Mostrando las entradas con la etiqueta Carlos Montemayor. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Carlos Montemayor. Mostrar todas las entradas

miércoles, diciembre 17, 2008

Violencia electoral en México

La violencia de Estado en México ha sido muy compleja y persistente cuando se ha manifestado en procesos electorales o cuando se ha aplicado contra partidos políticos y dirigentes de oposición. Este tipo de violencia oficial ha sido una constante agresiva en el siglo XX. La Revolución Mexicana de 1910 se inició por un proceso de inconformidad social que buscaba democratizar el país en términos electorales. A partir del fusilamiento del gran luchador demócrata mexicano Francisco I. Madero, en 1911, estalló la segunda y definitiva fase de violencia social en la lucha armada del largo y sangriento periplo de esa Revolución. La formación, en 1929, del Partido Nacional Revolucionario (PNR) fue uno de los esfuerzos más eficaces para que la transmisión del poder presidencial no tuviera que efectuarse por levantamientos armados ni golpes de Estado y, en principio, para que no se generaran, al frenar tales procesos, la represión, las persecuciones o las masacres.

Esta violencia de Estado en procesos electorales se ha expresado en una amplia gama que ha variado desde el fraude electoral y la desaparición selectiva de candidatos o de opositores electorales hasta la represión y la masacre. En los inicios del siglo XXI se amplió este espectro hacia un nuevo extremo: la manipulación de medios electrónicos.

En efecto, en menor o mayor medida los fraudes electorales se han extendido desde la represión a maderistas en la última relección de Porfirio Díaz hasta el accidentado proceso federal electoral del año 2006, cuando la violencia de medios fue notorios, concertada e incontrolable. En medio de esos extremos, la violencia de Estado desplegó diferentes recursos con el golpe militar a Madero y su fusilamiento, con el enfrentamiento del gobierno de la Convención y el de Venustiano Carranza, luego con el levantamiento delahuertista y su brutal aplastamiento (en esa represión fueron asesinados Felipe Carrillo Puerto, en Yucatán, y Francisco Villa en Chihuahua), la matanza de los seguidores del general Francisco Serrano (que Martín Luis Guzmán narró en La sombra del caudillo), la represión a los vasconcelistas, a seguidores del general Juan Andrew Almazán, a la coalición de partidos que apoyaron la candidatura presidencial del general Manuel Henríquez Guzmán, el fraude de las elecciones federales de 1988, el asesinato gradual y selectivo de varios centenares de militantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD) durante el periodo presidencial de 1988 a 1994. Estos procesos marcaron en México las rutas difíciles y divergentes del poder, la democracia electoral y los partidos políticos. José Vasconcelos llegó a afirmar que si la democracia lograba abrirse paso alguna vez en México, tendría que avanzar a partir del punto en que la dejó Francisco I. Madero.

Cuando no ha habido masacres, represión abierta o asesinatos inexplicables, como el del candidato priísta Luis Donaldo Colosio en 1994, la violencia de Estado, ejercida como fraude en los procesos electorales de las entidades federativas a lo largo del siglo XX, fue persistente, por no decir tenaz y definitoria del sistema político mexicano. Después de la última relección de Porfirio Díaz, en 1910, casi un siglo le ha tomado al país acercarse a procesos electorales (no en todo el país, por cierto, ni en el reciente proceso federal de 2006) que se asemejen a los de una sociedad democrática civilizada. En la primera década del siglo XXI se manifiesta aún la resistencia del Estado y de los poderes fácticos a cancelar la violencia del fraude o de la manipulación de medios en los procesos electorales.

Un ejemplo paradigmático de esta violencia de Estado, por la concurrencia de múltiples fuerzas políticas, fue la represión a los partidarios del general Manuel Henríquez Guzmán en el año 1952, con ocasión de las selecciones que debían renovar la administración presidencial del periodo 1952-1958.

En la próxima entrega me referiré a esa represión que sufrieron los henriquistas. La información acerca de la masacre provino de conversaciones que grabé en 1997 y 1998 con la señora Alicia Pérez Salazar, viuda del político y escritor José Muñoz Cota, secretario particular durante muchos años del general Lázaro Cárdenas y secretario del general Henríquez Guzmán precisamente durante el proceso electoral de 1952. He descrito con amplitud este proceso en mi novela Los informes secretos.

miércoles, noviembre 12, 2008

La violencia de Estado en México

El general brigadier retirado Julio César Santiago Díaz fue el mando de mayor jerarquía –dijimos en la entrega anterior– que estuvo en Acteal esa mañana del 22 de diciembre de 1997. Fungía como jefe de asesores de la Coordinación de Seguridad Pública y era director de la Policía Auxiliar en el estado. Carlos Marín dio a conocer las declaraciones ministeriales de este general el 2 de marzo de 1998 en la revista Proceso. El general estuvo acompañado de 40 policías estatales durante tres horas y media, a la entrada de Acteal, mientras a 200 metros, montaña abajo, se cometía la masacre. Entre la una y las cuatro y media de la tarde, según relató ante el Ministerio Público Federal:

“... no se dejaron de escuchar disparos de armas de fuego de distintos calibres como el 22, escopeta, así como ráfagas de AR-15 y AK-47, deseando aclarar que los disparos se oían en intervalos de tres a cinco minutos; es decir, se escuchaban disparos, pasaban de tres a cinco minutos sin que se escucharan, y volvían a escucharse, siendo así todo el tiempo que permaneció el declarante en la entrada a la comunidad de Acteal, sobre la carretera… En esas tres horas y media ninguno de los cuatro comandantes o de los restantes 40 policías estatales que fueron llegando al punto entró al caserío ni se atrevió a bajar la cuesta para averiguar lo que sucedía, debido a que un suboficial le recomendó: ‘Jefe, hágase más para acá porque le pueden dar un tiro’.”

Felipe Vásquez Espinoza, el suboficial que le aconsejó al general ponerse a salvo de una bala perdida cuando se desarrollaba la masacre, era subcomandante de Seguridad Pública. En un momento de su declaración ministerial, a la pregunta de si alguna vez vio a algún habitante de Los Chorros portando armas, contestó:

“Que sí. Que en una ocasión, el día 26 de noviembre hablé con una persona que acompañaba a otra que portaba una arma de las denominadas cuerno de chivo y al preguntarle por qué portaban esas armas me dijo que eran para seguridad. Y al pedir instrucciones a mis superiores, el primer oficial, Absalón Gordillo, me indicó que si era partido verde lo dejara ir; o sea, verde, que es priísta, por lo que lo dejé ir.”

En declaración ministerial posterior enriqueció la historia: admitió que el 26 de noviembre, “por instrucciones superiores”, custodió a un grupo de paramilitares tzotziles que llevaban en costales, en una pick-up, un cargamento de las armas conocidas como cuernos de chivo. La instrucción dice haberla recibido, “sin lugar a dudas, del primer oficial Absalón Gordillo Ruiz, comandante en Majomut”.

En el Libro blanco sobre Acteal que preparó la Procuraduría General de la República (PGR) se registraron como procesados los nombres del general Julio César Santiago Díaz y de Felipe Vásquez Espinoza; el primero, por homicidio y lesiones por omisión; el segundo, por posesión y transporte de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza Aérea. A ninguno se le menciona como protector de grupos paramilitares ni como autoridades que dieron escolta y protección a paramilitares. El nombre de Absalón Gordillo, en cambio, que autorizaba la protección a los paramilitares, no aparece en los registros.

En enero de 1998, dos semanas después, se efectuó una acción militar significativa para requisar armas. Dos mil soldados se instalaron en 18 campamentos para realizar cateos e interrogatorios y saquearon casas, tiendas y cooperativas. Pero efectuaron la requisa en 15 municipios zapatistas, algunos muy lejanos de Chenalhó. En otras palabras, buscaron armas no entre los agresores, sino entre las víctimas.

Por esos días, el 31 de enero de 1998, en Davos, Suiza, el entonces presidente Ernesto Zedillo afirmó, aludiendo al EZLN, que “no ha habido violencia entre el gobierno y este grupo. Desafortunadamente, ha habido violencia entre este grupo y otros grupos en Chiapas”…

Estas declaraciones no eran resultado de una precipitación ni solamente del cinismo: pretendían interpretar la masacre como un conflicto intercomunitario, un combate entre indios bárbaros.

La firmeza de los planes militares en la creación, entrenamiento y pertrechamiento de los grupos paramilitares se evidencia con otro hecho. Tres años después, a las cinco de la mañana del 12 de noviembre del año 2000, se efectuó el primer operativo de desarme en Los Chorros, la principal comunidad de los que perpetraron la matanza. Dos centenares de elementos de la PGR, pertenecientes a la Unidad Especializada para la Atención de Delitos Cometidos por Probables Grupos Civiles Armados, se presentaron en esa comunidad. Pero no pudieron contar, como es común en estos operativos, con el factor sorpresa. Fueron repelidos por la población, atacados con armas de fuego y perseguidos hasta Majomut, donde los paramilitares de ese sitio habían puesto un retén exactamente frente a una base militar que presenció con indiferencia, para decir lo menos, las agresiones a los elementos de la PGR. Es decir, el Ejército Mexicano permitió de buen grado que los paramilitares atacaran a elementos del propio Estado mexicano. Esta información no fue difundida. La omite la propia PGR en su boletín número 591/00 del 11 de noviembre de 2000. Hay sólo un pasaje sugerente en la edición del periódico Cuarto Poder del día 13 de noviembre del año 2000, en la página 21, donde se narra lo siguiente:

“A cinco kilómetros antes de Los Chorros, cerca de Majomut, otro grupo indígena bloqueó el camino con piedras, un camión de volteo, una Combi del ayuntamiento y otro vehículo más. Y otra vez hubo forcejeo entre policías y campesinos. No llegaron a ningún arreglo a pesar de que ahí se encontraban funcionarios del ayuntamiento de Chenalhó. Los judiciales abrieron paso por la fuerza, empujando camiones y levantando los obstáculos del camino. En ese tramo, ubicado junto a una base militar, por segunda ocasión, los judiciales hicieron disparos al aire para dispersar a los pobladores. De entre el monte se escuchó que los indígenas respondieron a balazos.”

