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martes, enero 03, 2012

El cachorro

JA

Tiene dos o tres semanas de nacido. Quien sabe como llegó a la casa, se metió por una rendija de la puerta y desde ayer pasea por el patio. Juega con lo que se acerca, incluso con las gallinas del vecino, que pasan por ahí sin enterarse que cuando se le aproximan el perrito se agazapa y les mueve la cola.

Su cara está destrozada. En estos días los niños juegan mucho con pirotecnia y seguramente le estalló de cerca algún artefacto. El ojo derecho le anda colgando fuera de su lugar, pegado a una cicatriz de tierra y sangre. No sé si siente dolor, pero hambre y sed, seguro que sí.

Cuando me acerco a él comienza a jugar. Empieza por morderme el zapato y termina deshaciendo las agujetas. Sus gestos son terriblemente conmovedores, viniendo de un animal que lo ha sufrido todo y que no se da cuenta de su circunstancia; que no sabe de donde le viene tanta desgracia. Y todavía tiene ganas de jugar.

Llevo varias semanas viviendo un sueño real del que no puedo librarme, con un estado de ánimo que hace que no me interese hablar con nadie y solo quiera recostarme y pensar lo que he hecho y lo que soy. La inocencia y ternura del cachorro hacen que comience a despertarme.

Anoche salí a orinar al patio. El cachorro le ladró a mi sombra. Estaba cuidando.

Hoy salí de casa y no volveré por tres meses. Él se quedó acurrucado en el patio, viéndome partir.

Dentro de poco no quedará nada de él. Sólo estas palabras.

martes, enero 20, 2009

El llanto de un lugar

John Berger

Unos días después de nuestro retorno de lo que hasta hace poco suponíamos que sería el futuro Estado de Palestina, y que ahora es la prisión más grande del mundo (Gaza), la sala de espera más grande del mundo (Cisjordania), tuve un sueño.

Estaba solo, de pie, desnudo de la cintura para arriba, en un desierto de cuarzo arenisco. En algún momento, la mano de alguien más recogía del suelo un poco de esa arena y me la lanzaba al pecho. Su acción era más bien algo considerado y no un acto agresivo. Antes de tocarme, la tierra o grava se transformaba en jirones de tela, tal vez algodón, que se envolvían solos alrededor de mi torso. Estos trapos rasgados cambiaban otra vez y se volvían palabras, frases. No eran escritas por mí sino por el lugar.

Al remembrar este sueño, me vino a la mente el término inventado tierra arrasada. Y se repetía. Tierra arrasada describe un lugar o los lugares donde todo, lo material y lo inmaterial, ha sido barrido, robado, desmantelado, desmenuzado, lavado, todo excepto la tierra palpable.

*

Hay una colina bajita en las afueras de Ramallah, llamada Al Rabweh, al occidente, al final de la calle Tokio. Cerca de la cima de la colina está enterrado el poeta Mahmoud Darwish. No es un cementerio.

La calle se llama Tokio porque conduce al Centro Cultural de la ciudad, que está al pie de la colina, y que fue construido gracias a un apoyo japonés.

Fue en este Centro donde Darwish leyó algunos de sus poemas por última vez —aunque entonces nadie suponía que sería la última. Qué significa la palabra última en momentos de desolación.

Fuimos a visitar su tumba. Hay ahí una lápida. La tierra excavada sigue desnuda, y los dolientes han dejado manojos de espigas verdes de trigo —como lo sugiere uno de sus poemas. Hay también anémonas rojas, pedazos de papel, fotos.

Él quiso ser enterrado en Galilea donde nació y donde su madre vive aún, pero los israelíes lo prohibieron.

En el funeral, decenas de miles de personas se reunieron aquí, en Al Rabweh. Su madre, de 96 años, se dirigió a ellas. “Él es hijo de todos ustedes”, exclamó.

En qué ámbito exactamente es que hablamos cuando hablamos de los amados que acaban de morir o ser asesinados. En un momento así de presente, nuestras palabras nos parecen resonar de un modo mucho más cercano que lo que normalmente vivimos. Son comparables con los momentos en que hacemos el amor, o cuando enfrentamos un peligro inminente, o al tomar una decisión irrevocable, o cuando bailamos un tango. No es en el ámbito de lo eterno donde nuestras palabras de duelo resuenan, pero tal vez resuenan en alguna de las pequeñas galerías de tal ámbito.

*

En la colina, que ahora está desierta, intento invocar la voz de Darwish. Tenía la calma voz de un criador de abejas:


Una caja de piedra

donde los vivos y los muertos se mueven en el barro seco

como abejas cautivas en el panal de una colmena

y cada vez que el estado de sitio arrecia

comienzan una huelga de hambre de flores

y buscan el mar para que les indique la salida de emergencia


Al invocar su voz, sentí la necesidad de sentarme en la tierra palpable, en el pasto verde. Y así lo hice.

Al Rabweh significa en árabe: “la colina cubierta de pasto verde”. Sus palabras han regresado al lugar de donde vinieron. Y no hay Nada más. Una Nada compartida por 5 millones de personas.

La siguiente colina, a quinientos metros de distancia, está repleta de tiraderos de desperdicios. Los cuervos vuelan en círculos. Algunos muchachos pepenan objetos en ella.

Al sentarme en el pasto en el borde de esta tumba recién cubierta, ocurrió algo inesperado. Para definirlo, tengo que describir otro evento.

Esto fue hace unos días. Mi hijo, Yves, iba manejando y nos dirigíamos a la localidad de Cluses en los Alpes franceses, un pueblito. Había estado nevando. Las laderas, los campos y los árboles eran blancos y la blancura de las primeras nieves a veces desorienta a los pájaros, y perturba su sentido de la distancia y la orientación.

De repente un pájaro se estampó contra el parabrisas. Yves, mirando por el espejo retrovisor lo vio caer a un lado del camino. Frenó y metió reversa. Era un pajarito, un petirrojo, atolondrado pero aun vivo, que parpadeaba. Lo alcé de la nieve, lo sentía tibio en mi mano, muy calientito, porque los pájaros tienen una temperatura más alta que nosotros, y continuamos manejando.

De tanto en tanto lo examinaba. En el lapso de media hora murió. Lo levanté para ponerlo en el asiento trasero del coche. Lo que me sorprendió fue su peso. Pesaba menos que cuando lo recogí de la nieve. Lo pasé de una mano a la otra para cotejar esto. Era como si su energía cuando estaba vivo, su lucha por sobrevivir, le hubiera añadido peso. Ahora casi no pesaba.

Tras sentarnos en el pasto que cubre la colina de Al Rabweh pasó algo comparable. La muerte de Mahmoud había perdido su peso. Lo que permaneció son sus palabras.

*

Han pasado los meses, cada uno lleno de presagios y silencio. Ahora fluyen los desastres hacia un delta sin nombre, y que obtendrá alguno únicamente si le otorgan uno los geógrafos que vengan después, mucho después. Hoy no hay nada más que hacer que intentar caminar sobre las amargas aguas de este delta sin nombre.

*

Gaza, la prisión más grande del mundo, está siendo transformada en un matadero. La palabra Franja (como en la Franja de Gaza) está empapada con sangre, como ocurrió hace 65 años con la palabra ghetto.

Día y noche la Fuerza de Defensa Israelí lanza bombas, obuses, armamento radioactivo y de fósforo gbu39, balas de ametralladora por aire, mar y tierra contra una población civil de 1.5 millones de personas. El número de muertos y mutilados incrementa con cada nuevo reporte noticioso de los corresponsales internacionales, a los que les está prohibido por Israel entrar a la Franja. Sin embargo, la cifra crucial es que por cada baja israelí hay cien bajas palestinas. Una vida israelí es equiparada a cien vidas palestinas. Las implicaciones de este supuesto son reiteradas constantemente por el vocero israelí con el fin de hacerlas aceptables y normales. La masacre tendrá muy pronto su secuela de pestilencia: casi ninguna vivienda cuenta con agua ni energía eléctrica, los hospitales carecen de médicos, medicinas y generadores. La masacre viene de un bloqueo y un estado de sitio.

Más y más voces por todo el mundo se levantan en protesta. Pero los gobiernos de los ricos con sus medios de comunicación mundiales y su orgullosa posesión de armas nucleares le confirman a Israel que se harán de la vista gorda ante lo que la Fuerza de Defensa Israelí está perpetrando.

*

“El llanto de un lugar entra en nuestro sueño”, escribió el poeta kurdo Bejan Matur, “El llanto de un lugar entra en nuestro sueño y ya no se va nunca”.

Nada sino la tierra arrasada.

*

Estoy de regreso en Ramallah (de eso hace cuatro meses) en un estacionamiento subterráneo abandonado que fue tomado y convertido en un espacio de trabajo por un grupo de artistas visuales palestinos, entre los que se halla la escultora Randa Mdah. Miro una instalación concebida y hecha por ella que se titula Teatro de Títeres.

Es ésta un bajorrelieve que mide 3 metros por 2, que se yergue derecho como un muro. Frente a éste, en el piso hay esculpidas tres figuras.

El bajorrelieve que asoma hombros, rostros, manos, está hecho de una armadura de alambre, poliéster, fibra de vidrio y barro. Sus superficies están coloreadas —verdes oscuros, cafés, rojos. La profundidad de su relieve es casi la misma que una de la puertas de bronce de Ghiberti para el Baptisterio en Florencia, y los escorzos y las perspectivas distorsionadas se han resuelto casi con la misma maestría. [Nunca habría adivinado que la artista era tan joven: tiene 29 años.] El muro con el bajorrelieve es como el “seto” al que cualquier público en un teatro se asemeja, cuando se le mira desde el escenario.

En el piso de tal escenario, al frente, están las figuras de tamaño natural: dos mujeres y un hombre. Están hechos de los mismos materiales pero en colores más deslavados.

Una de estas figuras está al alcance de la mano del público, otra está a dos metros de distancia y la tercera está tres metros más lejos. Traen puestas ropas del diario, ésas que decidieron ponerse por la mañana.

Sus cuerpos están amarrados a cuerdas que cuelgan de tres palos horizontales que a su vez cuelgan del techo. Son marionetas: esos palos son las barras de control que manipulan unos titiriteros, ausentes o invisibles.

La multitud de figuras en el bajorrelieve, todas miran lo que tienen frente a sus ojos y les tuerce las manos. Sus manos son como aves de corral. Impotentes. Se retuercen porque no pueden intervenir. Son bajorrelieve, no tienen tercera dimensión y como tal no pueden intervenir en el mundo real sólido. Representan el silencio.

Las tres figuras sólidas, palpitantes, atadas con cuerdas invisibles manipuladas por los titiriteros, son lanzadas al piso, primero la cabeza, los pies al aire. Una y otra vez hasta que sus cabezas se parten. Sus manos, sus torsos, sus rostros, se convulsionan en agonía. Una que no tiene fin. Lo sabe uno por los pies: una y otra vez.

Era posible caminar en medio de los impotentes espectadores del bajorrelieve y las despatarradas víctimas en el piso. Pero no lo hice. Hay una fuerza tal como no he visto nunca en obra alguna. Porque reclama el terreno donde se yergue. Porque transformó el campo de extermino que yace entre los estupefactos espectadores y las agonizantes víctimas en algo sagrado. Porque transformó el piso de un estacionamiento en una especie de tierra arrasada.

Esta obra profetiza la Franja de Gaza.

*

A la tumba de Mahmoud Darwish en la colina de Al Rabweh, por decisión de la Autoridad Palestina, le quitaron la cerca y la cubrieron con una pirámide de vidrio. Ya no es posible acurrucarse a su lado. Sus palabras, sin embargo, siguen siendo audibles para nuestros oídos y podemos repetirlas y seguir repitiéndolas.


Tengo que trabajar en la geografía de los volcanes

De la desolación a la ruina

del tiempo de Lot a Hiroshima

Cual si nunca hubiera vivido

con un deseo que sigo por saber

Tal vez el Ahora se movió un poco más allá

y el Ayer se acercó

Así que le tomo la mano al Ahora y

camino por la costura de la historia

evitando el tiempo cíclico

con su caos de chivos montaraces

¿Cómo puedo salvar mi mañana?

