“México es paradisíaco e indudablemente infernal”, le escribe Malcolm Lowry a Jonathan Cape. A un amigo le confiesa: “México es el sitio más apartado de Dios en el que uno pueda encontrarse si se padece alguna forma de congoja; es una especie de Moloch que se alimenta de almas sufrientes”. JV.
jueves, junio 09, 2011
Con un libro La Jornada rinde homenaje al Instituto Politécnico Nacional
viernes, abril 15, 2011
Estrenan "la historia en la mirada", con imágenes de los hermanos Alva
jueves, marzo 17, 2011
Gobierno radical
jueves, febrero 24, 2011
La relación juvenil entre Arreola y Rulfo
miércoles, enero 19, 2011
El asesinato de Lumumba
jueves, septiembre 30, 2010
Cuando el PRI combatió la corrupción
martes, agosto 17, 2010
Phil Kelly y los irlandeses en México
jueves, enero 28, 2010
La Celebración de la Historia: Porfirio Díaz (Primera Parte)
Por Héctor Sánchez*
El nombre de Porfirio Díaz se asocia generalmente a las palabras ‘progreso', ‘modernidad' y ‘desarrollo económico', entre otras, asimismo, las imágenes más frecuentes que aparecen en la cabeza al hablar del porfiriato son las de las grandes haciendas de provincia y las de una red de ferrocarriles que iba extendiéndose poco a poco por todos los rincones del país. Sin embargo, a la par, una serie de conceptos de carácter muy distinto se presenta ante uno cuando alguien se refiere a tan singular personaje de la historia de México: tiranía, corrupción, pobreza y represión ¿A qué se debe tan contradictoria figura? Veamos qué hay de cierto y de particular en ella:
El gobierno de Díaz (1876-1911) le dio continuidad y máximo alcance a un proceso que su antecesor, Benito Juárez (1857-1859, 1860-1863, 1867-1872) había iniciado: la transformación de la economía nacional, hasta entonces basada en haciendas aisladas que producían casi exclusivamente para sí —es decir, una economía feudal—, en una economía capitalista de tipo conservador. ¿Qué quiere decir esto? Que las haciendas, ocupadas en la agricultura, la ganadería, los textiles y el comercio desigual, y no en la industria pesada, como ya ocurría en algunos países de Europa y en Estados Unidos, comenzaron a generar productos en una cantidad superior a la que ellas mismas necesitaban para consumir a fin de vendérselos a otras haciendas y, con el dinero obtenido, comprar mercancías diferentes de las propias. ¿Mas qué hacía falta para lograr esta acelerada dinámica de intercambio? Sin duda, un medio de transporte: el ferrocarril.
Vayamos un paso hacia atrás. Cuando la Constitución de 1857 determinó que ya no debía existir más la propiedad común, ni la de la Iglesia ni la de los campesinos, sino únicamente la propiedad privada, una serie de individuos con alto poder adquisitivo se hizo de las tierras que antes pertenecían a las sociedades que las trabajaban y, con ello, sus haciendas se vieron acrecentadas en tamaño de una manera impresionante. Los campesinos, imposibilitados para sobrevivir una vez destruida su comunidad, no pudieron hallar más remedio que contratarse como peones para los grandes propietarios. He aquí el surgimiento del capitalismo en México; es decir, de las bases que permitieron un aumento de la producción, una economía de intercambio y un “progreso” y “desarrollo” de la riqueza material del país.
Los empresarios extranjeros, particularmente los norteamericanos, al ver que en México ya se habían creado las condiciones para que su inversión obtuviera ganancias, le propusieron a Díaz instaurar una red de ferrocarriles que conectara a la nación; en respuesta, Díaz no sólo accedió a ello, sino que dio todas las facilidades para que el capital estadounidense pusiera otros negocios a lo largo y a lo ancho del territorio mexicano: empresas mineras, fábricas de textiles, etc. Ahora Díaz podía decir que él era el principal responsable de la modernización e industrialización del país, el caudillo del “progreso”. Sí, progreso, pero ¿a qué costo? Al de la explotación laboral de todos aquellos que debían trabajar para las haciendas nacionales o, bien, para los negocios extranjeros. ¿Encuentras alguna semejanza entre esta situación y nuestra condición actual?
De la Escuela de Cultura Popular de la OPC-Cleta
www.machetearte.com
miércoles, diciembre 16, 2009
Precursores de la libertad de cultos
La Ley de Libertad de Cultos del 4 de diciembre de 1860 tiene sus precursores en el primer liberalismo mexicano. Hace 150 años, el 12 de julio, Benito Juárez decreta la primera de las normas de reforma: la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos. Tal medida representa una reivindicación largamente anhelada por los sectores más lúcidos de la sociedad mexicana, los que después de la Independencia plantearon la necesidad de construir una nueva sociedad, ajena al exclusivismo católico.
Entre 1813 y 1827 (el año de su muerte) José Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, escribe en distintos momentos sus críticas al autoritarismo católico. Hace una defensa de la tolerancia religiosa, "fue el más activo partidario de [esa] libertad. En torno a sus folletos se desarrollaron las principales polémicas sobre la cuestión. Hizo que estuviese presente en los impresos de su época", subraya Gustavo Santillán en su ensayo La secularización de las creencias. Discusiones sobre tolerancia religiosa en México (1821-1827).
En La nueva revolución que se espera en la nación, escrito de 1823, Fernández de Lizardi aboga por la instauración de un gobierno distinto al monárquico. Escribe que "bajo el sistema republicano la religión [católica] del país debe ser no la única sino la dominante, sin exclusión de ninguna otra". Comenta que ante lo que llama el tolerantismo religioso, “sólo en México se espantan de él, lo mismo que de los masones. Pero, ¿quiénes se espantan? Los muy ignorantes, los fanáticos, que afectan mucho celo por su religión que ni observan ni conocen, los supersticiosos y los hipócritas de costumbres más relajadas […] ningún eclesiástico, clérigo o fraile, si es sabio y no alucinado, si es liberal y no maromero, si es virtuoso y no hipócrita, no aborrece la República, el tolerantismo ni las reformas eclesiásticas”.
Al año siguiente de las anteriores palabras de Fernández de Lizardi es aprobada la Constitución que en su artículo tercero asienta: La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.
Los legisladores aprueban de forma unánime la Constitución de 1824. Pero en la discusión un solitario diputado de Jalisco impugna el artículo que veda la práctica de una religión distinta a la católica romana, nos informa Santillán en el trabajo antes citado. Se trata de Juan de Dios Cañedo, quien con su acción logra que "por primera vez la tolerancia [fuera] discutida como tema central en un órgano de gobierno. Había sido tocada otras veces pero como un aspecto subordinado a un proyecto más general, comúnmente referido al problema de la inmigración".
