuerpos, tocarlos. Imagínense lo que quieran. Boal inventó también la heterogenitofobia. Nunca entendí el concepto, pero recuerdo como si fuera ayer que todos decían: Boal es un genio, en él conviven lo mejor de Stanislavski, de Grotowsky, de Meyerhold.

Noche de sábado. He bebido unos tragos de más y reposo, no sé si he tenido alucinaciones. El timbre. De aquí no me levanto ni aunque sea Sigmund Freud. Soy un admirador de Freud, si fuera él sí me pondría en pie. Lo mismo de siempre, nadie abre. Los voy a llevar al Instituto Holandés para la Sordera. Me asomo: señor, soy su vecino de la esquina. Mi hijo arde en calentura.

¿Tendrá usted algún jarabe? Me dice dos nombres. Me alarmo: la influenza llegó a mi calle. Abro el botiquín y sacó dos jarabes. No me pregunten cuáles. Se los entrego al vecino. Cuando me preguntan que quién tocó respondo que nadie. Apago las luces del estudio y espío desde la ventana. El supuesto vecino se bebe a pico de botella los dos jarabes, aborda su coche y se va. Nunca fui un buen alumno de Boal. Qué cosas tan raras están pasando.

domingo, mayo 03, 2009

Escenas del fin del mundo

Rafael Pérez Gay

No voy a citar La peste, de Albert Camus, no me referiré al Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, ni mucho menos al Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Me van a poner pinto y barrido, pero la vida en la ciudad bajo la sombra ominosa de la influenza porcina ofrece cada día que pasa escenas extraordinarias que no estoy dispuesto a dejar de lado así nada más. No la menos impresionante de ellas ocurrió en un puesto de comida callejero, en los famosos Tacos del Richard, una camioneta cuya cajuela hace las funciones de cocina.

La autoridades se habían esmerado en ponerle un cerco sanitario al nuevo virus, pero se sabe que hay pasiones irrefrenables que gobiernan el alma. Yo lo vi: nadie me lo contó. Ante las ollas de comida, por cierto los Tacos del Richard son reputados en la zona en la que vivo como unos de los mejores guisados de América Latina, un hombre pidió uno de maciza con su salsa roja. El Richard lo preparó con sus propias manos, le puso una cucharada de la roja que, dicen los enterados, es brava como un miura y lo puso en el plato de plástico. Aún no se inventa la forma de comerse unos tacos con tapabocas así que el hombre se bajo la tela azul y venga, se empacó de dos mordidas históricas el taco. Acto seguido y de inmediato se volvió a poner el cubrebocas sobre la cara para protegerse de cualquier insalubridad. Casi lo abrazo y lo beso, pero han recomendado evitar el beso y la verdad es que yo cumplo al pie de la letra con las advertencias sanitarias.

Ese mismo día estábamos en la cola del supermercado. No piensen mal. No hicimos compras de pánico. Si empujábamos dos carritos repletos es porque en casa faltaban víveres. Por cierto, en la alacena hay atún como para invitarles tortas a todos los que asistan al día del Juicio Final. Nos encontramos a un conocido que nos arrojó la tufarada sardónica preguntándonos si nos preparábamos para el Apocalipsis. Para nada, le dije, es la compra que hacemos siempre. Sé que no me creyó. En el pasillo de la tienda no hubo hechos que lamentar, salvo el caso de la señora que le quiso arrebatar a un hombre de la tercera edad la última rejilla de huevo. Un empleado moderó el diferendo y les dijo que venían en camino miles de huevos. Mi mujer y yo nos miramos sobre el horizonte azul de nuestro tapabocas y como un rayo puse con gran discreción una mano sobre nuestras rejillas de huevos. La verdad es que podría darle de desayunar huevos con jamón a todo el pabellón de epidemiología del Hospital de Nutrición. Enormes colas para llegar a la caja y yo con mi tapabocas azul de pésima calidad. Envidio el cubreboca aerodinámico como de hocico de perro, siento que el mío terminará contagiándome en lugar de repeler el virus de la influenza. ¿Alguien me puede vender tapabocas como de hocico de perro? Los compro a buen precio.

