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viernes, enero 27, 2012

Ya no es lo que fue: el Estado

Lorenzo Meyer

• Verdades evidentes

A cualquiera que se interese en el núcleo duro del proceso político en México y el mundo, le resultará evidente que hoy la autoridad gubernamental a duras penas puede controlar las conductas de las grandes concentraciones de capital y, en ocasiones, ni eso. En nuestro país, un ejemplo es el caso de la Comisión Federal de Competencia (CFC), cuyo presidente declaró, como forma de pedir auxilio, que los dos gigantes que dominan la televisión abierta en México -Televisa y Televisión Azteca, que concentran el 94.4% de la audiencia- le presionaban para que aprobara la unión de ambas televisoras en Iusacell para ofrecer el llamado "cuádruple play" (telefonía fija, móvil, televisión e internet). Sin embargo, una vez tomada la decisión, la CFC se quedó muda, parecía que en vez de regir quería pasar desapercibida.

La Constitución mexicana prohíbe la existencia de monopolios y prácticas monopólicas. Sin embargo, lo que hoy intenta el gobierno ya no es que se cumpla con la norma, sino apenas contener o desacelerar el avance de un proceso monopólico muy agresivo.

• De soldado a jefe del jefe

En sus orígenes, la industria de la televisión mexicana estaba claramente subordinada a la voluntad presidencial, centro de un régimen político autoritario. En una célebre declaración, Emilio Azcárraga Milmo afirmó "Soy soldado del PRI y del presidente" (citado por Carlos Monsiváis, Proceso, 20 de abril, 1997, p. 58). Como bien lo explican Claudia Fernández y Andrew Paxman, el ser soldado del PRI y del Presidente significaba entonces, ente otras cosas, la subordinación total del contenido de los noticieros de Televisa a las necesidades políticas del régimen hasta llegar a la desinformación -sobre todo en tiempos electorales-, en una sociedad donde las mayorías sólo se informan de política por la televisión. Esa relación de subordinación le resultó extraordinariamente fructífera a la televisión pero fue a costa del interés nacional (El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, México: Grijalbo-Mondadori, 2001, pp. 381-417 y 483-510).

La situación anterior ha sufrido un gran cambio, de casi 180 grados, en los últimos 20 años. De soldado, el consorcio televisivo se convirtió en general y comandante en jefe del gobierno. Hoy el subordinado es el Estado. Y es que el sometimiento original de los grandes monopolios mexicanos a la voluntad presidencial experimentó un cambio notable cuando coincidieron dos procesos, uno local y otro mundial: la caída del sistema priista y el triunfo mundial de la lógica del mercado, la privatización, la desregulación neoliberal y el consecuente aumento de los excluidos y de la concentración de la riqueza a nivel global. El resultado ha sido lo que vivimos hoy en México (y en otros países, notablemente Estados Unidos), donde el Estado ha perdido mucho de su antiguo control, y en ocasiones todo, sobre las grandes concentraciones de capital. El resultado final es que la sociedad -ese 99% del que hablan los "indignados" y los "occupy Wall Street"- se ha quedado más desprotegida de lo que ya estaba.

• La teoría

En la ciencia política tradicional se desarrolló un enfoque para examinar la relación Estado-sociedad, que solía colocar al Estado en el extremo superior de un espectro de distribución del poder y a la masa ciudadana en el otro. Y para explicar la relación entre la poderosa maquinaria política y burocrática estatal y la multitud de individuos aislados, casi inermes, se ponía el acento en el espacio intermedio, ocupado por las organizaciones que servían para unir y mediar entre ambos extremos: partidos, ONG, iglesias, etcétera. Así, en un sistema democrático, una sociedad civil fuerte se movilizaba para impedir que el Estado avasallara a la sociedad y para que el ciudadano hiciera llegar sus demandas a las instituciones de gobierno y vigilara su cumplimiento. En contraste, en el sistema totalitario, el Estado impedía la creación de organizaciones ciudadanas independientes y en cambio creaba las corporaciones, desde sindicatos hasta clubes deportivos, pasando por empresas, instituciones educativas, culturales, etcétera, que le servían para controlar y manipular toda la vida social. En algún punto intermedio, combinando características de los dos modelos básicos, se encontraba el régimen autoritario, como ese que dominó en México en el siglo del PRI. Pues bien, ese enfoque tradicional donde el gran aparato estatal se encontraba en el extremo de la mayor concentración de poder, ya no explica bien lo que está aconteciendo en el siglo XXI, al menos no en México.

Un historiador inglés y uno de los grandes intelectuales públicos de nuestra época, Tony Judt, sugiere un cambio en el modelo Estado-sociedad clásico. En un ensayo publicado en 1997, Judt indicó que para entender la situación actual debemos colocar al Estado ya no en la cima del espectro de la distribución del poder, sino apenas en el medio. Y es que a partir del triunfo en la Guerra Fría del capitalismo global, en muchos países el Estado ha perdido tanto terreno que ha sido degradado dentro de la estructura nacional e internacional del poder. Por esa razón muchos gobiernos son ya meros intermediarios entre las grandes concentraciones privadas de poder económico y una sociedad que impotente ve cómo se está destejiendo la red de protección de las mayorías que alguna vez se tejió al dar forma al Estado benefactor (Reappraisals. Reflections on the forgotten twentieth century, Nueva York: Penguin, 2008, pp. 423-424).

Judt no está cierto del destino final del proceso anterior, pero le ve serias fallas. Admite lo obvio, que el Estado siempre será un mal administrador, pero sostiene que el mercado, sobre todo el global, no es la vía para enfrentar demandas como la salud pública, la educación, la cultura, la protección del medio ambiente, la infraestructura, etcétera. Dejado a su propio arbitrio, la libre circulación de bienes y capitales desemboca en una concentración excesiva de recursos en manos privadas y se convierte en una amenaza a la libertad, a la democracia, a los derechos sociales adquiridos y a la armonía colectiva. Hoy el Estado es la principal defensa del individuo frente a la creciente fuerza del capital y a lo impredecible del actual proceso de cambio.

Si finalmente se acepta que el Estado se degrade hasta quedar como una entidad semiimpotente, como pareciera indicar su evolución en México, terminaría por ser un problema incluso para los ganadores del proceso. Tarde o temprano, la tendencia oligárquica a la concentración de los beneficios y privilegios acabará con lo que queda de legitimidad de un orden político donde la justicia formal y la sustantiva brillen por su ausencia.

• La experiencia

Durante buena parte del siglo XIX, la sociedad mexicana vivió los efectos de un Estado pobre, inútil y corrupto; repetir en el siglo XXI esa experiencia es inaceptable. En aquel periodo histórico, la debilidad del Estado redundó en el fortalecimiento de los cacicazgos locales, en debilidad frente al enemigo externo, ascenso del bandidaje y la inseguridad, deterioro de la infraestructura, imposibilidad de planear las inversiones de largo plazo, impotencia de la legalidad, desconfianza del futuro, polarización social y, finalmente, la pérdida de la oportunidad histórica de disminuir la distancia que nos separaba de los países que entonces marcaron la dirección y ritmo del desarrollo.

Hoy ya se dejan sentir las desventajas crecientes para el grueso de los mexicanos de un Estado que no puede tener un fisco fuerte, que no es capaz de cumplir con su papel de proveedor de servicios públicos de calidad, que es inepto para poner límites efectivos al crimen organizado, que no puede hacer frente con eficiencia a emergencias ambientales -la sequía o las inundaciones, por ejemplo- y que en su defensa del interés de la mayoría es puesto contra las cuerdas por los intereses monopólicos de una minoría que, en la práctica y como bien se ha señalado, "no tiene llenaderas" ni visos de autocontrol.

• En conclusión

El triunfo del capitalismo del mercado global sobre cualquiera de sus alternativas ha tenido como consecuencia el debilitamiento del Estado al punto que en México ya ni siquiera puede desempeñar aceptablemente el modesto papel de institución intermedia que defiende los intereses del individuo cada vez más impotente frente al creciente poderío de las concentraciones monopólicas. Revigorizar al Estado, hacerlo eficiente y dedicarlo a velar por las mayorías, es hoy un acto de defensa propia del ciudadano y bandera y razón de ser de la izquierda.

jueves, enero 05, 2012

El modelo sí funciona, pero para los pocos

Lorenzo Meyer

Por debajo de nuestro potencial

De acuerdo con los últimos pronósticos económicos, el 2012 no se presenta particularmente bueno para América Latina en su conjunto ni para México en particular. Según la Brookings Institution, económicamente nuestro país va a crecer en los próximos dos años pero no gran cosa. Y es que el ritmo del desarrollo material de México está sobredeterminado por su dependencia respecto de Estados Unidos, país donde la economía sigue sin salir del todo de la barranca en que cayó desde la crisis del 2008. Por tanto, el crecimiento esperado para México en los próximos dos años se coloca en el 3.3% anual, es decir, por debajo de su potencial (Levy-Yeyati, Eduardo, Latin America economic perspectives, Washington, noviembre, 2011, pp. 34-37).

Así pues, la estrecha relación comercial de México con Estados Unidos, y enmarcada por el TLCAN, está hoy funcionando más como ancla que como impulsora del crecimiento, es decir, lo contrario a lo que se aseguró hace 18 años, cuando se firmó ese tratado de libre comercio entre economías vecinas pero muy diferentes y desiguales.

El problema en el centro del sistema

La actual situación mundial aún no es tan deprimente como cuando en 1919 el poeta William Yeats publicó: "Las cosas se desmoronan, el centro ya no se sostiene/ La pura anarquía se extiende por el mundo" (The second coming). Sin embargo, si las tendencias económicas y sociales actuales se mantienen, entonces la ausencia de algo sólido que las centre bien puede conducir al desmoronamiento.

La crítica al actual modelo económico es generalizada. Recorriendo las páginas de The Economist, esa revista británica portaestandarte del pensamiento conservador inteligente, el lector se topa una y otra vez con una reprobación sistemática de las políticas económicas que están siguiendo los gobiernos de las principales potencias capitalistas, ya sean las ortodoxas (Estados Unidos o la Unión Europea) o la de China con su capitalismo de Estado.

El mal norteamericano

Históricamente no ha habido un sistema económico que realmente haya dispensado un trato equitativo a todos los miembros de su sociedad. Es seguro que incluso el comunismo primitivo dio ventajas a unos -los más fuertes y agresivos- sobre otros, y esa desigualdad se acentuó e institucionalizó con el advenimiento de la "civilización" y persiste hasta la actualidad, incluso entre los remanentes del "socialismo real".

La economía de mercado nunca ha pretendido que el reparto de las cargas y los beneficios sea equilibrado y justo, aunque hay economías, como las escandinavas, donde la desigualdad (medida por coeficiente de Gini) es menor y cuando la marea económica sube sí eleva el nivel de vida mayoritario. En contraste, el capitalismo norteamericano, al que nosotros estamos unidos, se caracteriza por lo contrario. En esa economía, como en la nuestra, hoy la mayoría vive épocas de vacas flacas, pero una pequeña minoría ha logrado que la adversidad no le toque y que sus vacas engorden como resultado del injusto reparto de costos y beneficios.

En el número correspondiente al 24 de noviembre del 2011, la revista Rolling Stone publicó un interesante artículo sobre la economía norteamericana y la concentración de la riqueza titulado "Politics: how the GOP became the party of the rich" ("Política: cómo el republicano se convirtió en el partido de los ricos"), que es una explicación y un resumen del proceso en virtud del cual, a partir del gobierno de George W. Bush y hasta ahora, el ala más conservadora del Partido Republicano ha logrado imponer una legislación que ha hecho a los ricos más ricos a costa de las clases medias y pobres al punto que, en materia de equidad, los norteamericanos han retrocedido 80 años.