En el terreno de las ideas, Fernández de Lizardi, así como el diputado Cañedo, no estaban solos. Entre diciembre de 1822 y los primeros meses de 1823 tiene lugar la defensa que hacen tres personajes de la tolerancia religiosa. Andrés Quintana Roo, subsecretario de Relaciones Interiores y Exteriores en el gobierno de Iturbide, renuncia al mismo el 22 de febrero de 1823, por su defensa de la tolerancia. Para Joaquín Parrés, participante en el movimiento de Independencia, la tolerancia tiene que ver con resultados prácticos: "Quisiera a mi patria en un estado capaz de (ser) tolerante y nuestros puertos, abiertos para todo extranjero, porque así crecería la Ilustración, la población y la industria, cuanto es necesario para hacernos felices, como se puede ser en este mundo; y alguna vez me he lamentado que esto no sea dable. Quisiera al pueblo menos fanático, sin que dejare de ser religioso".
En el caso de Vicente Rocafuerte, ecuatoriano que en México se une a la lucha contra Agustín de Iturbide, la tolerancia tiene el objetivo de facilitar la libre práctica de los diferentes credos, para facilitar la inmigración protestante. En uno de sus viajes a Nueva York, para promover las ideas y acciones de los opositores al emperador Agustín de Iturbide, Vicente Rocafuerte es convencido por James Milnor, de la Sociedad Bíblica Americana, de que la divulgación de la Biblia cumple el doble objetivo de educar y difundir la tolerancia religiosa en los países de habla hispana. En la metrópoli neoyorquina Rocafuerte cumple con la encomienda de la sociedad lancasteriana mexicana, al traducir las Lecciones para la escuela de primeras letras, sacadas de las Sagradas Escrituras, siguiendo el texto literal de la traducción del padre Scio, sin notas ni comentarios, volumen impreso en 1823 en la llamada Urbe de Hierro.
Con el fin de que Rocafuerte pudiese cumplir con el encargo de representar a México en las negociaciones para que Inglaterra otorgase el reconocimiento diplomático al país, el Congreso le extiende carta de ciudadanía mexicana al ecuatoriano en marzo de 1824. A mediados del mismo año, Mariano Michelena y Vicente Rocafuerte salen hacia Inglaterra con los nombramientos de ministro plenipotenciario y secretario, respectivamente. Tras largas gestiones, el 31 de diciembre del mismo año el ministro inglés George Canning anuncia a los enviados mexicanos que su gobierno está dispuesto a extender el reconocimiento. El documento es firmado por ambas partes el 6 de abril de 1825.
En el tratado con Inglaterra se abre un resquicio para que de forma privada los británicos avecindados en México pudiesen practicar su culto, principalmente anglicano, y tener un espacio destinado para sepultar a sus difuntos no católicos.
domingo, noviembre 29, 2009
El Bogotazo
El Bogotazo, El origen de las FARC. Parte 1
El Bogotazo, El origen de las FARC. Parte 2
miércoles, octubre 21, 2009
El padre del liberalismo mexicano, ¿protestante?
¿Acaso se convirtió al protestantismo el doctor José María Luis Mora? De acuerdo con dos eminentes historiadores mexicanos –uno que realiza sus investigaciones y libros entre finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX (Genaro García); y otro de gran calado quien hace casi cuatro décadas dio inicio a su fructífera carrera, la que sigue hoy más vital que nunca, Jean Meyer– la respuesta a nuestra interrogante inicial es un decidido sí.
Ambos historiadores basan su veredicto en que Mora (1794-1850) apoya decidida y abiertamente al promotor y vendedor de materiales bíblicos James Thomson. Éste, de origen escocés y pastor bautista, se instala en la ciudad de México en mayo de 1827 y sale del país tres años después. En tal lapso el experimentado colportor (vocablo con el que se conoce a quienes se dedican a difundir la Biblia con fines proselitistas) recorre varias regiones del país y obtiene pequeños éxitos en su tarea, hasta que se topa con edictos contrarios a su causa, promulgados por el arzobispado de México.
Inicialmente Thomson llega a Buenos Aires, Argentina, en 1818 con la encomienda de promover el sistema lancasteriano de escuelas. Lo mismo hace en Uruguay, Chile, Perú, Ecuador y Colombia. Por sus tareas educativas recibe reconocimientos de los independentistas y libertadores sudamericanos Bernardo O’Higgins, José de San Martín y, nada menos, que Simón Bolivar.
Para cuando James Thomson llega a México tiene tras de sí casi una década de experiencia en, crecientemente, promover los fines de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera (SBBE). Dicha organización traza sus orígenes a 1804, y sus gestores son protestantes/evangélicos de distintas denominaciones interesados en traducir la Biblia al mayor número de idiomas posibles y venderla al menor precio que fuese factible.
El gran político e intelectual que fue José María Luis Mora, decidido partidario de la separación Iglesia (católica)-Estado, así como de un régimen de laicidad, simpatiza con el objetivo de James Thomson desde la primera vez que conoce las tareas del colportor. Tan es así que no vacila en hacerse miembro de la SBBE y defiende la causa de Thomson ante los embates clericales que buscan obstaculizar a toda costa la sencilla labor de promoción bíblica.
Como respuesta al edicto del arzobispado de México dado en junio de 1827, que reprobaba el trabajo de James Thomson, pocas semanas después el doctor Mora critica la acción de la alta jerarquía católica y redacta un artículo en la publicación por él encabezada: El Observador de la República Mexicana.
En su apología del agente de la SBBE, Mora escribe que es oscurantista oponerse a la lectura de la Biblia por el pueblo. En una misiva que dirige a las oficinas centrales de la Sociedad Bíblica, con sede en Londres, el liberal nacido en Guanajuato, con estudios en San Ildefonso y ordenado sacerdote católico en 1829, describe la cerrazón del alto clero: "En la República mexicana, como en todos los países educados en la intolerancia, a pesar de la liberalidad de sus leyes y del buen sentido de su gobierno, la ignorancia y preocupación de alguna parte del clero, sostenida por tres cabildos eclesiásticos, ha procurado entorpecer la circulación de la Biblia; y en parte lo ha conseguido retrayendo a algunos pocos de su lectura".
En el comunicado Mora comenta que, en línea con los proyectos de Thomson, ha dado algunos pasos para traducir el Evangelio de Lucas a náhuatl, otomí y tarasco. A la salida de James Thomson de nuestro país, en 1830, el doctor Mora queda a cargo de los asuntos de la SBBE. Al año siguiente escribe su Catecismo político y, aunque reconoce que la religión de la nación mexicana es la católica, apostólica y romana, también, con claridad, deja ver que para nada es tarea del gobierno andar imponiendo una determinada creencia.