Pensé que me sentiría bien bajo la protección imputrescible del hogar, pero después de que acomodamos toda la mercancía me sentí muy inquieto. Empecé a segregar miedo. La cifras subían y bajaban como la bolsa de Nueva York. Los sospechosos de influenza subieron, pero bajaron los hospitalizados y de forma mágica, y porque Dios es grande, los muertos se redujeron a solamente siete. Que nadie se alarme, no voy abrir la puerta de esa polémica. Mucho más importante fue el hecho de que tosí un poco y en ese dramático momento sentí que se descubrían en mi cuerpo todos los síntomas de la influenza porcina. Empecé a hiperventilar y me dio una taquicardia que registró el sismógrafo de Tacubaya. Como siempre que puedo, utilicé la poesía: a mi ya me dio esta chingadera. La sugestión mueve montañas.

Quiero poner un anuncio en el Aviso Oportuno de EL UNIVERSAL: compro gel antibacterial con microesferas y ceramidas que elimina gérmenes al instante. Precio a negociar. Ya limpié con alcohol las manijas, los teléfonos, las llaves del agua, el pasamanos, las perillas de la estufa. Alguien acaba de toser dentro de la casa. Voy a investigar.

lunes, abril 13, 2009

El calvario del agua

Rafael Pérez Gay

En el alba del siglo XXI la ciudad de México regresa a sus orígenes, como si en el porvenir le esperara su pasado. El corte total en el suministro del agua durante estos seis días nos recuerda una de las maldiciones de la ciudad: la catástrofe hidráulica. Esa amenaza empezó cuando los aztecas fundaron la ciudad en un islote rodeado de lagos en una cuenca sin salida natural.

A la ciudad de México la domina desde siempre una paradoja: le sobra y le falta agua, se inunda y sufre para abastecer torrentes potables. En Tenochtitlán había 48 ríos. Alexander von Humboldt llamó a ese sistema acuático la Venecia de América. Las aguas de Xochimilco llegaban al centro de la ciudad, en donde se concentraba el comercio pluvial. Con el tiempo las corrientes fueron usadas como basureros. Los lechos se convirtieron en albañales, los despojos arruinaron los afluentes y nadie dedicó sus obras a recuperarlos.

A principios de los 50 se construyó un anillo de circulación sobre los ríos de La Piedad, el Consulado y La Verónica. Le llamaron viaducto Miguel Alemán. Diez años después entubaron los ríos Tacubaya y San Joaquín, luego el Mixcoac y el Churubusco. Algunos optimistas le llamaron a esto urbanización. Cuando los 70 subieron el telón se inauguró el Circuito Interior, 47 kilómetros de drenaje sobre el que circulan millones de coches. Se completaba la obra de piedra, los ríos se habían convertido en canales de asfalto y desagüe, cemento y suciedad.

Quizá los lagos de Xochimilco, Chalco, Texcoco, Xaltocan y Zumpango fueran un paraíso edénico, pero representaban una amenaza permanente entre un sistema de ríos y acequias cuya ambición era el desbordamiento. Las chinampas se anegaban cada vez que caía un chubasco y cuando los volcanes de la era terciaria vertían agua sobre la olla en la que los mexicas fundaron su ciudad. Los problemas con el agua volvían locos a los tlatoanis; en 1416, Moctezuma le ordenó a Nezahualcóyotl que dirigiera nuestra primera obra hidráulica: la construcción de un muro de 16 kilómetros en Iztapalapa. Fue inútil, esa obra no logró evitar las inundaciones.

Si sacar el agua de la ciudad era un calvario, traerla significaba un problema colosal. En 1499, Ahuízotl (que significa perro de agua) decidió traer agua del puerto de Coyoacán. Para realizar su obra magna, el tlatoani asesinó a Tzotzoma, que se negaba a compartir el agua. Antes de morir, el cacique le profetizó a los aztecas enormes calamidades. Días después de la inauguración del acueducto, el agua destruyó la ciudad y tuvieron que construir una nueva ciudad sobre la ciénaga. A esto, los historiadores le llaman ciudad lacustre. La obra hidráulica no era el fuerte de los tlatoanis.

Si los mexicas eran imprudentes, los conquistadores fueron unos necios. Ante el azote de las inundaciones en Nueva España, en 1607 las autoridades decidieron consultar a un cosmógrafo alemán, Heinrich Martin, quien propuso abrir un canal que llevara el agua por Nochistongo y Huehuetoca, una parte al aire libre, otra cerrada.