Es ilustrativo el comportamiento permisivo del Ejército Mexicano con los grupos paramilitares incluso al atacar a policías federales. En este contexto se explica que la policía del estado haya tratado de eliminar los cadáveres de la masacre de Acteal la mañana del 23 de septiembre de 1997 y después, al menos, intentado alterar los hechos. Así se explica la aparente actitud errática de los discursos presidenciales antes y después de la matanza. Así se explica que la policía del estado y el Ejército hayan apoyado, por omisión o acción, a los grupos paramilitares antes, durante y después de la masacre. Así se explica el surgimiento y perseverancia de grupos paramilitares en el Chiapas de ayer y hoy.

lunes, noviembre 10, 2008

La violencia de Estado en México


En diciembre de 1997 irrumpió en México otra variante de la violencia de Estado a través de los grupos de choque. Dos años antes, desde 1995, estos nuevos grupos ya no estuvieron integrados por militares ni policías, sino por paramilitares indígenas. Uno de estos contingentes perpetró una de las más brutales masacres en el México del siglo XX, en los Altos de Chiapas. Por su importancia entre las bases sociales del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y por el modus operandi de Estado, revisaremos algunos puntos de lo ocurrido ese 22 de diciembre de 1997.

En el municipio de Chenalhó, en Acteal, en los mencionados Altos de Chiapas, se habían concentrado familias campesinas desplazadas desde hacía tiempo de su lugar de origen por presiones de grupos paramilitares. Estas familias desplazadas eran conocidas como las Abejas. Atentas a los rumores de que se preparaba para atacarlas uno de tales grupos entrenados por cuadros de la policía estatal, se concentraron desde las primeras horas de la mañana en la ermita que habían construido en Acteal, un galerón de madera con techo de lámina y piso de tierra firme. Para disminuir los riesgos de un enfrentamiento con ese grupo paramilitar, muchos hombres se retiraron y sólo quedaron en su mayoría mujeres, niños y ancianos.

A las 10:30 de la mañana se aproximó al lugar el contingente agresor que portaba armas de alto calibre, uniformes de color negro y pasamontañas. Eran individuos de las comunidades de Los Chorros, Puebla, Chimix, Quextic, Pechiquil y Canolal, que se habían transportado en camiones de los conocidos como de tres toneladas. Comenzaron a disparar, a mansalva, por la espalda, contra los desplazados que rezaban; al huir, la gente iba cayendo en el camino y en una hondonada cercana. Durante seis horas los paramilitares dispararon y ultimaron a varias decenas de víctimas; cesaron de accionar las armas cuando consideraron que habían acabado con todos los que se encontraban en la hondonada. Sólo se salvaron dos o tres personas que tenían encima los cuerpos de otros compañeros y que se mantuvieron quietas desde ese momento hasta que empezó a oscurecer y pudieron dirigirse a San Cristóbal. Las detonaciones se escucharon en San José Majomut y sobre todo en Quextic, población desde donde se observa con claridad Acteal.

Hacia la una de la tarde, cuando aún se desarrollaba la masacre, el vicario de la catedral de San Cristóbal, Gonzalo Ituarte, llamó por teléfono al secretario de Gobierno de Chiapas, Homero Tovilla Cristiani, para pedirle su intervención inmediata; el funcionario dijo no saber nada, pero a las seis de la tarde llamó al vicario para notificarle que la situación en Acteal estaba controlada, que se habían escuchado unos cuantos tiros y que había cinco heridos leves. Cerca de las nueve de la noche llegó a la catedral de San Cristóbal uno de los sobrevivientes a dar detalles de la matanza. Dijo que habían pedido auxilio a policías que acampaban cerca del lugar y que ellos respondieron que “no era de su competencia” y no intervinieron.

A las ocho de la noche la Cruz Roja movilizó tres vehículos para el reconocimiento de la zona y la ubicación de cuerpos sin vida en la hondonada. Otras seis unidades de la Cruz Roja se integraron durante la noche a las tareas de rescate. El informe presentado por la Cruz Roja la mañana del siguiente día arrojó un total de 45 cadáveres, ninguno de los cuales parecía pertenecer a alguien que hubiera significado un serio peligro ni un furibundo adversario para los paramilitares: un bebé, 14 niños, 21 mujeres y nueve hombres. La agresión dejó además 25 heridos y cinco desaparecidos.

Debe apuntarse que los agentes de la policía de seguridad pública llegaron cerca de las cuatro de la mañana al lugar de los hechos con el propósito de desaparecer los cadáveres y eliminar evidencias de la masacre: no preservaron el área de la matanza, no practicaron legalmente las diligencias para el levantamiento de cadáveres ni guardaron registro de los sitios donde se hallaron los casquillos de las balas percutidas; tampoco permitieron que intervinieran otros peritos en criminalística de campo.

Por ello resalta su intención de inventar muertes con arma blanca y destripamientos de mujeres encintas: así podrían fácilmente caracterizar la masacre como un enfrentamiento entre indígenas primitivos. Esta invención fue propalada por el gobierno estatal en una campaña de medios para sugerir una especie de matanza ritual al estilo de los kaibiles guatemaltecos. El Servicio Médico Forense del estado llegó incluso a falsear su reporte para afirmar que 33 víctimas fallecieron por arma de fuego, siete por machetes o cuchillos (entre ellas varias mujeres embarazadas) y cinco por golpes en la cabeza.

Más tarde, los servicios periciales de la PGR determinaron que 43 víctimas habían sido ultimadas por arma de fuego y dos a base de golpes: 36 fueron asesinadas en las faldas del cerro, en una hondonada, y las nueve restantes fueron perseguidas y cazadas en las inmediaciones.

El general brigadier retirado Julio César Santiago Díaz, el mando de mayor jerarquía que estuvo en Acteal esa mañana del 22 de diciembre de 1997, y Felipe Vásquez Espinoza, en ese momento subcomandante de seguridad pública, explicaron en sus declaraciones ministeriales los diversos motivos por los que se abstuvieron de frenar la masacre, según veremos en la próxima entrega.

viernes, noviembre 07, 2008

¿Atentado?

Por fortuna, el secretario de Comunicaciones y Transportes, Luis Téllez Kuenzler, no está al frente de ninguna oficina de comunicación social, porque su desempeño para el país sería más peligroso ahí que en las dos secretarías que ha ocupado. Su gran insistencia en que los ciudadanos mexicanos le creamos que la tragedia aérea ocurrida el pasado martes 4 de noviembre fue sólo un accidente despierta más sospechas que certidumbre. No es conveniente para el país y para el gabinete al que pertenece que esa versión oficial se presente con tanta insistencia e intolerancia. No es momento, no es prudente dirigirse así al país en un asunto de tal trascendencia.

No me propongo defender ni rechazar la posibilidad de que la tragedia del día 4 de noviembre pudiera considerarse un atentado. Sólo me propongo explicar que, a diferencia de la postura enfática de Luis Téllez, muchas acciones del gobierno federal indican que el gobierno parte de la hipótesis del atentado.

Primero, no fue la PGR ni la PFP ni la policía judicial del Estado quien ocupó las instalaciones del aeropuerto de San Luis Potosí al momento de conocerse la caída del Jet XC-VMC, sino el Ejército Mexicano. ¿Por qué una medida como ésta? Es lógico que con esta acción militar se buscaba conocer el movimiento de personal que pudiera haber tenido acceso a la aeronave durante el tiempo que estuvo en tierra. Es decir, la hipótesis de esta acción militar no parte de un accidente inesperado.

Segundo, el discurso del presidente Felipe Calderón leído en el hangar presidencial no hizo referencia a ningún accidente, lo cual hubiese allanado el camino al discurso oficial de Luis Téllez. Esa omisión en una persona como él, tan dado a apresurarse en sus conclusiones, sugiere que la información que se le entregó antes o durante su vuelo a la ciudad de México también contenía una opción más que la del solo accidente.

Tercero, Lorenzo Chim, corresponsal de La Jornada, informó que “a las 20:30 horas, llegaron efectivos militares vestidos de civil fuertemente armados” a la casa de Carlos Mouriño Terrazo, y que entre ellos había “elementos del Estado Mayor Presidencial”. La mansión de Juan Camilo, del barrio de San Román, y su rancho Villa Geli, en la zona suburbana de Imí, se encontraban vacíos, pero también contaban con vigilancia. Esto sugiere que el Ejército trató de anticiparse a algún posible “percance” que pudiera sufrir el hermano del secretario de Gobernación. Es decir, partían de una hipótesis diferente a la de sólo un lamentable accidente.

Cuarto, el Learjet 45 se encontraba en perfectas condiciones, según informó el 6 de noviembre Fabiola Martínez en La Jornada, pues “fue sometido recientemente a un mantenimiento integral en Estados Unidos para asegurar su correcta operación (…) La rigurosa revisión de la aeronave se inició a finales de julio de este año y fue entregado hasta los primeros días de octubre pasado (…) existen evidencias acerca de los cuidados extremos a que era sometido el Learjet como asunto de seguridad nacional, debido a que estaba asignado al responsable de la política interna del país.” En estas condiciones, hablar de “fallas mecánicas” es aventurado y requiere de un tratamiento más abierto y prudente por parte del secretario Luis Téllez.

Quinto, y vinculado con el punto anterior, el asunto debe centrarse, pues, en el tipo de accidente. Por ejemplo, una aeronave como ésta es capaz de volar con una sola turbina; no es un aparato que pueda desplomarse fácilmente, sobre todo si había sido sometido a un mantenimiento minucioso. La ruta de vuelo era la correcta y la velocidad de su acercamiento al aeropuerto para tomar la pista indicada por la torre de control también era correcta. En estas condiciones, ¿qué tipo de falla mecánica podría sugerirse como explicación plausible? O mejor, ¿qué inusitada falla mecánica podría explicarnos lo ocurrido?

El punto sexto se conecta con el anterior: ¿para aclarar una falla técnica, por muy compleja que sea, no es natural que el ciudadano mexicano considere excesivo el asesoramiento de expertos extranjeros? Tal asesoría sugiere que el gobierno federal parte de la idea de que el “accidente” puede ser más complejo de lo que afirma el secretario Téllez.