Estados Unidos tenía, a mediados del 2011, 14 millones de personas en edad de laborar pero sin trabajo y una de cada siete familias recurría a las food stamps (vales de comida) para alimentar a sus hijos. Y es que en 1997, el Partido Republicano desató una exitosa ofensiva que hizo de la política fiscal un instrumento eficaz para los intereses de las clases altas a costa del resto de la sociedad. En los últimos 15 años, mientras el ingreso promedio del 90% de los contribuyentes norteamericanos permaneció estancado, el de los más afortunados -el 0.01% del conjunto- se duplicó hasta llegar a 36 millones de dólares anuales en promedio. Puesto de otra manera, mientras el aumento en el salario de la mayoría fue de 1.50 dólares la hora en ese periodo, el ingreso de ese afortunado 0.01% aumentó en 10 mil dólares la hora. Esa desigualdad se explica, en parte, porque mientras el promedio de los 400 personajes más acaudalados de Estados Unidos paga en impuestos el 17% de su ingreso, el conductor de un autobús que gana 26 mil dólares al año paga el 23%. Detrás de esta desigualdad aguda y creciente está una justificación que ha demostrado ser falsa: que la disminución de impuestos a los grandes capitales fomenta la inversión y, a la larga -¿cuán largo es el largo plazo?-, se crean más empleos, la demanda de trabajadores lleva a un aumento en salarios y en el nivel general de bienestar. En la realidad, esa baja de impuestos, mientras se gastaba a manos llenas en las guerras de Irak y Afganistán y se aflojaba la vigilancia sobre el sector financiero, hizo que en el 2008 las burbujas especulativas estallaran, que la economía norteamericana encallara y que el desempleo se propagara.

Hoy, en el marco de un bajo crecimiento económico y de la persistencia de los sin trabajo, el ala conservadora de la clase política norteamericana dice que la solución al problema está en controlar el déficit del gobierno -déficit creado por el enorme gasto en Irak y Afganistán que, según Barack Obama, fue de un millón de millones de dólares, aunque otros cálculos lo duplican o triplican. Sin embargo, para reducir el déficit y aprovechando su posición dominante en el Congreso, los republicanos exigen bajar los gastos sociales y la inversión pública -lo que afecta a pobres y a desempleados- y que no se aumenten los impuestos a los que más tienen, es decir, que se vaya a pique el Estado Benefactor creado tras la Segunda Guerra Mundial para que la oligarquía siga a flote.

El modelo mexicano

Desde el triunfo de la tecnocracia neoliberal, el modelo de la economía política mexicano ha dejado de ser propio para convertirse en una mala copia del norteamericano, puesto que el Estado mexicano tiene aún menos recursos en términos relativos que el norteamericano. En México los impuestos apenas si representan entre el 10 y el 11% del PIB -en Chile son el 18%, en Estados Unidos el 27% y en Suecia el 47% (fuente: Heritage Foundation)- y es por eso que el gobierno actual no ha modificado la estructura fiscal y en cambio está endeudándose y mal usando el aumento de la renta petrolera -está convirtiendo en gasto corriente un recurso natural estratégico, no renovable, en vez de invertirlo para el futuro.

En México, Hacienda les regresa a las grandes empresas cantidades enormes de impuestos con lo que aumenta la gran riqueza privada a costa de descuidar las áreas de interés general. Un ejemplo de cómo el actual sistema fiscal sirve a los pocos y no a los muchos lo documenta Sergio Aguayo al señalar que, después de las devoluciones que les hizo la Secretaría de Hacienda, el promedio anual de Impuesto Sobre la Renta pagado por los 50 principales contribuyentes privados del país entre 2000 y 2005, fue de ¡74 pesos! (Vuelta en U. Guía para entender y reactivar la democracia estancada, México: Taurus, 2010). En esas condiciones, no es de extrañar que en México el Estado ya no pueda ser motor de la economía, que casi la mitad de la población esté afectada por algún grado de pobreza y que, a la vez, se tenga una de las fortunas familiares más grandes del mundo.

¿A dónde deberíamos ir?

Ahora que estamos a punto de entrar de lleno en el debate electoral y decidir en julio por qué camino nos convendría marchar en los siguientes seis años, debemos someter a discusión el modelo de política económica que tenemos. Por los resultados, es claro que desde la perspectiva de quienes conforman la minoría acaudalada -esos que salen entre los multimillonarios de Forbes- los últimos 30 años no han sido malos, pero es igualmente claro que para la sociedad en su conjunto, el mal imitar el modelo seguido y recomendado por nuestros vecinos del norte, ha sido pésimo. Por eso, desde la inconformidad, es necesario demandar alternativas y hacer de esa exigencia el centro del actual debate nacional de cara a la elección por venir.

El caso de Peña Nieto viene hoy muy al cuento para ilustrar uno de los grandes cambios en la formación de la élite política mexicana: su educación formal. Es natural que los dos ocupantes de la Presidencia provenientes del PAN, Vicente Fox y Felipe Calderón, hayan estudiado en instituciones de enseñanza superior privadas -la Universidad Iberoamericana el primero y la Escuela Libre de Derecho el segundo- pero que también lo haga el actual candidato priista es un indicador de una transformación importante en la socialización de la dirigencia de México y del que ya sólo la izquierda se aparta.

La tesis de Peter Smith

En 1979 un historiador norteamericano publicó Labyrinths of power: political recruitment in twentieth-century Mexico (Princeton University Press) que apareció en español extendido hasta 1976 como Los laberintos del poder. El reclutamiento de las élites políticas en México, 1900-1971 (El Colegio de México, 1981). Se trata de una obra de historia contemporánea donde el autor, usando datos biográficos de centenares de políticos mexicanos y empleando métodos cuantitativos, caracterizó al grupo gobernante mexicano y sus cambios a lo largo del siglo XX.

Para Smith, la élite política mexicana la componen los presidentes (y, al inicio, vicepresidentes), los miembros del gabinete y subgabinete (subsecretarios, oficiales mayores y similares), directores de empresas paraestatales y agencias descentralizadas, presidentes del partido en el poder, gobernadores, senadores, diputados (incluye a los delegados a la Convención de Aguascalientes y al Constituyente de Querétaro) y los embajadores; en total 6 mil 302 individuos.

Smith considera que el pasar por las aulas universitarias era -y es- un requisito fundamental para una carrera política que busca llegar a la cúpula del poder gubernamental. En 1900, llegar a la universidad o a un instituto equivalente, cuando la tasa de analfabetismo en México era del 74%, se podía considerar un privilegio mayor al que es en la actualidad, cuando esta falla en nuestra educación sólo afecta a menos del 8% de los mexicanos. De todas formas, hoy sólo el 16% de los mexicanos entre los 25 y los 64 años tienen estudios universitarios pero más del 90% de los altos cargos políticos han pasado por la universidad.

¿Para qué le sirve la universidad al político?

Smith asume que el ejercicio del liderazgo político requiere de los conocimientos y habilidades que se imparten en las universidades. Incluso la élite política que surgió de la Revolución Mexicana (1910-1940), en su mayoría tuvo alguna preparación en las aulas de universidades o institutos estatales y más del 50% obtuvo el grado. Sin embargo, la universidad no sólo sirve para hacerse de conocimientos y habilidades sino para algo igualmente o más importante: relacionarse con la cultura política dominante y las varias subculturas que le rodean, acercarse a los líderes políticos, participar en movimientos y establecer relaciones personales con los condiscípulos que, una vez abandonadas las aulas, se pueden reactivar para convertirlas en apoyos adicionales para escalar posiciones dentro de las estructuras política y administrativa.

La UNAM

Para el grupo que gobernó México a partir de 1940, de entre todas las universidades, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) destacó como almácigo de políticos. Según las cifras que maneja Smith, para los niveles superiores de la élite posrevolucionaria, entre el 50 y el 70% de sus miembros egresaron de la UNAM (p. 100), cifra que al inicio del gobierno de José López Portillo llegó al 71%, lo que coincide con los datos de otro estudioso norteamericano del fenómeno: Roderic Ai Camp en Mexico's leaders. Their education and recruitment (University of Arizona Press, 1980).

En las 10 "recomendaciones" que en 1979 hizo Peter Smith al joven que buscara hacer una exitosa carrera política en México, se encuentra, en primer lugar, esta: "estudie una carrera universitaria, de preferencia en la UNAM" (pp. 290-291). De ser posible, debería inscribirse en derecho, aunque la economía, la ingeniería y la medicina también le serían útiles.

El cambio

Aunque los dos últimos presidentes salidos del PRI, Carlos Salinas y su sucesor, Ernesto Zedillo, habían cursado sus licenciaturas en la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional, respectivamente, con la crisis final del modelo económico y político posrevolucionario al final del gobierno de López Portillo, la recomendación de Smith dejó de funcionar. Y es que el grupo de jóvenes tecnócratas que entonces empezó a desplazar a los políticos del "nacionalismo revolucionario" de la dirección del régimen, y que se coaguló en torno a Salinas, hizo del posgrado en universidades extranjeras y de la licenciatura en universidades privadas, en particular del ITAM, un prerrequisito de admisión a los corredores del poder. Sin embargo, de no haber caído asesinado en 1994, Luis Donaldo Colosio hubiera llegado a "Los Pinos" como el primer presidente priista egresado de una universidad privada: del ITESM, de la carrera de economía. Por tanto, y al menos como precandidato presidencial priista, Peña Nieto ya tiene un precedente y que no es accidental sino estructural. Fox y Calderón, y con ellos un buen número de los miembros de su círculo íntimo, han acentuado la marginación de la universidad pública de las altas esferas de la política. En 2002, las cifras de Ai Camp mostraban que la UNAM declinaba como proveedora de cuadros de la élite política mexicana, pero también de la económica e incluso la intelectual (Mexico's mandarins. Crafting a power elite for the twenty-first century, Berkeley, 2002, pp. 85-86).

El viraje hacia el neoliberalismo, el predominio del mercado y la derechización de la vida política mexicana favorecen hoy el reclutamiento de los cuadros gubernamentales en los campus de las universidades privadas de élite mexicanas y entre los que retornan del posgrado en el extranjero. Sin embargo, no es claro que este cambio sea del todo benéfico.

Las razones de la duda anterior son varias. Entre ellas destacan dos: la investigación -parte fundamental de una atmósfera universitaria sólida- aún está lejos de arraigar en las universidades privadas. En segundo lugar, las instituciones de educación superior privada mejor evaluadas en México son también microuniversos dominados por la cultura y los valores de las clases minoritarias. La visión de México y del mundo que ahí domina puede reforzar los prejuicios que ya se adquirieron en el hogar, por tanto los jóvenes que se socializan en ese ambiente viven sin contacto sustantivo con el México mayoritario, al que se supone que van a administrar y gobernar. De ahí que no sorprenda que políticos salidos de ese entorno muestren con preocupante frecuencia una notable falta de sensibilidad social.

Es claro que egresar de una universidad pública no garantiza sensibilidad frente a la suerte de las mayorías que tanto se necesita en los altos niveles del gobierno, pero sí ayuda. Si finalmente Santiago Creel, egresado de la UNAM, no es el candidato del PAN -cosa muy probable-, la contienda del 2012 será entre dos productos de universidades privadas de élite y uno de la UNAM, lo que subrayará la disyuntiva entre izquierda y derecha en la siguiente elección.

domingo, octubre 11, 2009

La izquierda

Alguien sugiere que el socialismo está muriendo. Exagera, pero no hay duda de que necesitamos uno muy diferente del pasado

Datos

El pasado domingo, la izquierda ganó las elecciones en Grecia y no hace mucho también en Portugal, aunque no de manera holgada. En contraste, los socialistas en España están a la defensiva, el laborismo británico extravió rumbo y perdió emoción y el corazón geográfico de Europa Occidental -Alemania, Francia e Italia- está dominado por la derecha, y así lo confirmaron las últimas elecciones alemanas. Los liderazgos de Angela Merkel, Nicolas Sarkozy e inclusive de Silvio Berlusconi no parecieran tener competidores viables. En la Europa del Este, y como reacción a la época soviética, la izquierda es particularmente débil.

En América Latina, Brasil es el país que destaca por su dinamismo y lo ambicioso de su proyecto nacional, ahí se mantiene bastante bien un gobierno de izquierda encabezado por Luiz Inácio Lula da Silva. En la periferia de Brasil dominan varios tonos de izquierda aunque todos enfrentan problemas serios, desde Venezuela hasta Bolivia, Ecuador, Uruguay y Paraguay y, a la distancia, Chile. Es difícil clasificar a la Argentina de los Kirchner, pues como es propio del peronismo, sus gobiernos tienen elementos de todo el espectro político. Como sea, y en contraste, el eje claramente de derecha en la región va de Colombia a México con la Honduras de los golpistas en medio.