Se trata del primer desagüe de la ciudad. Los aguaceros de junio de 1629 trasminaron los diques. La inundación duró cinco años, un desastre de epidemias y éxodo. Los frailes y las monjas abandonaron los conventos, las familias emigraron a Puebla. En algún momento se supo que Enrico Martínez, nombre hispanizado del cosmógrafo, cerró el canal para que la fuerza indomable de las aguas no destruyera la obra de su vida. El virrey Cerralvo propuso trasladar la ciudad a Puebla, pero las ciudades no se mudan como se mudan de casa las familias. Y reconstruyeron en el mismo lugar en el que ahora vivimos los capitalinos del Distrito Federal.

La verdad es que tardamos un poco en la construcción del canal: casi 300 años desde que el cosmógrafo desdichado inició las obras en Nochistongo. En 1900, Porfirio Díaz inauguró el Gran Canal del Desagüe, pero el agua nos persigue aún como una condena. El día del estreno, por cierto, el siglo XX subió el telón con un chubasco que inundó la ciudad.

En las fotografías reproducidas en la primera plana de EL UNIVERSAL donde se ven los capitalinos llenando tambos y botes preparándose para la sequía se mueven también los fantasmas ancestrales de la maldición del agua.

domingo, marzo 15, 2009

Memoria extraña

Rafael Pérez Gay

Marcel Proust le llamó a los recuerdos que van de los sentidos a la mente, como un chispazo, memoria involuntaria. De eso trata la famosa escena en la que Swann, el personaje de En busca del tiempo perdido, remoja una magdalena en el té y de inmediato se despeñan en su cabeza recuerdos imposibles de borrar. Cuando Google compró YouTube en mil 650 millones de dólares adquirió una memoria colectiva sin límites. Pongo un ejemplo: busqué en YouTube una época de la vida cotidiana de México. Encontré cosas extraordinarias y descubrí de paso mi escaldada memoria involuntaria.

En la escena de un comercial de la televisión perdido en la bruma del tiempo, el actor Julio Alemán —bueno, es un decir—, todavía sin el castigo del bisoñé sobre su cabeza, vende cocinas integrales acompañado de otra actriz —otro decir—, quizá María Sorté. Alemán elogia los materiales de fabricación de la cocina y dice: la cubierta es sólida como la roca y soporta altas temperatura pues está hecha de melamina de ponderosa. Me fui de espaladas.

La combinación de esas palabras puso frente a mí un mundo que emergió del pasado cuando el locutor añadió: usted puede llevarse este equipo a su casa por el ridículo precio de 450 mil pesos. Así vendemos en K2. Sabremos para siempre cosas que no sabíamos que estaban enquistadas en nuestra memoria. Me disculpo desde ahora: si el lector tiene menos de 40 y tantos, no tiene caso que siga leyendo. Prometo que en mi próxima entrega haré una mención de los Power Rangers.

Ese mundo se caía a pedazos. Empezaban los años 80 y en México las cosas iban de mal en peor. El gobierno lopezportillista había entregado unos jirones de país al de Miguel de la Madrid y éste decretaba una especie de quiebra financiera e iniciaba unas reformas, desde entonces se llamaban estructurales, que al pasar de los años sigo sin entender. El nuevo presidente impulsó el lema de su campaña y su gobierno: renovación moral. No renovó nada y tuvo que dedicarse a administrar el desastre.

Entonces yo no sabía lo que ahora sé: que para los mexicanos de mi edad los periodos de crisis son largos, constantes, y los de estabilidad cortos, muchas veces improbables. Los que habíamos nacido en la segunda mitad de los años 50 no cumplíamos todavía los 25 años y éramos invulnerables.

Me gustaría saber de memoria pasajes de las novelas de Balzac, diálogos completos de Flaubert, pero el recuerdo hace con nosotros lo que le da la gana.

Se abrió en la pantalla una puerta y me senté en una butaca a ver y oír este espectáculo: Yo no uso Selsum Shampoo, porque no tengo caspa… ni pelo (aquí una bailarina le quita la peluca al actor que canta, porque se trata de una canción). Pero tú que cuidas tu cabello: úsalo siempre, Selsum Azul, Selsum Shampoo. Desde luego canté completo este jingle. Así entré en la casa en ruinas de los recuerdos. Lo repetí varias veces y, lo que es peor, lo canté como si entonara la gran creación de un letrista inmejorable.