¿Con la velocidad del tiempo electrónico

o con la lentitud de las caravanas de mi desierto?

Tengo trabajo hasta que me llegue el fin

como si no fuera a ver el mañana

tengo que trabajar por el hoy que no está aquí

Así que escucho

suave muy suave

El pulso de hormiga de mi corazón…

**

(Las citas de Darwish provienen del poema Mural, traducido al inglés por Rema Hammami y John Berger)
Traducción: Ramón Vera Herrera

domingo, enero 11, 2009

Mortal al frente

Pedro Colchado

A Benito Navarro, lejano en parentesco y cercano en mi memoria.

Mi cansancio es vencido en otra batalla de la noche. Es otro despertar más, otro regreso anticipado del viaje eterno, postergado en forma temporal. Tengo aún frescos los recuerdos del sueño. En él, la yegua de la noche galopó a mi alrededor, amarrada con una cuerda a mi cuerpo y avanzando cada vez con mayor velocidad, asfixiándome hasta sentir que mis vísceras salían por los orificios nasales, por mis oídos y por mi boca. De repente, la punta de la cuerda se transformó en la cabeza de una inmensa serpiente dispuesta a morderme la garganta.

Imagino mi rostro en el mármol de Laoconte.

Las fauces del dragón emitían mil voces en un coro infernal, y entre ellas reconocí al grito doloroso de mis hermanos. Abro los ojos a la realidad, o a lo que supongo es este mundo, y recuerdo todo al ver el caos en mi cama. Al descubrirme abrazando amorosamente al espacio vacío entre mis sábanas sospecho estar vivo todavía. No tengo más dudas: es otro amanecer en esta Tierra.

Desde hace varios años el ritual de descanso dejó de ser un momento de alivio. Ahora dormir es morir en dosis pequeñas. Cada vez que trato de conciliar el sueño, siento como si realizara un macabro ensayo del último día.

Se que es la hora de seguir el canon que marca la rutina: levantarse, vencer la resistencia del cuerpo, dejar que entre la luz y el aire por la pequeña ventana del sótano que habito, bañarme, peinarme, vestirme, comer algo, lo que sea. Hacer todas las cosas en cuya búsqueda de sentido claudicaría un hombre en el crepúsculo de su vida.

Finalmente al levantarme me saluda una más de las punzantes caricias de alfiler que frecuentan al territorio de mi cuerpo. Con un movimiento calculado por la costumbre evito tropezar con las viejas sandalias de Carmen que permanecen intactas al lado de mi cama desde hace no se cuántos años, trato de no llevar la cuenta.

Puedo perder la memoria, espero no perder el olvido.

Toco el piso con estos venosos pies semejantes a las raíces descubiertas de los sabinos. Levanto la mirada, y en el gran espejo frente a mí descubro el rastro de un soldado ahora ausente. Su semblante es un eco de los sentidos aún aturdidos por los días en campaña: mirada salpicada de sangre, olor a carne viva, estruendo de escandalosa artillería, llanto de madres levantando a sus hijos destrozados por el martillo de las ideologías.

¿ Qué más ha dejado la sangre de esos días ? Sólo algunas narraciones de los vencedores. El trofeo de la victoria, a fin de cuentas, no es más que un puñado de historias que pueden contarse. Sólo eso. Por lo demás, la derrota y sus pérdidas arrastran a vencedores y a vencidos por igual.

Escucho risas. Al pie de aquel espejo me miran las caras impresas en las fotografías familiares, sonrientes como pequeños diablillos del tiempo.
¿ Es ésta la edad en que la supervivencia deja de ser un privilegio para convertirse en una carga ?, ¿ o todo esto es debido a mi condición de héroe apátrida ? Las medallas que poseo nada significan en este país al que no pertenecen mis victorias. Pero me pregunto si significarían algo mis triunfos de haber continuado a las órdenes de Villa, en vez de irme a la Gran Guerra. Dejé a la División del Centauro sin imaginar que terminaría a las órdenes de Pershing. Ironía, condimento agridulce del destino. Las risas que escuchaba se convierten ahora en carcajadas.

Volteo a ver de nuevo a las fotografías, que siguen igual que antes. Los ruidos provienen de la pequeña ventana. Dos niñas me miran desde afuera y con sus voces comparten risas y palabras en secreta complicidad. Mis sobrinas nietas me miran como quien ve a su pasado sin observarlo y después se van sin detenerse más. No está permitido por sus padres acercarse al viejo loco al que la guerra le ha robado la cordura. Después de todo su indiferencia es un eco familiar de una revolución que ha terminado fragmentada entre clases. Ni los ricos, ni los “jodidos”, ni los viejos se miran a los ojos entre sí.

Si algo tenemos en común ahora, es nuestro individualismo.

En este cuarto estrecho encuentro al fin un refugio: la mesa en la que escribo todas estas notas. Ahora que sólo soy memoria, la tinta es el néctar de una supervivencia posible. Miro las paredes y descubro un ejército organizado de hormigas que me ignora. No saben a dónde van, su función sobrepasa al entendimiento. La condición humana también se compone de impulsos vitales sin sentido aparente. Sea este acto de memoria uno más de ellos.

domingo, agosto 24, 2008

Del infierno al paraíso sobre la tierra

La surafricana Alison recorre el mundo contando cómo se ha sobrepuesto a la violación y al bárbaro apuñalamiento que la llevó al borde de la muerte hace 14 años

JOHN CARLIN 24/08/2008

Alison yacía desnuda y sola en una franja de arena con matorrales al borde del mar. Los intestinos se le habían salido del estómago, después de haber sido apuñalada repetidas veces; la cabeza le colgaba de los hombros y el cuello tenía una raja de oreja a oreja que casi la había decapitado. Antes de pasarla a cuchillo, sus dos atacantes la habían violado, después de llevarla a la fuerza hasta ese lugar desde su piso, a 30 kilómetros, en la tranquila ciudad surafricana de Port Elizabeth, en la costa del océano Índico. "¿Crees que está muerta?", preguntó el más joven de los dos carniceros. "Nadie puede sobrevivir a eso", respondió el otro. Luego se alejaron en coche. Eran alrededor de las dos de la madrugada, y aunque Alison, que entonces tenía 27 años, hubiera podido gritar, en lugar de hacer unos ruidos roncos y como a borbotones desde la inmensa raja de su garganta, no habría habido nadie que la oyera en varios kilómetros a la redonda.

Han pasado 14 años y estoy sentado con ella, sonriendo bajo el sol de mediodía, tomando café y pasteles en el porche de su casa de paredes de color lavanda junto a un lago en Wilderness, un lugar exuberante y de belleza majestuosa situado a 300 kilómetros al oeste, por la costa del océano Índico, del sitio en el que fue atacada. Los teólogos cristianos dicen que no hay forma de volver del infierno al cielo. La historia de Alison, hoy madre de dos niños pequeños, nos enseña que, en la tierra, sí la hay.

Enseñar es lo que ha hecho desde entonces. Ha escrito un libro, traducido a varios idiomas, llamado I have life (no con su nombre completo porque prefiere no dar a conocer su apellido), y vive de pronunciar conferencias por todo el mundo, desde Estados Unidos hasta Latinoamérica y desde Europa hasta Australia pasando por Asia, además de su Suráfrica natal. En su libro cuenta que hubo un rato después de la agresión en el que, como entre sueños, sintió que se le iba la vida, y la perspectiva de la muerte le pareció completamente atractiva, hasta que salió del estupor y se obligó a sí misma a luchar para permanecer con vida. "No me daba miedo la muerte. Lo que me asustaba más", escribe, "era la idea de darme por vencida".

A los surafricanos blancos les gusta calificarse -con cierta arrogancia, porque lo mismo puede decirse de todos los africanos- de "supervivientes". Y, aunque tal vez nadie encarne ese espíritu con más dramatismo que Alison, ella atribuye su triunfo sobre la muerte y la aparente y extraordinaria ausencia de cicatrices psicológicas tras su regreso a la vida, sobre todo, a su madre. Criada en un confortable hogar de clase media blanca, de donde pasó a un trabajo corriente de clase media como agente de seguros en la época de la agresión, Alison me dice que su madre le inculcó, desde muy pequeña, "un fuerte sentido de mi propio valor, una imagen de mí misma como alguien único y valioso".

"Sabía que ella me apoyaría hiciera lo que hiciera con mi vida, porque era yo. Mi capacidad de sobrevivir a mi ataque se debió a la fe profunda que tenía en que yo era alguien por quien merecía la pena luchar". Esa misma fortaleza la ayudó a superar el primer horror de la doble violación. "Aparté mi mente de lo que estaba sucediendo y pensé en otras cosas. Pensé: 'Éste es sólo mi cuerpo. No me están tocando'. La base que me habían dado de niña me había enseñado que lo que de verdad valía en mí era mi espíritu, que era sólo mío y estaba fuera de su alcance. Se lo he dicho a muchas víctimas de violaciones: 'Pueden contigo físicamente, pero no pueden con tu yo más íntimo".

Después de la agresión se sometió a numerosas operaciones de cirugía plástica y todavía tiene una cicatriz visible en el cuello, pero ese yo íntimo que asoma mientras hablamos a través de sus ojos verdes y su rostro luminoso y vivaz es fresco, inteligente, divertido, cálido, emprendedor y lleno de amor a la vida. Sería una sorpresa que esas cualidades hubieran estado presentes alguna vez en los dos que intentaron asesinarla, dos satanistas confesos (ambos blancos) que tenían 26 y 19 años en el momento del ataque. Y más improbable aún es que esas cualidades estén presentes en ellos hoy, después de haber sido condenados a cadena perpetua, con una recomendación del juez -a la que, hasta ahora, nadie se ha opuesto- de que "se les aparte de la sociedad para el resto de sus vidas naturales". Tampoco es probable que ninguno de ellos hubiera tenido una relación especialmente sana con su madre.

Las 36 puñaladas que le asestaron en el abdomen fueron, casi todas, en la zona del útero, justo encima del hueso púbico, recuerda Alison. "Un psicólogo me dijo después que ése era un indicio de una pésima relación con sus madres", explica, mientras reflexiona sobre el grado de responsabilidad "casi abrumador" que tienen los padres sobre sus hijos, y quizá especialmente las madres sobre los hijos varones (sus dos hijos lo son).

El amor por sí misma que le había imbuido su madre fue lo que le arrastró durante lo que pareció una eternidad, mientras yacía entre la vida y la muerte, con los intestinos salidos y llenos de arena y suciedad, hasta la cuneta de una carretera. Había luna llena, pero, cuando se levantó para ver dónde le convenía tumbarse a esperar que pasara algún coche que la viera y se detuviera, no pudo ver nada. Los músculos desgarrados del cuello no podían impedir que la cabeza se le cayera hacia atrás, sobre los omóplatos, y la piel de las mejillas le tapaba los ojos.

El primer coche no se paró pero el segundo sí, y de él salió su ángel guardián, un joven estudiante de veterinaria llamado Tiaan que no sólo sabía dónde presionar sobre sus heridas para reducir la peligrosa pérdida de sangre sino que la acompañó al hospital en la ambulancia y la animó todo el tiempo a que luchara por su vida. Según cuenta el libro de Alison, el cirujano torácico, un inmigrante búlgaro que la operó durante tres horas, dijo que no podía explicar cómo había sobrevivido, que él era un científico pero aquello "era un verdadero milagro".

Sin embargo, después del juicio Alison cayó en una depresión y tuvo que obligarse a salir de casa. Cuando empezó a hacerlo, se encontró con que a sus amigos les costaba muchísimo comunicarse con ella porque "evidentemente se sentían estúpidos" por contarle sus problemas. "Me sentí diferente, marginada, y me pregunté: '¿Para esto decidí vivir?". Pero entonces pronunció una charla sobre su experiencia en un grupo del Rotary Club y, un día, alguien le preguntó cuánto cobraba. Se sorprendió pero no volvió a pensar en ello hasta que le llamó desde Johanesburgo un agente que le propuso que se dedicara a dar conferencias de manera profesional. El agente pensó que seguramente iba a poder conservar despierto el interés por su historia unos dos años, "pero han pasado más de diez años y aquí sigo, con solicitudes de todo el mundo".