Séptimo, es riesgoso, por incompleto y sesgado, que el secretario Téllez proponga como demostración de que se trató de un accidente una hipótesis insuficiente: creer que el único tipo de sabotaje posible es el de una bomba que despedace la aeronave. Aquí está el punto más débil de la argumentación del secretario Téllez. Los sabotajes pueden prepararse de diversas maneras: por ejemplo, por un desajuste o desperfecto en los instrumentos de control de la aeronave. En este caso, las hipótesis también pueden ser diversas: desde un sabotaje “mecánico” hasta un sabotaje de tipo electrónico; en este último caso, el sabotaje pudo haberse consumado tecnológicamente desde un teléfono celular.

Es natural que, a diferencia del secretario Téllez, las autoridades del gobierno federal manejen otras hipótesis y requieran de expertos extranjeros. Un sabotaje de tipo electrónico requiere, evidentemente, para su aclaración y confirmación de la asesoría de expertos extranjeros como los que visitan nuestro país en estos momentos.

viernes, octubre 31, 2008

La violencia de Estado en México

En la violencia de Estado hay espacios oficiales que poseen mecanismos propios y recurrentes. A nivel policial y militar destaca la creación y continuidad de comandos de elite como fuerzas de choque para enfrentar movimientos populares no armados. A nivel procesal, la acción coordinada del Ministerio Público y de los jueces que obvian procedimientos legales para acusar, castigar y resolver de manera expedita e injusta. En la desaparición forzada, la aquiescencia de autoridades políticas, militares, policiales y judiciales a nivel municipal, estatal y federal.

Podemos hablar de la violencia de Estado en movimientos de inconformidad social cuando la procuración e impartición de justicia, y aun la legislación, concurren con la represión policial o militar desde el arresto de líderes y represión indiscriminada, hasta masacres y desapariciones forzadas. Tal violencia puede describirse vía las acciones específicas y propias de cuerpos policiacos, contingentes militares, manipulaciones procesales, sentencias de jueces sin fundamento legal suficiente, o el crimen de Estado que caracteriza de manera central esta violencia: las desapariciones forzadas.

Revisemos algunos casos de esta urdimbre letal en diversos movimientos del México del siglo XX. Primero, los operativos de allanamientos ilegales multitudinarios de pequeños poblados o barrios, con daños y despojos indiscriminados y arrestos colectivos sin sustento legal. He descrito ampliamente estos operativos, con todas sus secuelas, en mi novela Guerra en el paraíso. Son las tácticas militares donde se originaron las desapariciones forzosas y los asesinatos de centenares de campesinos en el estado de Guerrero durante la guerra sucia de los años 70. La guerra sucia en Sudáfrica, Argentina, Uruguay, Chile, Vietnam, Guatemala, en cualquier país, hubiera sido imposible sin estos operativos que en las primeras horas del amanecer ensangrentaron aldeas y barrios enteros.

Este modus operandi continental sigue tomándose en cuenta en México como recurso oportuno. Así ocurrió hace pocos años en una zona rural cercana a la ciudad de México. El 23 de mayo del año 2007, Amnistía Internacional, sección México, encabezada por Liliana Velásquez, presentó el capítulo dedicado a nuestro país de su Informe 2007, donde se señalaba en cuanto al operativo policiaco efectuado el 3 de mayo de 2006 en San Salvador Atenco, que “la policía utilizó gas lacrimógeno y armas de fuego contra miembros de la comunidad y detuvo, durante los días que duró la operación, a 211 personas, muchas de las cuales fueron reiteradamente golpeadas y torturadas mientras se les trasladaba a la prisión”. Apuntó que de las 47 mujeres que fueron detenidas y llevadas a la cárcel, “al menos 26 de ellas denunciaron ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que fueron objeto de agresión sexual o violación de policías. Al finalizar el año, sólo se habían fincado cargos menores contra uno de los agresores”.

En el mismo mes de la agresión expliqué en estas páginas de La Jornada el procedimiento complejo que se había aplicado esa madrugada del 3 de mayo del año 2006. Gran parte de la eficacia de estos cateos ilegales en las primeras horas del amanecer y en pequeñas aldeas o en pequeños barrios, y sus secuelas de daños derivan de lo inesperado del operativo mismo y de la contundente y visible superioridad de las armas sobre familias inermes. El armamento es intimidatorio desde los retenes que cercan el territorio y bloquean entradas y salidas de la aldea o del barrio; después, en los comandos de elite que penetran en domicilios para acentuar la sorpresa y para evidenciar la superioridad de su fuerza.

Los contingentes militares o policiales penetran en todas las habitaciones de las casas para detectar rápidamente armas, equipos, pertrechos, alimentos, propaganda o dinero. A estos detalles técnicos y tácticos se debe la imposibilidad de distinguir entre el robo, el despojo, la destrucción indiscriminada y lo que esos elementos y sus jefes quisieran que víctimas y analistas llamáramos solamente “inspección”. La secuela de devastación, robo y ultraje es connatural a la inspección y a la aprehensión multitudinaria.

Un mecanismo esencial de tal tipo de operativos deriva de su naturaleza táctica: la imposibilidad de que sea una acción improvisada. Se trata de un operativo que no puede surgir por azar: requiere de planificación anticipada. Segundo, es resultado de una coordinación de varios sectores administrativos y políticos. O sea, precisan de la anuencia, coordinación o disposición de poderes municipales, estatales y federales; de agentes del Ministerio Público Federal, de jueces, de servicios médicos, de fuerzas complementarias y de autoridades carcelarias. Esta coordinación multisectorial tampoco puede ser improvisada inopinadamente.

Un aspecto más deriva de los dos anteriores: no son operativos de alto riesgo militar ni policiaco, pues la sorpresa y la superioridad de armamento, más los estudios previos para su aplicación en las zonas ya vigiladas y analizadas, no suponen una resistencia peligrosa ni real. Son operativos de amedrentamiento y sometimiento inmediato. Pero lo notable de éstos es su alto riesgo político. El mensaje social que operativos así encarnan es de tal magnitud que no pueden aplicarse sin un mandato de las autoridades políticas. Es recurrente en la historia de este tipo de acciones el mecanismo retórico para deslindar a la autoridad política de la autoridad policiaca o militar. Esto explica y torna necesaria una coordinación más: la de los medios informativos. Es muy útil el silencio, la complicidad e incluso la distorsión generada por televisión, radio y prensa escrita. Esta coordinación multisectorial demuestra que se trata de una decisión de Estado y no de la violencia impulsada por una aislada decisión administrativa.

lunes, octubre 27, 2008

La violencia de Estado en México II

Decíamos en la anterior entrega que las premisas de análisis en la violencia de Estado podrían allanarse si recurrimos al deslinde inicial de algunos elementos constantes y básicos en estos procesos complejos: me refiero a los órdenes del discurso, de la acción militar o policial, de las instancias de procuración e impartición de justicia y en ocasiones de la legislación misma. Proponer las constantes mínimas que concurren en este tipo de violencia social ayuda a entender cuándo la decisión de un gobernante deja de ser administrativa y se convierte en violencia de Estado.

En el orden del discurso, por ejemplo, debemos destacar fundamentalmente que en toda formulación discursiva oficial hay un plano explícito y otro encubierto. En el plano explícito discrepan las versiones sobre la realidad social que formulan los movimientos de inconformidad social y el Estado mismo. El discurso encubierto, en cambio, es el sustrato que acepta la sociedad en su conjunto como verdad inobjetable y que sirve de sustento y contexto al discurso explícito oficial.

Veamos esta formulación del discurso oficial a propósito de los movimientos guerrilleros mexicanos. La caracterización de tales movimientos desde la perspectiva oficial forma parte ya de una estrategia de combate y no de un análisis para comprenderlos como procesos sociales. Tal perspectiva postula un reduccionismo constante que confunde y elimina características sociales indispensables para entender políticamente los movimientos armados y para plantear su solución de fondo. Al reducir al máximo los datos de causalidad social se favorece la aplicación de medidas solamente policiacas o militares.

Para entender los movimientos armados rurales conviene suponer, en principio, que en ellos concurren una dinámica de polarización regional y una dinámica militar que se expresa en la conformación de la estrategia y los núcleos armados de la guerrilla. Un primer error de análisis, no de manipulación discursiva, es considerar desvinculados el núcleo armado de la guerrilla y las condiciones sociales en que se sostiene.

Un segundo error sería ver que el vínculo entre las condiciones sociales y los núcleos guerrilleros es sólo casual y que no hay, por tanto, una integración profunda entre la guerrilla y sus circunstancias regionales. Con estas opciones de interpretación la decisión oficial podría inclinarse fácilmente por una acción policiaca o militar que intentara sofocar al núcleo armado sin modificar las circunstancias sociales de la región.

De reconocer la dinámica social como uno de los componentes de tales movimientos rurales, el Estado se obligaría a modificar o aliviar algunas circunstancias críticas del deterioro social regional. Podría hacerlo para evitar cualquier alzamiento en ese instante y en el futuro, o sólo podría decidirse a aplicar los programas de cambio y desarrollo social para eliminar a un movimiento armado específico. No es lo mismo aplicar proyectos de desarrollo pensando en un cambio social a profundidad y a mediano y a largo plazos, que aplicarlos para doblegar de inmediato a un solo y concreto grupo armado.

Tal dinámica social podría atenderse regionalmente, además, con programas efectivos de desarrollo de dos distintas maneras: una, desplegando o incluso enfrentando los programas de desarrollo a los movimientos mismos; otra, aplicándolos paralelamente a una negociación política. En el primer caso, los proyectos de desarrollo se aplicarían como parte de una estrategia de combate y aun de exterminio de los núcleos armados y sus bases sociales. En el otro, se aplicarían como parte de una acción coordinada de negociación política. Una cosa sería la paz alcanzada por la negociación y el cambio social. Otra, la paz alcanzada mediante el exterminio de las bases sociales y los núcleos insurgentes. De acuerdo con la experiencia mexicana, podemos afirmar que cada vez que se ha optado por este último caso se han sentado las condiciones para la recurrencia de la guerrilla.