¿Y Estados Unidos?

Por un buen tiempo a nadie se le planteaba dónde colocar políticamente a Estados Unidos. Desde la muerte de Franklin D. Roosevelt y el inicio de la Guerra Fría, el gobierno de Washington y el mundo político norteamericano fueron, por definición, la patria del anticomunismo y de la derecha. Con el triunfo norteamericano sobre la URSS tras una pugna que duró casi medio siglo, y con la desaparición de esta última, la situación se modificó. Pero con el triunfo en el 2000 de George W. Bush y su equipo de republicanos neoconservadores -Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice o Paul Wolfowitz, entre otros-, todos dispuestos a hacer realidad el llamado proyecto del "Nuevo Siglo Norteamericano", se reafirmó el carácter de Estados Unidos como el centro político e intelectual del pensamiento y de la política mundial de derecha. Sin embargo, con el sorprendente triunfo electoral de Barack Obama en el 2008, y de su plataforma donde el tema social resaltó por sobre cualquier otro (véase su libro autobiográfico Los sueños de mi padre y el que específicamente contiene su proyecto político, La audacia de la esperanza), y con nombramientos de personajes como la portorriqueña Sonia Sotomayor a la Suprema Corte, los Estados Unidos de hoy ya no pueden ser simplemente clasificados como el corazón geográfico o ideológico de la derecha. Si a lo anterior se agrega la ferocidad con que los republicanos y los conservadores norteamericanos están atacando el proyecto de Obama de reforma al sistema de salud al grado de calificarlo de socialista, entonces se puede concluir que, en términos de la propia historia política norteamericana, Obama encabeza una administración de centro.

Dónde estamos

Visto a la distancia, el panorama político de las dos orillas del Atlántico pareciera indicar que hay una especie de empate: la derecha domina en la Europa Occidental y el centro-izquierda en América. Entonces, y dependiendo de las preferencias, el vaso puede verse medio lleno o medio vacío. Sin embargo, hay algunos observadores de la escena europea que no dudan en apuntar a los conservadores como la fuerza en ascenso pues de lo contrario, ¿cómo explicar que hoy, a pesar de que el anticomunismo ha dejado de ser la fuerza política que movía a medio mundo -hace ya 20 años que se derribó el Muro de Berlín- y de que el capitalismo vuelve a atravesar por una de sus peores crisis como resultado de sus abusos y excesos, los partidos de derecha estén firmes e incluso hayan avanzando en países tan centrales como Alemania, Francia o Italia? En un análisis de Steven Erlanger en el International Herald Tribune (29 de septiembre), el autor incluso aventura la hipótesis de la muerte del socialismo.

La pregunta de Erlanger va sostenida por un argumento: en los países europeos de capitalismo avanzado, grandes demandas que fueron banderas socialistas después de la Segunda Guerra Mundial ya se asimilaron al mainstream político, es decir, son hoy temas que ya dejaron de ser objeto de disputa política porque la derecha que las combatió, ya las aceptó y asimiló. Tal es el caso de los sistemas públicos de salud, el seguro de desempleo, las pensiones, la protección del medio ambiente e incluso una mayor supervisión de los grandes actores financieros.

Por otro lado, la izquierda europea simplemente no cuenta hoy con líderes de peso, con figuras carismáticas y sí, en cambio, está llena de algo muy propio de esa corriente desde los inicios mismos del socialismo: las divisiones internas y las rencillas personales que llevan a hacer de aquellos grupos o programas más próximos, es decir, a los "compañeros de viaje", el enemigo a combatir con más denuedo en vez de invertir el tiempo, los recursos y la energía en enfrentar al adversario que está en el lado opuesto del espectro político.

¿Qué hacer?

Este subtítulo fue en 1902 el título de uno de los trabajos más famosos de Vladimir Ilich Lenin (inspirado, a su vez, en el de una novela rusa). En los albores del siglo pasado, cuando el capitalismo aún no se desarrollaba plenamente, Lenin, impaciente, propuso a sus correligionarios de izquierda no dejar que el proceso de cambio siguiera su lento y errático ritmo natural y actuar sobre él: formar un partido de revolucionarios profesionales que forzaran la situación, que fueran el catalizador de una historia que el marxismo suponía predeterminada. Si era inevitable que el socialismo sustituyera al capitalismo, entonces entre más pronto mejor. Su propuesta tuvo éxito y de ella salió, para bien y para mal, la Unión Soviética y todo lo que de ella se derivó.

Hoy, para la izquierda ese ¿Qué hacer? requiere de una respuesta diferente y en buena medida opuesta. De Lenin hay que tomar sólo la idea de no dejar que las inercias dominen y que los individuos deben de tener la voluntad de actuar, pero nada más. En contraste con Lenin, hoy se está obligado a partir del supuesto que el curso de la historia no está escrito de antemano ni que alguien tiene la clave para saber cómo será ese futuro y que por ello tiene derecho a imponer su proyecto a los demás, incluso por la fuerza. Por otro lado, la historia existe y está llena de errores y horrores tanto del "socialismo real" como de los otros, y el reconocerlos para no repetirlos es un deber moral y una necesidad práctica. A ese pasado se le debe de entender pero no justificar sus lados obscuros.

La lucha por el poder siempre es brutal, pero debe haber límites. De la historia, la izquierda debe aceptar que la búsqueda de la democracia social sin la democracia política es arriesgarse a volver a incubar el huevo de la serpiente. Una izquierda sin un auténtico compromiso con la ética en su práctica política -lo mismo dentro de su propia organización que en la competencia con los adversarios en las urnas-, simplemente no vale ya la pena el esfuerzo de nadie.

En Grecia, los socialistas de George Papandreu ganaron en buena medida por la abierta corrupción del gobierno de sus adversarios, el de Kostas Karamanlis, pero la historia de esos socialistas no está exenta del mismo pecado. Y aquí hay un punto central: la corrupción de la izquierda en muchos países, desde luego en México, es inaceptable moral y prácticamente, pues es un error mayúsculo e inexcusable ceder el privilegiado terreno de lo justo y lo honrado a unos adversarios que no tienen ningún título histórico para reclamarlo como propio.

Para concluir, está el reto teórico. El marxismo y sus variantes proveyeron a la izquierda con una interpretación holista del mundo que finalmente llevó a no examinar directamente la realidad, al punto que si ésta no se ajustaba a la teoría -una teoría era realmente exigente- entonces peor para la realidad. En contraste, la ciencia social no marxista, desde la economía hasta la sociología, nunca tuvo plena certeza de sus premisas o conclusiones y por eso pudo manejar mejor la realidad. Por eso también el capitalismo entendió mejor sus fallas y actuó para disminuirlas -que no para eliminarlas-, cosa que no hicieron los marxistas, padres intelectuales de toda la izquierda.

En fin, que la desigualdad e injusticia sociales están presentes en todas las sociedades, incluso en las más prosperas, y ese solo hecho hace a la izquierda indispensable, pero no a cualquier izquierda, sino a una con capacidad de aprender del pasado y, sobre todo, de tener un compromiso efectivo con sus propios valores.

jueves, septiembre 03, 2009

La (mala) influencia

Lorenzo Meyer

En México, la verdadera guerra contra el crimen se debería dar en el campo de la educación, pero ahí el enemigo está dentro del propio gobierno

En el fondo, no hubo error

Si alguien padece dislexia o no pone toda su atención en el texto que está leyendo, puede cometer el error que cometió la profesora Elba Esther Gordillo, presidenta nacional del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), el lunes 24 de agosto en la ceremonia de inicio del ciclo escolar y, al momento de demandar una vacuna contra un mal que ya es pandemia, decir influencia en vez de influenza y virus AHLNL por virus A H1N1.

Sin embargo, quizá no hubo error y México, efectivamente, hace mucho que debió vacunar a sus maestros no contra la influenza sino contra la influencia de un viejo virus, el del corporativismo autoritario y corrupto, que en buena medida es el responsable de que hoy el magisterio sea más eficaz como estructura política y grupo de interés que como transmisor de los conocimientos que necesitan los estudiantes de educación primaria y secundaria con urgencia para participar con éxito en un mercado global altamente competitivo.

Hace algunas décadas, Corea del Sur, devastada por la guerra, estaba en una situación de subdesarrollo político y económico similar al de México, pero hoy esa Corea es un país con un PIB per cápita de más del doble que el nuestro y, en buena medida, su éxito se debe a la excelencia de su sistema educativo. En las cifras comparativas publicadas en 2006 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico sobre los resultados de la prueba diseñada por el Programa para la Evaluación de los Estudiantes o PISA, por sus siglas en inglés, Corea estaba en primer lugar entre 56 países por lo que se refiere a la capacidad de lectura de sus estudiantes de 15 años y en cuarto por lo que se refiere al dominio de las matemáticas, en cambio México estaba en los lugares 43 y 48 respectivamente.

La importancia económica de la educación

En su edición del 10 al 17 de agosto de este año, la revista norteamericana Newsweek dedica una sección a examinar el problema de la educación a nivel global. La tesis central es impactante: los efectos económicos negativos de una mala educación son peores que los de la recesión o depresión económica que actualmente asuela al mundo. Y el caso ejemplar es Estados Unidos. Según los cálculos aparecidos en un reporte de la empresa McKinsey de abril de este año, el costo anual para la economía norteamericana de que su educación secundaria no tenga la calidad que tiene la de Corea es equivalente al 9 por ciento y 16 por ciento de su PIB. Y si tal es el costo para nuestro vecino del norte, cuya educación en promedio es mejor que la nuestra, ¿cuál será para México? ¿A cuánto asciende aquí el valor de lo perdido por la mala calidad de la educación? No estaría de más que alguna organización o partido interesado en la reforma educativa mexicana le encargara a McKinsey hacer el cálculo, a ver si se encuentra el acicate que nos hace falta para empezar a cambiar.

La inversión estratégica

Ahora que el gobierno se propone hacer recortes en el gasto público como resultado de una crisis fiscal, el rector de la UNAM se ha manifestado en contra de cualquier disminución en los presupuestos de las universidades públicas pues sus consecuencias económicas a largo plazo serán superiores al supuesto ahorro, y tiene razón. Sin embargo, lo que el estudio publicado por Newsweek encuentra es que si la inversión en educación en general es un buen negocio para cualquier país, la inversión dedicada a corregir la calidad de la educación elemental es realmente mejor, pero de todas las inversiones sociales, la óptima será la que se haga en la educación de los sectores y zonas marginadas, esas que actualmente tienen la peor educación pública de todas las disponibles.

México dedica a la educación más del 5 por ciento de su PIB y, tomando las cifras internacionales del 2005, resulta que ésa es una proporción incluso superior a la que se gasta en la multicitada Corea del Sur, entonces, ¿por qué se obtienen resultados tan distintos? Una parte de la respuesta es que, en términos de dólares, el gasto coreano es el doble que el mexicano pero la respuesta verdadera, de fondo, está en la calidad de los profesores.

En 2008 se firmó entre el gobierno federal y el SNTE una Alianza por la Calidad de la Educación. Pero ¿de dónde sacar la calidad? ¿Con qué profesores? No hace mucho nos enteramos que tras la aplicación del Examen Nacional de Conocimientos y Habilidades Docentes a 123 mil 856 aspirantes -de los cuales 35 por ciento son profesores en activo- el 74.9 por ciento simplemente no lo aprobó y eso que llegar a aprobar no requirió de un puntaje excesivamente alto. Según la información publicada, entre los examinados había 6 mil 552 que ya eran docentes con más de 20 años de servicio pero que deseaban regularizar su situación. Pues bien, de ese total de veteranos del aula 4 mil 913 de plano no son rescatables o deben de "capacitarse" para conseguir el nivel mínimo aceptable (La Jornada, 24 de agosto). Lo anterior significa que de aquellos que ya habían hecho una carrera docente y fueron evaluados, por coincidencia, también 2/3 partes no resultaron aptos para el puesto. Desde luego que no se pueden extrapolar las cifras de fallas a todo el universo del cual provienen esos más de 6 mil maestros que ya llevan dos decenios educando a niños y jóvenes sin tener los conocimientos adecuados para ello, pero los números no dejan de ser un indicador, y muy revelador, de lo que está detrás de las fallas en las evaluaciones hechas por el PISA.