En otro anuncio, un joven Andrés García con su habitual fluidez verbal se despide de su mujer, se dirige con gran aplomo a la puerta, lleva con seguridad de ejecutivo un maletín. De pronto, el galán regresa sobre sus pasos y le dice a su pareja: qué te hiciste que estás tan suavecita. Creo se trata de un anuncio de cremas humectantes. Podría seguirme de largo y contar que en mi viaje vi a Mar Castro, La Chichitibum, a los pingüinos y al gansito Marinela, a la selección de futbol de los 80, a Lucía Méndez en un comercial de camisas Manchester, descendiente de aquél en el que Mauricio Garcés decía: hasta que usé una Manchester, me sentí a gusto.

Siempre que navego en la red, me pierdo y me encuentro en el lado contrario del tema por el que activé el explorador; soy un pésimo buscador de mis intereses, cualquier cosa me distrae. Me pregunto si algún recuerdo se ha evadido de los dominios de Google o Yahoo. Estoy tentado de buscar “mi cumpleaños del año 1965”. Hay una probabilidad alta de que el niño que fui aparezca en la pantalla comiendo gansitos. Tengo miedo.

domingo, febrero 15, 2009

La aventura secreta

Rafael Pérez Gay

A principios de los remotos años 80, Julio Cortázar había decidido editar sus libros en la editorial Nueva Imagen para cumplir acaso una promesa interior: poner su obra en manos de un editor argentino, Guillermo Schavelzon, en un país que siempre quiso, México.

A los 23 años, yo hacía mis primeras armas como editor de tiempo completo en esa editorial. Así, de la noche a la mañana un día tuve en mis manos el original inédito, recién llegado de París o Barcelona, no sé, de Queremos tanto a Glenda, el nuevo libro de cuentos de Cortázar.

Era una carpeta roja con ligas para contener unas 180 cuartillas escritas a máquina y con algunas correcciones de la mano del autor. No supe qué hacer, si escaparme con ese mazo de páginas para siempre, compartirlo con definitivo aire de superioridad entre los amigos o mirarlo como se mira un tesoro detrás de la vitrina. Si hubiera tenido en el escritorio un sobre impregnado de ántrax me habría sentido más tranquilo.

Cortázar ya era, desde luego, un escritor de talla internacional reconocido aquí y allá, un autor de 66 años que había escrito algunos de los libros de relatos más perfectos. Digo unos cuantos: Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Las armas secretas (1964), Octaedro (1974).

La memoria juega con nosotros como le viene en gana, pero podría jurar que leí Rayuela (1966), el libro de pastas negras con la famosa imagen de un juego de avión (rayuela) en la portada, allá por el año 76 de principio a fin, de fin a principio. Según su manual de instrucciones me puse a arrancarle las páginas y luego las pegué como los pedazos de un plato que se me hubiera caído de las manos.

Rayuela era, y lo sigue siendo, una aventura de amor desdichado, un estudio sobre el exilio, una parábola de la soledad, un grito rebelde, una larga experimentación, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.

Leí Queremos tanto a Glenda en aquel manuscrito de primerísima mano. Entré entonces al misterio y a la atmósfera en penumbras de “Orientación de los gatos”, “Recortes de prensa”, “Historias que me cuento”, “Anillo de Moebius” y al mejor cuento político que haya escrito Cortázar: “Graffiti”.

Queremos tanto a Glenda es uno de los libros de relatos más concentrados de Cortázar, maduro y joven como su obra. Lo leí y corregí con angustia y a una velocidad de vértigo, busqué con el diseñador una portada que aludiera a la ambigüedad del libro, le escribí una breve contraportada no poco almibarada y lo entregué a producción. Se publicó en 1980.

El siguiente libro de relatos de Cortázar que leí con los mismos privilegios y mortificaciones, la admiración excesiva siempre es un problema, fue Deshoras (1983). Recogí las cuartillas en otra carpeta roja con ligas en la oficina de Schavelzon. Leí los relatos y los mandé a producción a las volandas. Corregí dos juegos de galeras y unas páginas finas. Tengo frente a mí el libro, una ilustración de Hermenegildo Sabat ocupa buena parte de la portada. He vuelto a perderme en estos cuentos de Deshoras: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”, uno de sus grandes cuentos de box.

Pero el relato que me hechizó en aquel tiempo tanto como ahora que he vuelto a leerlo, 26 años después de aquel día feliz en que lo leí por primera vez, se llama “Diario para un cuento”.