Tal vez la respuesta a la conversión protestante del doctor Mora sea la que proporciona Jean Meyer, aunque con ciertos matices. El autor de una obra clásica, La cristiada, dice que "sin duda [Mora] llegó a romper con su tradición religiosa para abrazar el protestantismo". Sin embargo "se cuidó mucho de exteriorizar sus convicciones; su protestantismo quedó en el terreno de la vida privada" (Historia de los cristianos en América Latina, siglos XIX y XX, Editorial Jus, 1999, p. 115). O sea, Mora no fue un protestante público ni secreto, sino discreto; un examen de sus acciones y escritos posteriores a 1831 podrían darnos claves de su protestantismo.
Al triunfo del conservadurismo, y el fin del gobierno liberal de Valentín Gómez Farías (abril de 1834), Mora tiene que exiliarse en París. En misiva a la SBBE expone que por su exilio deja los asuntos de la Sociedad Bíblica en otras manos y comparte la causa de su salida del país: "Por haber perdido en mi patria el partido que sostenía la libertad religiosa que yo he promovido con empeño me he visto precisado para vivir menos disgustado a salir de México y permanecer fuera por algún tiempo". Muere en el exilio en julio de 1850.
jueves, septiembre 24, 2009
El águila mexicana
Los símbolos son el crisol de la tradición y de la historia; identifican a los pueblos con su pasado, con sus orígenes. En torno a ellos se va creando la identidad de las naciones.
El águila mexicana nos remonta a la fundación de Tenochtitlán por los aztecas, cuando según la leyenda ancestral “divisaron el tunal y, encima de él, el águila con las alas extendidas hacia los rayos del sol…” Al verla los antiguos mexicanos le hicieron una reverencia "como a cosa divina. El águila los vio bajando la cabeza y ellos empezaron a llorar". Era la señal anunciada por sus dioses para establecerse; fue el fin de su vida nómada.
El águila ha sido considerada universalmente como símbolo celeste y solar. También en la cosmogonía azteca se le identificó con el sol, máxima divinidad creadora, símbolo de orgullo.
Las águilas de los mexicas aparecen solas sobre un tunal que brota de la roca o con un pájaro en la garra derecha de plumas resplandecientes de diversos colores. También aparece con los glifos del agua y del fuego que juntos constituyen el símbolo de la guerra, como figura en el monolito del teocalli. Pero no aparece devorando a una serpiente, ya que entre los antiguos mexicanos ésta era un ser extraordinario, misterioso y fascinante, mágico, a la que admiraron y divinizaron. Su culto se extendió a toda Mesoamérica antes de la Conquista. Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, fue una divinidad creadora de cultura y artes, de la rectitud del pensamiento. En cambio, en la cultura mazdeísta, y posteriormente en la cristiana, la serpiente representa al mal, por ello el águila, que simboliza el bien, la devora. Así las encontramos en las cruces procesionales españolas de los siglos XV y XVI (en el Museo Arqueológico de Madrid).
En el Códice de Fray Diego Durán se representaron ambas. Primero, el águila sola, después, con la serpiente. El tlacuilo que ayudó a Durán a ilustrar su obra, la representa en la primera lámina con el glifo de la guerra, pero Durán la relaciona con el águila cristiana que devora a la serpiente y así se la representa posteriormente en el mismo documento. De esta forma se dio la interpolación cultural, entre la tradición europea y la indoamericana, el sincretismo entre creencias de los antiguos mexicanos y del catolicismo español.
No obstante, el águila mexicana fue proscrita en la Nueva España por el obispo virrey Juan Palafox y Mendoza, quien en 1642 propuso al cabildo del ayuntamiento que se quitaran el águila, la serpiente y el tunal, que solían ponerse en el escudo de armas de la ciudad, y que se sustituyeran por imágenes religiosas de lealtad "al Dios y al Rey".
Aunque se quitó el águila hasta de la pila de la Plaza Mayor, el emblema no tardó en renacer. En el siglo XVIII la Virgen de Guadalupe se representó transportada por el águila mexicana. En la guerra de Independencia el estandarte de José María Morelos fue el Águila Mexicana, sin serpiente.
Fue en 1823 cuando se estableció que el escudo nacional sería el Águila "que usaba el Gobierno de los Primeros Defensores de la Independencia". Un águila sin corona para distinguirla de la del primer Imperio y también de las de otras naciones, "el águila de frente con la cabeza enhiesta mirando a lo alto". Se le representó con alas extendidas, y sobre el nopal, que afirma su mexicanidad, pero con la serpiente.
A lo largo del siglo XIX los artistas fueron cambiando su posición, la presentaron de perfil con gorro frigio, o nuevamente coronada durante el Segundo Imperio o afrancesada durante el porfirismo. Después de la Revolución, Venustiano Carranza inició su reglamentación, pero fue hasta el gobierno de Miguel de la Madrid que se estableció la Ley de Símbolos Patrios para que el escudo nacional tuviera siempre la misma representación.
miércoles, septiembre 23, 2009
Cuba, 1810: ¿Haití o México? ¿Washington o España?
¿Cómo transcurría la vida en Cuba a la hora de la emancipación hispanoamericana, y cuando la colonia pasó a ocupar el lugar de "azucarera" del mundo ocupado por Haití hasta su terrible guerra independentista y antiesclavista? En Cartas habaneras (1820), el viajero inglés Francis Robert Jameson apunta: "La tertulia tiene lugar con la ceremonia y el orden debidos. La Habana puede ofrecer muchos salones con mujeres agradables y bonitas y hombres razonablemente caballerosos".
Añade: “… pero existe un aire de formalidad en las buenas maneras de estos últimos que resulta muy anticuado. Cuando un ‘caballero’ bien educado se despide después de haber hecho una visita, hace una reverencia con toda corrección, otra a la mitad del trayecto hacia la puerta, y una tercera al llegar al umbral”.
Concluye: "Todo eso estaría muy bien, parece cortés y majestuoso y da la importancia de un alto concepto de los modales de salón, de no haber estado el caballero, durante todo el tiempo de la visita, escupiendo alrededor de su silla en forma tal como para revolverle a uno el estómago" (Gustavo Eguren, La Fidelísima Habana, Ed. Letras Cubanas, 1986, p. 217).
Caminando por La Habana, el francés E. M. Masse ensaya otra mirada: "En general hay aceras, pero son muy estrechas. Algunas no son más que terraplenes, y a cada paso se corre el riesgo de caer en el fango. Los negros raras veces ceden el paso. Se me ha explicado que, entre los españoles, es costumbre que la persona que se considera superior sea la que cede el paso, de lo cual procede esta costumbre de los negros, chocante e insolente a la vista de los extranjeros" (L’lle de Cuba et La Havane, 1825, ídem, p. 214).