Y muy admirada en su propio país, donde Nelson Mandela ha sido uno de los que le han rendido homenaje. Recuerda con especial orgullo una entrevista que tuvo con él en Ciudad del Cabo, en la que él le dijo que era un ejemplo extraordinario para toda Suráfrica. Se acuerda con particular regocijo de que aquel día llevaba sandalias y él le dijo: "¡Si llevara zapatos, me habría ofrecido a limpiárselos!".

Tal vez Mandela vio algo de sí mismo en ella. Hay un poema que le sostuvo durante sus 27 años de cárcel, que terminaba con estos versos: "Soy dueño de mi destino; soy capitán de mi alma". Son un eco de lo que Alison llama el mensaje central de sus charlas de motivación.

"A quienes me escuchan les digo que no siempre controlamos las cosas que nos suceden, tanto si es un atasco de tráfico como algo mucho peor, pero lo que sí podemos controlar es cómo reaccionamos; y eso depende de nuestra actitud, nuestra fe en nosotros mismos, nuestro deseo de sacar lo mejor posible de lo que las circunstancias nos deparan".

Alison ha contado su historia una y otra vez, pero dice que nunca se cansa de hacerlo. En parte, por un motivo egoísta. "Hablar de lo que me ocurrió sirve como una especie de terapia. Lo suelto y eso me impide pensar en ello en mi vida diaria y me permite seguir adelante con las demás cosas que hago normalmente y relacionarme con la gente sin problemas. Entonces siento que soy libre para volver a ser Alison. Sin embargo, la razón principal por la que lo hago, y por la que se ha convertido en una obligación además de una forma de ganarme la vida, es el efecto positivo que tiene en la gente, en todos los sitios a los que voy".

En algunos casos, esas personas son víctimas como ella, de las que recibe a diario correos electrónicos en los que le dan las gracias por ayudarles a superar sus traumas. "En Suráfrica hubo un hombre que me dijo que su antiguo jardinero le había atacado, le había apuñalado 47 veces y le había dejado por muerto. Me dijo que, mientras luchaba por su vida, pensaba en mí".

Las personas que la escuchan o que han leído su libro y que no han sufrido experiencias en las que su vida ha corrido peligro suelen quedarse con una lección sobre la importancia de ser buenos padres. "A menudo, al final de mis charlas, hay gente que viene a decirme: 'Voy a ir a casa a despertar a mis hijos y decirles que les quiero".

En cuanto a sus dos hijos, Daniel y Matthew, de cuatro años y uno y medio, Alison dice que, cuando llegue el momento adecuado, les contará lo que le sucedió. "Quiero que comprendan y que la historia de su madre les dé fuerza y sabiduría". Lo mejor que podría pasar, dice, es que se hiciera realidad la profecía de una mujer a la que conoció después de una de sus conferencias. "Me dijo que estaba segura de que mis hijos, de mayores, se convertirían en ejemplos para otros hombres".

martes, abril 01, 2008

Abuso de autoridad a estudiante CONACYT en Sevilla

Estimados compañeros:

Hola mi nombres es Alejandro Ordaz Moreno soy M. en Ing. titulado de la Universidad de Guanajuato. Actualmente soy estudiante de Doctorado en la Universidad de Sevilla en España. Estoy haciendo una especialidad en el Área de las Energías Renovables. Como muchos de ustedes yo provengo de una familia de clase media que con esfuerzo y trabajo, y aprovechando las oportunidades que el México de hoy nos ofrece hemos salido poco a poco adelante. Yo vine a estudiar a España con una beca de CONACYT.

Todo en mi vida marchaba perfectamente en orden hasta que la madrugada del 8 de Marzo tuve la peor experiencia de mi vida. Luego de salir de un bar cercano al piso (departamento) donde vivo y faltando aproximadamente unos 70 m para llegar fui detenido por una pareja que viajaba en un automóvil. La mujer, que iba en el lado del copiloto, se empezó a comunicar con alguien diciendo algo como: “Tenemos al chico moreno que quieres”. Luego se bajo con una pistola y me ordenó que fuera a la parte trasera del automóvil, por la parte de afuera, donde me esperaba su compañero. Ella me dijo que eran policías y saco una cartera que me mostró pero por la oscuridad del lugar no pude ver bien. Ellos iban vestidos de civiles y a mi me pareció que actuaban de una manera muy extraña. Desde el momento en el que vi la pistola comencé a pensar lo peor y me puse muy nervioso. La mujer seguía comunicándose con alguien y hablando de mi, mientras yo aproveche para acercarme al hombre y preguntarle que ocurria, a lo que no me supo responder. El actuaba muy extraño. Luego el hombre fue hacia dentro del automóvil y saco una sirena que coloco encima del automóvil. En esos momentos yo creía que se trataba de un juego de ellos, en el que creían hacerme creer que eran policías. Todo el procedimiento era muy extraño para mi, porque además nunca me pidieron que me identificara. En esos momentos me entro un ataque de pánico y me puse muy nervioso. Empecé a creer que se trataba de un secuestro o algo parecido. Pensé lo peor, la pistola me tenia muy nervioso y solo quería escapar de esa situación. Así que aproveche un descuido de la pareja y le di un puñetazo a la mujer, por ser la que representaba un mayor peligro por la pistola, y traté de correr pero su compañero me agarró y empezamos a pelear. En ese momento me sentí perdido, creí que iba a morir a mi me preocupaba mucho, la pistola de la mujer. En un instante la mujer se incorporó a la pelea y me empezó a apuntar con el arma. Yo recuerdo haberme lanzado sobre ella, mientras el hombre me golpeaba, para tomarle el cañón de la pistola y hacer que apuntara hacia el suelo, y recuerdo que yo solo quería salir de esa situación, y por fin hubo un momento en que lo logré. Yo estaba muy espantado y trate de correr hacia mi piso. Más adelante como a 50m del lugar de los hechos se encontraba una pareja dentro de un automóvil. Yo recuerdo haberme detenido allí y haber abierto la puerta del piloto para pedirles ayuda. Yo trataba de meterme al automóvil, pero ellos muy espantados me empujaban impidiéndome entrar. Yo me aferraba al volante del automóvil y les gritaba que por favor me ayudaran, que llamaran a la policía porque me querían secuestrar. Ya luego alguien me saco del automóvil y vi a la policía uniformada. Yo sentí mucho alivio de verlos y recuerdo que todavía les gritaba por ayuda. Pero gran sorpresa me lleve alser recibido a golpes por ellos. Aun recuerdo que el primer golpe me lo dieron en la boca con la cacha de una pistola de lo cual me rompieron un diente. Luego me pegaron una paliza con las macanas y la cachas de las pistolas, producto de lo cual tengo mas de diez suturaciones en toda la cabeza. Yo estaba muy desconcertado y nuevamente entre en pánico. Me subieron a golpes a una patrulla y me llevaron a un hospital. Camino a ese hospital ellos hablaban que me iban a matar y a echar al rió. Yo estaba muy espantado y tenia mucho miedo de morir. En el hospital hubo un momento en el que perdí el conocimiento y los policías me reanimaron a puros golpes. Todo era muy extraño para mi, incluso me sorprendió que el “medico” tolero ese tipo de abusos. Luego me llevaron a otro lugar donde me tuvieron encerrado hasta el lunes 10 de Marzo. Yo luego me entere que ese lugar es una cárcel a la que llaman el “punto cero”. Durante mi estancia en esa cárcel recibí toda clase de agresiones físicas y raciales. Cada vez que había un cambio de guardia iban a mi celda agentes para agredirme y golpearme. En una ocasión un agente me agarró a golpes con un tolete en la espalda y la que yo me defendía metiendo el brazo y el antebrazo de mi mano izquierda, producto de la cual termine con el brazo negro de moretones. Otros me pateaban las espinillas y otros me amenazaban con sus armas apuntándome en la cabeza. En una ocasión uno de los agentes metió su arma en mi boca y amenazo con dispararme. En esa misma ocasión estaba presente el jefe del lugar agrediéndome verbalmente, me decía: “indio de mierda” te vamos a regresar muerto a tu “país de perros”, “país de indios”, “sois unos indios”. Decían que yo había intentado matar a sus compañeros.

Hasta el lunes que me sacaron para llevarme a declarar a los juzgados permanecí incomunicado, aun cuando habia dado los datos de un amigo, con el que comparto piso.

Toda la policía estaba muy molesta conmigo. Yo ingrese en la cárcel de los juzgados aproximadamente a las 9 am y hasta como a las 9 pm me llevaron ante el juez. Todo era muy extraño porque siempre atendían primero a personas que llegaban mucho después, evidentemente estaban complotando algo.

Ya en entrevista con el juez me enteré que las personas con las que había tenido la pelea eran policias en cubierto que buscaban a un chico con mis características. La verdad es que todo fue una confusión y estoy consciente que cometí un error, del cual estoy muy arrepentido. Pero ahora ellos montaron una “película” en la que me ponen como todo un asesino profesional. Están molestos por lo de la pelea, y declararon que yo les puse una paliza, los desarmé e intenté dispararles en la cabeza con la pistola, pero que no los maté porque la pistola no tenia balas y tenia puesto el seguro. Lo cual es una mentira, la verdad es que esa noche yo iba muy borracho y solo hice por escapar, y en el intento mantuve una pelea con dos personas que yo creía que me querían hacer daño, pero eso fue todo, yo solo quería escapar de la situación. Yo entiendo que estén molestos por la situación y estoy dispuesto a que se me juzgue por mi error, pero de ninguna manera quiero que se pasen por alto mis “derechos humanos”, que al parecer aquí en España solo los conocen para bien suyo. Yo mantuve una pelea con personas armadas que creí que me querían hacer daño y están molestos por eso. Pero ellos, en un acto cobarde, me golpearon estando yo con los grilletes puestos y sin oponer resistencia alguna. Además, en la cárcel (punto cero) me pegaron con todo e hicieron conmigo lo que quisieron, y eso si lo ven bien.

Hasta antes del accidente yo era una persona normal, como todos ustedes compañeros. Pero ahora ellos me han tratado y me han hecho ver como un criminal. Pero como todos ustedes saben compañeros, a nosotros se nos hace un riguroso estudio entre los cuales se nos pide estar limpios de antecedentes penales. Y las personas que nos hemos esforzado por ganar una beca CONACYT para estudiar en el extranjero es porque nos hemos dedicado a estudiar duro, y definitivamente distancian mucho de ser criminales.

Me he atrevido a contarles mi lamentable historia para que al menos quede registro de cómo es la “justicia española”, para que anden con mucho cuidado. Con esto también me gustaría que por favor me ayuden a dar a conocer mi historia a otros compañeros que para que esta llegue muy lejos y si es posible hasta oidos del presidente de México. Para que se entere como trata la “justicia española” a un ciudadano mexicano que vino a España a prepararse para en un futuro cercano formar parte de la fuerza intelectual que esta llevando a México a ser un mejor país.

En estos momentos me encuentro preso en la cárcel de Sevilla en espera del juicio que dictaminara mi sentencia. Solo les pido que por favor me ayuden a dar a conocer mi historia a más compañeros. No soy solo una historia, soy una persona normal como ustedes, y para probarlo pueden encontrar información de mi trayectoria profesional, escribiendo mi nombre en el Google.

Reciban un cordial saludo.

Alejandro Ordaz Moreno.