No supe que estaba leyendo el último libro de relatos de Julio Cortázar; la vida es así, no avisa. Después publicamos Los Autonautas de la cosmopista (1983), cuando murió su mujer, Carol Dunlop, y póstumamente Salvo el crepúsculo (mayo, 1984), dos libros en los que el azar y el juego regían el rumbo de la literatura, un poco como en Último round (1969) y La vuelta al día en ochenta mundos (1972).

No recuerdo en dónde leí que cuando Cortázar salió por última vez de su casa rumbo al hospital, en febrero de 1984, uno de los desafíos era descender las escaleras. Bajaba con grandes dificultades y fatalmente enfermo. Le dijo a un amigo que lo acompañaba: escribiré un cuento sobre las escaleras como dragones a los que no es nada fácil derrotar. No tuvo tiempo de escribir ese cuento, no volvió a subir esa escalera.

domingo, febrero 01, 2009

Ladrillos

Rafael Pérez Gay

Hace algunos días conté en esta página que, ante la escasez del agua, las autoridades han sugerido el ahorro decidido del vital líquido (así se dice). A estas horas alguien se arranca los pelos ante una montaña de trastes sucios en el fregadero. Decía entonces que un anuncio aconsejaba meter un ladrillo al depósito del wc. Con este método no del todo ortodoxo se ahorran muchísimos litros. Una noche le pregunté a mi mujer si no tendría un ladrillo entre sus efectos personales. No me contestó.

No me hace falta su respuesta. Ahora tengo cuatro ladrillos. Me refiero a los trozos horneados y rojizos en los cuales los ladrones dejaron apenas sostenido el automóvil de mi hija.

Podemos ahorrar agua, pero no mover el coche rojo. Se trata de un automóvil compacto cuyo único lujo eran las cuatro llantas con rines de aluminio. Sin sus ruedas, el auto se ve como una carreta desvencijada, un trebejo abandonado. Hubo un toque de maestría en el robo. Los birlos, de cuatro en cuatro, fueron ordenados debajo de los ejes que antes terminaban en una rueda de caucho y aluminio. Caminé alrededor del coche y realicé las primeras deducciones: fueron cuatro bandidos, con dos llaves de cruz y dos cómplices apostados en las esquinas para advertir cualquier amenaza. Me llevé la mano a la barbilla e inferí: el robo ocurrió entre las tres y las seis de la mañana. Esto lo supe porque a las 2:30 se fueron los últimos invitados de la casa. Iban borrachos y para mí que entre ellos hay al menos un sospechoso radical que defendió las expropiaciones como método para obtener la igualdad en las sociedades modernas.

Le di tres vueltas al cascarón rojo. Me detuve y pronuncié ante mis huestes una frase histórica: hay que comprar rines y llantas.

Sufrí un desvanecimiento cuando supe el costo de lo que nos robaron en la penumbra de la noche: cuatro rines de aluminio, 17 mil pesos; cuatro llantas Pirelli, 6 mil. Aquel sábado, amanecer nos costó 23 mil pesos. Despertar es una difícil emergencia, escribió Juarroz, el gran poeta argentino. Santos, el portero del edificio de enfrente, no es poeta, pero nos orientó en la oscuridad y la desesperación: para qué los compra originales si se los van a volver a robar. Vaya a la Buenos Aires. Juarroz, Argentina, la Buenos Aires: todo coincidía en la bóveda celeste de nuestra vida. Se refería a esa zona de la ciudad en donde casi todo lo que se compra es robado y vendido por bandas criminales. ¿Te has vuelto loco? Ahí hay que jugarse la vida. Santos insistió: en la calle de Vértiz todo es legal, no es necesario meterse en la cueva de los amigos de lo ajeno. Corrijo: Santos sí es poeta.

Nos vamos a Vértiz. Di la orden como si fuéramos a luchar en el Armagedón. Mi hija quiso negarse al viaje, pero un padre es un padre. Vimos rostros siniestros en las esquinas invitándonos a sus tiendas, o cómo llamar a estos cubiles en los cuales se puede comprar cada una de las partes de un coche que alguna vez, como el nuestro, fue un todo.