Jameson y Masse pintaron de cuerpo entero la relajada y a un tiempo "general tranquilidad de la isla", de la que el capitán general José Joaquín de Muros (marqués de Someruelos) se ufanaba en misiva al Consejo de Regencia (formado en Cádiz tras la invasión de Napoleón y la fuga del rey Fernando VII): "Mi sistema es procurar saberlo todo, disimular mucho y castigar poco; esto me basta para evitar desórdenes" (ídem, p. 206).
Sin embargo, los hispanocubanos (españoles y criollos) andaban inquietos. De Francia les llegaba el miedo a las libertades consagradas por la Gran Revolución. De Haití, el miedo al vértigo justiciero de los negros y mulatos. Y de México, el miedo al bando de Miguel Hidalgo: "Que siendo contra los clamores de la naturaleza, el vender a los hombres, quedan abolidas las leyes de la esclavitud" (1810). Sólo la propuesta del aristócrata Thomas Jefferson a Napoleón les daba cierta tranquilidad: que Francia le entregara Cuba a Estados Unidos (1809). Así nació el "anexionismo" cubano.
El real decreto del 14 de febrero de 1810 (expedido por el Consejo de Regencia a nombre de Fernando VII) concedió a los cubanos que empezaban a discutir su nacionalidad real, el derecho a tener representación en las nuevas y liberales cortes españolas. Aparecieron entonces los promotores de una conspiración masónica, encabezada por Román de la Luz y Caballero y Joaquín Infante, quienes proponían la independencia de Cuba sin abolir la esclavitud.
Simultáneamente, en la cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos y San Ambrosio de la Universidad de La Habana, los jóvenes oían con devoción a Félix Varela, cura de 23 años que, según el masón De la Luz y Caballero "nos enseñó primero a pensar". Varela sostenía que su cátedra era la de la "libertad" y los "derechos del hombre", vocablos prohibidos.
El historiador Salvador E. Morales recuerda que en abril de 1811 las Cortes de Cádiz incorporaron las ideas del representante mexicano José Miguel Guridi y el liberal español Agustín Argüelles.
Guridi pedía la erradicación de la tortura y la importación de los esclavos en las colonias hispanas, y Argüelles solicitaba una gradual abolición del tráfico esclavista y de la propia esclavitud.
“En La Habana –escribe Morales– se produjo una fuerte reacción, la cual concertó fuerzas americanas e hispanas con el fin de frustrar las tímidas y eclécticas reformas al régimen esclavista. No obstante, a la postre triunfó y fundamentó el radical deslinde con los movimientos independentistas que se habían iniciado en el continente. Pocos fueron los que se arriesgaron a otorgar un adarme de simpatía a la causa anticolonial.” (México y el Caribe 1813-1982. Relaciones interferidas. Secretaría de Relaciones Exteriores de México, 2002, p. 18.)
Masse, el viajero francés, andaba bien encaminado: en Cuba “… los negros rara vez ceden el paso”. Y prueba de ello fue la rebelión dirigida por el negro libre José Antonio Aponte.
En febrero de 1812 estallaron levantamientos en los ingenios de Puerto Príncipe, Holguín, Bayamo, Trinidad y hasta en La Habana. La insurrección tendía a conseguir en Cuba lo que Touissant L’Ouverture en Santo Domingo. Las cabezas de Aponte y ocho de sus seguidores fueron colgadas en el puente de Chávez.
La guerra anticolonial, antiesclavista y antimperialista empezaba una larga y penosa marcha de liberación nacional.
miércoles, septiembre 16, 2009
Los Sentimientos de la Nación
Por La Escuela de Cultura Popular (de la OPC-Cleta)
“Los pueblos esclavizados son libres en el momento en que lo quieren”
José Mª Morelos y Pavón
Mientras que los intelectuales repiten los cuentos que los historiadores escribieron, debiéramos recordar que nuestros héroes patrios aplicaron la historia a su situación actual. En los albores del bicentenario de la independencia, deberíamos preguntarnos ¿Quién fue el cura Morelos y por qué se le considera héroe? ¿Por qué habló de los Sentimientos de la Nación? ¿Qué tiene de diferente a otros pensadores revolucionarios de la época?
Para contestar esto, primero tendríamos que recordar que la conquista europea sobre el territorio americano, implicó que civilizaciones enteras de indígenas fueran aniquiladas. Con nuevas leyes, armas y autoridades, los conquistadores fueron instaurando las colonias al servicio de los reinos de Europa; miraron mal las costumbres nativas y declararon bárbaros a los habitantes de estas tierras, junto con toda su cultura. El racismo en el gobierno se demostraba porque el pueblo indígena ni siquiera podía opinar. Lo mismo pasaba en los ayuntamientos y virreinatos conducidos por españoles: sólo los criollos (hijos de españoles nacidos en América) tenían cabida y ni los mestizos y mucho menos los indígenas formaban parte de las autoridades.
La religión impuesta combinaba las creencias y costumbres populares con las de las nuevas autoridades, pero conforme iban contagiándose las ideas libertarias, nuevos sujetos comenzaban a ver la verdad de la opresión.
En libros de textos y en muchos mexicanos corre la afirmación de que las ideas “igualdad, libertad y justicia” de la Ilustración europea del siglo XVIII, fueron las que hicieron estallar la independencia. Sin embargo, esto es una distorsión de la historia ‘oficial' porque las ideas de libertad germinaron también desde las tierras de América, como un continente que desde la Patagonia Argentina hasta los helados canadienses, despertaba en sus millones de esclavos, pobres y sometidos.
El Morelos de “Los sentimientos de la nación” es diferente a otros caudillos porque comprendía que la SOBERANÍA (el poder organizado) debía ser ejercido por el PUEBLO. La soberanía significaba independizarse del yugo español para formar un gobierno popular donde todos los calumniados nunca regresaran a su condición de esclavos. Para nuestro héroe, la soberanía era la conducción del pueblo, o sea de todos los de abajo. En ese tiempo, esa idea representaba la manzana de la discordia, pues para algunos la Soberanía debía lograrse para que los criollos reinaran como el ridículo emperador Iturbide y otros que querían mantenerse bajo leyes de las élites. Los cauces de la lucha de independencia, las condiciones y dificultades culturales, económicas y políticas en que los ladrones europeos dejaban a la ‘Nueva España', permitieron que México se embarazara de nuevos ladrones tras años de guerra contra la colonia.
Morelos sobresale de entre los luchadores sociales de esa época, ya que era un Cura como Hidalgo, que aplicaba lo que aprendía de las luchas judías de la biblia a las luchas del pueblo mexicano. Comprendió que la libertad de los miles de esclavos y oprimidos, requería organización, entrenamiento militar, principios y valores independentistas. Es por esto que hoy conviene leer y entender los Sentimientos de la Nación que escribió:
“1º Que la América es libre independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía, y que así se sancione, dando al mundo las razones”. Morelos aquí resalta que la “vida” de los mexicanos no es inferior y afirma su capacidad e inteligencia para auto-gobernarse y tomar las armas.