En todas las opciones expuestas aquí, la formulación del discurso explícito oficial que descalifica socialmente los procesos populares armados está apoyándose en un contenido no explícito que le facilita calificar como violencia social la constituida por el alzamiento sin obligar al Estado a despejar otro concepto previo: el de “paz social”. Además de confundirse con la ausencia de inconformidad popular, esta amplia idea deja de lado la realidad de una polarización ya institucionalizada: la pobreza, la desnutrición, el desempleo, al analfabetismo, la marginación, la carencia de servicios de salud, la vivienda deficiente, los servicios públicos insuficientes o inexistentes, la desigualdad social extrema, la pérdida de talla o estatura en núcleos rurales e indígenas, el acortamiento del promedio de vida en zonas rurales y marginadas. Indicadores así, y otros que pueden conformarse de acuerdo con características regionales, gremiales o de legislación local o nacional (podríamos decir caciquismos, corrupción policial, venalidad de jueces, explotación laboral en campos agrícolas, industrias, maquiladoras o sectores de servicios mediante presiones sindicales, indefensión o subcontratación laboral por terceros a niños, mujeres o jóvenes) constituyen un amplio sistema de violencia legal, institucionalizada, que el Estado y la sociedad confunden con la estabilidad y la paz social. Al permanecer en silencio esta violencia constante y previa, la inconformidad se confunde con el inicio de la violencia social misma y no se le entiende, precisamente, como un proceso que surge para que cesen, amengüen o se suspendan temporal o definitivamente los indicadores de la violencia social previa institucionalizada. En este caso, la inconformidad social no inicia la violencia; por el contrario, surge para que esa violencia previa cese.

jueves, octubre 23, 2008

La violencia de Estado en México I

La violencia de Estado abarca un amplio espectro de intensidad y de modalidades según los procesos concretos por los que atraviese la sociedad en la que surge. Los golpes de Estado, las dictaduras resultantes, la guerra civil, son un inmenso espacio donde la violencia alcanza niveles impredecibles. Un Estado sometido a un proceso de guerra actuará de manera diferente según vayan sucediéndose algunos estadios previsibles: la insurrección general, los combates de ejércitos, la fase del triunfo provisional o definitivo de un ejército o de una facción, la consolidación del nuevo Estado.

Las guerras civiles o las secuelas de algunos procesos de restructuración del poder en las sociedades modernas pueden recorrer el trayecto de acuerdos de paz y de formación de coaliciones, o bien el de dictaduras o el del entronizamiento de grupos etnocráticos que desaten campañas genocidas y de limpieza étnica difíciles de cuantificar, resistir o reconocer como procesos de la historia de las civilizaciones humanas.

Sin embargo, el balance y deslinde de procesos extremos de confrontación social de un Estado fracturado o en vías de recomposición son esenciales para la restitución del tejido social de ese pueblo. En términos historiográficos y políticos, tal deslinde es necesario, pero doloroso. Los procesos de convulsión requieren de un tratamiento complejo que abarque múltiples facetas, tanto por medio de Comisiones de la Verdad (Sudáfrica o Guatemala, pongamos por caso) como en procesos penales posteriores (Argentina y Chile, por ejemplo, o en México la fallida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado).

Pueden presentar semejanzas en la intensidad de violencia ciertas facetas de la guerra civil española y ciertos periodos de la consolidación del régimen franquista con alguna etapa de las dictaduras latinoamericanas derivadas de golpes de Estado: Chile, Argentina, Paraguay, Perú, Guatemala o el México convulso de la Revolución de 1910 y sus secuelas de lustros. Es posible que la desintegración de la vieja Yugoslavia y el genocidio de Kosovo no tengan paralelo en este continente, pero persecuciones en contextos racistas y de invasión territorial como ha ocurrido en Kosovo, en diversos países africanos y en Palestina, pueden ser sujetos de algunas aproximaciones comparativas en los casos de masacres a poblaciones indígenas o de despojos territoriales en distintas regiones del continente americano.

En estos casos la guerra es el referente central, ciertamente. La guerra con sus entramados convencionales o ilegales, con sus laberínticos discursos difíciles de comprobar con la realidad o la verdad social. Pero incluso en países que podríamos considerar sociedades de normalidad democrática, a salvo de procesos de excepción, como las guerras civiles o los golpes de Estado, surgen una estrategia de guerra para enfrentar oficialmente distintos momentos y modalidades de la inconformidad social. No desconozco que la guerrilla rural y urbana surge a menudo apoyándose en una declaración formal de guerra, pero no olvido que de manera recurrente los Estados se niegan a reconocerla como fuerza beligerante a fin de no quedar sujetos a un orden legal internacional, como el del Protocolo II adicional a los convenios de Ginebra, que regula conflictos armados de carácter interno. La guerrilla rural es una forma de guerra, pues, pero entre nosotros no ha puesto aún en vilo al Estado mismo, que la subsume como inconformidad social y a menudo como delincuencia, no como guerra convencional. En este orden, en un país que podemos reconocer como de normalidad democrática, y que ante la insurgencia rural o el crimen organizado, no digamos ya ante la inconformidad social no armada, se espera que actúe conforme a sus propias leyes, conforme a derecho, en este orden, repito, en este sentido, sitúo mi análisis sobre la violencia social en México.

Ahora bien, la violencia de Estado en los movimientos sociales mexicanos del siglo XX se desplegó en una amplia gama de regiones y sectores sociales, tanto en los contextos de prevención, contención, represión o persecución de procesos de inconformidad social, como en su canalización contra núcleos sociales vulnerables, sectores gremiales, regiones aisladas, comarcas, partidos políticos, movimientos subversivos, manifestaciones populares.

Sería natural suponer que a la complejidad de los procesos de inconformidad social corresponde la complejidad de la violencia de Estado. Pero esta premisa adolece de un reduccionismo casuístico, que dejará de lado la visión general de los elementos constantes y recurrentes mediante los cuales opera esa violencia. Adolece de un reduccionismo más: creer que la inconformidad social es una forma de violencia que el Estado se propone frenar o resolver.

Estas premisas de análisis podrían allanarse si recurrimos al deslinde inicial de algunos elementos constantes y básicos en estos procesos complejos: me refiero a los órdenes del discurso, de la acción militar o policial, de las instancias de procuración e impartición de justicia y en ocasiones de la legislación misma. Proponer las constantes mínimas que concurren en este tipo de violencia social ayuda a entender cuándo la decisión de un gobernante deja de ser administrativa y se convierte en violencia de Estado.

sábado, marzo 29, 2008

El terror y el Islam

Carlos Montemayor


La Jornada publicó recientemente un extenso artículo del periodista británico Robert Fisk con motivo del quinto aniversario de la invasión a Irak. El eje de su reflexión es la amnesia histórica de los ingleses en la ocupación de territorios musulmanes y citó a ese propósito una arenga que Pat Buchanan escribió cinco meses antes de esa invasión: “Con nuestra regencia estilo McArthur en Bagdad, la pax americana llegará a su apogeo. Pero luego la marea bajará, porque la única empresa en la que los pueblos islámicos sobresalen es en expulsar a las potencias imperiales mediante el terrorismo o la guerra de guerrillas.”

Difícil saber si para Buchanan la guerra de guerrillas es sinónimo de terrorismo. Es posible que así sea, pues para los militares británicos y estadunidenses todo guerrillero perteneciente a países miserables, subdesarrollados o islámicos es ya terrorista.

Para Fisk, sin embargo, la advertencia de Buchanan parece tener una connotación diferente, como se advierte en la parte final del artículo: “Voy a aventurar una presunción terrible: que hemos perdido Afganistán como sin duda hemos perdido Irak y como de seguro vamos a perder Pakistán. Es nuestra presencia, nuestro poder, nuestra arrogancia, nuestra renuencia a aprender de la historia y nuestro horror –sí, horror– al Islam lo que nos precipita al abismo. Y en tanto no aprendamos a dejar en paz a esos pueblos musulmanes, nuestra catástrofe en Medio Oriente se volverá más grave. No hay conexión entre el Islam y el ‘terror’. Pero sí hay conexión entre nuestra ocupación de tierras musulmanas y el ‘terror’. No es una ecuación tan complicada.” Poco antes se preguntó: “¿Estamos allá por el petróleo? ¿Por la democracia? ¿Por Israel?”

Sobre el carácter parcial del término “terrorismo” me he extendido en mi libro La guerrilla recurrente; aquí apuntaré sólo algunos detalles para resaltar la conclusión de Robert Fisk, y retomar la mención de Israel como posible causa de la ocupación de territorios musulmanes.

El 16 de septiembre del 2001, en el periódico The Independent, de Inglaterra, el propio Fisk recordó que 19 años atrás había tenido lugar el acto terrorista más grande de la historia del Medio Oriente: “Hoy ningún periódico británico recordará el hecho de que el 16 de septiembre de 1982 las milicias falangistas aliadas de Israel iniciaron una orgía de tres días de violaciones sexuales, acuchillamiento y asesinato en los campos de refugiados de Sabra y Chatila que costaron mil 800 vidas. Esto fue un acto seguido de una invasión israelí de Líbano, lo cual costó las vidas de 17 mil 500 libaneses y palestinos, casi todos civiles. Eso es probablemente tres veces la tasa de muerte del World Trade Center. Sin embargo, yo no recuerdo ninguna vigilia o servicios de conmemoración o veladoras en Estados Unidos o en Occidente por los muertos inocentes de Líbano; no recuerdo apasionados discursos por la democracia y la libertad”.

Pocos días después, las agencias de prensa comenzaron a informar que un juez de Bélgica había aceptado abrir juicio contra el entonces primer ministro israelí, Ariel Sharon, por delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio, precisamente por haber sido la autoridad permisiva responsable de las matanzas en los campamentos de Sabra y Chatila. La apertura del juicio se fundamentaba en la Ley de Competencia Universal promulgada en Bélgica en 1993, confirmada y ampliada en 1999, que dio autoridad a los tribunales de ese país para juzgar crímenes de genocidio, guerra y contra la humanidad sin importar el lugar donde se hubieran cometido, la nacionalidad de criminales y víctimas, y sin admitir inmunidad de jefes de Estado o de gobierno. Los principios reconocidos en Bélgica habían sido defendidos por Israel entre 1960 y 1962, cuando se secuestró y procesó como criminal de guerra al oficial nazi Adolf Eichman; en cambio, en el año 2001, la defensa de Sharon negó legitimidad al tribunal que instruía la causa.