De la 'guerra contra el narco' a la guerra contra la ignorancia

Del artículo citado del Newsweek destaca una conclusión: una educación de alta calidad no es sólo un buen negocio sino que también es una de las mejores formas de "crear ciudadanía" y combatir la delincuencia en su etapa inicial.

Desde una óptica de ganancia política inmediata, se entiende que apenas llegado a "Los Pinos" Felipe Calderón se vistiera de militar y se lanzara a una espectacular "guerra contra el narco" -la derecha siempre tiene debilidad por la mano fuerte que impone ley y orden- para afianzar una legitimidad prendida con alfileres tras la manera poco clara con que se supone ganó en el 2006. Sin embargo, una forma un tanto menos espectacular pero mucho más efectiva de enfrentar a la criminalidad, y el deterioro social en general, hubiera sido declarar la guerra a la mala educación primaria y secundaria y haber iniciado una auténtica revolución educativa para encaminar a México por la vía coreana. Claro que una "guerra a la mala educación" sólo mostraría resultados visibles a largo plazo, es decir, se trata de una empresa propia de un estadista y no de un simple político, pero hubiera tenido mucha legitimidad entre los padres de familia, muy conscientes del desastre que viven sus hijos.

Un combate a la mala calidad de la educación en sus niveles primario y secundario daría ganancias inmediatas al gobierno pero tendría un costo: el enfrentamiento con el SNTE, es decir, sería retar a "la influencia" de una de las fuerzas políticas que hizo posible el tipo de victoria electoral que llevó a Calderón a la Presidencia. Sin embargo, conviene recordar que ya una vez hubo en México un movimiento político de gran envergadura que intentó, con bastante éxito, cimentar su legitimidad, o al menos una parte de ella, mediante la transformación del sistema educativo oficial. Fue con el gobierno del general Álvaro Obregón (1920-1924) y bajo el liderazgo intelectual y político de José Vasconcelos que la Revolución Mexicana inició su etapa verdaderamente constructiva. La batalla por la educación resultó ser una de las vías con que aquellos revolucionarios se presentaron como auténticos transformadores sociales.

La solución tan obvia como imposible

Todos los especialistas saben de los enormes beneficios económicos y sociales que puede traer una inversión bien dirigida en el campo de la educación. Sin embargo, en casi todas partes y no sólo en México, los intereses creados, en particular los sindicales, hacen muy difícil modificar las inercias que premian el espíritu burocrático y castigan el innovador.

En teoría, los mejores profesores deberían prestar sus servicios no en las escuelas de élite sino en las zonas con los índices de desarrollo humano más bajos. Desafortunadamente eso sólo se ha logrado en momentos extraordinarios, revolucionarios, y por un tiempo no muy prolongado, cuando en nombre de un gran proyecto nacional se apela al sacrificio de los jóvenes y de los mejores, y cuando los líderes ponen el ejemplo. Hoy, en México, ese espíritu es simplemente imposible. La lógica social y política dominante es la poderosa mezcla de corrupción y mercado. De Vasconcelos sólo queda el recuerdo, en el mejor de los casos.

lunes, agosto 24, 2009

Petroestado, narcoestado y Estado fallido

Lorenzo Meyer

Quizá México no es aún un petroestado, un narcoestado o un Estado fallido, pero tiene características de cada uno de ellos

Definiciones

En algún punto del pasado reciente México fue visto como un petroestado aunque en tiempos más cercanos se le ha caracterizado lo mismo de narcoestado que de Estado fallido. En cualquier caso quienes así lo califican lo que buscan es subrayar una imperfección grave en el entramado institucional del Estado. Desafortunadamente, a la estructura política de nuestro país se le puede caracterizar hoy lo mismo por el mal uso de la renta petrolera, por la corrupción, extensión y violencia del narcotráfico que por la disfuncionalidad de su entramado institucional, desde el educativo hasta el de procuración de justicia.

Actualmente resulta difícil imaginar que hubo tiempos en que el Estado y el régimen mexicano fueron vistos como fuertes y modelos para su tiempo y espacio. Al consolidarse el sistema político delineado por los liberales decimonónicos, nuestro país se convirtió en el "México de don Porfirio" y entonces más de un observador externo se congratuló de la fortaleza de ese sistema político, pues el orden y la estabilidad construidos por Porfirio Díaz habían dado finalmente forma a un país con hambre de modernización, donde dominaba el crecimiento de la inversión interna y externa, de la red ferroviaria, de la red bancaria, de las exportaciones mineras y agrícolas, del superávit, de la seguridad, etcétera (ejemplos de esta visión se tienen en James Creelman, Díaz, Master of Mexico, Nueva York, Appleton, 1911 o Alec Tweedie, Mexico as I Saw It, Nueva York: Nelson, 1911). Sin embargo, en mayo de 1911, un gobierno que parecía tan fuerte caía frente a un enemigo que hasta entonces parecía tan débil: el maderismo. Muy poco después el régimen mismo se derrumbó y pasó a ser historia.

De las cenizas del porfiriato surgió un nuevo régimen que para 1940 pareció aún más fuerte que el anterior: el de la Post Revolución Mexicana. El gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) creó una impresionante base de masas organizadas y al iniciarse la segunda mitad de ese siglo los observadores externos volvieron a impresionarse con una Presidencia fuerte pero que ya no dependía de un caudillo, que se renovaba cada seis años, apoyada por un partido de Estado que, a su vez, estaba sostenido por organizaciones sociales disciplinadas -CNC, CTM, CNOP y el resto de las siglas priistas- cuyos miembros sumaban millones, por una economía cuyo PIB crecía al 6% anual, por políticas sociales populistas y exitosas, por un Ejército sometido a la autoridad civil, por un nacionalismo que aseguraba una independencia relativa frente a Estados Unidos y muchas cosas más. Ejemplos destacados de esta visión fueron Robert Scott, Mexican Government in Transition (University of Illinois, 1959) o Frank Brandenburg, The Making of Modern Mexico (Prentice-Hall, 1964).

Finalmente, el régimen priista cayó, pero no como resultado de una rebelión armada sino de algo menos dramático: de un deterioro paulatino cuyos momentos clave fueron la crisis política del 68, la económica de 1982, el fraude electoral del 88, el levantamiento zapatista y el "error de diciembre" del 94, hasta culminar en la "insurgencia electoral" del 2000. Esa última, la rebelión en las urnas, fue simplemente resultado de la acumulación de fracasos y del hartazgo ciudadano con el autoritarismo y la corrupción.

El cambio del 2000 pudo ser el inicio de un proceso virtuoso pero finalmente no lo fue: la poca inteligencia y la mucha voracidad e irresponsabilidad de la nueva clase política impidieron modificar en lo sustantivo el arreglo institucional heredado. Las fallas del entramado recibido se acentuaron al punto de mantener la caracterización de México como petroestado pero combinada con la de narcoestado y Estado fallido.

El petroestado

El concepto de petroestado fue desarrollado por una latinoamericanista norteamericana, Terry L. Karl, para explicar la evolución política de Venezuela (The paradox of plenty. Oil booms and petro-states, University of California Press, 1997) y aplicado recientemente a México por Tania Rabasa en una tesis de maestría ("Estado y auges petroleros. El caso de México", El Colegio de México, 2009).

El tener petróleo y exportarlo en grandes cantidades convierte a un exportador en petroestado sólo si su estructura política y su red institucional no son lo suficientemente sólidas como para impedir que esa abundancia generada por la venta de un recurso estratégico y no renovable capture y dirija las decisiones políticas y económicas del Estado y de su élite del poder. Noruega es el ejemplo de un país petrolero que no es petroestado justo porque cuando descubrió los yacimientos del combustible ya contaba con un gobierno realmente democrático y una burocracia profesional que desde el inicio mantuvieron el control sobre el monto y el destino de la renta petrolera. La abundancia noruega se ha podido administrar de tal manera que no ha distorsionado ni la economía ni la estructura social del país. Los recursos generados por la actividad petrolera noruega han resultado en una notable acumulación de capital público que se administra de cara al futuro, a ese momento en que el país ni tenga ni pueda continuar dependiendo del petróleo. Frente al caso de Noruega y en contraste, están las experiencias de Venezuela, Indonesia, Irán, Nigeria, Argelia... o México. Éstos son los petroestados, es decir, sociedades nacionales donde la riqueza producto de exportar hidrocarburos llegó cuando el Estado estaba aún en formación o con instituciones débiles y corruptas y en donde la abundancia petrolera "redujo el rango de la toma de decisiones, recompensó ciertas conductas y decisiones en detrimento de otras posibles y moldeó las preferencias de los funcionarios responsables de manera que no favorecieran el desarrollo" (p. xvi). En situaciones de debilidad institucional, el petróleo tiende a corromper el proyecto nacional pues es una fuerza económica enorme y capaz de tomar el control de la política. El petroestado es un Estado débil abrumado por la abundancia, que evoluciona de manera distorsionada y desperdicia un valioso recurso no renovable en beneficio de intereses externos -las empresas petroleras internacionales- y de un puñado de privilegiados nativos. Finalmente el país termina endeudado, políticamente contrahecho y en una situación peor que al inicio en materia de desarrollo sustentable. En nuestro caso los ejemplos recientes de desperdicio, contrahechura y crisis económica y política producto de la exportación de petróleo son el sexenio de López Portillo y la situación posterior al breve auge petrolero que se vivió en la administración de Vicente Fox. En medio de un entramado institucional muy defectuoso y en manos de líderes irresponsables y corruptos -López Portillo, Fox y los suyos-, los veneros de petróleo resultaron ser un regalo del diablo, tal y como lo afirmara en "Suave patria" Ramón López Velarde.

Narcoestado y/o Estado fallido

En julio pasado, Roberta Jackobson, subsecretaria adjunta del Departamento de Estado, declaró que México no era ni narcoestado ni Estado fallido (Reforma, 23 de julio). Sin embargo, el que Washington se haya sentido obligado a descalificar públicamente el empleo de esos dos conceptos en el caso mexicano se debió justamente a que esos términos ya llevaban tiempo de estar siendo empleados en los círculos del poder de la potencia del norte para caracterizar los problemas de un país vecino que les mandaba el mayor número de indocumentados y el grueso de la cocaína (The Wall Street Journal, 21 de febrero).

Si un narcoestado es una sociedad nacional cuya estructura de poder, su economía y su cultura son dominadas por los cárteles de la droga, entonces se está hablando de Guinea-Bissau y no de México. Sin embargo, si el término se usa para destacar un problema de grado y en aumento -un sistema político donde los narcotraficantes cada vez ganan más influencia en las estructuras de gobierno, aumentan su influencia económica y hacen aceptables sus valores culturales-, entonces Colombia y México se acercan a la definición de narcoestados. Obviamente no todos los Estados fallidos son narcoestados, pero lo contrario sí que es verdad: lo narco se explica y se exacerba por lo fallido.

El drama

El México independiente pareció tener un Estado fuerte cuando tuvo una Presidencia fuerte. Sin embargo, ambas presidencias autoritarias -la porfirista y la post revolucionaria- se montaron en una base institucional contrahecha y corrupta. En 1910 esa falla desembocó en una revolución y hoy en rasgos de petroestado, de narcoestado y Estado fallido. ¡Vaya desafío el que enfrenta nuestra recién nacida y ya avejentada democracia!

viernes, agosto 14, 2009

Violencia comparada

Lorenzo Meyer

Aunque lejanos en geografía y cultura, Afganistán y México comparten un problema estructural. La violencia fuera de control

Los violentos

¿De dónde salen esos individuos que se organizan para imponer sus intereses e ideas a toda una sociedad y que para ello están dispuestos a jugarse la vida y enfrentar con máxima violencia a ciudadanos y Estado? ¿En dónde se forman los miembros de la mafia o los talibanes, los "maras" o los "zetas"? Es posible que ciertos individuos sean naturalmente proclives a la violencia, pero los socialmente importantes son los violentos por formación y organizados como resultado de injusticias, corrupción y fracasos políticos.