Chivocomentario: Aquí está la liga a la versión policiaca

sábado, enero 26, 2008

Crónicas del hombre-conejo

Miércoles

9:10 Salgo de casa
9:15 Estoy en la parada del bus
9:15 Veo pasar el bus 22, que va al centro
9:18 Pasa el bus 51, dirección Balma
9:20 Tomo el bus para ir a la facultad
19:20 Cansado, tomo el bus para ir a casa

Jueves

9:10 Salgo de casa
9:15 Estoy en la parada del bus
9:15 Veo pasar el bus 22, que va al centro
9:18 Pasa el bus 51, dirección Balma
9:20 Tomo el bus para ir a la facultad
19:20 Cansado, tomo el bus para ir a casa

Viernes

9:10 Salgo de casa
9:15 Estoy en la parada del bus
9:15 Veo pasar el bus 22, que va al centro
9:18 Pasa el bus 51, dirección Balma
9:20 Tomo el bus para ir a la facultad

Que esta pasando? Esta repetición, este funcionamiento exacto... me espanta. Estaré atrapado en el tiempo, como Bill Murray en "El día de la marmota"?. Para asegurarme que no es así, esta noche, en lugar de tomar el bus de las 19:20, me voy a beber una cerveza a un bar. Para sustos no gana uno, chacho.

miércoles, enero 16, 2008

Crónicas del hombre-conejo

Beneficios, ¿comprende?

Mi equipaje excedía ligeramente el límite permitido. En lugar de pesar 23 kgs, cada una de mis maletas marcaba 26 kgs en la báscula. Siempre he viajado así, con un ligero sobrepeso. Comenzaba el viaje con un vuelo de Air France y continuaba con otro de Aeroméxico, que permite tener como equipaje dos bolsos de 32 kgs.

Llegando al registro de Air France, me pesaron las maletas. La encargada me dice con voz dulce:

- Sus dos maletas exceden el límite permitido. Le voy a cobrar 50 E por el exceso de peso en una de ellas. Le permitiré, sólo por esta vez, pasar la otra sin recargos, ¿OK?

Termina la frase sonriendo.

***

Estaba en medio de una conversación telefónica y se cortó la llamada. ¿Se acabó mi crédito? Pero si estamos en el día 8 del mes. Normalmente mi crédito mensual se renueva los días 7 de cada mes, pero parece que esta vez se renovará el 9.

Efectivamente.

***

Se han tardado en pagarme la beca. Los cargos domiciliados empiezan a realizarse a principios del mes, sin tomar en consideración si tengo o no tengo fondos para cubrirlos. El último en realizarse es el seguro médico. A primera hora del día, teniendo un saldo a favor de 20 E, se realiza el cargo de 30 E del seguro, quedando la cuenta en números rojos. En el transcurso del mismo día, se me depositan 1000 E en la cuenta.

Al día siguiente me aparece un cargo de 9 E en mi cuenta, por concepto de “saldo en debito”.

***

Si esto pasa con las pequeñas cosas, no me imagino la sensación que tendré al firmar un crédito hipotecario, un acuerdo comercial o una resolución jurídica.

Deberá ser la misma que nadar en una alberca con tiburones.

Liberales del mundo en búsqueda permanente de rentabilidad: la puta que los parió.

jueves, enero 10, 2008

Crónicas del hombre-conejo

La maldición

Me habían asignado un asiento en medio de dos personas, justo después de la clase premier. Eran asientos cómodos, con espacio para estirar las piernas. Cuando el resto de los pasajeros se estaba acomodando, una azafata viene a decirnos:

- Disculpen, hay una mujer embarazada con un hijo en la fila 14, necesitamos este espacio para instalar una cuna, ¿serían tan amables de cedernos 2 lugares?

El tipo sentado al lado mío responde (con un tono de papa-en-la-boca) que él también tiene un hijo en otra fila, y que en el transcurso del vuelo lo cuidará, por lo que él también necesita ese espacio y de paso, la cuna.

- ¿Y usted? Me pregunta la azafata.
- Yo no tengo ningún problema, aquí esta mi lugar. Y comienzo a desabrocharme el cinturón (de seguridad).
- La cuestión es que necesitamos dos lugares. Señorita (se dirige a la gorda al lado mío), sería ud. tan amable…
- Bueno, responde la gorda, sólo si a donde me cambian hay ventanilla. Yo para viajar necesito la ventanilla… (¿Por qué todos traen ese acentito mamón despreocupado?, ¿Estará de moda?)
- Solamente tenemos pasillo.
- Yo necesito la ventanilla.

La azafata señala 1 con el dedo y después mueve la cabeza.

- Lo siento, pero necesitamos 2 lugares. Gracias de cualquier manera. Y se va.

Pasa algún tiempo. El avión todavía no se mueve. Me pongo a leer el periódico. En eso estoy cuando descubro que tengo a una rubia embarazada en frente.

- Gracias por cederme los asientos, comienza a decir con acento sudaca. Y yo a punto de contestarle, bueno no hay de qué, no fue nada (pensé que me agradecía), cuando continúa en voz alta:

- Vaya solidaridad con una mujer embarazada, que bonito, pero algún día pasarán por esto o necesitarán algún servicio, y entonces, entonces, nadie se los dará.

Su mirada de odio me paraliza más que su maldición gitana. Nos mira a los tres, no sé que piensa. Y yo no atino a decir nada (y que podría decir que no empeorara la situación, ni modo de decir no, yo no soy el hijo de puta, son éstos… después me matarían durante el vuelo).

Oigo comentarios de las filas traseras. Joder chacho, lo que dirán de nosotros.

Se va la rubia. El tipo al lado se hunde en su asiento, la gorda continúa leyendo un libro. Y yo con ganas de decirle a la azafata: ¿puede buscarme otro lugar?

El vuelo fue al comienzo, un tormento. Al lado nuestro, en la parte media de la fila, dos niños franco-mexicanos (Adela y Esteban, escuché decir) no pararon de berrear al menos durante las primeras cuatro horas de vuelo. Parecían cerdos acuchillados, me reventaron los tímpanos en un par de ocasiones.

Justicia divina.

El hijo del de al lado nunca vino. La gorda, creo, nunca miró por la ventanilla.

lunes, octubre 22, 2007

El paseante

Germán Dehesa

En francés hay una palabra invaluable: flâneur. Se podría traducir como el caballero que pasea por las calles de las grandes ciudades. Para entender con justeza lo que es un flâneur casi es indispensable conocer París y conocerlo con cierto detalle. Todavía ahí florecen los flâneurs y el turista con la baba siempre dispuesta a ser derramada se encontrará en las calles y bulevares de esa ciudad a unos caballeros muy elegantes que probablemente ya no usen polainas, pero que no perdonan el sombrero flexible estilo Panamá muy propio para saludar con un pase en redondo o una grácil gaonera a alguna dama que por ahí se encuentren en sus caminatas.

Este curioso ser humano, nacido para pasear, el flâneur está ricamente documentado por la literatura francesa de la Bella Época; desde Baudelaire hasta Marcel Proust y tal como estos autores lo plantean, el flâneur es un indispensable indicio de civilización que se deben permitir las ciudades modernas si es que no quieren pasar por primitivas o salvajes.

"Desde las puertas de La Sorpresa, hasta la esquina del Jockey Club." Tal como lo plantea Gutiérrez Nájera, ésta era una parte indispensable de las correrías de un flâneur nacional, que eso y no otra cosa era Gutiérrez Nájera.

La Ciudad de México cultivó por muchas décadas este modelo del flâneur azteca. Si ustedes recuerdan "México de mis Recuerdos", Susanito y Don Chucho son dos flâneurs impenitentes. Todavía después de Don Porfirio, en las primeras décadas de la post-revolución, los flâneurs siguieron pululando por las rutas de Gutiérrez Nájera que incluían todo el Paseo de la Reforma y de modo muy principal, el tramo que va de la Alameda al Zócalo. En algún punto de este trayecto se encontraban, por dar un ejemplo, dos insignes poetas: Carlos Pellicer y Salvador Novo. Carlos Pellicer iba acompañado por un jovencito. Después de los efusivos saludos de rigor, Pellicer le decía a Novo: Salvador, te voy a presentar a mi sobrino. Novo, el maligno, interrumpía y le decía a Pellicer: no te preocupes, Carlos, ya fue sobrino mío. Todo esto, cuentan las consejas, ocurría entre los flâneurs de las primeras décadas del siglo XX.

¿A qué todas estas historias?. Bueno, las cuento porque es fin de semana y hay que relajar un poquito el alma; las cuento aunque pesa sobre mí la acusación de que escribo puras incoherencias, porque yo como Baudelaire pienso que estos peatones que van y vienen por las avenidas y calles más pobladas de una ciudad son signo de civilización y de un tipo de educación que ya muy difícilmente comparten nuestras doradas juventudes cuya originalidad se agota en esos harapientos pantalones de mezclilla igualitos a los que usan millones de jóvenes en el mundo. Cuento también estas historias del flâneur porque, en un gesto casi kamikaze, Marcelo Ebrard, que Lenin lo bendiga, ha despejado el Primer Cuadro de la Ciudad y ha creado con ello las condiciones para que los paseantes, los flâneurs, podamos regresar a esas latitudes y demorarnos en una esquina amada, en una capillita barroca, en un almacén de nuestra infancia, en alguna calle que canta para nosotros y nos trae esa amada canción de algún amor juvenil aparentemente muerto y olvidado. Como bien diría Borges, la ciudad se torna el mapa de nuestras desdichas; pero yo añadiría que también puede ser el mapa de nuestros gozos y felicidades. Hagan la prueba de leer el "Nocturno de San Ildefonso" de Octavio Paz y luego echarse a andar por esas calles. Verán que no es poca cosa recoger los jirones de vida que se han ido quedando entreverados con la ciudad. No sé cuánto dure esta oferta (Marcelo tampoco), pero es urgente aprovecharla y así convertirnos en los novísimos flâneurs.

lunes, octubre 08, 2007

Cómo robar un cuadro

NOAH CHARNEY

En una noche despejada del año 212 antes de Cristo, las puertas de la ciudad de Siracusa se abrieron de golpe ante el empuje del ejército de la Roma republicana. Los muros se rompieron y los soldados romanos irrumpieron en el recinto, agazapados y en bloque como un enjambre de arañas, una red acorazada que se extendió sobre las piedras relucientes de la ciudad.

Con la captura y el saqueo de Siracusa, Roma entró en contacto con las maravillas de la escultura helenística. El saqueo pasó de ser una táctica estrictamente política a una forma de apoderarse de obras de arte que les gustaban. Con anterioridad a esa fecha, trascendental para este tipo de robos, eran más importantes la destrucción simbólica y el expolio de trofeos. A partir de ese momento, los objetos artísticos empezaron a ser comercializables y coleccionables. Allí comenzó la historia del robo de arte, la incautación de obras de arte como mercancía de valor coleccionable por medios extralegales.

Desde que el ser humano empezó a crear arte, ha cometido delitos en su contra. Y, sin embargo, el fenómeno del robo de arte en la historia nunca ha merecido la atención de los especialistas. Vamos a examinar juntos varios de los robos de arte más famosos de la historia, para hacernos una idea del alcance que tiene este delito tan poco estudiado, tan apasionante y, al mismo tiempo, tan terriblemente grave.

En 1293, bajo la luna de Toscana, un famoso asesino y salteador de caminos llamado Vanni Fucci se introdujo en la sacristía de la iglesia de San Zeno, la catedral de Pistoia. Seguramente, la luz de la luna atravesaba suavemente las ventanas góticas y bañaba el interior de color azul acuático, quebrada por la sombra de Fucci sobre las frescas losas del suelo. Una vez dentro, Fucci y sus cómplices robaron varios cálices de plata y el llamado relicario de san Jacobo.

En La divina comedia, Dante se encuentra con Vanni Fucci en el infierno. Fucci está condenado por su participación en el robo del relicario y porque dejó que se acusara y ejecutara por el delito a un hombre inocente (Inferno, canto XXIV). La presencia de Fucci en el infierno de Dante no es ninguna sorpresa, pero lo cierto es que no existe ninguna prueba de que participase en el robo del relicario. Fucci murió ejecutado por múltiples homicidios, sin que se hablara del robo de la catedral. ¿Por qué estaba Dante tan seguro de su culpabilidad como para condenarle al infierno? En 1293, Dante era un magistrado regional y quizá le asignaron el caso del robo del relicario. Quizá nos encontramos ante una especie de Sherlock Holmes medieval obsesionado por perseguir a su Moriarty personal, el huidizo Vanni Fucci, al que nunca logró capturar en vida, de modo que le condenó al infierno en su libro.

A finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX se crearon numerosos museos en el sentido en el que hoy los concebimos. La Iglesia ya no despertaba tanta veneración, así que los templos y los objetos artísticos religiosos se convirtieron en víctimas de robos y otros delitos. Los museos y las galerías eran blancos accesibles y no tenían demasiadas defensas. Dado que todavía no existían las alarmas ni las vitrinas de cristal y plástico duro, un ladrón sigiloso podía robar una obra de arte y salir del museo con ella debajo del brazo. Asimismo, fue éste el periodo en el que empezaron a existir ladrones famosos. En su mayoría eran ladrones de banco o de tren, pero los ladrones de arte también entraron a formar parte de la élite criminal.

En una medianoche del mes de mayo de 1876, dos hombres caminaban deprisa por Old Bond Street, en Londres. La niebla y la oscuridad impedían ver bien, pero podía adivinarse que eran un hombre bajo y menudo, con bigote largo y retorcido, y otro grandullón que caminaba a su lado. Se detuvieron delante de la elegante y prestigiosa Agnew Gallery, un nombre que había aparecido en todas las primeras páginas de los periódicos durante varias semanas. Thomas Agnew había adquirido en una subasta el Retrato de Georgiana, duquesa de Devonshire, de Thomas Gainsborough, por un precio sin precedentes: 10.000 guineas (10.500 libras). A su vez, Agnew había acordado ya el precio para vendérselo a un banquero norteamericano, Junius Morgan, que pensaba regalar el cuadro a su hijo, J. P. Morgan. El retrato iba a estar expuesto durante dos semanas en la galería de Agnew, antes de que se formalizara la venta a los Morgan.

Pero Adam Worth tenía otros planes. Adam Worth es quizá el ladrón más fructífero de la historia. Su carrera criminal se extendió por varios continentes. Robos de bancos, robos de trenes, contrabando de diamantes, la dirección de una organización criminal internacional... triunfó en todas las aventuras criminales que se propuso, incluido el robo de obras de arte. Un periodista le apodó el Napoleón del crimen, por su pequeña estatura y su privilegiada mente criminal, y Conan Doyle se apropió de ese título para asignárselo a su personaje del profesor Moriarty.

En aquella noche de mayo, aquel hombre que parecía una torre levantó a Worth hasta el alféizar de la ventana del primer piso en la Agnew Gallery. Worth abrió la ventana con una barra de hierro y se deslizó en el interior. Con precisión de cirujano, separó el lienzo de su bastidor, mientras el guardia dormía en el piso de abajo, y desapareció en medio de la noche. La policía se quedó con dos palmos de narices. Lo único que consiguieron averiguar fue que el ladrón llevaba botas con tachuelas y que quizá era zurdo. Worth conservó el retrato durante 25 años, a través de estancias en la cárcel y de la persecución a cabo de su propio Sherlock Holmes, William Pinkerton, de la agencia Pinkerton, precursora del FBI. Al final, Worth devolvió el cuadro a J. P. Morgan a cambio de un precio que le permitiera retirarse de la vida delictiva. Después de su ajetreada vida, el retrato se encuentra hoy en la National Gallery of Art de Washington.

Entre 1907 y 1911 hubo una oleada de robos del Louvre de París, que estaba muy mal protegido. En 1907, un belga llamado Joseph-Honoré Gery Pieret, que era ayudante de Apollinaire y, a través de él, conocía a Picasso, robó unas cabezas de estatuas íberas del Louvre. Pieret dijo que se había paseado por el museo durante las horas de apertura y se había encontrado a solas en una galería, rodeado de estatuas expuestas sobre las mesas. Cogió dos cabezas, se las metió bajo el abrigo y salió con toda tranquilidad del museo; incluso se paró a preguntar a un guardia por dónde se salía. Pieret vendió las cabezas a Picasso, que las utilizó como modelos para las dos cabezas en la parte posterior derecha de su famoso cuadro Les demoiselles d'Avignon. Picasso siempre aseguró que no sabía que las cabezas eran robadas cuando las compró. Pero existen versiones contradictorias, y han aparecido nuevos indicios que demuestran, prácticamente sin duda, que Picasso no sólo sabía que las cabezas eran robadas, sino que fue él quien encargó su robo.

Esta historia está intrínsecamente unida al robo de arte más famoso del mundo, el de la Mona Lisa de Leonardo en 1911. Por una serie de coincidencias laberínticas, tanto Apollinaire como Picasso fueron interrogados en relación con dicho robo, del que eran inocentes. En cambio, sí habían sido cómplices del robo de las cabezas íberas de 1907, y tal vez de otros robos perpetrados por el ladrón profesional Gery Pieret.

Los periódicos de París se lamentaban desde hacía mucho tiempo de la falta de seguridad en el Louvre, y uno había hecho la broma de que, algún día, alguien iba a robar la Mona Lisa. Así fue, en 1911. Un hombre vestido con el uniforme de empleado del Louvre permaneció en el interior del museo después del cierre, escondido en una escalera de servicio. Allí quitó el lienzo del marco, y dejó éste en las escaleras. Bajó hasta la salida, pero se encontró con que estaba cerrada con llave. El ladrón tuvo que esperar hasta la mañana siguiente, cuando llegó el primer conserje a barrer el patio. Al ver que había alguien dentro, el conserje abrió la puerta, pensando que era un empleado que se había quedado encerrado por azar. El hombre que estaba dentro, y que llevaba algo grande y plano tapado con una sábana blanca, salió a las calles de París y desapareció.

El robo de la Mona Lisa ocupó los titulares internacionales, pero la policía no logró averiguar nada. Interrogaron a cientos de personas, incluido el hombre que al final resultó ser el ladrón, pero avanzaron muy poco. Pasaron los años. Y un día, en Florencia, un marchante de arte recibió una nota en la que se decía que alguien que estaba en posesión de la Mona Lisa deseaba devolverla a los Uffizi. Al principio, el marchante creyó que era una broma. Pero se puso en contacto con el director de los Uffizi y los dos fueron a entrevistarse con el que decía tener el cuadro, en el hotel en el que se albergaba. Certificaron la autenticidad de la obra y llamaron a la policía.

El ladrón resultó ser Vincenzo Peruggia, un cristalero italiano que vivía en París. Irónicamente, había sido contratado, junto con otros cristaleros, para instalar paneles que protegieran varios de los cuadros más famosos del Louvre, con el fin de evitar los ataques de posibles vándalos. Peruggia creía que Napoleón había robado la Mona Lisa en Italia y aseguraba que sólo había pretendido repatriarla. Aunque Napoleón fue responsable de más robos de arte que ningún otro personaje histórico, en este caso no tuvo ninguna culpa. La Mona Lisa era uno de los cuadros preferidos de Leonardo. Cuando se trasladó a Francia, al final de su vida, a trabajar para el rey Francisco I, llevó el cuadro consigo. Al morir Leonardo, sus posesiones pasaron al rey de Francia. Pero Peruggia parecía firmemente convencido de que era un héroe nacional por haber recuperado una de las grandes obras maestras italianas que los franceses habían robado. Al devolver la Mona Lisa a Italia, el ladrón no acabó capturado por la policía, sino que se presentó voluntariamente ante un público que no se puso precisamente de su parte.

Las mayores redistribuciones de arte se han producido durante las guerras. De hecho, las apropiaciones en tiempo de guerra representan una categoría aparte dentro de estos robos. El caso con el que comenzamos nuestro relato, el saqueo de Siracusa en 212 antes de Cristo, fue el primer ejemplo de esta categoría, el robo de obras de arte por el hecho de ser arte con un valor monetario y estético, y no sólo como símbolo de conquista. Napoleón fue el mayor villano en cuestión de apropiaciones de guerra, pero Hitler y Goering, durante la II Guerra Mundial, no se quedaron atrás en entusiasmo. Uno de sus principales objetivos fue el retablo del altar de Gante, de Jan van Eyck. Este tríptico monumental es la pintura más robada de la historia. La obra ha sido víctima de una lista inconmensurable de robos y, pese a sus enormes dimensiones ?4,4 × 3,5 metros?, no parece que pueda permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Los robos e intentos de robos que ha sufrido merecerían ser objeto de un artículo aparte. Pero vamos a detenernos en uno de ellos.

La noche del 10 de abril de 1934, un ladrón robó un panel de 1,3 × 0,5 metros del retablo que se encontraba en la catedral de San Bavo, en Gante. El panel, que mostraba a los llamados Jueces justos, con la parte posterior ocupada por san Juan Bautista, estaba en la parte inferior izquierda del cuadro, y lo habían dividido en dos, en sentido vertical, para poder exhibir simultáneamente las dos caras, anterior y posterior, en una exposición celebrada en el Museo de Berlín tras la Primera Guerra Mundial. Los ladrones que lo robaron de la catedral se llevaron ambas mitades. El suceso se descubrió en la mañana del 11 de abril, cuando el sacristán hacía su ronda. El ladrón había permanecido escondido en la catedral la noche anterior. Había roto el candado de la puerta de la capilla en la que se encontraba el retablo y había arrancado el panel de su marco. El marco había resultado astillado, pero los demás no habían sufrido ningún daño. En vez del panel, el ladrón había dejado una nota que decía: "Arrebatado a Alemania por el Tratado de Versalles".

Al principio se pensó que se trataba de un acto de represalia nacionalista de alguien proalemán. Los alemanes habían robado el retablo durante la Primera Guerra Mundial, y Gante lo recuperó como parte de las reparaciones de guerra. Sin embargo, tres semanas después del robo, el obispo de Gante recibió una nota de rescate en la que le ofrecían devolver la pintura robada a cambio de un millón de francos belgas. Para demostrar que el autor de la nota estaba en posesión del panel, y para desolación del obispo, incluía un resguardo de la consigna de equipajes en una estación de Bruselas. Allí encontraron la mitad del panel: la parte posterior, en la que aparecía san Juan Bautista.

Hubo un intercambio de cartas en las que la policía fingió seguir la corriente al ladrón. A través de un sacerdote que hizo de mediador, la policía ofreció 25.000 francos, y prometió 225.000 más cuando tuviera en su poder la pintura. De pronto, el ladrón cambió sus exigencias y pidió 500.000 francos de forma inmediata y 400.000 al devolver el cuadro. La policía sospechaba que el ladrón era un aficionado con apuros económicos, y se interrumpieron las negociaciones. Después de seis meses y más cartas, la última nota amenazaba con no desvelar jamás dónde estaba el panel si no se pagaba el rescate: "La obra maestra e inmortal desaparecerá para siempre? Nadie podrá verla, ni siquiera nosotros? Permanecerá donde está ahora, sin que nadie pueda ponerle la mano encima".

Unos meses después, un panadero de un pueblo cercano llamado Arsene Goerdetier, que se encontraba en el lecho de muerte tras haber sufrido un ataque al corazón, dijo entre murmullos que él sabía dónde estaba oculto el panel robado. Sin embargo, en un momento melodramático, digno de una película, murió antes de poder revelarlo. Su abogado encontró en su casa unos papeles que indicaban que él era el ladrón: copias en carbón de sus notas de rescate. Asimismo descubrió una última carta, sin enviar, en la que el ladrón daba una pista prometedora sobre la situación del panel robado: "Los jueces justos está en un sitio del que ni yo ni nadie puede sacarlo sin llamar la atención de la gente". En otras palabras, estaba escondido en algún lugar destacado, tal vez incluso a la vista de todos. Las autoridades creen que el panel nunca salió de Gante y que sigue escondido en un lugar público. Se hicieron registros exhaustivos de la casa de Goerdetier y de las casas de sus familiares y amigos, pero no se encontró nada. Para sustituir la mitad del panel de Los jueces justos que faltaba, se pintó una copia que se exhibe hoy junto con el resto de los originales. El panel robado no ha aparecido jamás.