El apoyo estadunidense a regímenes dictatoriales y corruptos del planeta entero, incluidos algunos de países islámicos, no podía olvidarse en el momento en que Estados Unidos afirmaba que después de Afganistán convendría dirigir la guerra contra Irak, Somalia y otros países de fe islámica. Por una especie de amnesia histórica, en octubre de 2001, durante los primeros días de los ataques a Afganistán, Estados Unidos demostró al mundo que era capaz de gastar miles de millones de dólares en bombardear un país paupérrimo como Afganistán para sofocar las fuerzas de Osama Bin Laden, en la misma medida que había sido capaz de gastar miles de millones de dólares para crear y fortalecer a los mujaidines que Osama Bin Laden había encabezado en Afganistán contra el poderío soviético. Así demostró Estados Unidos su capacidad de caer dos veces en el mismo pozo: primero con el gasto para crear un dirigente y un contingente de mujaidines; después, con el gasto para acabar con el mismo dirigente y los mismos mujaidines. ¿Así era la guerra contra el terrorismo? No era una forma eficaz de combatirlo, sino de fomentarlo.

Esa inercia parece asomar en la estrategia del Plan Colombia, y no debemos esperar que sea otra la estrategia del Plan Mérida. La ecuación es simple, dice Fisk: “No hay conexión entre el Islam y el ‘terror’. Pero sí hay conexión entre nuestra ocupación de tierras musulmanas y el ‘terror’.” Lo mismo ocurrirá al llevar violentamente el Plan Colombia a otros territorios. No hay “actos legítimos de guerra” en esas condiciones, como el secretario colombiano de Defensa argumenta ante Ecuador. En ese argumento asoma no sólo el modus operandi estadunidense, sino también el israelí. En efecto, desde hace años, veteranos y oficiales israelíes asesoran el ejército colombiano.

jueves, enero 17, 2008

Las FARC y el terrorismo

El viernes de la semana pasada, en un discurso ante el Poder Legislativo de su país, el presidente venezolano Hugo Chávez se atrevió a plantear como una solución política el reconocimiento a las Fuerzas Armadas Revolucionaras de Colombia (FARC) como fuerzas beligerantes. Las reacciones nacionales e internacionales fueron en su mayor parte previsibles.

De inmediato, por ejemplo, el gobierno de Colombia rechazó la propuesta de reconocimiento de las FARC como fuerza beligerante e insistió en la solución militar para extirparlas como “un cáncer” a fin de que en 2010 Colombia se convierta en “un país sin terroristas”. En círculos políticos colombianos, la iniciativa de Chávez fue cuestionada incluso por constituir una intervención en asuntos internos colombianos. El portavoz del Departamento de Estado del gobierno de Estados Unidos, Sean McCormack, rechazó el 14 de enero la propuesta de retirar de la “lista de organizaciones terroristas” a las FARC, y la gobernante alemana Angela Merkel fue de la misma “escéptica” opinión un día después.

Interesante planteamiento el del presidente Chávez no por imposible de realizar, sino por la importancia de poner en la mesa de debate nacional e internacional el sesgado y utilitario concepto de “terrorismo” y descubrir otras capas de la realidad social en el mundo actual. Particularmente cuando la “injerencia internacional” de nuestros días no se origina en los círculos terroristas, sino en los financieros.

La senadora colombiana Piedad Córdoba expresó, por su parte, el 13 de enero, que “la gente tiene que entender que efectivamente las FARC son un ejército, son un sujeto político en el país, son una realidad política y no podemos olvidarnos de eso, porque en esa medida y de esa manera no vamos a lograr lo que queremos, que es la liberación de todos los compañeros”. El argumento es relevante: “son un sujeto político en el país, son una realidad política”. Ésta es la dimensión que varios gobiernos en el mundo tratan de eliminar, ocultar o distorsionar en procesos sociales de oposición o en movimientos de resistencia a ocupaciones territoriales de fuerzas extranjeras. No es difícil observar que en Chechenia, Irak, Palestina, Pakistán o Colombia, por poner algunos ejemplos, hay una práctica de descalificación política utilitaria a movimientos y procesos sociales. La petición de reconocer a las FARC en Colombia como fuerza beligerante se relaciona con numerosos casos de muchos países del mundo, incluido México.

En julio de 1997 fueron divulgados en el semanario Proceso algunos documentos de Inteligencia Militar, en uno de ellos, en una tarjeta dirigida al secretario de la Defensa, se lee lo siguiente:

“Entre los años 1991-1992 acudió a la Secretaría de la Defensa Nacional (EMDNS5) el doctor Alberto Zékelly, en ese entonces funcionario de la Secretaría de Relaciones Exteriores, con la pretensión de que esta dependencia mostrara su acuerdo para que nuestro país suscribiera el protocolo II adicional a los convenios de Ginebra, que regula conflictos armados de carácter interno. Esta secretaría estuvo en desacuerdo por considerar que con la firma de ese protocolo se ponía en riesgo de afectación la soberanía del país y se abría la posibilidad de una injerencia externa que en un caso determinado, incluso tratándose de bandas de narcotraficantes, pudieran alcanzar un estatus beligerante y, en consecuencia, acogerse al derecho internacional. Ante esta negativa, el doctor Zekelly propuso que se accediera a una petición de la Cruz Roja Internacional para abrir una oficina en México. Esta secretaría también se mostró contraria a esta pretensión.”

Queda claro que la Secretaría de la Defensa se opuso a que México firmara el protocolo II adicional a los convenios de Ginebra porque había detectado la presencia del grupo armado que después conoceríamos como EZLN. La firma del protocolo favorecería, en términos militares, al grupo armado antes aun de lanzar una declaración de guerra. Pero el otro argumento era peculiar: tal firma pondría en riesgo de afectación nuestra soberanía por facilitar la injerencia internacional. El planteamiento es contradictorio no sólo por la “injerencia” que México padecía ya desde ese momento con los organismos financieros internacionales, sino por este simple hecho: que el ejército esté actuando cada vez más a fondo en la lucha antinarcóticos es resultado ya de una injerencia internacional.

La ley estadunidense definió el terrorismo como la “violencia premeditada, políticamente motivada y llevada contra objetivos no combatientes por grupos subnacionales o agentes clandestinos” y el terrorismo internacional como el “que involucra a los ciudadanos o el territorio de más de un país”. En septiembre de 2001 el Departamento de Estado dio a conocer en Estados Unidos el Informe global sobre terrorismo, que identificaba a 29 organizaciones terroristas en todo el mundo. De ellas, 14 eran de tendencia extremista islámica y contaban con algún tipo de apoyo abierto o encubierto de gobiernos de países como Afganistán, Siria, Líbano, Irán o Libia.

El informe del Departamento de Estado presentaba en las fichas de cada una de estas organizaciones su descripción, sus principales actividades, su fuerza estimada, su área de operaciones y sus apoyos externos. Las organizaciones consideradas terroristas eran básicamente de fundamentalistas islámicos y de extrema izquierda. Incorporaron en la lista a organizaciones como las FARC, de Colombia, ETA, de España, e IRA, de Irlanda.

Según ese informe las organizaciones fundamentalistas islámicas habían aumentado su actividad por el estallido de la violencia en el conflicto palestino- israelí en septiembre del año 2000, dato relevante porque el documento apuntó que la mayoría de ellas tenían a Israel y a Estados Unidos entre sus principales blancos. Es decir, el rasgo que tipifica a las organizaciones que Estados Unidos considera terroristas no es “el terror” o daño que producen a grupos no combatientes, sino la descalificación política con que se les proscribe.

En abril del año pasado consideramos una forma de modernización de las leyes en México reconocer el delito de terrorismo como una realidad mundial de cuyo riesgo debemos precavernos, a sabiendas de que el término terrorismo no es resultado, en términos reales, de un análisis social, sino que proviene de una descalificación política utilitaria. En México se pretende asimilar el concepto de terrorismo a los grupos que emprendan ciertas acciones “que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella, para atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad para que tome una determinación.”

Resulta peligroso referirse al terrorismo como una fuerza que busca “presionar a la autoridad para que tome una determinación”. La parte riesgosa es la tentación de confundir el término terrorismo con la inconformidad social. En la base de esta tentadora confusión está la explicación de las reacciones inmediatas de los gobiernos colombiano y estadunidense de rechazar el reconocimiento de las FARC como fuerzas beligerantes. También la reacción extrema de César Gaviria, hoy líder del Partido Liberal: “Las afirmaciones del presidente Chávez constituyen un grave quebrantamiento de la Carta Democrática Interamericana”. Curiosa reacción, sobre todo ahora que en México y en el continente entero han venido presionando a todo tipo de autoridades, con magníficos resultados, las elites financieras e industriales de nuestros países, el sistema bancario (que en nuestro caso ha dejado de ser mexicano), los consorcios trasnacionales, los gobiernos de Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Ante esta presión real para que las autoridades tomen “una determinación”, la presión de “los terroristas” parece una broma.

domingo, noviembre 04, 2007

La fuga

Carlos Montemayor

El Fondo de Cultura Económica presenta el nuevo libro de Carlos Montemayor: La fuga, novela ambientada en la década de los setenta del siglo XX, nos remite a un periodo de nuestra historia reciente en que, frente a un poder en muchos casos despótico y represor, la rebelión y la disidencia llevó a innumerables luchadores sociales por los senderos de la guerrilla. Esta es una novela de acción en el buen sentido del término, donde Montemayor prefigura a partir de la experiencia del encierro penitenciario “el gran escape, la fuga de un guerrillero y su inédito camarada de las Islas Marías”. Como un adelanto para los lectores, presentamos el arranque de esta novela

Océano Pacífico, Islas Marías, 1970. Avanzada la noche dejó de llover. El viento sopló con fuerza. Extensas nubes grises se replegaban con rapidez y a pesar del surgimiento de estrellas en el firmamento no se distinguía la extensión del mar, el universo de las inmensas aguas. El barco se mecía ruidosamente por el rugido inconstante y grave de los motores.

–Dicen que eres un gatillero, que te enfrentaste a policías y a soldados –comentó con voz impersonal uno de los presos; parecía que hablaba a otra persona, que quizás se trataba de una confesión súbita, de una confidencia.