Talibanes

Un ejemplo actual y extremo de organización violenta surgida del seno de una cultura fuerte son los talibanes (estudiante es la raíz árabe del término), un grupo de raíz religiosa que evolucionó de la lucha afgana contra la ocupación soviética y que hoy está poniendo en jaque a Estados Unidos. ¿En dónde se recluta y se motiva a esos millares que desde la derrota soviética en las montañas de Afganistán en 1989 combaten con ferocidad a su gobierno y a las fuerzas de la OTAN para obligar a su sociedad a adoptar como marco legal a la sharía, es decir, al conjunto de principios que conforman la ley islámica? Es claro que la parte central de la formación de esos combatientes no es su entrenamiento militar sino la concepción del mundo que les llevó a suponer que tienen el deber, el derecho y la posibilidad de imponer su modo de vida.

Los talibanes han adquirido su visión del mundo en un tipo de institución religiosa: en escuelas islámicas -madrasas- que recogieron a millares de huérfanos producto de la brutal guerra de los mujahideen contra los soviéticos, y donde, como resultado de la guerra civil y de la ocupación extranjera que destrozaron el tejido social, empezaron a dominar ideas radicales en torno a un Islam "duro", como única vía para regenerar lo destruido. Estas madrasas reclutaron a sus estudiantes de entre los afganos más desprotegidos, a una edad temprana y les dieron una instrucción religiosa ascética e intolerante. El resultado fue su conversión en militantes dispuestos a participar en una lucha armada sin cuartel hasta destruir una sociedad islámica corrupta y, por tanto, a su Estado, y sustituirlo por otro donde la sharia sea el camino para la purificación colectiva.

Nuestros violentos

Hoy en México se vuelve a vivir un ambiente de violencia como el que dominó durante épocas largas del siglo XIX, en los peores momentos de la guerra civil revolucionaria (1910-1920), durante la "guerra cristera" o cuando la "guerra sucia" asoló a Guerrero y a ciertas zonas urbanas. Esta nueva violencia mexicana está ligada al crimen organizado, en especial al narcotráfico, va en ascenso, causa enorme consternación interna y ya es tema de preocupación fuera de nuestras fronteras (ejemplos recientes son: Newsweek en Español, 27 de julio, o The Washington Post, 28 de julio).

En ámbitos nacionales y extranjeros se subraya que en lo que va de la actual administración las víctimas de la lucha entre las organizaciones del crimen organizado o del choque entre éstas y las fuerzas del gobierno ya superaron los 12 mil muertos. Se trata de un enfrentamiento que hace mucho rebasó las capacidades de las policías local o federal y que ahora involucra por necesidad a la última línea de defensa del Estado: al Ejército y a la Armada. En algunos ámbitos ya se habla de una "narcoinsurgencia".

La fuente de la violencia

El mundo talibán surgió de la destrucción brutal y la descomposición de una sociedad tradicional que ya no fue sustituida por nada equivalente. Es más, surgió de una sociedad donde la descomposición se dio de la mano del cultivo del opio, una de las pocas formas disponibles de los afganos de engancharse con los mercados externos, con la globalidad. Y todo ello enmarcado por una creciente intolerancia religiosa que justificó la continuación del terror preexistente como la forma natural de imponer un pensamiento único a una sociedad víctima, por un lado, de gobernantes corruptos y, por el otro, de potencias extranjeras.

En México, la violencia actual también tiene atrapada a la sociedad en un entramado formado, de un lado, por una estructura social caracterizada por una desigualdad tradicional y creciente, dominada por una élite del poder dispuesta a defender por todos los medios sus privilegios y sin importar su inequidad, dirigida por una clase política corrupta e inepta y, por el otro, por un crimen organizado cada vez más empoderado, que secuestra, asesina y tortura haciendo gala pública de brutalidad.

Madrasas a la inversa

En el caso mexicano el tejido social no lo ha destruido ninguna guerra civil o de intervención, sino algo menos dramático pero igualmente efectivo: un rotundo fracaso económico cuyo origen se remonta a principios de los 1980, una corrupción pública y privada sistemática y creciente, una pobreza endémica en ascenso, un mercado externo gigante para drogas ilícitas y un sistema político que, pese al supuesto cambio de autoritario en democrático, sigue sin ligar a la sociedad con la autoridad y sin dar un sentido a la vida colectiva. Por otro lado, la religión organizada tampoco ha podido o querido jugar un papel significativo como motor de algún tipo de cambio cultural o social.

En México, la violencia organizada es netamente criminal y no es producto de nada que se parezca a un proyecto político a la talibán, pero bien visto, resulta que sí hay un cierto equivalente en las instituciones que preparan a los jóvenes para la vida extrema y violenta, aunque juegan ese papel no tanto por lo que se proponen hacer sino por lo que no hacen.

Y es que en México el sistema educativo oficial, especialmente al nivel masivo, el que encuadra al grueso de los jóvenes que provienen de las clases populares, es tan ineficaz para trasmitir los conocimientos que son su supuesta razón de ser -en parte por falta de recursos y en parte por irresponsabilidad y corrupción- que en la práctica forma a jóvenes que salen sin la preparación que les permita su ascenso social. Y esto ocurre en un escenario de falta de empleo y de un crecimiento económico que de raquítico pasó a ser un decrecimiento espectacular.

Los indicadores nos dicen que en 2005 México tuvo un gasto anual por estudiante en todos los niveles académicos de 2,405 dólares, lo que equivalió apenas a un tercio de la media de los países de la OCDE. Ese monto no estaría tan mal si el sistema educativo tuviera una calidad equivalente, pero la prueba PISA del 2006 nos dice que entre los 31 países medidos por la OCDE en su capacidad de lectura, matemáticas y ciencias nuestros estudiantes estuvieron en el 10% más bajo. Esos estudiantes mal preparados salen a un mundo donde la economía formal simplemente no los puede absorber y donde la informal, que es su salida más realista, ya está saturada. La migración indocumentada a Estados Unidos ha sido desde hace años la alternativa de trabajo -los mexicanos constituyen el mayor número de migrantes internacionales en el orbe-, pero ahora está disminuyendo su importancia por efecto de los obstáculos que le ponen el gobierno y la crisis de los norteamericanos. Si la migración neta en el 2006 fue de 547 mil, la del año pasado apenas llegó a 203 mil, según el Pew Hispanic Center. Todo esto, combinado con desigualdad y pobreza crecientes -lo dicen las cifras oficiales del INEGI- más un grado notable de impunidad (menos del 5% de los crímenes denunciados se resuelven) y un narcotráfico que mueve sumas impresionantes -entre 8 y 30 mil millones de dólares anuales-, termina por constituir la "tormenta perfecta" para que muchos jóvenes decidan que su mejor opción es vivir violentamente, unirse al crimen organizado y ser parte de la "narcoinsurgencia".

Las cifras oficiales aseguran que además de los miles de asesinados, la "guerra contra el narcotráfico" ha desembocado en más de 76 mil arrestos durante el gobierno de Calderón (The Washington Post, 28 de julio). El número es alto pero, a la vez, insignificante si se le compara con los millones de desempleados o mal pagados de los que el crimen organizado puede echar mano. Quizá nuestra violencia no es tan grave como la afgana, pero su raíz y solución son complejas. Al final, tanto Osama bin Laden o El Chapo Guzmán siguen operando porque una parte de la sociedad los ha hecho suyos y los protege.

Las condiciones que crearon y sostienen a talibanes o narcos son de carácter estructural y casi imposibles de modificar a corto plazo. Sin embargo, es obligación de nuestra época intentar desmontar este tipo de embrollo y para ello hay que echar mano de algo más realista que la mera fuerza militar. La solución debe ser política, social y económica.

lunes, agosto 10, 2009

Estados Unidos, Rusia... y ¡México!

Lorenzo Meyer

Ya se pronostica una guerra México-Estados Unidos, pero no hay que preocuparse, faltan 80 años

Troika

Hay muchas maneras de abordar la siempre conflictiva relación Rusia-Estados Unidos y la siempre complicada México-Estados Unidos, pero ¿dónde hay lugar para una relación significativa entre los tres, más allá de ese momento del siglo XIX cuando un México aún sin pérdidas territoriales tuvo frontera al norte no sólo con Estados Unidos sino también con Rusia (Sonoma mexicana estaba cerca del fuerte Ross ruso) o de ciertos eventos secundarios y algunas fantasías en el teatro mexicano de la Guerra Fría del siglo XX? No, la relación a que hace referencia el título es indirecta, corresponde al futuro y está centrada en la política del poder y en la demografía. Para llegar ahí hay que empezar por la tensión actual entre Rusia y Estados Unidos.

La visión norteamericana del poder ruso

A propósito de la visita reciente del presidente norteamericano Barack Obama a Rusia y de la posterior y muy provocativa del vicepresidente de ese país, Joseph Biden, a dos vecinos con los que Moscú tiene problemas -Ucrania y Georgia-, George Friedman, de la firma de inteligencia Stratfor, de Austin, Texas, señala que la política de Estados Unidos hacia la ex Unión Soviética consiste en negarle el derecho a tener una esfera de influencia propia (Geopolitical Intelligence Report, del 27 de julio, 2009, "The Russian Economy and Russian Power").

La decisión de Washington de apoyar a Georgia, país al que hace un año Rusia le dio un severo golpe militar, y a Ucrania ha ofendido a Moscú y le ha confirmado que Estados Unidos amenaza su seguridad (The New York Times, 1o. de agosto). Esta interferencia con la política rusa hacia sus vecinos se basa en las consideraciones que el vicepresidente Biden esbozó en una entrevista reciente (Wall Street Journal, 26 de julio) en la que afirmó que Rusia es ya una potencia débil, pues "su base demográfica se está contrayendo, su economía está atrofiada y su sector bancario difícilmente sobrevivirá a los siguientes quince años".

Según Friedman, Estados Unidos supone que Rusia, bajo el liderazgo de Putin, ya optó por un futuro que equivale a un retorno al pasado en lo económico y lo político: busca sostener una economía sin mucho dinamismo pero adecuada para sobrellevar un gobierno autoritario y un Ejército fuerte, como fue el modelo bajo Stalin o los zares. Para entorpecer y retardar este proyecto, dice Friedman, los Estados Unidos de Obama parecen dispuestos a seguir la misma política diseñada por Ronald Reagan y que tan buen resultado le dio: presionar políticamente a Moscú y mantener fuera de balance su esfuerzo por consolidar una esfera de influencia alrededor de sus fronteras.

¿Y México?

Hasta aquí todo gira en torno a la vieja rivalidad ruso-americana pero ¿dónde entra México? Pues en la demografía. Según Friedman, uno de los grandes talones de Aquiles de Rusia es su población: ese país tiene una geografía inmensa -17 millones de kilómetros cuadrados- pero una población de apenas 143 millones y que ya no va a crecer mucho más. En contraste, Estados Unidos tiene una superficie de 9.3 millones de kilómetros cuadrados y casi 300 millones de habitantes pero que puede también fallar en su ritmo de crecimiento. Y en esta coyuntura, México cobra importancia como fuente de energía demográfica para su vecino del norte.

En un libro que acaba de publicar (The Next 100 Years. A Forecast for the 21st Century [Nueva York: Doubleday, 2009]), Friedman, en su papel de futurólogo, sostiene, entre otras muchas cosas, que a partir de los años 2030 los imperativos económicos y demográficos obligarán a varios Estados a dar todo tipo de facilidades a la migración, y aunque la gran potencia se abrirá a todo el mundo, su proveedor principal de trabajadores será México. El factor mexicano -ese que ya el profesor Samuel P. Huntington definió en su libro Who Are We? (Nueva York: Free, 2004) como la gran amenaza para la identidad norteamericana- ayudará a la economía norteamericana a contar con la mano de obra necesaria para superar sus crisis de la primera mitad del siglo actual. Es en ese sentido que México -sus trabajadores- impedirá que Estados Unidos siga el camino de Rusia y de otras sociedades europeas: enfrentar el futuro con una población estancada, envejecida y donde la población económicamente activa será cada vez menor en términos relativos y absolutos.