Todos estos robos famosos no son más que unos cuantos de los más destacados en la larga y ajetreada historia de los delitos contra el arte. Pero hay que recordar que sólo están documentados y al alcance de los historiadores los robos más famosos. Cada año se roban decenas de miles de obras de arte. Este tipo de delito produce unos ingresos criminales de entre 2.000 y 6.000 millones de euros anuales, lo cual lo convierte en el tercer tipo de crimen más lucrativo, sólo por detrás de las drogas y el tráfico de armas. En los últimos años, los autores de la mayoría de estos delitos han sido, de forma directa o indirecta, organizaciones criminales internacionales. Es decir, que ese robo de un cuadro y ese expolio de una antigüedad que nos resultan tan entretenidos de leer están financiando crímenes de cuya gravedad somos todos plenamente conscientes: drogas, armas, incluso terrorismo. El robo de obras de arte es un tema cambiante, fascinante y cautivador sobre el que leer o estudiar. Tan fascinante que se ha utilizado como material para películas y novelas. Yo mismo he escrito una novela, El ladrón de arte, en la que esta mezcla de ficción, entretenimiento e historia del arte deja bien patente que es mágica. Pero no hay que olvidar que es, al mismo tiempo, un tipo de delito muy grave, que necesita la atención de los Gobiernos y las policías y que, en la mayoría de los países, no ha tenido mucha. Hay muchas más historias que contar, sobre golpes dados de noche, tumbas expoliadas, falsificaciones y persecuciones policiales, desapariciones en iglesias, bandoleros armados y bellezas cautivas.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

domingo, octubre 07, 2007

Dos relatos

Aura Martínez

MI VIDA CON EL SILENCIO

Una vez tuve un silencio, se portó juguetón y hasta se escondía bajo la sombra de mi labio inferior para no ser arrollado por un hola, buenas tardes, que feo vestido!... a veces se metía en mi oído y se deslizaba feliz, haciéndome reír de repente, yo hacía el ademán de rascarme, pero no lo hacía por miedo a perder mi pequeño silencio, si era MI pequeño silencio, y temía que fuera a caerse y perderse y algún estúpido halago o comentario fuera a pisarlo. Mi silencio, a veces, yo lo sabía, se ponía celoso si me enviaban flores y se les ponía encima y éstas morían; recuerdo que una vez vio entrar a mi novio a mi casa y se enojó y no quiso volver en una semana, me sentía tan sola yo sin mi silencio que me dio por tirar todos mis libros, dejé de bañarme y corté con mi novio, entonces él volvió pero esta vez no fue juguetón como al principio y me di cuenta que tenía malicioso placer en jalar de mi cabello y no dejarme gritar; para cuando me di cuenta mi hogar se llenó de él, hasta que un día acostada en mi cama, se nos perdió el tiempo y ahí nos diluimos, yo...,
y el silencio.

SIN TÍTULO

"Ella era tan canción como se podía serlo, tan aguda como mis ojos alcanzaron a ver, pero ¿cómo era ella? No lo recuerdo, me permitiré describirla como estaba la última vez que necesité verla, tejiendo trenzas en su cabello, y cantando, tejiendo trenzas... y cantando... y cantando, pronto, mi mirada se fijó en la perfección de sus ojos y vi una pequeña casa, quizá de una planta, me acerqué a ella y al abrir la puerta (que para mi gusto era muy alta,... sí, era demasiado alta) me senté en el único mueble que aparentemente había, era tan cómodo y yo estaba tan cansada que me provocó acostarme, y me acosté, pronto me quedé dormida, estoy segura que sí, soñé, quizá, que salía de aquella casita y yo corrí, yo grité, de pronto la vi y yo, yo..., me desperté de un sobresalto y me di cuenta que estaba de pie (¿en la casita?) viéndome, tejiendo trenzas en mi cabello, y cantando, tejiendo trenzas... y cantando.

sábado, septiembre 01, 2007

De lo contrario, Auster sería yo

Enrique Vila-Matas

Si me encuentro con una entrevista con Paul Auster, la leo inmediatamente. Es un autor que siempre me aporta ideas. Pero eso sí, nunca puedo terminar esas entrevistas que le hacen, porque me entran tales ganas de ponerme a escribir que debo dejar la lectura. En la que acabo de dejar de leer para ponerme a escribir estas líneas, le preguntan por los muchos autores que han influido en su trabajo y le citan a Cervantes, Dickens, Kafka, Beckett y Montaigne. Son precisamente los autores que forman el eje central de la novela que ando yo en estos días terminando. "Los llevo a todos conmigo", dice Auster, "llevo a docenas de escritores conmigo, pero no creo que mi trabajo se parezca a ninguna de sus obras. No estoy escribiendo sus libros, sino los míos".

Yo estoy seguro de que podría decir exactamente lo mismo. "Los llevo a todos conmigo" es una frase que viene a corroborar esa sensación que tiene Auster —que tengo yo también, con perdón— de que cuanta más experiencia de la soledad tiene uno, más paradójicamente vive la sensación de que esa experiencia no es precisamente de ostracismo o de aislamiento, sino de apertura hacia los demás. "Es sorprendente que no podamos comenzar a comprender nuestra relación con los demás hasta que estamos solos. Y cuanto más solo está uno, cuanto más se hunde en la soledad, más profundamente siente esa relación", dice Auster.

Los otros (incluidos los otros escritores, y de entre éstos sólo los que nos gustan, los que llevamos con nosotros) actúan de un modo extraño que hace que nos resulte imposible aislarnos de ellos. Por lejos que uno se encuentre en un sentido físico (aunque esté en una isla desierta o encerrado en una celda solitaria), descubre que está habitado por otros. Qué lejos esta sensación o esta idea de aquello que le sucedía al siniestro Unamuno, pensador de primer orden pero egotista ridículo, que llegó a sospechar que los otros no existían, que eran sólo una invención suya para evitar la angustia que le provocaría descubrir que estaba solo en el mundo. A veces, estoy hablando con los amigos y me acuerdo de la idea siniestra de Unamuno y juego a verlos como una invención mía. No logro nunca que digan lo que yo quisiera que dijeran, pero sí es cierto que a veces, vistos desde esta forma unamuniana, me parecen formar parte de algún extraño juego teatral y conspirativo, como de trama de película de Mamet.

No hay mayor sentido del desprecio hacia el otro que pensar que lo hemos imaginado. Unamuno miraba hacia lo más profundo de su ser y se encontraba sólo a sí mismo y solo, además, en el mundo. Auster, por lo contrario, hace lo mismo, mira hacia lo más profundo de su ser, y lo que ahí encuentra es algo más que a sí mismo, encuentra el mundo. ¿Leer a Auster es encontrar mi mundo? Todo lo contrario, es encontrar al otro. Y aprender a llevarlo conmigo cuando me encuentro sentado ante mi ordenador, como ahora mismo en esta mañana invernal.

Pero en el fondo es todo un gesto de disidencia hacia Auster el que me haya sentado ante el ordenador y no ante la máquina de escribir. Porque lo que realmente esta mañana me ha empujado a hablar de Auster han sido unas palabras suyas acerca de su necesidad de no abandonar su máquina de escribir: "La tengo desde 1974, ahora ya más de la mitad de mi vida. Nunca se ha estropeado. Todo lo que tengo que hacer es cambiar las cintas de vez en cuando, pero vivo con el temor de que llegue un día en el que no haya más cintas a la venta, y entonces tendré que usar el ordenador y entrar en el siglo xxi."

Esta confesión de amor hacia su máquina me ha llenado de vergüenza, porque me ha recordado la frivolidad (no tuve paciencia para buscar más) con la que me pasé al ordenador hace tres años, cuando di dos vueltas enteras a Barcelona en busca de cintas para mi máquina de escribir y, al no encontrarlas, me di por rendido. No hallé las cintas ni siquiera en una pequeña tienda cercana a la plaza de Urquinaona que resistía al empuje de los avances técnicos de nuestra época y seguía vendiendo cintas y máquinas de escribir: una tienda que yo visitaba con la impresión de que todo aquello era un milagro y sus dueños (lo había deducido por su manera fanática de hablarme de las máquinas Olympia) unos fervorosos defensores del antiguo tecleo eléctrico.

Ignacio Martínez de Pisón, a quien le conté la historia de los dueños de ese comercio (un extraño matrimonio que luchaba contra la modernidad), llegó a escribir un cuento en el que se inventaba que, delante de los vendedores fanáticos de las máquinas Olympia, alguien montaba una tienda de ordenadores, que constituía la ruina de la pequeña tienda resistente. Parecía que iba a ser un cuento profético, pero el matrimonio fanático, temeroso de que ocurriera realmente lo que relataba Martínez de Pisón (debieron leer su cuento), se pasó de la noche a la mañana a los ordenadores y me obligó a hacerlo a mí también, pues nunca he dudado de que esa tienda de máquinas de escribir fue la última de la ciudad.

Más suerte tuvo Paul Auster, que puede seguir fiel a su Olympia, pero eso se debe seguramente a que vive en Nueva York. Que seamos él y yo distintos en esto (y en tantas otras cosas que ahora se me ocurren) me produce un gran alivio, porque me permite seguir estando solo, aunque llevando a todos mis escritores preferidos conmigo y escribiendo no sus libros, sino los míos. De lo contrario, Auster sería yo. Y eso yo no lo podría permitir. Y menos aún los otros.