Se volvió a mirarlo. Un remoto foco de la cubierta, a la entrada de la escalerilla que descendía al interior del barco, bastaba para que se vieran a los ojos. Muchos reclusos volvían a concentrarse de nuevo en la cubierta.

–Quiero saber qué me dices –insistió el hombre moreno.

–No eran propiamente soldados.

–¿Qué, exactamente?

–Enemigos, digámoslo así.

Algunos presos estaban discutiendo; era una riña a punto de los golpes. Llegaban a ellos las voces, los gritos. Un reo se retiró del grupo e increpó al moreno.

–Es por droga –explicó el hombre cuando los que reñían se alejaron–. Me dicen El Jarocho. Puedes llamarme así tú también.

Luego extendió el brazo.

–Aquellas son las islas. Ya estamos llegando a nuestra prisión.

Tardó en distinguir tras la masa del oleaje la silueta de la isla. Le asombró ver otra vez la tierra oscura, árboles inmóviles y remotos, acantilados, la angosta franja de la playa. Algunos soldados y presos se acercaron a la proa. El hombre moreno permanecía a su lado y habló de nuevo.

–Prefiero estar preso en las ciudades, no en el mar.

–Yo prefiero no estar preso.

El barco rodeó la costa y se dirigió al puerto de la isla mayor, la isla María Magdalena. No muy lejos giraba la luz del faro. Conforme avanzaron, apareció el puerto de Balleto, la sombra de caseríos, los muros de una construcción blanca, algunas luces insuficientes y vagas como insectos atrapados en la isla.

Comenzaron a desembarcar los presos. Pasaba de la medianoche. Se había acostumbrado ya al olor del barco. Ahora entraba en el olor de la tierra, de la basura, de la vegetación. Se dirigieron a la comandancia.

Entraron en las oficinas. Un oficial empezó a revisar los documentos.

–¿Tú eres Ramón Mendoza?

–Así es.

El oficial sudaba en abundancia. Le devolvió los documentos; estaban húmedos.

–Vas a trabajar primero con los peones de Campo Nayarit. Después te mandaremos a otro lugar.

El guardia abrió la puerta. La habitación era asfixiante.

Muchos mosquitos lo atacaron en la nariz, en los brazos. En el rincón vio un catre de lona; parecía una piedra junto a las paredes sucias y enmohecidas.

–Tienes tres horas para dormir. El primer pase de lista es a las cuatro de la mañana.

El guardia se retiró. Los mosquitos eran insistentes.

Cerró los ojos. Sentía aún el barco, el bamboleo del mar, el cansancio de más de 20 horas de surcar el océano para llegar a las islas.

No podía pensar en nada ni concentrarse. Cuando se acostó en el catre de lona sintió un olor rancio, ácido. Tenía la camisa empapada por el sudor. El calor era excesivo. Volvió a cerrar los ojos. Los mosquitos seguían acosándolo, pero dejaron de importarle. Seguía sintiendo el oleaje del mar, el olor grasoso y ácido de la cubierta del barco.

Oyó el estrépito de pasos y risas frente a la puerta.

Se incorporó, agitado. Volvió a oír la corneta a lo lejos, convocando al pase de lista. Se puso de pie, mareado por el sueño. Tenía los brazos y las manos cubiertas de ronchas por la picadura de los insectos. Sintió deseos de orinar. Salió del cuarto.

En la oscuridad de la madrugada muchos pasaban junto a él. Empezó a despertar conforme caminaba, conforme olía el sudor de los otros cuerpos.

La sensación del bamboleo del mar no había desaparecido del todo. Sentía hambre.

La neblina cubría una parte del monte que se elevaba detrás de los caseríos. Decenas de presos se formaban cerca del muelle, en el embarcadero de Balleto, esperando la orden para partir a pie al campamento de Campo Nayarit. Los soldados aguardaban las instrucciones de los guías. Alguien se acercó a él por la espalda.

–También me incluyeron aquí –dijo El Jarocho tendiendo la mano para saludar–. Cuenta conmigo.

La neblina se disipaba gradualmente, conforme el sol ascendía. Pero el calor sofocaba todo, los cuerpos, la respiración, la somnolencia, la sed.

Muchos perros ladraban cerca de las filas de presos.

No entendía por qué había tantos perros ni de dónde brotaban. Varias parvadas de pelícanos y gallaretas volaban flotando en la brisa y de vez en cuando volvían a posarse en el largo muelle de Balleto o en la cubierta del barco que aún estaba anclado, meciéndose suavemente, gris, enmohecido, casi frágil.

–Los compañeros creen que eres muy peligroso, gatillero.

El Jarocho se había quitado la camisa. Sudaba copiosamente por la frente, por el cuello corto y vigoroso; los hombros y el pecho prominente estaban perlados de sudor. Se rió su enorme rostro moreno y brillante.

En Campo Nayarit repartieron a los reos por cuadrillas y les ordenaron recoger herramientas de trabajo para el desmonte. Cuando se retiraban las primeras cuadrillas oyó las voces. Eran opacas, enronquecidas. Trató de avanzar con rapidez, pero los reos formaban una masa compacta alrededor de aquellas voces que ahora parecían transformarse en ruidos guturales, bestiales, sin articular nombres ni palabras. Se arrojó sobre los reos para abrirse paso. Cuando llegó junto al Jarocho estaban ya varios guardias del penal. El Jarocho respiraba agitadamente y tenía el cuello enrojecido, con las venas hinchadas. Uno de los hombres que había reñido la noche anterior en la cubierta del barco sangraba por la boca y la nariz; de vez en cuando escupía una pequeña masa oscura y densa como si quisiera desprenderse de un sabor o de un bocado indeseable. El otro compañero del herido se hallaba con uno de los custodios del penal.

–¿Con qué lo golpeaste? –preguntó el custodio.

–Con el puño –contestó secamente El Jarocho.

–Dice este hombre que con una piedra –insistió.

–No necesito de piedras para poner en orden a estos pendejos.

–¿Con qué te golpeó? –preguntó al hombre que sangraba–. Dime, habla.

El hombre tenía la mirada en el suelo.Volvió a escupir una masa roja y oscura.

–Habla, ¿te golpeó con el puño?

El hombre asintió con la cabeza, sin hablar.

–Yo no busco dificultades, pero no quiero que se metan conmigo –aclaró El Jarocho.

–Ninguno de ustedes está aquí por buena conducta –espetó el custodio–. Pero aquí respetan el orden o los obligaremos a que lo respeten.

Llovió por la noche. Salió de la barraca para recibir en el cuerpo la lluvia caliente. La neblina cubría el monte, la selva, el mar. Los relámpagos arrojaban de vez en cuando la luz como una fina arena que traspasaba la neblina. Bajo la lluvia y la noche había huido por la sierra muchos años atrás. Habían caminado al Faro y después a Tres Ojitos; ahí el ejército volvió a sitiarlos, pero sin ascender por la montaña para capturarlos. Ellos contaban con armas y tiros suficientes para resistir un asalto. La lluvia era fría y se protegían con grandes cortezas de pino; bajo las cortezas trataban de dormir, de reposar, de ocultarse. Ahora, bajo la lluvia, en la noche de la isla, en el calor, recordaba la lucha, volvía a sentir corporalmente el recuerdo de la libertad. Su necesidad inmediata, su confín remoto.

Le gritaron que se detuviera. Pero él no entendió. Creyó por un instante que estaba mareado. Un puñado de pequeñas mariposas blancas flotaba delante de él. De un alto árbol de guayacán una liana se movió, o mejor, se deslizó lentamente, buscando el tronco. Mientras veía que la liana se desplazaba ascendió el olor de los árboles cercanos, la fragancia del árbol rojo de caoba. La cabeza de la víbora se mantenía erguida; era la única parte que no caía, suelta, libre, como vegetal. “La asustamos”, le dijo un preso junto a él, sujetándolo de un brazo. “¿Qué es?” “Le llaman bejuquillo”, contestó el que había gritado primero. “Es una chirrionera”, agregó El Jarocho.

La víbora llegó al suelo y tomó un color más oscuro. En la tierra húmeda pareció convertirse en agua negra y se perdió en la vegetación caliente y abundante. “¿Cómo se les atrapa?” Los hombres se rieron. “Vamos a buscarla, si quieres, antes de que se pierda.”“No la encontrarán”, dijo el primer preso. “Hallaremos otra entre los bejucos, escondida como liana” (....)