Así, según este analista, eso que desde hace buen tiempo la economía norteamericana procesa muy bien pero que Estados Unidos rechaza en términos jurídicos y políticos -la mano de obra indocumentada pero barata de mexicanos y de otros países del Tercer Mundo- para los 2030 no será combatida sino alentada por una legislación muy generosa con los migrantes. Y esos recién llegados tienen y seguirán teniendo una tasa de reproducción mayor que el promedio norteamericano. Esta escuela de pensamiento sostiene que esos millones de inmigrantes serán clave para que a Estados Unidos no le pase lo que a Rusia y mantenga su centralidad económica y política. Para Friedman, la gran ventaja geopolítica norteamericana es que su masa continental le ha permitido dominar las dos grandes rutas del comercio -la del Atlántico y la del Pacífico- y que en las guerras por venir podrá proteger desde el espacio. Es la combinación de economía, tecnología, geografía y demografía -"uno de los conjuntos de mano de obra más dinámicos de las economías industriales avanzadas"-, lo que hace a Friedman sostener que el siglo XXI será un siglo norteamericano más.

El costo

Pero todo tiene un costo. Estados Unidos pagará un precio por la aceptación de la migración mexicana masiva. Según su pronóstico, la población de origen mexicano en Estados Unidos no se dispersará sino que se mantendrá concentrada en donde hoy lo está: en esas áreas que en el pasado fueron mexicanas. "Para el 2060, tras treinta años de alentar la migración... áreas que [en el 2000] eran 50% mexicanas se transformaran en casi totalmente mexicanas y áreas que entonces eran 25% duplicarán el porcentaje" (p. 226). La frontera política seguirá siendo la actual pero la frontera cultural se habrá desplazado hacia el norte. En esta visión hay ecos de los temores expresados ya hace un lustro por el profesor Huntington.

El gran choque

Alrededor del 2080, el uso intensivo de energía solar y la robótica estarán tan avanzados en Estados Unidos que su economía ya no requerirá de tanta mano de obra como en el pasado y se experimentará algo que no podrá ocurrir en otras economías avanzadas: habrá trabajadores ya no deseados y eso perjudicará sobre todo a los que llegaron de fuera a partir de los años 2030, es decir, a los de origen mexicano. En contraste con la situación actual, dentro de 70 años, la economía mexicana estará en condiciones relativamente buenas pues gracias, entre otras cosas, a su proximidad con Estados Unidos será una potencia económica -ya habrá incluso digerido el dinero del narcotráfico en actividades legales- pero sus diferencias políticas con Estados Unidos no habrán desaparecido.

Para analizar las relaciones México-Estados Unidos de hoy y del futuro, Friedman parte de un supuesto: que "las tensiones USA-México son permanentes" (p. 238); que su oposición de intereses datan de la guerra de 1848 y que para el 2080, sin que ninguno de los países se lo haya propuesto, surgirá un conflicto de fondo "de manera orgánica de la realidad geopolítica" (p. 239). Y esta realidad implicará que en los 2080 habrá un movimiento dentro de Estados Unidos para forzar el regreso a México de millones de trabajadores que ya no serán necesarios. Sin embargo, en la franja formada por los estados fronterizos de ese país, surgirá un movimiento contrario que verá en esa expulsión un intento de la cultura dominante del norte por destruir a la minoría cultural en el sur.

Friedman aborda la complejidad de este hipotético conflicto en parte interno y en parte internacional para pronosticar una nueva guerra México-Estados Unidos, guerra que ganará el segundo pero a costa de crear una gran inestabilidad en su propia franja fronteriza. Y, aquí, el autor deja ya de pronosticar: simplemente dice no tener elementos para ello y deja al conflicto como un "impasse gigante".

Conclusión

Las ciencias sociales son notorias por su deficiencia predictiva, pero lo interesante de los pronósticos de Friedman es el papel vital que asigna a la migración mexicana para preservar el papel dominante de Estados Unidos a mediano plazo. En cuanto a la posible futura guerra México-Estados Unidos, lo aconsejable es no preocuparse pues antes hay montañas de otros problemas que resolver.

jueves, julio 09, 2009

Vencieron ¿pero convencieron?

Lorenzo Meyer

El desencanto con la democracia es común, lo que ya no es común es que la frustración lleve al ciudadano a abrir la puerta para el retorno al viejo sistema

Seguimos casi igual

Pues bien, pasó la elección intermedia y ya están electos seis nuevos gobernadores, aunque uno -Sonora- está en disputa, 500 nuevos diputados federales, los representantes en la Asamblea de la capital más un buen número de diputados locales y presidentes municipales. Los partidos ya tienen al grueso de "su gente" en sus puestos.

No hubo una auténtica sorpresa: en términos generales ya se preveía la caída del PRD y del PAN, y el triunfo del viejo PRI, aunque este último se dio con más enjundia de la esperada -"El PRI aplasta al Presidente", anunció el titular de un diario nacional (Milenio Diario, 6 de julio)-, con lo que una vez más se confirmó entre nosotros el dictum de William Faulkner cuando en Réquiem para una monja (1951) el novelista hizo decir a uno de sus personajes: "el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado". El México actual es faulkneriano: desde los 1940 la oposición ha hecho un buen número de intentos para superar el sistema priista vía elección, rebelión o movilización, pero hoy seguimos casi en lo mismo: el PRI y, sobre todo, su espíritu -la búsqueda del poder por el poder mismo- parecen dominar de nuevo nuestro horizonte político.

Los partidos

La mayoría se repartió entre la abstención (55 por ciento) y el voto anulado (5.8 por ciento), aunque sin efecto formal en la elección de gobernadores, alcaldes o congresistas. Con el apoyo explícito de una minoría de los ciudadanos (dos quintos del total) las dirigencias de los partidos seguirán recibiendo el gran subsidio público, los diputados cobrarán sus dietas, pronunciarán discursos, emitirán declaraciones y harán o modificarán leyes como si tuvieran efectivamente el respaldo entusiasta de la mayoría ciudadana.

Por lo que hace a la posición de las nuevas autoridades electas y a la de la clase política en general, conviene recurrir a otro clásico. Esta vez a un español, a un vasco, a Miguel de Unamuno, filósofo y novelista que el 12 de octubre de 1936 en su calidad de rector de la Universidad de Salamanca se encontró en una situación límite: con la Guerra Civil en marcha, en el paraninfo de la universidad y en presencia de un franquista duro -el general Millán Astray-, los fascistas denunciaron a Cataluña y al País Vasco como parte de una anti-España a la que se debía extirpar por la fuerza. Unamuno reaccionó y la síntesis de su respuesta fue: "Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir".

Con todas las salvedades del caso, lo mismo se le puede decir aquí y ahora a los partidos y a la clase política mexicana: vencieron y efectivamente están al frente de las estructuras de poder, pero en medio de un México polarizado y desmoralizado y muy lejos de haber convencido a sus conciudadanos -incluidos muchos de los que votaron- de su utilidad, capacidad y derecho a ser "los que mandan".

¿Hacia dónde y en qué condiciones?

Tras la elección y el reacomodo relativo de las fuerzas partidistas -el PRI muy recuperado, el PAN disminuido y el PRD en un lejano tercer lugar-, la clase política tratará de volver a la "normalidad", es decir, a negociar el presupuesto, hacer cambios en la legislación electoral, administrar el día a día cada vez más mediocre y violento y confiar en que las fuerzas económicas internacionales (Estados Unidos) superen su actual crisis y de ahí surja la recuperación del PIB mexicano. Y así, mientras esperamos que el "factor externo" nos vuelva a insuflar vitalidad, los políticos y los administradores de lo público, que en lo individual tienen asegurada su confortable forma de vida, pueden concentrarse en los tres próximos años en su gran pugna de cara a la elección presidencial del 2012.

En este escenario inercial, lo más probable es que el futuro inmediato resulte muy parecido al pasado inmediato y al presente. A lo más a que podríamos aspirar es a que la inseguridad no siga aumentando, a que la economía formal deje de hundirse, a que la economía informal absorba parte del desempleo creciente, a que las remesas no caigan más y que esos envíos de la diáspora mexicana más los programas asistenciales continúen paliando la pobreza aunque sin tocar sus raíces, a que la corrupción se mantenga pero evite llegar al escándalo, a que los caciques sindicales mantengan el orden en sus gremios y, en fin, a que la resignación y la preocupación por la salvación individual impidan que el grueso de los mexicanos se ocupen de la cosa pública, que no se movilicen para exigir y romper las inercias que nos impiden salir del círculo vicioso en que se ha convertido nuestro proceso político.

En relación con ese futuro inmediato hay varias incógnitas. El PRI, apoyado política y económicamente por sus 19 gobernadores va a tratar de negociar sus diferencias internas y preparar el camino de su candidato presidencial, que puede ser Enrique Peña Nieto pero también Beatriz Paredes o, incluso, Manlio Fabio Beltrones. El PAN, por su parte, va a tener que ocuparse de apoyar a su "jefe nato", a Felipe Calderón, que con esta derrota de mediados de sexenio corre el peligro de transformarse en un zombi político -un muerto viviente- que va a tener que hacer enormes concesiones a los priistas para negociar cualquier medida política fuera de la rutina e incluso la rutina misma. Si Fox trató de "cogobernar el cambio" con Roberto Madrazo, Felipe Calderón se verá obligado a "cogobernar la rutina" con las varias cabezas nacionales y locales del PRI y que buscarán dirigir la rutina como un largo preámbulo de su retorno a Palacio.

Desde la oposición de izquierda, lo importante será la medida en que el gran movimiento social que encabeza Andrés Manuel López Obrador (AMLO) logre afirmar y acrecentar sus raíces en el "México profundo". Para volver a la carga en 2012, el lopezobradorismo deberá aprender de sus errores políticos y de organización de seis años atrás. En cualquier caso, AMLO tendrá que enfrentar esa gran coalición de derecha que siempre preferirá el retorno del PRI a "Los Pinos" a cualquier intento por modificar la estructura social mexicana. Para los "poderes fácticos" el PRI en la Presidencia ofrece la seguridad que se desprende de una relación entre conocidos y, llegado el caso, volverá a intentar parar el movimiento social de AMLO "a como dé lugar".

En los tres años por venir, el choque entre las fuerzas políticas legales se puede y se debe conducir por los imperfectos canales institucionales que existen. Izquierda y derecha saben que cualquier otra ruta entraña enormes peligros. Sin embargo, hay una fuerza creciente que cada vez se muestra más desafiante de la precaria institucionalidad y que, ella sí, es efectivamente el gran peligro político para México. Se trata del crimen organizado, ése que un estudio norteamericano ya definió como "narcoinsurgencia" (El Universal, 5 de julio).

Cuando hace años se planteó con ánimo entre especulativo y socarrón la cuestión "1810, 1910, ¿2010?", nadie pensó que efectivamente en el aniversario del bicentenario y centenario del inicio de dos grandes movimientos armados que marcaron la historia mexicana el país estaría en medio de otra lucha entre las Fuerzas Armadas del gobierno por un lado y paramilitares fuertemente armados, financiados y organizados por los cárteles de la droga que desafían al orden establecido por medio de una eficaz combinación de corrupción y terror. Y lo peor es que no se vislumbra la salida militar o política de éste, nuestro laberinto del crimen organizado, construido a partir de decisiones tomadas hace decenios, justamente bajo los gobiernos priistas.

Conclusión

El resultado de las elecciones intermedias de 2009 abre la posibilidad de tener al pasado como futuro. Una parte de la sociedad mexicana simplemente pareciera haber desistido de su interés por el cambio vía una derecha dura que resultó tan corrupta como la del pasado pero más ineficaz y más alejada del ciudadano común. Los electores priistas se han resignado al "más vale malo por conocido que bueno por conocer" y buscan refugio en un tipo de política que si bien se ha caracterizado por el autoritarismo y la corrupción, ha ofrecido un mínimo de seguridad y "profesionalismo" en la gestión de lo público.

En estas condiciones, quien enfrenta el reto mayor es la izquierda real. Hoy y en los años por venir tendrá que enfrentar la oposición de la elite del poder -los grandes intereses creados- y el desaliento y desencanto de muchos mexicanos ante la oferta de un cambio de fondo. Sin embargo, ése es el camino que aún nos queda por intentar para superar la mediocridad e injusticia históricamente dominantes en nuestro país.

viernes, julio 03, 2009

El voto nulo o consecuencias de la inconsecuencia

Lorenzo Meyer

El rechazo actual a la clase política viene de la desilusión del ejercicio democrático una vez que se logró la alternancia

El "Voto en blanco" y la política negra

El gran cambio político del 2000 -el hipotético inicio de la consolidación de la democracia electoral- ha resultado básicamente un hecho inconsecuente: nada realmente sustantivo ha cambiado en la dirección esperada. Al contrario, por lo que hace al sentido de rumbo, confianza, crecimiento económico, gobernabilidad, seguridad, combate a la corrupción, confianza en las instituciones, calidad de la educación y otros temas similares estamos igual o peor que antes.