jueves, julio 19, 2007

José Emilio Pacheco, renacentista

Sergio Pitol

Para Cristina PachecoAbrir tarde o temprano, el volumen que recoge toda la obra poética de José Emilio Pacheco, detener la vista al azar en alguna de sus páginas, nos revelará una de sus mayores obsesiones, quizás la mayor: el testimonio entre un instante vivido y lo que ocurre en su entorno, enfrentar la historia privada, aun en sus detalles más minúsculos, a la Gran Historia, turbia y aterradora casi siempre:
Otros hagan aún el gran poema,
los libros unitarios, las rotundas
obras que sean espejo de armonía.
A mí sólo me importa el testimonio
del momento inasible, las palabras
que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
La poesía anhelada es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.
José Emilio acaba hace poco de traspasar el umbral de los sesenta años con la espléndida energía y el rigor que lo han caracterizado desde la adolescencia, cuando supo que su destino era la escritura, cosa no común en la literatura mexicana, donde por lo general los protagonistas se retiran pronto, salvo excepciones notables: Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Pellicer, quienes mantuvieron un alto nivel hasta el fin de sus días. Los 43 años siguientes a la publicación de la primera obra de Pacheco, La sangre de Medusa, uno de los hermosos Cuadernos del Unicornio editados por Juan José Arreola, son los de la formación, desarrollo y madurez de un humanista a la manera clásica. Porque el escritor ha cultivado felizmente todos los géneros literarios, frecuentado varias literaturas y otras disciplinas. Desde que lo conozco me han impresionado su instinto y su capacidad para encontrar conexiones en los diferentes campos del saber y las distintas franjas de la historia. Como los hombres del Renacimiento, intuyó muy pronto que la sabiduría consiste en integrar todo en todo, lo grandioso con lo minúsculo, el hermetismo con la gracia, lo público con el sigilo.El número de años que cumple esa primera publicación, 43, es el mismo de nuestro trato personal. Mi deuda con el trato y la obra de este escritor es enorme. Corría el año 1958 y yo era un joven de 25 años que había publicado sólo cuatro o cinco artículos en la sección dominical de un diario de México varios años atrás y un par de notas bibliográficas en alguna revista literaria: a eso se reducía mi acervo. Trabajaba como corrector de estilo en una editorial y hacía traducciones; suponía que en esas labores y en el ininterrumpido goce de la lectura consistiría en el futuro mi relación con la literatura. ¿Escribir? Estaba convencido de que mi oportunidad había pasado. De pronto, como sin darme cuenta, y para mi propia sorpresa, produje un par de cuentos. Y fue una coincidencia que en esos días pasaran a visitarme dos jóvenes. Uno de ellos, Carlos Monsiváis, a quien había conocido en actos culturales y políticos universitarios y saludado en funciones de cineclub, me presentó a su acompañante, un muchacho fornido, de palabra y risa fácil. Era José Emilio Pacheco. En esa ocasión me invitaron a colaborar en la sección juvenil de la revista Estaciones, de la que eran directores. De manera que mis verdaderos colegas generacionales fueron ellos. Y decir generacionales es bastante forzado, porque Carlos y José Emilio eran cinco y seis años menores que yo, lo que a esa edad suele establecer distancias enormes. Me integré muy a gusto en Estaciones. Me animaron a publicar los cuentos recién escritos y a emprender otros nuevos. La curiosidad cultural de ambos era sorprendente; su cultura, deslumbrante.José Emilio había escrito crítica y poesía en aquella época, pero me parece recordar que el género al que daba entonces mayor atención era la narrativa. En efecto, su primera publicación comprendió dos relatos: "La noche del inmortal" y "La sangre de Medusa".A partir de esa invitación a colaborar, nos vimos diariamente hasta el año 1961, en que salí de México. Nos encontrábamos en el consultorio del Dr. Nandino, que era a su vez la dirección de la revista, y caminábamos después durante largas horas, recorriendo librerías, y muchas más las pasábamos en cafés o en una taquería descubierta por Monsiváis atrás del cine Insurgentes, en los inicios de la Zona Rosa, o visitábamos a escritores de generaciones anteriores. Hablábamos de libros sin descanso, de nuestros diarios descubrimientos; leíamos y comentábamos nuestros textos con fervor. En algún momento comenzamos también a conversar de política. Rechazábamos el sindicalismo charro, una de las varias señales de nuestra autarquía gubernamental. Apoyábamos a los nuevos dirigentes Demetrio Vallejo y Othón Salazar, que pugnaban por crear vías sindicales independientes. Vivimos entonces un breve periodo ciudadano de vitalidad sorprendente. En varias ocasiones marchamos tumultuosa, esperanzada, alegremente desde el monumento de la Revolución hasta Palacio Nacional. Maestros, ferrocarrileros, estudiantes universitarios y también intelectuales, no sólo los de izquierda definida como José Revueltas y Juan de la Cabada, sino también los independientes: Carlos Pellicer, Octavio Paz y Elena Garro, Juan O'Gorman, Jaime García Terrés, el joven Carlos Fuentes, muchos más. En una protesta contra la represión gubernamental hicimos varios escritores y pintores una huelga de hambre en la vieja escuela de San Carlos. En un poema escrito muchos años más tarde José Emilio recuerda aquellos años:
Entre el 58 y el 60 mil veces
hablamos de Vallejo y del otro Vallejo.
Hicimos planes que jamás se cumplieron.
Publicamos revistas y colecciones efímeras.
Aprendimos que no se escribe en el vacío.
Somos el instrumento y la consecuencia
de lo que está pasando tras la ventana en la calle.
Otra lección:
dar importancia a la tarea, no al productor.
Nunca creernos "escritores".
(Como trasfondo
siempre las carcajadas de Monsiváis y Luis Prieto.)
Allí también, en ese departamento sin muebles casi,
Virginia Woolf, Henry James, E. M. Forster.
Y por supuesto Borges, Paz, Carpentier y Neruda.
Y dos entonces desconocidos en México:
Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti.
Algo salió de aquellas tardes en apariencia perdidas.
Y, contra todo, somos lo que queríamos ser entonces.
Publicamos al mismo tiempo en los Cuadernos del Unicornio de Juan José Arreola. Pero no hay que olvidar que él entonces tenía sólo 19 años. Cuando por primera vez leí sus cuentos me encontré con una escritura madura. ¡Qué extraordinario, pensé, poder tener ambiciones literarias de esa magnitud y poder cumplirlas de manera tan cabal! Si en aquella época sus relatos me deslumbraron, hoy que he vuelto a leer "La noche del inmortal", el primer cuento de aquel cuaderno, sentí casi un mareo. Me parecía imposible concebir que alguien menor de veinte años hubiese podido producir un relato de tal naturaleza, ambicioso temáticamente, con un perfecto ritmo y dominio del idioma, y una arquitectura tan sólida cuanto poco visible.
Lector de tiempo completo, estudioso infatigable, José Emilio se convirtió a partir de la aparición de "La sangre de Medusa" en el polígrafo perfecto, quien en poco tiempo dominó los campos más diversos de la actividad literaria. Su mano ha tocado todos los géneros: la poesía, el cuento y la novela, el teatro, el ensayo y la crónica.Su obra poética es amplísima. Comenzó a escribirla dando también allí las mismas señales de maestría que en su prosa narrativa. En sus primeros libros de poesía, Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), el autor elabora una lírica culta, donde lo fundamental parece residir en las cualidades formales del poema. Una poesía elegante, metafísica, apoyada siempre en valores rítmicos, pues el oído de José Emilio ha demostrado siempre una notable capacidad para percibir la música verbal de nuestra lengua y adecuarla a su arquitectura conceptual. Dueño después de todos sus recursos, José Emilio nos proporcionó en 1969 un libro diferente y magistral que marca nuevos derroteros para sí mismo, pero también para la poesía mexicana: No me preguntes cómo pasa el tiempo, donde el idioma se desnuda, de alguna manera se desengalana y admite elementos vernáculos, coloquiales, sarcásticos, esos que por lo general los cursis no consideran poéticos. Por debajo de la palabra yace una cólera radiante. Se trata de un libro sobre nuestro presente y nuestro pasado, contra la codicia, la rapacidad, la crueldad, la tontería y el cinismo imperantes; una despiadada exposición de esos sepulcros blanqueados cuyo dedito admonitorio tanto nos ha martirizado, donde un humor acre corroe todas las falsas glorias, los falsos prestigios de los poderosos, y la auténtica avidez de los depredadores. No me preguntes cómo pasa el tiempo fue y es un libro inusitado en nuestras letras. A partir de su aparición, la poesía mexicana conoce una nueva manera, oblicua y certera, de tratar temas sociales y preocupaciones morales sin caer en el lugar común o la arenga, sin acercarse a ese trillado filisteísmo que el autor detesta de manera radical.La obra de Pacheco se ha convertido en una fuerte columna de las literaturas de nuestra lengua. Su prestigio es internacional. Sus seguidores y sus estudiosos componen ejércitos. Y en México, ¿quiénes no han seguido por décadas su "Inventario", una de las más eficaces, inteligentes y disfrutables labores culturizadoras que alguien haya emprendido en nuestro mundo, una sección periodística que regenera la memoria y al mismo tiempo escruta lo que está por venir, que reseña lo más valioso del quehacer nacional y al mismo tiempo informa sobre la salud de otras literaturas, y que a la crónica de un acontecimiento político o social añade una reflexión moral más amplia?¿Quién no se ha enriquecido con sus traducciones y variaciones de poemas procedentes de las más inesperadas latitudes?He seguido con estupor y admiración su labor narrativa, donde destacan dos excepcionales novelas cortas: El principio del placer y Las batallas en el desierto, historias ambas de iniciación, donde sus protagonistas, dos adolescentes, Jorge y Carlos respectivamente, en el albor de la adolescencia viven su primer amor en un marco de violencia, de dolor y desengaño. De ambas experiencias salen golpeados no sólo por su derrota amorosa sino por el descubrimiento de las circunstancias putrefactas familiares y políticas que constituyen su entorno inmediato.Hace unas cuantas noches, de visita por su obra releí El principio del placer, en su edición corregida, y quedé deslumbrado. No recordaba la extrema intensidad, ni la perfección de esa breve novela y los cuentos que la acompañan. Este libro me resulta la cima de la entera producción en prosa de Pacheco, en especial por la novela que da nombre al volumen y a un cuento absolutamente sorprendente: "La fiesta brava", que con el tiempo también ha crecido de modo excepcional. "La fiesta brava" es una narración compuesta por tramas absolutamente disímiles, cuyo sentido unitario se debe tan sólo a la maestría del creador. Veamos los ingredientes: un americano ex combatiente en Vietnam de vacaciones en México, el horrible destino de dos ex promesas de la literatura y de la moral social y su ulterior transformación en guiñapos pestilentes, las amistades perdidas, los amores más tristes, las diversas gamas de la frustración, el culto a la Coatlicue, lo que acaece bajo el suelo de la ciudad de México tanto en los vagones del metro como en algunos túneles secretos. Maravillado por tanta perfección, esa lectura me hizo recordar tiempos pasados, de cuarenta y tantos años atrás, cuando José Emilio y yo leíamos los bosquejos de nuestros primeros textos y los discutíamos y yo me sentía un simple aprendiz ante aquel sabio demiurgo capaz de ejercer inmensos poderes sobre sus complejas criaturas.
"Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa. De ese horror, quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola..."
Celebro la existencia de la obra rica e inquietante de José Emilio Pacheco. Me honro en poder considerarme amigo de un autor a quien he admirado siempre.

viernes, junio 01, 2007

La danza de Paz y Cortázar


Guillermo Sheridan


Hay en YouTube un breve film en el que se observa a Octavio Paz y a Julio Cortázar realizando una frenética danza. Están en Nueva Delhi, rodeados por un montón de niños y adultos en un jardín soleado (que debe ser el de la embajada), y la fecha debe ser 1965. Seguramente la fiesta obedece a algún ritual, pues Paz tiene la frente pintada de rojo. En algún momento, los hindúes hacen una ronda alrededor del poeta, a quien se mira muy divertido. La idea que tiene Paz de la danza corresponde a un ritmo ya olvidado conocido como la yenka; la de Cortázar, más bien se identifica con la idea cubista de la coreografía. Es de lo más simpático. Obviamente está filmado (¿por quién?) cuando Paz era aún embajador ahí y los muchos hindúes que aparecen deberán ser los empleados de la embajada con sus hijos. ¿Quién será entre todos ellos el joven Hassan que, en “Efectos del bautismo”, cambia su nombre a Erik?
También aparecen en fracciones de segundo las esposas de ambos escritores: Marie-José Tramini y Aurora Bernárdez. Aurora, gran traductora y lectora, es una de las mujeres más asombrosas que he conocido. Hace un año, entregó con ejemplar desprendimiento al Centro Galego de Artes da Imaxe en La Coruña el archivo que heredó de su esposo con miles de documentos y fotografías (el Centro Galego, por cierto, acaba de publicar Ler imaxes. O arquivo fotográfico de Julio Cortázar). Una selección de imágenes y documentos provenientes de ese archivo se acaba de mostrar en la Maison de l’Amerique Latine y en el Instituto Cervantes de París. María Laura Avignolo, corresponsal del Clarín en esa ciudad, hace una crónica sabrosa del material exhibido. Se recoge en la eficiente página web
dedicada a Cortázar. Cuando la reportera llega a la amistad entre Cortázar y Paz, escribe: Octavio Paz lo admiraba. No hay más que hojear cualquiera de sus libros trasegados. Se conocieron en la India en los años sesenta, cuando Paz era embajador de su país y su relación no sufrió apenas altibajos. Paz le tenía a Cortázar en el panteón de los grandes, junto a Rulfo, Borges y Neruda, y Cortázar consideraba que Octavio Paz era “la estrella marinera de la poesía latinoamericana”. Así es que no es de extrañar que en su biblioteca se encuentre prácticamente todo, desde Libertad bajo palabra (1949) hasta algunos de los artículos publicados en la prensa en España, en los años ochenta. El mexicano le dedica así Los hijos de limo: “A Julio, más cerca que lejos, en un allá que es siempre aquí, Octavio”. La confianza entre ambos le permitía escribir [a Cortázar] en la primera página de Águila o sol: “Es muy hermoso, Octavio, pero es un lenguaje del que hay que despedirse. Yo lo hice, al menos, con Estación de la mano”. El 2 de marzo de 1965, desde Delhi, le envía Paz el ensayo “La palabra edificante” “con la esperanza de verlo pronto, con la seguridad de leerlo siempre”. No hay más que hojear sus páginas amarillas y porosas teñidas de bolígrafo azul en los márgenes para saber lo mucho que le interesó a Cortázar. Un ejemplo: dice Paz “cuando la poesía de Cernuda era menospreciada en su patria y en el resto de Hispanoamérica…” (pag, 82). Y replica Cortázar: “Te equivocas. En esos años había algún argentino -muchos, creo- que veían en L. C. al más alto poeta español de su tiempo junto con Federico”. El arco y la lira lo cuajó Cortázar de NO en los márgenes con bolígrafo rojo. Otras veces un no le parece insuficiente y añade con fuerza: “Te bandeás, Octavio!”, o “Brillante, sí, ¿y qué? ¿dónde la salida, el tercer camino, la síntesis definitiva, el salto sintético?”, o “Es mucho peor de lo que dices, Octavio”, o “¡Más bien es al VERSE, Octavio!”. En la pág. 76 aclara Cortázar que, “al final de su vida, Ezra Pound hizo las paces con Whitman”, y, más adelante, cuando se lamenta Paz de que Unamuno hubiese ignorado el humor, salta Cortázar: “España, querido”...

martes, mayo 15, 2007

Conejos de noche

Hermann Bellinghausen

La puerta despertó a Freitas. Eso lo alarmó. Toc-toc. No el habitual aullido del teléfono, ni los tonos del celular, ni el bip de la clínica. Tampoco el timbre. Una impaciencia de nudillos. Su primer impulso fue huir por la ventana de atrás. Algo se concatenó con lo que soñaba al despertar. Sus sueños daban ahora en ser de sangre, persecusiones, sobresaltos, una vaga sensación kafkiana de culpabilidad y noticiarios. Médico general, la demanda lo había vuelto traumatólogo y forense.