La variedad mercantil de ese gran centro comercial es extraordinaria: si usted quiere comprar autopartes, droga o una vaquilla, no tendrá ningún problema siempre y cuando lleve dinero suficiente. Un hombre cuyo rostro habría asombrado a Lévi-Strauss nos vendió unos rines deportivos y unas llantas de marca desconocida. Una compra legítima, transparente. Desembolsamos 6 mil por el servicio completo, que incluía poner las llantas en su lugar. Un día intenté cambiar una llanta y casi pierdo tres dedos. En el colmo de la ignominia, al final de la jornada me sentí satisfecho.

Al cabo de los años me he persuadido de que la ilegalidad en México es indestructible. Tengo cuatro ladrillos. ¿Alguien quiere uno para meterlo en el depósito del wc y así ahorrar muchísima agua? Son gratis, véalos, sin compromiso.

domingo, enero 04, 2009

Riqueza inesperada

Rafael Pérez Gay

El año que sube el telón trajo para mí noticias extraordinarias. En la primera de ellas se me informaba que había ganado un millón de euros. En la segunda me notificaban que era el afortunado poseedor de 100 mil dólares. Ya con el millón de euros, los 100 mil dólares se me hicieron poca cosa, pero no los desprecié. No está mal, pensé, sobre todo si consideramos que empieza la noche negra de la crisis económica mundial.

Estudié el asunto con los cinco sentidos y sin excesiva confianza en mi suerte. Pregunto: ¿les parece poco probable que la oficina central de la Zürich Lotterien haga una rifa entre 20 mil direcciones electrónicas para otorgar un millón de euros como parte de su plan anual de beneficencia? A mí también. Me imaginé a los directivos de la Zürich Loterien, unos suizos impasibles que reparten con honestidad inquebrantable el premio de su institución. Herr Perretz ganó el millón. Comuníquense con Herr Perretz a su correo electrónico. Por favor, señor Jünhans, no olvidas pedirle a Perretz su banco, número de cuenta, dirección, teléfono y otros detalles sin los cuales no se entrega premio. Correcto, contesta Jünhans persuadido de que no fallará en su misión.

Pensé en Bernard Madoff, el más elegante y famoso estafador de la historia del capitalismo mundial. La verdad es que defraudó 50 mil millones de dólares con métodos no muy distintos a los de la Zürich Lotterien. La diferencia más notable entre las intenciones de la Zürich Lotterien y los métodos de Madoff es que éste defraudaba con gran elegancia a otros estafadores: una pirámide de pillos que se robaron unos a otros. Empecé a ponerme de mal humor. Pulsé delete y perdí un millón de euros.

Me quedaban los 100 mil dólares. Después del episodio de la Zürich Lotterien estaba yo un poco escamado, pero caramba, una cantidad así de billetes verdes no son poca cosa. La petite histoire: en la Isla de Mauricio, un señor Gomes acude a sus últimos días de vida sacando fuerza de la nada para salvar su alma. Por esta razón, un sacerdote de Port Louis le sugirió lavar sus pecados donando una parte de su cuantiosa fortuna a distintas personas del mundo. Yo soy una de esas personas. El sacerdote se llama Roger Badou y tengo que contactarlo para iniciar los trámites después de los cuales ingresaré en mi cuenta bancaria 100 mil verdes.

El señor Gomes me escribió esto: “En nombre del señor creativo del cielo y de la tierra, sé que esta suma le ayudará a regular una buena parte de sus problemas financieros. Le ruego que acepte esta subvención que le ofrezco del fondo del coeur y le suplico que se ponga en contacto con Badou para reclamar el dinero pues yo viajaré a Estados Unidos para seguir mi tratamiento. La dirección electrónica es la siguiente”.

No quise jugar al detective. No pulsé la liga de la dirección de Badou, pero me conmovió eso del fondo del coeur, el son del corazón me conmueve, en especial si viene de la Isla de Mauricio. Me imaginé a Badou al pie de la cama del moribundo. Cometiste tantos pecados que tendrás que regalar una parte de tu cuantiosa fortuna (si no son cuantiosas, las fortunas no son interesantes), al fin que a donde vas no se usa el dinero. Después de un ahogo, Gomes acepta la propuesta de Badou y le pide que ofrezca al azar 100 mil dólares en distintas direcciones. La mía es una de ellas. Pulsé delete. Así perdí 100 mil dólares. Pensé de nuevo en Madoff: él también salvó su alma y lavó cientos de miles de pecados, de los grandes. Para entonces ya estaba yo de un humor de perros.