“2º Que la religión católica sea la única, sin tolerancia de otra”. Aquí Morelos reclama la “civilización” del movimiento y la fuerza espiritual del pueblo conquistado que había adoptado ya esta religión como nación independiente.
“3º Que todos sus ministros se sustenten de todos y solos los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más obvenciones que las de su devoción y ofrenda ”. Morelos, establece con esto que no se debe pagar ningún tributo o excedente a aquellos que utilizan a los trabajadores para vivir como reyes.
“4º Que el dogma sea sostenido por la jerarquía de la iglesia”. Esto significa que la soberanía del pueblo debe recaer en los que contienen el dogma dentro de este territorio.
“5º Que la Soberanía dimana inmediatamente del Pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias de números”. Significa que existe la capacidad organizativa de todo pueblo, que ante el caos es el único que debe constituir un nuevo orden de libertad.
“6º Que los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial estén divididos en los cuerpos compatibles para ejercerlos”. Esto es que debe repartirse el poder entre los habitantes del pueblo e institucionalizar el poder del pueblo y dejar atrás el poder del rey.
“7º Que funcionarán cuatro años los vocales, turnándose, saliendo los más antiguos para que ocupen el lugar los nuevos electos” . Quiere decir que el poder debe repartirse y tomarse por todos los habitantes de un país de acuerdo a la organización que el mismo pueblo proponga.
“8º La dotación de los vocales, será una congrua suficiente y no superflua, y no pasará por ahora de ocho mil pesos” . Este principio nos recuerda la lucha política actual, pues los sueldos de los gobernantes deben ser equitativos con los sueldos de todos los habitantes de un país, pues son una honra histórica y no una fuente de riqueza, las instancias del gobierno.
“9º Que los empleos sólo los americanos los obtengan” . El avance político real de descolonización no sólo se da en el momento de la lucha armada, sino de la lucha cultural por sabernos poseedores de nuestras formas de producir economía.
“10º Que no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha” . La nación es como un hijo que debe protegerse de malas influencias que permitan prolongar la opresión y la esclavitud.
Y así junto con Morelos en toda América Latina surgían héroes que propugnaban no sólo la independencia política de España, sino la igualdad y la organización popular en las nuevas naciones. Simón Bolívar, Juana Azurduy, José de San Martín y los miles de campesinos que convertidos en guerrilleros forjaron la historia de nuestras naciones.
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viernes, septiembre 11, 2009
¡Viva El Nigromante!
Ahora que estamos celebrando el 25 aniversario de este gran diario, La Jornada, que fue fundado por periodistas, intelectuales, activistas, y no por empresarios ni por la elite política, y que es una de las mejores muestras de la libertad de expresión del México actual, quiero dedicar estas líneas a Ignacio Ramírez, El Nigromante. Este gran visionario del siglo XIX fundó seis periódicos de oposición: Don Simplicio, cuyo último número lo llevó a prisión junto con Guillermo Prieto, en 1846; Themis y Deucalión, donde publicó su Manifiesto indígena, en 1848; El Porvenir y El Clamor Progresista, que crea en 1857 al renunciarle a Comonfort, en defensa del presidente Juárez, y que le valió la cárcel de Tlatelolco, en 1858. En 1863 funda el diario antimperialista La Chinaca, y luego de ser electo al Congreso legislativo y ratificado como alcalde de la ciudad de México, al caer la capital marcha a Sinaloa y Sonora, donde funda, en 1865, uno de los periódicos más incendiarios contra el imperio francés: La Insurrección.
Las memorias de uno de los más destacados miembros del movimiento liberal se mantuvieron en secreto durante cien años ante las amenazas del arzobispo primado de México y del general Porfirio Díaz, pero ahora su bisnieto Emilio Arellano, autor de Ignacio Ramírez, El Nigromante: Memorias prohibidas (Planeta, 2009), nos permite comprender el amplio legado "de quien independizó la mente del pueblo mexicano", según señala la etnóloga Julieta Gil Elorduy.
Se trata del ideólogo más puro de las reformas liberales de la Constitución mexicana de 1857, quien elaboró con Melchor Ocampo y Francisco Zarco las Leyes de Reforma. Ignacio Ramírez consolidó la educación laica y gratuita, el primer libro de texto gratuito, el plebiscito, los derechos sociales, la autonomía del Poder Judicial y los sindicatos; impulsó la exclaustración de los conventos, la extinción de los delitos de prensa, entre otras innumerables obras que apenas empiezan a concretarse en tanto otras van en franco retroceso.
Lino Ramírez, su padre, participó en los movimientos armados contra el gobierno español; era amigo de José María Morelos y Pavón, así como de Miguel Hidalgo y Costilla, y fue condenado y recluido en las mazmorras de la cárcel de la Santa Inquisición por herejía, motín, alteración del orden público, traición a la corona española y por propiciar movimientos armados en contra de la religión y del buen gobierno.
Entre las iniciativas ante el Congreso Constituyente de 1857 para evitar los fueros y privilegios eclesiásticos, Ignacio Ramírez propuso que el presidente de la República debía residir en el país y no pertenecer o depender directa o indirectamente, por cuestiones personales, a congregación o círculo religioso ni ser miembro de ningún culto, como sacerdote, y que el Congreso podría destituir al presidente por simple mayoría por: a) traición a la patria o por comprometer el patrimonio y los recursos nacionales en favor de estados o empresas extranjeras o nacionales; b) incapacidad mental o administrativa, c) mentir al pueblo de México, d) permitir que se viole la filosofía pacifista del gobierno mexicano, e) disponer del Ejército o de las fuerzas del orden público en contra del pueblo de México, sus bienes o instituciones, y f) no acatar las resoluciones y leyes emanadas del Congreso. De haber prosperado esas iniciativas, tal vez hoy tendríamos ejecutivos responsables, una economía fuerte y una ciudadanía libre.
Además consideraba que "la pobreza personal y nacional sería eliminada por la educación y la conciencia crítica del pueblo al evitar que la sumisión que generaba la ignorancia fuera lucro de vivales que explotan la necesidad y las carencias, generando desolación y miseria. Para suprimir la interdicción de millones de personas que viven precariamente en este país, la educación laica y gratuita es la solución más racional, con mayor futuro y permanencia, mucho más fructífera que una revolución social, que sólo genera muerte y destrucción, o que las soluciones efímeras de corto plazo".