Ya comenzaban a cansarle el ánimo las constantes llamadas que lo sacaban del consultorio en el día y de la cama en las noches. El hábito de irse identificando por las calles con su cédula profesional soportando la humillación de los controles y las patrullas. El trato de sospechoso. El comprensible temor en la gente común, su recelo, su resentimiento con la ley que hace ilegal al que sea.

Eran frecuentes las personas heridas, la mayoría inocentes (¿qué era eso en un periodo donde los únicos inocentes eran los poderosos, los jefes criminales y los policías?) En materia de incendios, el cuerpo de bomberos no se daba abasto, además de cumplir órdenes excepcionales del comando que ocupaba la ciudad.

Toc-toc, insistió la puerta. Un poco más consciente, Freitas saltó de la cama y calzó las pantuflas. De un tiempo para acá dormía vestido, unas veces deliberadamente, otras por puro cansancio y con zapatos. Antes de preguntar "¿quién?", se asomó a la mirilla. Era Ramiro. Mediaron cinco segundos entre el alivio de que no vinieran por él y el sobresalto por don Abelardo, y casi pronunciando ese nombre abrió. Ramiro, tímido y parco, dijo:

-Que si puede ver a mi abuelito.
-Pasa m'ijo. Deja que me termine de vestir y agarre el maletín.

El chamaco dudó, por fin entró al departamento y cerró la puerta suavemente. Cinco minutos después los interceptaba en la avenida un destacamento de agentes armados en dos pick up blancas que los bajaron del carrito de Freitas.

-Soy médico. Voy a una emergencia. Es el abuelo del muchacho.

Un policía le echó la potente luz a Ramiro. Dos más lo pegaron contra el cofre y lo catearon groseramente. Como lo vieron indio. A Freitas le revisaron los papeles nada más. Tras el incidente reanudaron su camino.

-¿Tiene fiebre?
-Un poco -dijo Ramiro.

La ciudad estaba desierta, con aire insomne. Salieron hacia los barrios del sur y pronto brincaban en callejones sin pavimento ni carros estacionados. En el interior de la vivienda, sentado, con una almohada en la nuca, don Abelardo contemplaba serenamente el fogón de María, su hija, que preparaba compresas y té de hierbas. Sin voltear a los recién llegados, el anciano dijo:

-No estoy mal del cuerpo, doctor. Son tantas desgracias afuera.

Freitas lo mismo abrió el maletín, echó mano al estetoscopio y acomodó en otra silla la lamparilla y el baumanómetro. Hizo a María un par de preguntas, el propio viejo las respondió y sin interrupción pasó a un monólogo:

-Estamos sordos. Nos siguen pegando. Estamos mudos. Y nos pegan más. Parecemos conejos lampareados. Vienen por los vecinos y mejor ni nos asomamos, no nos vayan a interrogar o confundir con alguien. Los golpean a gritos, se los llevan. Los perros no ladran. Los niños no lloran. A veces hay tiros. A veces no.

-Respire hondo -lo interrumpió Freitas, colocándole la pastilla del estetoscopio en una clavícula. Repitió la operación en la otra, en la espalda, y finalmente el pecho.

-Despertó ahogándose, le dolía su costado, ahora se le pasó -informó María.

-Estoy bueno, doctor. Es lo otro que duele. Que no hagamos algo para defendernos. Que maltraten a las mujeres, les tiren gas a los muchachos, hagan balacera, lleven preso al que se les antoje. La ley ya no nos sirve, es sólo de ellos.

Estaba bien el discurso, pero Freitas necesitaba compensar la arritmia galopante de ese pecho.

-No me voy a morir todavía, lo que pasa es que da coraje. Primero venían por la droga, y no había. Luego a buscar armas, pero cuáles. Ya vienen por cualquier motivo, o ninguno. Nadie se atreve a reclamar. No soy yo quien necesita curarse. Es todo mundo.

María sirvió café. Freitas prefirió mezcal. Depositó en la silla desocupada una caja de píldoras para la angina y un frasquito con diurético. En un rincón del silencio Ramiro permanecía atento, y cuando el médico anunció jovialmente que partía se aproximó para acompañarlo.

-No hace falta, m'ijo. ¿A qué te arriesgas? Ayuda a tu mamá a educar a tu abuelo.

Al retornar a su departamento aún retumbaba en los oídos de Freitas la risa de todos. Abrió su cuaderno de notas y se tranquilizó con lo primero que le vino: "No ves la avenida de los ríos que te atraviesan, sólo callecitas, atajos, vueltas raras por caminos en mal estado. Disuelves la médula de ti mismo en un calendario de fechas que no controlas. Brincas, conejo en un campo minado por continuos puntos y aparte".

viernes, abril 13, 2007

¿Allá tampoco hay luz?

Juan Villoro

Si la Compañía de Luz y Fuerza dependiera de Holanda estaríamos a punto de romper relaciones con la nación que acaso para burlarse de nosotros permitió que Rembrandt perfeccionara el claroscuro.

El servicio es tan deficiente que recuerda esa decisión desesperada y grandiosa de los gobiernos mexicanos: nacionalizar la empresa. ¡Pero Luz y Fuerza ya está nacionalizada! Nuestros días en la sombra no derivan de las especulaciones de un país extranjero ni de una siniestra iniciativa privada.

En México las últimas palabras de Goethe ("luz, más luz") no son una cita culterana sino la solicitud común del ciudadano que trata de seguir su vida a tientas. A diferencia de lo que ocurría en Cuba durante el "periodo especial", ni siquiera sabemos cuándo va a ocurrir un corte. En cuanto te quitas un pupilente, se va la luz.

Hace unos meses, Julio Villanueva Chang, amigo peruano que edita Etiqueta Negra, se hospedó en mi casa. Trató de intervenir en el cierre de su revista por correo electrónico pero fue obstaculizado por los apagones. Para resignarse y sumirme en el desánimo, comentó: "Así era Perú en tiempos de Sendero Luminoso". Nuestro servicio es digno de Los Andes tomados por la guerrilla. ¿Queda otra cosa aparte de cantar El cóndor pasa bajo las velas?

Según informó Reforma, durante el sexenio de Fox las tarifas de electricidad subieron 35 por ciento. Hace poco recibí una boleta que sugería que vivo en un estadio y todos los días organizo partidos nocturnos. ¿Cómo alcanzar ese consumo sin disponer de reflectores? Había otra cosa rara: el espacio correspondiente al monto a pagar estaba ocupado por un rectángulo negro. ¡La factura había padecido un apagón! Sobre el manchón y casi al margen, aparecía una cifra agraviante. Traté de pagarla en el banco pero me dijeron que no podían hacerse cargo de boletas tachadas de ese modo.

En la oficina de San Ángel la cola de quejas iba a dar al monumento a Álvaro Obregón, quizá recordando que el prócer fue asesinado en un restaurante de nombre prometedor: La Bombilla. Ahora la sociedad civil inicia su camino de reivindicación junto al héroe que ya parece el mártir de la falta de luz.

Desanimado ante la procesión para hacer quejas, pagué lo que me correspondía, esperando que Dios lo tomara en cuenta. Pero no hay deidad que afecte los designios de Luz y Fuerza (el propio Zeus debe estar sindicalizado). La siguiente factura volvió a sugerir que controlo un estadio hiperactivo. Esta vez no llegó con el ominoso rectángulo negro pero en el recuadro donde dice "Evite el corte antes de..." aparecía una tremenda palabra: "VENCIDO". Hablé a la compañía. Una señorita amable me indicó que mi problema era "haber pagado demasiado".

Vino entonces uno de esos enredos que sólo ocurren en la burocracia mexicana. La persona con la que hablaba podía ver en su computadora que el 6 de febrero yo había pagado una cantidad excesiva. Sin embargo, en la oficina de San Ángel campeaba la oscuridad al respecto (¿se les habría ido la luz?).

-Si usted tiene el registro en su computadora, ¿por qué no lo tienen en San Ángel? -pregunté.

-Me da pena decírselo, don Juan, pero luego se equivocan.

Como su computadora disponía de una clarividencia excepcional, le pregunté qué significaba "vencido". La mujer habló como si mirara una bola de cristal:

-Aquí veo que le queda hasta el 9 de abril para pagar. No sea malito, vaya a la sucursal con su boleta anterior.

No fui malito. Tampoco fui veloz. Se atravesaba la Semana Santa y mi boleta estaba con el contador (puedo deducir la parte que corresponde a mi estudio; dadas las características de mis pagos, eso equivale a los vestidores de un estadio).

Imaginé mi vida sin luz y me di cuenta de que era muy parecida a la que llevo habitualmente, determinada por momentos estratégicos en los que voy con parientes y amigos a disfrutar de electricidad fiada.

Me salto los trámites que evitaron el corte de suministro. Baste decir que el primero fue ver a un empleado desayunar torta de tamal y el último recibir la promesa de que la factura llegará a tiempo (en México la "velocidad de la luz" significa que la boleta se expide tres días después del vencimiento).

La incertidumbre eléctrica ya afectó las costumbres. El otro día, una amiga llevaba en la cabeza algo que no parecía su pelo sino el de un afgano. La secadora se había detenido por un apagón. Las llamadas telefónicas también se someten a otra lógica. En el momento en que vas a decir la frase de reconciliación o enmienda, se va la luz y quedas del lado de los patanes que no suavizan las cosas. Cuando se restablece la comunicación, lo que dices carece de espontaneidad y suena estúpido en labios de quien pudo pensar durante media hora. En caso de apagón, se aconseja reanudar la plática con lirismo. No basta decirle a tu novia: "Me vi mal, chaparra". Hay que sonar como Confucio o por lo menos como un gurú de la superación personal: "Tu silencio hace que quiera mejorarme". A veces, la pausa puede ser aprovechada para dudar como un Hamlet del bolero: "Me faltan cosas para decirte cosas" (nunca hay que mencionar que lo que nos faltó en primera instancia fue electricidad). El país de Cantinflas y Sor Juana se ha volcado a una comunicación cada vez más metafórica y fragmentaria. He ido a congresos donde los ponentes sólo leen las páginas que alcanzaron a imprimir antes de que se fuera la luz.

El hombre en estado de apagón se consuela llamándole a un conocido: "¿Allá tampoco hay luz?" En caso de que habite un paraíso con focos encendidos, no hay que desanimarse: basta preguntar cuál fue su último apagón para saber que comparte nuestro mundo primitivo.

¿El remedio para Luz y Fuerza será la privatización? En un país de abusivos monopolios ese horizonte no parece positivo. Preveo una tarifa que empiece a cobrarme por dejar los palcos de mi estadio prendidos en la noche.