domingo, julio 15, 2007

EPR

Carlos Montemayor

La guerrilla es siempre un fenómeno social. Es una parte destacada y álgida de ciertos procesos regionales o supraregionales. Sin embargo, por su estructura clandestina, por su capacidad de fuego, por su configuración como fuerzas de autodefensa o ejércitos populares, la opinión pública, los discursos oficiales y los análisis de gobierno eliminan sistemáticamente la vinculación de la guerrilla con procesos sociales concretos y la convierten en delincuencia o criminalidad injustificable. Al eliminar como uno de los rasgos esenciales su naturaleza social, se aleja la actitud oficial o gubernamental de la obligación de emprender un análisis social y político más a fondo y reduce su respuesta a medidas de represión selectiva o desbordada.
Esta visión reduce el análisis de los movimientos subversivos a un mecanismo simple: evaluarlos por su capacidad de fuego, no por su significación política. Por lo tanto, los gobiernos buscan aniquilarlos sin proponerse ningún cambio político. Y tal decisión de aniquilarlos aparece como la única solución posible y al mismo tiempo como justificación de arbitrariedades sin límite.
Por ello he venido explicando durante muchos años que las fallas de Seguridad Nacional no pueden reducirse a la lenta o fallida detección militar o policiaca de focos guerrilleros. Porque hay una violencia previa, una violencia política y económica que debilita, empobrece y confronta a la sociedad. El riesgo que corre el país con los grupos armados no es tan grave como el que corre con las cúpulas de poder político y económico que han generado la corrupción en México. Más grave que los grupos guerrilleros es la política económica que ha estado empobreciendo al país. La guerrilla no inicia esta violencia; la guerrilla es la fase armada y final de una violencia que desencadenan, de manera cruel y letal, las políticas que imponen los grupos de poder.
Para que desaparezcan organizaciones como el EPR no bastan medidas militares. Con la hipotética desaparición de los grupos guerrilleros no desaparecerían las necesidades sociales y políticas de México ni la pobreza y la corrupción que son en sí mismas la base de la injusticia permanente e institucionalizada que llamamos paz social y estabilidad social.
Los atentados del EPR en instalaciones de Pemex y la campaña de hostigamiento que expresa el comunicado del día 10 de julio es resultado precisamente de la visión reducida de considerar los movimientos guerrilleros desde una perspectiva policial y no a partir de un análisis político y social. Esta visión restringida facilita el resurgimiento de algunos rasgos dominantes de la guerra sucia: la desaparición forzada de personas. El comunicado del EPR pide que se presenten con vida dos miembros de esa organización: Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, este último llamado también Raymundo Rivera Bravo. El comunicado los considera "detenidos-desaparecidos desde el 25 de mayo en Oaxaca". Las autoridades oaxaqueñas y federales negaron de inmediato que esas personas se encuentren entre los detenidos del fuero común o del fuero federal. Pero precisamente no se trata de detenidos, sino de desaparecidos. De ahí el reclamo de que sean presentados con vida.
En su Indicador Político, del día 11 de julio, Carlos Ramírez recordó que el columnista oaxaqueño Pedro Ansótegui informó de un operativo policiaco y militar realizado el 24 del pasado mes de mayo en la ciudad de Oaxaca. Releamos algunos párrafos de la columna de Carlos Ramírez. Dice así: "alrededor del mediodía de ese día (el 24 de mayo) la Unidad policiaca de Operaciones Especiales del estado arribó al hotel del Arbol por la presunta presencia de un 'grupo armado'. Un poco después llegó una unidad del Ejército. Un boletín informó la aprehensión de cuatro personas, oficialmente reveladas como policías ministeriales de Chiapas que no habían entregado su oficio de comisión a la procuraduría estatal. Sin embargo, datos de organizaciones políticas concluyeron que se trató no de policías sino de una célula guerrillera armada. Ahí detuvieron a Gabriel Cruz Sánchez, jefe del EPR, y hermano de Tiburcio Cruz Sánchez, mejor conocido como Tiburcio Cerezo, también jefe guerrillero, asesor militar del EZLN y vinculado al Comité pro Liberación de los Hermanos Cerezo, presos bajo cargos de acciones guerrilleras con bombas. Si las autoridades locales hablaron de una confusión con policías ministeriales, el comunicado del EPR señala que Edmundo Reyes Amaya y Raymundo Rivera Bravo o Gabriel Alberto Cruz Sánchez están desaparecidos desde el 25 de mayo. Es decir, desde el operativo del 24."
Observemos que Carlos Ramírez recalca: "es decir, desde el operativo del 24". Pero el comunicado señala, en cambio: "desde el 25 de mayo en Oaxaca", no desde el día 24. En efecto, en Oaxaca las paredes no sólo oyen, sino también miran. Las filtraciones de información en esa entidad y en muchas regiones del país no son cosa nueva, son algo natural en un tejido social tan complejo como es el de nuestro país. Pues bien, se filtró en ciertos círculos policiales de Oaxaca que el día 25 se encontraban en las mazmorras de la Procuraduría oaxaqueña, detenidos y en muy malas condiciones, dos miembros del EPR. La entrada y salida de médicos fue un indicador del estado de gravedad de los detenidos. Ese mismo día ambos fueron sacados de las mazmorras en camillas y transportados a la ciudad de México, presumiblemente al Campo Militar número uno, dada la presencia en ese momento de miembros del Ejército.
El comunicado del EPR habla por ello de "detenidos-desaparecidos" el día 25, no el 24, pues el 25 fue el último día en que se les vio a los dos. El reclamo de que sean presentados con vida tiene una lógica precisa: intentan que el gobierno demuestre que no está resurgiendo la guerra sucia, cuyo dato relevante, aunque ya no exista la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, es precisamente el de la desaparición forzada de personas.
Es curioso que un día antes del operativo mencionado por Carlos Ramírez y Pedro Ansótegui, el día 23 de mayo del año 2007, Amnistía Internacional, sección México, encabezada por Liliana Velásquez, presentara el capítulo dedicado a nuestro país de su informe 2007, donde se enumeró lo siguiente: "continuaron tortura, detenciones arbitrarias, uso excesivo de la fuerza y procedimientos judiciales sin garantías, sobre todo en los estados: asimismo, fracasaron las acciones para esclarecer las violaciones del pasado y procesar a los responsables". También Liliana Velásquez observó que las "operaciones policiales masivas contra manifestantes se saldaron con violaciones graves de derechos humanos". En relación con el conflicto de Oaxaca, el informe refirió que "se constituyó la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) para apoyar a los docentes y exigir la renuncia del mandatario estatal, y ocuparon edificios oficiales, emisoras de radio y de televisión. Informes dan cuenta que policías vestidos de civil dispararon contra partidarios de la APPO, causando la muerte de al menos dos personas. Durante la crisis hubo tortura, detenciones arbitrarias e incomunicación a maestros y partidarios de esa organización civil. En octubre, policías atacaron varias barricadas, con saldo de tres civiles muertos y muchos heridos; 4 mil 500 integrantes de la Policía Federal Preventiva entraron a la ciudad. En noviembre se detuvo a 140 personas; muchas no habían participado en los hechos que se les imputaban".
En cuanto al operativo policiaco efectuado el 3 de mayo de 2006 en San Salvador Atenco, el informe señalaba que "la policía utilizó gas lacrimógeno y armas de fuego contra miembros de la comunidad y detuvo, durante los días que duró la operación, a 211 personas, muchas de las cuales fueron reiteradamente golpeadas y torturadas mientras se les trasladaba a la prisión".
Apuntó que de las 47 mujeres que fueron detenidas y trasladadas a la cárcel, "al menos 26 de ellas denunciaron ante la CND que fueron objeto de agresión sexual o violación por parte de policías. Al finalizar el año, sólo se habían fincado cargos menores contra uno de los agresores".
Es significativo que Amnistía Internacional expresara que el presidente Felipe Calderón "no ha mostrado voluntad para elaborar programas que atiendan las graves violaciones" en derechos humanos y que "lo más importante es demostrar con hechos que no tolerará otro Atenco o Oaxaca".
Pues bien, el origen del comunicado del EPR y de los atentados a Pemex derivan todavía, como lo veremos en la próxima entrega, del caso Oaxaca.