Pero, como ya estamos cansados de hacer llamados a nuestros gobernantes, no me queda más que hacer un llamado al más allá, a fin de lograr que se levante de la tumba Ignacio Ramírez.
Si, como afirmó en 1845, "no hay Dios, los seres de la naturaleza se sustentan por sí mismos", tal vez con el sustento de todos los mexicanos encontremos alguna manera para que aparezca en estas tierras un político honesto y visionario como El Nigromante, quien sirvió a la nación y jamás dispuso de bien o dinero alguno para su beneficio o provecho personales; un legislador que, como él, tuviera la capacidad de fortalecer en nuestra Constitución el carácter laico de la República, que obligue a las autoridades públicas a respetar las decisiones de las mujeres y de los jóvenes, para que todos y todas puedan ejercer las libertades y garantías individuales, para rescatar la democracia, rescribir la Constitución y volver a construir las instituciones que necesita este país.
gabriela.afluentes@gmail.com
sábado, agosto 08, 2009
La extraña gesta de Zapata
Emiliano Zapata nació el 8 de agosto de 1879 en San Miguel Anenecuilco. Fue asesinado a traición a la breve edad de 39 años en 1919, nueve años después de que había encabezado la rebelión en Morelos en contra de Porfirio Díaz. Seguramente es un error creer que los astros o los números puedan regir la vida y la muerte de un ser humano, pero la marca del
9en la de Zapata le añade un enigma más. Es una lástima que los viejos rituales de la evocación y la conmemoración hayan sido desplazados por el mercadeo que día tras día celebra cualquier cosa con tal de llenar las páginas de los diarios con ese género que hoy se podría llamar
historia instantáneao
historia desechable, cuya profundidad no es mayor que la de un boletín de la farándula. Porque la épica de Zapata, a 130 años de su nacimiento, merecería reflexiones más profundas y, sobre todo, más críticas que las que nos han deparado sus principales historiadores. Pero, finalmente, vivimos en una época que F. Hartog ha definido como la
era de la celebración, en la que la rapidez con la que se olvida es sólo mayor a la futilidad con la que se celebra. Aunque habría que suponer o sospechar que en el caso de la mitología de Zapata este nuevo canibalismo mediático no pasara de un simple pie de página.
En principio, a los zapatistas de 1911 la celebridad les escatimó sus favores. Es probable que las batallas que libraron en Chinameca y Jojutla hayan sido tan decisivas como la que encabezaron Villa y Pascual Orozco en Ciudad Juárez para derrotar a Díaz, pero es obvio que el precario compromiso entre Madero y Zapata inicia la historia trágica de la Revolución.
A Madero, hacendado del norte, criollo, liberal, tan sólo la idea de expropiar tierras y entregárselas a las comunidades le parecía un reclamo menesteroso, inútil y anacrónico (contradecía el espíritu de la Constitución de 1857). Si había llegado al poder era para preservar la hegemonía de los hacendados ahora en un régimen democrático. Para Zapata, en cambio, la restitución inmediata de las tierras
significaba la única exigencia que podía justificar y legitimar la rebelión contra Díaz. Madero le exigió a Zapata que depusiera las armas; Zapata le respondió: Primero la tierra, después las armas
. Si se observa la brutal estrategia militar que empleó Madero para acabar con los rebeldes zapatistas, es difícil entender cómo es que su aura (ya mitológica) esté marcada desde esos años por el idealismo y la inocencia.
Incluso una comparación somera entre Madero y Zapata hablaría de dos figuras que son diferentes no sólo por las culturas a las que pertenecen (el criollismo y las comunidades indígenas), o las regiones en las que se formaron (norte y sur), o las clases sociales que expresaron (los hacendados y la clase media baja del campesinado), sino que más bien parecen provenir de planetas distintos. La utopía maderista se inspiró en la idea de transformar la sociedad mexicana a imagen y semejanza de las sociedades occidentales liberales de la época; la de Zapata suponía algo mucho más sencillo: entregar la soberanía de la vida entera (la tierra, el agua, las leyes, el lenguaje, las instituciones, la cultura, etcétera) a los pueblos
(no el pueblo entendido abstracta y demagógicamente), sino los pequeños pueblos que Juan Rulfo describe en El llano en llamas y que albergaban a 70 por ciento de la población de aquel entonces. Dos utopías que fracasaron rotundamente, y que expresan acaso las propuestas más originales que fraguó la Revolución Mexicana.
Quien permaneció asombrosamente leal a Madero hasta el final de sus días fue Francisco Villa. El espacio es breve, pero una comparación entre el jefe de la División del Norte y el Caudillo del Sur mostraría dos realidades que son simplemente incompatibles o, mejor dicho, intraducibles. Villa era norteño, fronterizo, ligado ya a cierta cultura del individualismo, y sobre todo, representaba a un ejército de paga, profesional o semiprofesional, que podía moverse a distancias inimaginables en tiempos rapidísimos.
Jamás distribuyó un centímetro de tierra. Zapata, por el contrario, es un indígena, arraigado en un espíritu comunitario, que encabeza un ejército popular basado en el apoyo de los pequeños pueblos, cuya frontera de movimiento más lejanamente imaginable es la ciudad de México. Todo su consenso está basado en la expropiación de las tierras y su entrega inmediata y directa a una sociedad de propietarios individuales, aunque comunitariamente organizados.
La gran obra de Villa fue doble: la destrucción del antiguo Ejército federal (acaso la mayor obra política de la Revolución) y el inicio de la separación violenta entre la Iglesia y las armas. Zapata, en cambio, dirige un movimiento de espíritu guadalupano y está ligado al clero bajo. Y lo esencial: para Villa la tierra es cada vez más una mercancía; para Zapata, un orden sagrado, como se espera que lo sea en toda la tradición católica. Aquí habría que entender lo sagrado
a la manera de Bataille, que escribe: Lo sagrado es el horror
. Perder la tierra, para los zapatistas, significaba el horror, es decir, el lugar en que la vida no tiene sentido alguno. Algo tienen en común ambos: no hay casi noticias (o al menos noticias frecuentes) de que ninguno de estos dos líderes populares haya incurrido, a diferencia de Carranza, en prácticas de corrupción.