La inconsecuencia del supuesto parteaguas del 2000 ya tiene consecuencias; una de ellas es el rechazo activo de una parte de los ciudadanos a la clase política usando su boleta electoral este 5 de julio para negarle su apoyo a todos los partidos registrados y dejar constancia de su total inconformidad con la situación existente. El objetivo de depositar la boleta en blanco, anularla o votar por un candidato sin registro es actuar dentro del marco institucional para hacer patente la ausencia de alternativas auténticas o, lo que es lo mismo, la falta de contenido real de la fórmula electoral. Se tratará, en cualquier caso, de un acto con claro contenido político aunque su significado está sujeto a su importancia cuantitativa.

Si el proceso político actual tuviera sentido -si el votante pudiera decidir entre programas realmente contrastantes y encarnados por políticos con carreras que confirmaran su honestidad y eficacia-, entonces el llamado a anular el voto, otorgarlo a un candidato sin registro o depositarlo en blanco, sería una estupidez, un sinsentido. Sin embargo, la innegable ineficacia, deshonestidad e impunidad de la actual clase política mexicana -existen excepciones notables pero son pocas y sistemáticamente neutralizadas por la mayoría dominante- son lo que hace que, pese a todo, el destino del voto de protesta sin referente partidista sea hoy el más digno y el menos malo de los posibles. Así de dañados nos encontramos.

Un voto que los partidos se ganaron a pulso

Desde que en los 1980 se inició la insurgencia electoral mexicana, la parte más viva y emprendedora de la ciudadanía empezó a imaginar que el voto, hasta entonces un instrumento históricamente deleznable frente a las posibilidades de la violencia y la revolución, había modificado su naturaleza y por fin la vía pacífica podría llegar a tener sentido, a tener consecuencias. El descalabro que fue el fraude salinista de 1988 no acabó con este sentimiento de esperanza, aunque sí lo hizo más realista. En los 1990 un grupo cada vez más numeroso de ciudadanos se entusiasmó con la posibilidad de estar viviendo y protagonizando un cambio histórico. Esta sensación de haber encontrado una razón de ser del ciudadano alcanzó su cima con la expulsión pacífica del PRI de "Los Pinos" en el año 2000. Sin embargo, muy pronto una parte del electorado se vio obligada a llegar a la conclusión de que su esperanza había vuelto a naufragar, que la clase política volvía a estar por debajo de las circunstancias.

La razón de fondo de la actual desilusión ciudadana es el estancamiento e incluso el retroceso de lo que podría llamarse el proyecto mexicano. Y una de las fuentes de esa ausencia de horizontes es la incapacidad de los partidos de tomar en cuenta, de asumir como propios y transformar en políticas efectivas los intereses de la mayoría. Aunque los términos crisis y permanencia son, en principio, contradictorios, en muchos círculos domina la sensación que el país está sumergido en una "crisis permanente". Domina la sensación, por un lado, de que en el último cuarto de siglo el desarrollo material del país se ha estancado y, por el otro, de que una minoría abusiva ha prosperado de manera tan notoria que resulta obscena y, finalmente, de que hay una relación de causalidad entre lo uno y lo otro.

Entre las razones más inmediatas y concretas del descontento prevalente está el sistema electoral. Las encuestas de opinión muestran que una mayoría de ciudadanos ve al sistema de partidos como un conjunto de organismos no confiables ni respetables. Desde la izquierda, el agravio es mayor por la negativa de las autoridades electorales, apoyadas por el grueso de los partidos y de los "poderes fácticos", de nulificar la elección del 2006 y ordenar su reposición como resultado de la interferencia ilegal y reconocida en el proceso electoral del presidente Vicente Fox y del Consejo Coordinador Empresarial. En el mismo sentido opera la negativa a proceder con el recuento de los sufragios para dar certeza a un resultado donde la diferencia entre el supuesto ganador y su rival más cercano fue de apenas medio punto porcentual y con muchos errores en las actas. La certidumbre de que en la actualidad los dados electorales están tan cargados como en el pasado se afirma al ver que la composición de la directiva del IFE se integra no con representantes de los ciudadanos sino de las dirigencias de los partidos o de feudos tan notables como el SNTE y que en el TEPJF sucede lo mismo.

La falla de la legitimidad

Quienes ganaron en el 2000 el control de las estructuras del poder político decidieron mantener la Presidencia en 2006 bajo la divisa de "haiga sido como haiga sido". Consideraron entonces que "Los Pinos" bien valía los costos que implicaba primero el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, el líder de la izquierda, luego una campaña electoral basada en el miedo y finalmente el desgaste de las instituciones electorales que hicieron de lado su supuesta neutralidad y privaron al proceso de su necesaria pulcritud y certidumbre en sus resultados.

En 2006 el tema de la legitimidad fue relegado a un plano secundario por los supuestos triunfadores de la contienda y lo mismo volvió a ocurrir en la lucha interna de un PRD ya muy polarizado por la derrota electoral. Sin embargo, es justamente ese tema de la legitimidad -de la ausencia de legitimidad en el sistema político- lo que ahora da sentido a la conducta de quienes rechazan al conjunto de los partidos y sus políticas. Mediante ese rechazo se pretende desaprobar la naturaleza misma del poder imperante y poner la base de otro donde la legitimidad tenga posibilidades de ser lo que siempre debió ser: su columna vertebral.

El tema de la legitimidad política es fundamental en cualquier sociedad y época. Todo ejercicio del poder necesita justificarse a los ojos de aquellos que están sujetos a sus dictados. Max Weber identificó tres formas históricas básicas de autoridad legítima: la tradicional, la carismática y la legal-racional. En los Estados modernos, esta última debe ser la dominante aunque no la única. Como bien lo señaló Seymour Martin Lipset -uno de los grandes politólogos del siglo XX- este tipo de legitimidad implica "que el sistema político imperante tiene la capacidad de engendrar y mantener la idea que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas para la sociedad en cuestión" (Political Man: The Social Bases of Politics, 1963). Sin embargo, es justamente eso lo que no sucede hoy en México: nuestra estructura institucional es cuestionada por muchos y, de nuevo, las encuestas lo prueban.

Y es que simplemente echando una mirada a lo que nos rodea, se llega a la conclusión de que las instituciones, desde la Presidencia, pasando por la economía hasta llegar a las guarderías para niños de madres trabajadoras, están fallando de forma espectacular o trágica. Felipe Calderón pidió el voto definiéndose como "el presidente del empleo" pero con la caída de 8 por ciento del PIB lo que domina es el desempleo. La violencia relacionada con el crimen organizado no disminuye sino aumenta 67 por ciento respecto al mismo periodo que el año pasado. El director general de la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito no ha vacilado en admitir que "México es un caso extraordinariamente violento y una situación sin par en el mundo" (El Universal, 25 y 30 de junio). Por su parte, el Banco Mundial, en su Indicador de Gobernabilidad Global 2009 reprobó a nuestro país en cuatro de los seis índices que lo forman: a) estabilidad política y ausencia de violencia, b) Estado de derecho, c) rendición de cuentas y participación ciudadana y d) control de corrupción. Sólo lo aprobó, y no por mucho, en: a) calidad regulatoria (calidad de la burocracia) y b) efectividad de gobierno (Reforma, 30 de junio).

En Conclusión

La próxima elección tendrá ganadores y perdedores formales. Sin embargo, los resultados de las urnas deberían de leerse e interpretarse a la luz de la abstención, de las diferentes modalidades del voto nulo y, sobre todo, de las fallas en la legitimidad del poder político como un todo.

viernes, junio 12, 2009

El voto sin partido o cómo usar la crisis

Lorenzo Meyer

No aceptar nada de lo que la clase política nos ofrece es poner a esa clase en su justo sitio

Se va a echar de menos la presencia de Javier Wimer

Razón

Una buena razón para ir a las urnas el próximo mes pero sin darle el voto a un partido, la resume un titular: "La clase política contra el voto nulo. Las dirigencias partidistas califican de peligroso el sufragio en blanco" (El Universal, 5 de junio). Para aquellos ciudadanos más que insatisfechos con la actual clase política y sus partidos -de todos sus partidos-, la irritación de la elite del poder -políticos, empresarios, Iglesia Católica, etcétera- ante la idea de anular el voto o mejor aún, dárselo a un personaje sin registro usando para ello la casilla en blanco de las boletas, es todo un incentivo para seguir adelante con ese propósito.

Oportunidad

El título de esta columna está inspirado en una propuesta que se le atribuye a Rahm Emanuel, el astuto y realista jefe de Gabinete del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. La gran crisis económica y política que Obama heredó de la administración de George W.Bush, dentro de la calamidad que era, tenía un lado bueno: facilitaba reencauzar el desarrollo general del país. El estado de emergencia económica, el fracaso de la invasión de Iraq y el triunfo electoral de los demócratas habían destruido buena parte de los argumentos y capacidades de las fuerzas conservadoras que se oponían a una reestructuración a fondo del sector financiero, a un cambio en el unilateralismo que dominaba la política exterior de Washington, a proteger de manera efectiva al medio ambiente, a una redistribución más justa del ingreso, a una mejora a fondo del sistema educativo, a un mayor gasto en ciencia y tecnología, etcétera. Así, la crisis era o podía ser la vía para deshacerse de lo malhecho e iniciar su reconstrucción.

La(s) crisis

En términos relativos, en México tenemos una crisis más profunda que la norteamericana. Nuestra crisis general lleva decenios y se compone de una gama de atolladeros sin salida fácil, de fracasos rotundos. Para empezar está el económico, que lleva ya un cuarto de siglo y que, a su vez, puede subdividirse en laboral, financiero, industrial, agrícola, fiscal, turístico, etcétera; seguido por el de seguridad, de representación política, de impartición de justicia, el educativo y finalmente, englobándolos y resultado de todos, el atasco moral.

Lo mismo las encuestas que la experiencia individual, muestran que en el México actual hay una buena cantidad de ciudadanos insatisfechos -algunos muy insatisfechos-, con el estado que guarda nuestra vida pública, que se sienten encolerizados por la persistencia de la corrupción a todos los niveles, desde la ventanilla hasta la Presidencia, defraudados por la forma en que se llevó a cabo la última elección presidencial, burlados por el comportamiento de cada uno de los partidos políticos y por la no representatividad del sistema en su conjunto, decepcionados con todas y cada una de las instituciones que se supone regulan la vida partidaria y defienden la legalidad del voto -IFE, Trife, FEPADE, los institutos electorales estatales-, irritados con la forma en que se comportan los supuestos representantes populares -los legisladores locales y federales-, desesperados por la ineficacia de las burocracias, temerosos y contrariados por la imposibilidad de contar con una adecuada protección policiaca, desalentados por la ausencia de un proyecto nacional y por la pérdida de oportunidades al tiempo que países como China, India o Brasil parecen dirigirse con confianza a un mejor futuro. Todo este conjunto de inconformidades y más caracterizan la crisis actual mexicana.

Una oportunidad de pasar simbólicamente la factura a unas elites prepotentes, corruptas e irresponsables

Para hacer de una gran crisis una gran oportunidad de reconstrucción se necesita lo que hoy tiene Estados Unidos pero de lo que México carece: un liderazgo con poder, con un gran proyecto, con una visión generosa, con enorme legitimidad, respaldado por un gabinete seleccionado de entre los mejores y por un partido -el Demócrata- que ganó claramente la mayoría en las urnas y no como resultado de una campaña de miedo -esa corrió a cargo de sus adversarios- sino de una propuesta imaginativa para rediseñar el capitalismo norteamericano sometiéndolo a reglas, poniéndole límites a las fuerzas del mercado y reviviendo el papel del Estado en beneficio de la mayoría, al estilo de Franklin D. Roosevelt hace poco más de 70 años.