En 1990 el general Mario Arturo Acosta Chaparro publicó su informe Movimientos subversivos en México, con análisis sucintos de la guerrilla mexicana durante algo más de tres décadas. En ese informe el general apuntó lo siguiente: "En lo que respecta al PROCUP, se puede decir que es, quizás, la organización más peligrosa en México, sobre todo por el tipo de actividades que lleva a cabo en la clandestinidad, así como por la línea violenta que lo caracteriza con el manejo de explosivos. Sus antecedentes así lo manifiestan: actos de terrorismo y sabotaje contra instalaciones militares, así como de oficinas y dependencias de los gobiernos estatales y federal, incluyendo también a empresas particulares en varios estados del país. Son ocho años que no se tiene información fidedigna de los miembros componentes de esta organización ni de sus actividades".
A pesar de esa falta de información fidedigna de 1983 a 1990, el general sabía, sin embargo, que el PROCUP había auxiliado al Partido de los Pobres (PDLP) y se había relacionado con la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), la Asamblea Nacional Obrera, Campesina y Popular (ANOCP), las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) y las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo (FRAP); también, que el partido hacía circular folletos en centros de estudios sobre la guerra popular prolongada.
En efecto, el Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo (PROCUP) fue una de las organizaciones guerrilleras más sobresalientes y constantes. Desde su inicio contó con la participación del militante guatemalteco José María Ortiz Vides, fundador de la Unión del Pueblo, organización activa en el estado de México, Puebla, Oaxaca, Jalisco, entre otras zonas, durante la década de los 70. El rasgo distintivo de Chema Ortiz Vides y de la Unión del Pueblo fue precisamente el manejo de explosivos, rasgo que caracterizó después, como lo señaló el general Acosta Chaparro, al PROCUP. Este rasgo debemos destacarlo no sólo como un dato episódico, sino como una señal de identidad y continuidad en la ulterior alianza del PROCUP con el Partido de los Pobres (PDLP) y en la posterior conversión del PROCUP-PDLP en el Ejército Popular Revolucionario, EPR, que constituyó el primer gran ensayo de coordinación nacional guerrillera en México.
Los recientes atentados con explosivos en instalaciones de Pemex representan, pues, una demostración de la continuidad histórica de los elementos iniciales de la Unión del Pueblo y tienen como antecedente el atentado de 1994 con explosivos al oleoducto de Petróleos Mexicanos en Tula, Hidalgo. Revelan, por otra parte, objetivos precisos del EPR: primero, no provocar muertes de seres humanos; segundo, afectar solamente instalaciones estratégicas; tercero, afectar tales instalaciones porque Pemex constituye ya, desde hace al menos cuatro administraciones federales, un coto de interés "oligárquico" sometido a la extorsión fiscal, la corrupción y la privatización quizás irreversible.
Los atentados revelan otro dato adicional. Independientemente de que las acciones fueron realizadas en Querétaro y Guanajuato, actuales territorios panistas, tuvieron que realizarse con una asesoría técnica relevante para sólo dañar instalaciones en puntos estratégicos y no provocar daños en vidas humanas. A este asesoramiento técnico quizás se refiere el párrafo del comunicado del EPR "contando con el apoyo de milicias populares de todo el estado".
Difícil saber en qué consistirán o cuál magnitud tendrán a futuro las acciones de hostigamiento "a los intereses de la oligarquía y del gobierno ilegítimo". Pero el comunicado es claro sobre la causa de tales acciones: la desaparición forzada en Oaxaca de dos de sus elementos. A este respecto debemos señalar que fue tema de dominio público la participación del EPR en el proceso de confrontación social oaxaqueño protagonizado por la APPO en 2006. Pero es necesario destacar que, en caso de que verdaderamente hubiera intervenido el EPR en las barricadas de la APPO, no intervino como fuerza armada, como organización con capacidad de fuego, como grupo insurgente que amenazara, atacara o se dispusiera a actuar con armas o con su capacidad en el manejo de explosivos demostrada ahora. En todo caso, la presunta intervención del EPR en el conflicto oaxaqueño se circunscribió a la aportación de cuadros civiles o de bases sociales, no de comandos armados. Fue, si esta participación se comprobara, una especie de diplomado, de curso intensivo de organización política y de acción de masas para los cuadros posibles eperristas y para organizaciones independientes indígenas, femeniles o magisteriales. En este sentido, podemos considerar, pues, como un episodio adicional del conflicto en Oaxaca el operativo policiaco y militar del pasado 24 de mayo en el hotel del Arbol en la capital oaxaqueña.
La investigación y el análisis del periodista oaxaqueño Pedro Ansótegui durante la última semana de mayo y los primeros días de junio le permitieron identificar que el operativo consistió en la captura de dos eperristas, uno de ellos Gabriel Alberto Cruz Sánchez, a quien identificó por fotografías como hermano de Tiburcio Cruz Sánchez, llamado también Tiburcio Cerezo por su defensa de los hermanos Cerezo.
Gabriel Alberto empleaba además otro nombre: Raymundo Rivera Bravo; en otros círculos se le llamaba, igualmente, El Gordo. Se trata de un militante de larga trayectoria: participó en el movimiento estudiantil del 68 en la UABJO, después se integró en la Unión del Pueblo, posteriormente en la formación del PROCUP-PDLP y finalmente en el EPR. Se le atribuye haber sido asesor militar de la Comandancia General del EZLN en 1994. La desaparición forzada de él y de Edmundo Reyes Amaya es una clara operación de guerra sucia.
Por otra parte, y por último, debemos señalar que uno de los efectos más sobresalientes de los atentados del EPR fue la inesperada reconversión de Pemex en un "patrimonio de todos los mexicanos". A lo largo de las pasadas cuatro administraciones presidenciales Pemex se ha visto sometido a un proceso de desgaste, extorsión, privatización y endeudamiento que tiende a su desaparición total como empresa pública. Suficientes indicadores fiscales, financieros y comerciales hacen parecer inminente la privatización total de Petróleos. Su empleo como fondo revolvente para el gasto del gobierno federal, su aprovechamiento partidista, su constante cesión a consorcios privados y la corrupción constante están convirtiendo a esta empresa en algo ajeno al desarrollo industrial y tecnológico del país. En este contexto, no carece de sentido la advertencia del comunicado del EPR: "la campaña nacional de hostigamiento contra los intereses de la oligarquía". Es decir, desde la perspectiva del EPR, Pemex ha dejado de ser hace tiempo un "patrimonio de todos los mexicanos" y se ha convertido en uno de los "intereses de la oligarquía y de este gobierno ilegítimo".
Un efecto más de los atentados no es tan visible: los socios, coinversionistas o compradores presentes, inmediatos o potenciales, verán con otros ojos las condiciones de seguridad de Pemex. La experiencia de las transnacionales petroleras en los sistemas de seguridad es amplia, particularmente a partir de ciertos sectores de la industria de la guerra que cuentan con ejércitos privados o con asistencia tecnológica y de seguridad en diversas regiones de Asia central, Medio Oriente y Africa. Esto facilitaría un mayor doblegamiento a los criterios estadunidenses de seguridad hemisférica que transforma a los ejércitos nacionales en fuerzas de complemento y con funciones policiales regionales. Tal industria de ejércitos privados que pueden asumir, con el carácter de apoyo técnico especializado, la seguridad de ductos, oleoductos, distribuidores e instalaciones diversas del sector petrolero, podría abaratar la privatización de Pemex o favorecer una coordinación binacional en los planes de seguridad "antiterrorista" que ahora importa tanto al gobierno de Estados Unidos.En ese caso, se trataría de la seguridad de bienes que formalmente desean considerarse negocios privados o trasnacionales y no "patrimonio de todos los mexicanos". ¿Sería un paso más en la modernización de México?

miércoles, agosto 30, 2006

Candidez = Democracia Muerta!

Miércoles 30 de agosto de 2006
Carlos Montemayor

La calificación y el tribunal

Antes de la creación del Instituto Federal Electoral (IFE) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), durante numerosas décadas los nuevos legisladores se erigían en colegio electoral para calificar las elecciones organizadas por el propio gobierno federal, en las que ellos habían resultado ganadores. Al finalizar el siglo XX la sociedad mexicana se propuso crear dos instituciones que de manera independiente y autónoma se ocuparan, una de ellas, de la organización de los comicios y, la otra, de la calificación de éstos, con el fin de terminar con la inercia de las elecciones de Estado, manipuladas o sometidas al control de los intereses del poder en turno.

Era necesario que los magistrados del tribunal electoral recordaran ese propósito básico de su origen, para que después tomaran en cuenta dos principios más de la historia propia del derecho: el bien común y la ahora cada vez más remota noción de justicia. No olvidemos que antes de la creación del IFE y del TEPJF se afirmaba siempre que las elecciones eran legales. Y en efecto eran legales, pero no legítimas; eran legales, pero no justas; eran legales, pero no equitativas. Regresar ahora al concepto de lo legal, que haga a un lado el propósito original de las nuevas instituciones electorales, empobrece la visión de la legalidad y oscurece la noción de legitimidad. Apegarse a la ley sin los propósitos que sustentan o deben sustentar en sus fundamentos a la ley misma y a la acción de los jueces mismos no puede consolidar la naturaleza esencial para las que fue creado el tribunal. Es decir, los magistrados tuvieron en sus manos no solamente la posibilidad de legitimar las elecciones presidenciales (no legalizarlas, que no es igual), sino legitimar la acción y sentido del tribunal mismo.

El IFE y el TEPJF debían asegurar que los procesos electorales no gravitaran ya en función del poder político en turno, decíamos. Pero los consejeros actuales del IFE demostraron con creces su parcialidad. Cuadros del viejo sistema político mexicano demostraron, también con creces, su disposición renovada a seguir confundiendo la democracia electoral con el control de los procesos electorales.

Faltaba sólo conocer el desempeño del tribunal como última instancia. El recuento de más de 11 mil casillas planteó al TEPJF dos posibles caminos, ambos legales pero de diferente profundidad y perspectiva. Uno, que al parecer prefirieron asumir los magistrados como único, reducir su valoración al ajuste aritmético del recuento de votos. Desde esta perspectiva, todas las alteraciones posibles, intencionales o no, se reducirían al ajuste aritmético de los errores detectados. La suma y la resta aritmética como medida de valoración es un camino legal, cierto, pero no el único. Sobre todo cuando el magistrado presidente expresó que "si no se invocan hechos para configurar una hipótesis de la ley, el juzgador no es investigador, no es fiscal que deba estar investigando hechos en la calle o con la gente. Tiene que partir sobre la base de los hechos que invocan las partes, el actor especialmente".

Cierto, no le faltó razón al magistrado presidente. Sobre todo con la explicación que agregó el magistrado José de Jesús Orozco: "los justiciables saben que sus pronunciamientos de carácter político, por legítimos que sean, deben traducirse en términos legales y probatorios para que sean viables. Ese es el sentido de la judicialización de la política: resolver conforme lo dispone el derecho".

De acuerdo. Otra vez de acuerdo. Sin embargo, llama la atención que en la resolución hayan insistido en adjudicar las inconsistencias en las actas al error aritmético y explicar que "el dolo es una conducta activa que lleva implícito el fraude o el engaño. El dolo no se puede presumir, sino acreditar (...) Existe presunción de que la actuación de funcionarios de casilla es de buena fe y conforme a derecho".

Precisamente en ese particular sentido fueron insuficientes las exposiciones doctrinales y procesales del tribunal. Porque, en efecto, la otra opción, también legal, era la valoración del tipo de errores aritméticos detectados que pudieran sugerir o revelar un error sistemático.

La posibilidad de un error sistemático puede comprobarse más efectivamente que la actitud subjetiva del dolo. Un error sistemático es susceptible de asimilarse al dolo, por supuesto, pero también a otros conceptos: fraude, control estadístico, manipulación estadística, programas estadísticos selectivos, mecanismos todos que no tienen que ver con "el dolo" de los funcionarios de casillas, sino con la organización del conteo de los comicios donde los ciudadanos no participan. Los magistrados, como no son investigadores en la calle ni fiscales, prefirieron reprobar en derecho a los abogados del PRD y argumentar, como los apologistas del IFE, que el cómputo oficial es resultado de la buena fe de los ciudadanos que participaron en las casillas y que por tanto ese cómputo no debía calificarse desde una perspectiva que no fuera aritmética.

La estadística es una herramienta muy importante para que cualquier gobernante tenga acceso a la información detallada de las variables sobre economía, demografía y de cualquier tipo que le permita tomar decisiones en bien de sus gobernados. También es útil para empresarios y científicos. Pero los datos estadísticos pueden ser mal interpretados o utilizarse tendenciosamente para sustentar conclusiones falsas. En ese sentido, el análisis de una muestra es fundamental para la obtención de resultados válidos, y generalmente el problema se centra en calcular el menor tamaño posible de la muestra para obtener resultados significativos dentro de un intervalo de confianza. En el caso de la muestra de más de 11 mil casillas, hubo más de 60 por ciento de errores de conteo e imprecisiones. Por extrapolación, la gran mayoría de las casillas se encontrarán en las mismas condiciones.

Lo grave de este asunto no son los errores propiamente aritméticos, sino la reiteración sistemática de casillas donde hay más boletas de las que se dispuso para ellas o más votos de los ciudadanos empadronados, o menos sufragios pero sin boletas no usadas. La incidencia de ese tipo de errores no son aritméticos, insisto; son señales de errores en el sistema. No haber tomado en cuenta esos "errores", no valorarlos como errores sistemáticos, es un grave error jurídico del TEPJF. No sólo histórico o político, sino de valoración jurídica. Debemos aceptar, sin embargo, que ese grave error no podemos aducirlo como prueba del dolo de los magistrados, sino, por decir lo menos, sólo de su candidez. Candidez legal, por supuesto, pero candidez sobre todo. Justo lo que en el pasado electoral de México, a lo largo de numerosas décadas, se pedía a los ciudadanos en cada jornada electoral manipulada: candidez.