En rigor, nadie pudo con Zapata. Derrotó a De la Barra y a Madero, derrotó a Victoriano Huerta y sus terribles ejércitos, también a los intentos constitucionalistas de acabarlo. El único que pudo con Zapata fue acaso Zapata mismo. Una vez distribuida la tierra, los campesinos de Morelos no quisieron seguirlo en su lucha contra el carrancismo. Pero por qué sigue luchando después de 1917. La razón es muy sencilla y radical: jamás creyó que el artículo 27 aseguraría el bienestar de aquellos con los que había luchado desde 1910.
sábado, junio 27, 2009
Oficio de la memoria
JULIO SCHERER GARCÍA Consumado el golpe de Estado en septiembre de 1973, la Junta Militar intentó borrar todo indicio sobre Salvador Allende. Hizo de sus funerales un secreto y dispuso para sus restos de una tumba sin nombre. En esas horas de tragedia –la de su familia, la de su patria–, Hortensia Bussi honró la memoria del presidente chileno. Julio Scherer García, fundador de Proceso, rescata tres episodios que describen la personalidad de La Tencha, compañera de vida y de sueños de Allende. Lo hace en el libro El perdón imposible. No sólo Pinochet, publicado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica. Temprano, en la mañana del día 11 (de septiembre de 1973), Allende se comunicó con su esposa, Hortensia Bussi, y con la esposa de José Tohá, Victoria Morales. Se llamaban hermanas, se decían familia. A la Tencha y a la Moy, así conocidas, el presidente les había pedido calma y que por motivo alguno salieran a la calle. “Lo escuché tranquilo”, recuerda la Moy. Ese martes las señoras se mantuvieron cerca del teléfono, en comunicación incesante. La esperanza y la zozobra disputaban su mundo privado. Pensaban que podría repetirse la revuelta del 29 de junio, sólo estrepitosa, pero sentían que los sucesos serían diferentes en esta ocasión. Se tenía noticia de que los bombarderos del general Leigh volaban ya sobre Santiago. Rechazada la capitulación que la Junta Militar exigía al presidente Allende, principió la guerra de un solo lado. La furia cobró su propio impulso. En Tomás Moro (residencia de la familia Allende), un estruendo aturdió a la Tencha. Al bombazo siguió una descarga de metralla. La casa trepidaba. De las paredes se desprendieron los cuadros y cayeron pedazos de los vitrales que daban al jardín y a la piscina. Impotente, sola, se tendió bajo la mesa del comedor, la cabeza inmóvil sobre los brazos cruzados. Arreciaba el fuego. La destrucción hacía inevitable la visión de la muerte. La Tencha buscó a su chofer y huyó de la locura. Encontró refugio con Felipe Herrera, amigo de toda la vida. Cuenta la Moy: “Felipe Herrera vivía a unas quince cuadras, pero yo no tenía manera de acompañar a la Tencha. El toque de queda nos aislaba. Después de las cuatro de la tarde el terror vaciaba las calles. Los soldados tiraban a matar. “Ya tarde me llamó la Tencha, dramáticamente serena. Hablaba sin sobresaltos, apenas disminuida la voz. Al día siguiente viajaría a Valparaíso para sepultar al presidente. Los generales habían decidido por ella. El funeral sería breve, sin manifestaciones políticas. Así se le había advertido. Inhumaría a un hombre de infeliz memoria para la nación. Sólo eso. “Temprano, el miércoles nos comunicamos de nuevo. La Tencha preguntaba por Isabel y la Tati, pero nadie sabía de sus hijas. Tampoco de Laura Allende, la hermana de Salvador, advertida por el cáncer de su fin cercano. Le propuse a la viuda, mi hermana de todos los días, acompañarla a Valparaíso, pero me dijo que no. ‘Mira, tú con tus amigos militares tienes que encontrar la manera de entrar a Tomás Moro. Estoy con lo puesto, sin una muda’. “Necesitaba su ropa, sus medicinas, débil de salud desde niña. Quería la pulsera de oro con las medallas conmemorativas que su marido le había ido regalando: ministro, senador, diputado, presidente. También me pidió los ciento cincuenta dólares que guardaba en el secreter de su pieza de vestir y su bolsa, abandonada. “Comprendí su comentario amargo: ‘Tus amigos militares’. José había sido dos años y medio ministro de la Defensa. Los conocíamos, los habíamos tratado”. Sigue la Moy: “El mismo miércoles hablé con el general Nicanor Díaz Estrada, jefe del Estado Mayor de la Defensa. No habría problemas. La visita sería inmediata, no faltaba más. A su certeza siguió un tiempo perdido. El jueves me informó Díaz Estrada que ya había localizado al general Oscar Bonilla, ministro del Interior. Pasó otro día. El viernes, todo resuelto, hombres del ministerio pasarían a mi casa. “En tres automóviles viejos llegaron los militares. Vestían para la guerra: las botas cafés a media pierna y las suelas con estoperoles sonoros. También me llamaron la atención los uniformes, diseñados para el combate en la jungla: sobre un fondo color lodo, combinaban los verdes con los amarillos, los ocres y los cafés. Pasadas las cuatro de la tarde, desierta la ciudad, en unos minutos llegamos a Tomás Moro. “–Señora –me dijo un oficial, custodio de la casa–, yo a usted no la puedo dejar pasar. “–Lo siento. Vengo con una orden escrita del general Díaz Estrada y usted me va a dejar pasar. “–Así será, pero usted no entra. “Intervino uno de los hombres de Díaz Estrada: “–La señora entra. “–La señora no debe entrar. “–Órdenes son órdenes. “–Le digo que la señora no debe entrar. “–¡Abra la puerta! “De los rosales en flor que flanqueaban el camino de herradura que conducía a la entrada y salida de la residencia, no quedaban ni vestigios. Vi basura por todos lados, arbustos desencajados, raíces al descubierto, ramas secas con hojas verdes, montículos, agujeros. Sentí un hedor. “En el acceso a la residencia, hermosas piezas de talavera habían terminado en añicos. Una colección de barros precolombinos, los guacos, también habían perecido. Salvador los mostraba con orgullo, ‘vivo el ritmo musical en las manos sedosas de los artistas’, como le oí decir alguna vez. “Sobre la mesa del comedor se encontraba la bolsa de piel de cocodrilo que tanto me había encargado la Tencha, regalo de la esposa del presidente de Argentina, general Alejandro Lanusse. Tomé la bolsa. La supe vacía. “De un cuadro de Roberto Matta, por ahí tirado, más o menos de uno veinte por noventa centímetros, poco quedaba, rasgado el lienzo. Admiraba la obra y la conocía bien. Bajo un fondo negro se adivinaban las formas borrosas de unos tanques. Puntos rojos, allá lejos, despertaban en mí sentimientos contradictorios. “Por la escalera rumbo a las habitaciones de la Tencha habían rodado brazos, piernas, bustos y máscaras de armaduras antiguas, de tamaño natural. Ascendía a trancos. Algunos peldaños de la escalera habían sido arrancados de cuajo. “La esposa del presidente tenía para