Hoy en México, simplemente no existe ninguna de esas condiciones. Ningún partido registrado, de izquierda, centro o derecha, tiene un liderazgo que esté mínimamente a la altura de las circunstancias. Todas las oligarquías partidistas son notables por su mediocridad moral e intelectual, su voracidad y corrupción. Sin embargo, forzados por un calendario implacable e ineludible, esa clase política dividida en tres grandes partidos -con un grupo de rémoras- tiene que convocar a la ciudadanía para que, en las urnas, emita un juicio sobre el resultado de sus acciones, sobre los frutos de su conducta tanto reciente como histórica. Se trata, pues, de un México convocado a elecciones intermedias en medio del desastre y del desánimo.

Y es ahí donde los ciudadanos podemos tener una oportunidad de emitir una evaluación, de deslegitimar un arreglo cupular trágico y pasar así una factura, aunque sea simbólica, a las elites políticas y del poder e intentar abrir una brecha por donde, más adelante y con mayor esfuerzo, pueda introducirse el cambio.

El verdadero voto de castigo

En este momento, las urnas no le ofrecen al ciudadano eso que constituye el sentido mínimo de la democracia electoral: la posibilidad de elegir entre proyectos realmente alternativos. El PRI se mantiene básicamente fiel a su esencia oportunista original: tiene intereses no ideología y ni siquiera ha cambiado al grueso de sus cuadros dirigentes. Y cuando aparecen líderes jóvenes, éstos resultan ser, en su esencia, una copia casi fiel de sus ancestros. Un buen ejemplo es el caso del gobernador del estado de México, formado en la escuela de Isidro Fabela, continuada por Carlos Hank González y seguida sin cambio hasta Arturo Montiel.

Desde el sexenio de Miguel Alemán el PRI se escoró a la derecha y justo cuando adoptó el neoliberalismo como proyecto a fines de los 1980, se encontró con la posibilidad de forjar una gran alianza con un PAN que había nacido en la derecha. En esas circunstancias, PRI y PAN trocaron características y papeles: a cambio de un apoyo indispensable tras el desastre de la elección de 1988, el PRI integró al PAN al círculo del poder y ya una vez ahí y por la vía de la negociación, el PAN dejó fuera su compromiso histórico con la democracia y la honestidad administrativa.

Por su parte, la izquierda, tras la enorme frustración producto de dos derrotas a la mala en las urnas, llevó sus divisiones originales a sus últimas consecuencias en medio de una guerra interna dominada por la pasión fratricida. En esa lucha, el ala más "negociadora" o "moderna" contó con la simpatía y ayuda del gobierno, de los medios de comunicación, y de toda la gama de intereses que conformaron el gran frente antilopezobradorista del 2006. En esas condiciones, el PRD dejó de ser opción para quedar simplemente en una burocracia más, alimentada por los subsidios que dispensa el IFE, y que no se distingue en nada sustantivo de las del PRI y el PAN excepto por tener una cuota de poder menor.

¿Qué hacer?

La solución de fondo es una nueva fuerza electoral pero en la coyuntura actual sólo queda el rechazo al arreglo existente. La mejor vía no es la abstención electoral porque se confunde con la simple desidia e indiferencia. Hay que mostrar voluntad yendo a las urnas y demandar lo que aún no existe: una auténtica opción. Una forma de hacerlo es votando en blanco o anulando el voto. Desde que en 1997 los votos más o menos se cuentan, este voto promedia el 2.76 por ciento; cualquier porcentaje que supere la cifra anterior sería un claro indicador de protesta. Otra posibilidad aún mejor es hacer uso del espacio en blanco de la boleta y poner ahí, de puño y letra, el nombre de un personaje real o ficticio que encarne nuestra esperanza o frustración; la autoridad electoral está obligada a registrarlo y dejar constancia que no fue una equivocación del votante sino un acto consciente de rechazo a la calidad de la vida política mexicana.

En suma

Actuar el 5 de julio de manera contraria a lo que nos pide la elite del poder mexicana podría ser un paso, modesto si se quiere, en la deslegitimación de un sistema partidista que no cumple con su función y, por eso mismo y si hay suerte, una oportunidad para empezar la construcción, de nuevo y desde abajo, de algo mejor.

viernes, junio 05, 2009

Poderes tras el trono

Lorenzo Meyer

La existencia de "poderes tras el trono" es un indicador más de la debilidad institucional de nuestra política

El problema

El contenido del concepto "el poder tras el trono" es tan viejo como la política misma. Se refiere a la persona o grupo que sin tener un cargo de autoridad formal -sin sus prerrogativas y responsabilidades- es quien, en la práctica, toma las decisiones, ejerce el poder y recibe sus beneficios. Un ejemplo clásico es el cardenal-duque de Richelieu, el fraile capuchino que fue primer ministro de Luis XIII en la Francia del siglo XVII. Richelieu jugó un papel mayor al de primer ministro: influyó en la toma de decisiones al punto de ser él, y no el rey, el verdadero hacedor de la política del Estado francés.

Y el tema de los poderes formales y reales en la política mexicana viene al caso por el papel que ha desempeñado el ex presidente Carlos Salinas de Gortari a partir de su retorno de esa especie de exilio que se impuso o le impusieron durante el gobierno de Ernesto Zedillo.

En varias ocasiones, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha sostenido que Salinas fue personaje central en la maquinación para impedir que él, en tanto candidato de la izquierda y favorito en las encuestas, triunfara en la elección del 2006. De acuerdo con AMLO, Salinas sigue siendo uno de "los que mandan" en México. Por su parte, Carlos Ahumada, el ex contratista del gobierno capitalino, describe al detalle en el libro Derecho de réplica, la manera en que Salinas intervino en 2004 para lograr que las videograbaciones hechas por Ahumada al momento de entregar dinero a personas cercanas a AMLO llegaran al gobierno, a Televisa y se difundieran de manera que lograran hacer el mayor daño a la imagen de AMLO.

En las últimas semanas los medios -ver, por ejemplo, Reporte Índigo- documentaron la forma como Salinas movió a los suyos dentro del PRI para hacer que el ex presidente Miguel de la Madrid, aduciendo una supuesta incapacidad mental, se retractara públicamente de lo que había declarado a Carmen Aristegui en torno a Salinas y sus hermanos: su falta de honradez en el manejo de los recursos públicos durante el sexenio 1988-1994 y sus posibles ligas con el narcotráfico.

Si fijamos la vista en las élites, una buena parte de la historia política mundial puede explicarse vía la influencia de "poderes tras el trono", a veces como simple resultado de su cercanía al personaje en posición de mando -esposas, amantes o amigos con derecho de picaporte-, reforzada por la mezcla de carácter fuerte del influyente y débil del influido. Así, las grandes decisiones de Justiniano encaminadas a recrear desde Bizancio la grandeza del Imperio Romano en el siglo VI no se entienden si se hace a un lado la influencia que sobre el emperador tuvo Teodora, su dura y astuta esposa. En el siglo pasado, un ejemplo de la cónyuge que asumió el papel de tomadora de decisiones políticas, es Edith Bolling Galt, esposa del presidente norteamericano Woodrow Wilson en la etapa final de su gobierno (1919-1921), especialmente cuando el mandatario quedó recluido, como resultado de un mal cardiaco. A una escala mucho más baja, sin tomar en cuenta la influencia de su esposa, Marta Sahagún, tampoco es posible entender a cabalidad la forma tan irresponsable y mezquina como Vicente Fox desperdició la oportunidad histórica que tuvo de cambiar el carácter de la política mexicana a partir de su triunfo en la elección presidencial del 2000.

Nuestra tradición

En el siglo XIX mexicano hay abundancia de "poderes tras el trono" justo porque la vida institucional era precaria en extremo. En realidad, la capacidad de ciertos caciques de ejercer poder sin estar investidos formalmente con el manto de la autoridad es un indicador del pobre desarrollo político mexicano de la época. Para empezar, está el caso del ministro norteamericano Joel R. Poinsett, que se convirtió en el líder de la logia yorquina mexicana -el "partido popular"- y su influencia llegó al punto que fue necesario su retiro en 1829. Desde luego, el general Antonio López de Santa Anna pudo, en ocasiones, dejar la Presidencia y el mando del Ejército y retirarse a su hacienda "Manga de Clavo" en Veracruz y desde ahí mantenerse como el verdadero amo del país (en la medida en que había país y que éste permitía algún tipo de amo). Sólo la rebelión de Ayutla pudo sacarle de nuestra historia. A mediados de ese siglo, Mariano Riva Palacio fue el factotum político del estado de México por casi un cuarto de siglo; dos veces fungió como gobernador, pero cuando no lo era siguió ejerciendo el poder.

El Porfiriato

Fue durante el liberalismo maduro -el Porfiriato- cuando las instituciones del Estado mexicano dejaron de ser meras entelequias para convertirse en marcos más o menos organizadores de la sociedad. Sin embargo, los "poderes tras el trono" de carácter caciquil se mantuvieron. Por ejemplo, en el norte del país los generales Gerónimo Treviño, Francisco Naranjo o Bernardo Reyes ejercieron una influencia que fue siempre más allá de sus cargos formales al punto de subordinar a varios gobernadores de "estados libres y soberanos".

La Revolución

Durante la guerra civil, cada caudillo ejerció el poder que le permitieron sus armas. Iniciada la institucionalización, la situación cambió pero más en el papel que en la realidad. En el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928), la sombra del gran caudillo, Álvaro Obregón, se proyectó al punto de opacar al Presidente y crear una diarquía. Tras el asesinato de Obregón como Presidente electo en 1928, Calles reintrodujo el principio de la "no reelección" y cumplió escrupulosamente con sus términos formales, pero a nadie escapó que el verdadero centro de poder en México no era el Presidente en turno -de Emilio Portes Gil a Abelardo Rodríguez- sino el creador del gran partido oficial (PNR) y "Jefe Máximo de la Revolución Mexicana", es decir, Calles. Sólo cuando, en 1936, el presidente Lázaro Cárdenas expropió al expropiador su capacidad de decidir sobre los asuntos del gobierno, el poder formal y el real volvieron a ser casi equivalentes.

La autonomía sexenal

Como ex presidentes, Cárdenas y en menor medida Miguel Alemán, también proyectaron sombra sobre sus sucesores, pero ya nunca con la intensidad que lo había hecho Calles. A partir de 1940 se logró eso que Porfirio Muñoz Ledo llamó la "autonomía sexenal" del Presidente en turno. Sin embargo, a nivel local persistieron "poderes tras el trono". Ésos fueron los casos, entre otros, de Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí o más tarde de Joaquín Hernández Galicia La Quina en la región petrolera del Golfo. Ellos, y otros como ellos, subsistieron en tanto no estorbaran al poder presidencial.

La situación actual

A partir del 2000, al concluir el priato a nivel nacional e iniciarse el panato, la pérdida relativa del poder presidencial se convirtió en un juego suma cero y parte del gran poder que había ejercido la Presidencia autoritaria abandonó "Los Pinos" y migró a otras zonas y no precisamente ciudadanas. Fue así que los "poderes tras el trono" volvieron por sus fueros. Uno de ellos, como ya se señaló, es Carlos Salinas, jefe de facto de una parte del PRI y con quien están en deuda otros partidos, empresarios de altos vuelos, dirigentes religiosos o sindicales, intelectuales y, sin duda, los dos últimos presidentes.

No es ésta la única fuerza que desborda hoy el marco institucional. La maestra Elba Esther Gordillo, líder indiscutible del poderoso SNTE, es otro notorio "poder tras el trono", pues ella es el actor dominante en la Secretaría de Educación, en el Partido Nueva Alianza o en zonas del PRI y del IFE, entre otras. Difícil pensar que en Pemex se puedan tomar decisiones como la construcción de una nueva refinería sin tener la anuencia del líder del SNTPRM, Carlos Romero Deschamps. La misma situación se repite en materia de la legislación sobre radio y televisión; en su momento, la llamada "Ley Televisa" pasó tal y como las dos grandes televisoras privadas quisieron y no como lo hubiera determinado una libre discusión y voluntad de los supuestos representantes de la "soberanía nacional" en el Congreso. Finalmente, si se confirman las causas que llevaron al arraigo de una decena de presidentes municipales en Michoacán, entonces quedaría claro que es el crimen organizado y no la autoridad electa quien realmente maneja la cosa pública en algunas estructuras que forman la base de la organización política mexicana.

En suma

En materia de responsabilidad política no estamos de regreso al siglo XIX, pero tampoco estamos donde podríamos y deberíamos estar: hoy nos sobran muchos "poderes tras el trono".