sí dos recámaras, un baño y un cuarto de vestir. Entré al cuarto. Del secreter habían quebrado las patas y destruido las gavetas. El guardarropa mostraba la inutilidad de los ganchos desnudos. Algunas prendas se habían librado del saqueo. Para nada. Sobre la alfombra no había una falda que combinara con una blusa ni dos zapatos iguales. De las valijas que recorrieron buena parte del mundo en manos de la Tencha, no existía ni huella. Busqué las medicinas. Había frascos sin tapa, pastillas en el suelo, ampolletas quebradas. De la recámara principal me queda el organismo descompuesto, la náusea. “Una bomba había abierto un boquete en el techo, atravesado la cama y explotado en el salón principal de la planta baja” Prosigue la Moy: “En la Navidad de 1972, a menos de un año del golpe, el Grupo de Amigos Personales (GAP) hizo a Salvador Allende un regalo deslumbrante: jugador empedernido, habían hecho llegar a su casa un ajedrez gigantesco. Las piezas de madera, proporcionadas a un hombre de unos ochenta centímetros de estatura, habían sido talladas con paciencia y arte: los caballos eran caballos, los alfiles, alfiles, y la reina y el rey, monarcas. De las figuras seleccionadas por Allende para mostrarlas y presumirlas, no quedaron la almena de una torre ni el cuello corto y estilizado de un peón. “Por la biblioteca, el espacio íntimo de la residencia, caminé entre libros destrozados y las páginas arrancadas a miles de volúmenes. Pisaba mullido como en un bosque en otoño. Del salón contiguo habían desaparecido las fotografías de Salvador, la Tencha, Isabel, la Tati, los amigos, los amores de la familia. Lisas las paredes, mostraban los manchones del tiempo. “No hallé rastro de las colecciones de marfil, las lacas y las flores duras, obsequio de los gobiernos de China, la Unión Soviética y Corea. Busqué el Cristo con incrustaciones de nácar que la madre de Salvador había heredado a su hijo. Lo encontré en un sitio alto, fuera de su lugar los dos años y medio de Allende en el poder. Respondí al impulso de llevármelo para la Tencha. ‘Señora, por favor’, fue la respuesta burlona del oficial que me seguía y miraba. “Continué por un pasillo y llegué a la habitación del presidente. Sobre la cama, suelto el cinturón, semidesnudo, puestas las botas de guerra con sus puntas de acero, babeante, un soldado roncaba su cruda. Al lado, a medio llenar, se le había ido de las manos una botella de Chivas Regal”. lll Bajo el toque de queda, Salvador Allende fue sepultado el 12 de septiembre de 1973 en el cementerio del barrio de Santa Inés, ciento cuarenta kilómetros al norte de Santiago. Custodiado el féretro por soldados, no se permitió a la viuda levantar la tapa del ataúd y contemplar con ojos inéditos al presidente rígido. Un oficial detuvo su mano. “Después”, le dijo. La Junta Militar negó a Carmen Paz, a Isabel y a Beatriz el salvoconducto para que pudieran acompañar a su madre esa mañana atroz. Junto a Hortensia Bussi estuvieron su cuñada, la ex diputada Laura Allende, el comandante Sánchez, edecán del presidente, y dos sobrinos políticos. Laura Allende moriría poco después en La Habana. Avanzado el cáncer, Pinochet denegó la asistencia médica que ella solicitaba y que por ese tiempo la mantenía en pie. “Temprano el 12 de septiembre [recuerda la Tencha], fui notificada de que debía acudir al Hospital Militar, donde pensé que encontraría a Salvador herido de gravedad. Hasta ese momento no sabía de su muerte, pero al llegar al hospital recibí la orden de presentarme’ en el aeropuerto Los Cerrillos. Dentro de un avión Catalina, en el que viajaría, estaba el féretro, cerrado. “El entierro fue secreto, vigilada por los militares como criminal. Sobre la tierra removida apenas pude dejar unas flores”. Veinte años después de su ascensión a la presidencia y a diecisiete años menos una semana de su muerte, los restos de Salvador Allende serían exhumados de Santa Inés e inhumados en el Cementerio General de Santiago. Así lo habían decidido Hortensia Bussi y sus hijas. No había motivo para someterse a la paranoia de Pinochet, enfrentado a un adversario que no acababa de matar. En el cementerio remoto el dictador mantenía sin identificación el sitio donde se encontraba el cadáver aborrecido. A través del ministro del Interior, Enrique Krauss (el presidente Patricio), Aylwin se apresuró a restar importancia a la ceremonia que preparaba la señora Allende, enlazadas la memoria y la continuidad de la vida. Dijo el vocero presidencial: “Se trata de un funeral sugerido por la familia, respecto del cual el gobierno otorga patrocinio oficial, pero no un funeral de Estado”. Pinochet se había anticipado a Aylwin y Krauss: el acto cívico era, en rigor, un acto de provocación. Las fuerzas armadas no rendirían homenaje al ex presidente. Hortensia Bussi fue escueta: “Nos sentirnos muy bien interpretados con el homenaje popular”. No reclamaba honores ni quería “causar molestias”. lll Llegué a Santiago la mañana del 5 de marzo (de 2005) y en la tarde del mismo día me recibió la Tencha, la viuda del presidente Salvador Allende. Bajita, los muchos años sobre la espalda, se sostiene con un bastón delgado en la mano derecha; a su izquierda la auxilia una señora de uniforme azul. “Tengo un bisnieto, Fernando Rojas. Cumplió cuatro años y ya conversamos. Es un niño muy alegre”, me cuenta. Los ojos verdes de Hortensia Bussi despiden luz y la frente despejada se lleva bien con el rostro delgado. Sembrado de pecas, me llaman la atención tres o cuatro lunares grandes. De fuerte raíz, el cabello blanco le cubre la cabeza con holgura. Su vestido de ese día es color crema y los mocasines de un café desvanecido parecen nuevos. “No crea, tienen muchos años, como yo”. Dice su voz lejana: “Murió Gladys Marín, la diputada, usted sabe. Fui al Congreso, unos minutos. Éramos miles para despedirla. Yo no soy comunista, pero la admiro. Tan luchadora, tan fuerte, tan leal a sus principios. Decía que no hay razón para que los Estados Unidos impongan su ley al mundo. Así pensaba Salvador”. Se distrae apenas al señalarme un cuadro de José Chávez Morado, en el centro de la pared principal del pequeño departamento que habita en el número 91 de la Avenida del Bosque 154. “Es Guanajuato. Su madre fue de ahí, usted me ha dicho. ¿Lo recuerda?” En un muro secundario aparece la señora pintada por los trazos de hierro de Guayasamín. “Pienso seguido en Cuba, en su pueblo tan alegre, tan bueno. ¿Qué le pasa a Fidel? ¿Son los años?, ¿es el poder? No me gusta”. Doña Tencha se incorpora de su asiento con alguna dificultad. Despacio, llegamos a la puerta de su recámara, ella con su bastón en la diestra y yo a su izquierda. Rumbo a la salida del departamento, camino solo. |