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jueves, junio 09, 2011

Con un libro La Jornada rinde homenaje al Instituto Politécnico Nacional

La Jornada

Con motivo de un aniversario más del Instituto Politécnico Nacional (IPN), La Jornada Ediciones acaba de publicar el libro El IPN, 75 años con México, como un homenaje de esta casa editorial a una de las instituciones educativas más importantes para el desarrollo científico y tecnológico del país.

Apoyado en un proyecto educativo que enarbolara los principios de la Revolución Mexicana, desde su creación en 1936 por el presidente y general Lázaro Cárdenas del Río, el Politécnico definió su orientación en favor de la educación de los sectores menos favorecidos, y ha propiciado la movilidad social en el país con más de 800 mil egresados de excelencia en toda su historia.

El libro El IPN, 75 años con México, fue coordinado por Rosa Elvira Vargas, con la participación de Arturo Jiménez, Laura Poy y Mariana Norandi, todos reporteros de La Jornada.

El objetivo fue ofrecer al lector una visión amplia, aunque no exhaustiva, de las aportaciones del Politécnico en los campos de la educación, la investigación, el desarrollo tecnológico, la cultura y el deporte.

La indagación, que se realizó por medio de entrevistas a docentes, investigadores, estudiantes, funcionarios y especialistas en temas educativos, así como en archivos institucionales y la consulta de bibliografía, buscó reconstruir la historia del IPN desde su fundación hasta nuestros días, e incluso más atrás en el tiempo, pues los orígenes de la enseñanza técnica en el país se remontan al México antiguo.

Se trata de un amplio reportaje dividido en tres capítulos: Proyecto de nación, política educativa; IPN: ciencia y técnica, y Cuerpo, espíritu y memoria.

Aparecen además tres artículos realizados ex profeso: El IPN, la técnica al servicio del hombre, de Hugo Gutiérrez Vega, poeta y director de La Jornada Semanal; el Testimonio de un politécnico, de Rafael Ortega Ramírez; y el ensayo Educación técnica para construir una sociedad mejor, de Max Calvillo, jefe del Departamento de Investigación Histórica del Decanato del IPN.

México ha dado dos grandes estadistas, autores de un claro y coherente proyecto de nación: Benito Juárez en el siglo XIX y Lázaro Cárdenas del Río en el siglo XX, comienza Gutiérrez Vega en su texto introductorio, en el cual concluye: A 75 años de su nacimiento, el IPN entrega a su fundador y al pueblo de México cuentas excelentes. Sigue trabajando en favor de nuestra independencia tecnológica y, de esta manera, se convierte en punta de lanza de la defensa de nuestra soberanía. Mantiene su carácter público, laico y gratuito, lo que significa que sigue luchando por la justicia social.

Entre otros planteamientos, Calvillo apunta: Las universidades e instituciones públicas de educación superior deben participar en la definición de políticas de investigación; la coordinación entre desarrollo científico y tecnológico; las estrategias para el desarrollo socioeconómico, y la investigación, principalmente en el área tecnológica, la que genera innovación, tareas en las cuales el IPN ha jugado un papel de primer orden.

En fin, en las 293 páginas el lector encontrará información, imágenes y reflexiones que reflejan la enorme pluralidad de una institución que nació al servicio de la nación y que hoy, a 75 años de esa épica, mantiene con orgullo su lema: La técnica al servicio de la patria.

viernes, abril 15, 2011

Estrenan "la historia en la mirada", con imágenes de los hermanos Alva

Columba Vértiz de la Fuente

MÉXICO, D.F., 14 de abril (apro).- Nominado al Ariel por mejor documental, La historia en la mirada, dirigido por José Ramón Mikelajáuregui, fue elaborado con imágenes rescatadas, preservadas y restauradas digitalmente por la Filmoteca de la UNAM (también colaboró el Instituto Nacional de Antropología e Historia), y el viernes 15 se estrenará en las grandes salas (en 35 milímetros), así como en espacios más pequeños (en formato digital).

El filme, cuya investigación y guión histórico estuvieron a cargo de Carlos Martínez Assad, retrata la etapa previa al estallido de la Revolución Mexicana: desde el final del porfiriato, la efervescencia social y el efímero gobierno de Madero, con la presencia de las clases populares y la figura de Villa y Zapata, hasta la firma de la Constitución de 1917.

Todas esas imágenes en movimiento fueron tomadas por los hermanos Alva y otros fotógrafos del momento. Según Mikelajáuregui, las cintas, que pertenecían a un exhibidor apellidado Gabilondo, sumaban en total siete horas y no contaban con un orden.

La Filmoteca de la UNAM donó dichas cintas y fue Martínez Assad quien les dio una coherencia. Sólo dejó una cinta de 78 minutos para ser proyectada en los cines.

De acuerdo con el cineasta, fue difícil darle una coherencia a la película, “porque el material estaba muy disperso y manipulado, no sé con qué intenciones, parecía que pretendían realizar un filme anarquista, no era un documental sobre la Revolución mexicana”.

Al parecer, agrega, se deseaba presentar a la gente de esos años que veía que era filmada a través de una caja.

Martínez Assad y Mikelajáuregui destacan que el documental es un relato épico que permite que lo histórico se vuelva contemporáneo, “es totalmente lo que vivimos, la violencia, la crisis económica, los políticos, en fin”.

Los fotógrafos de la época, dicen, guardaron en sus cámaras “el movimiento de esos cuerpos, la contundencia de esas palabras, el paso festivo o cotidiano del pueblo por sus calles, los momentos de profunda tristeza y alegría, la mirada de esos mexicanos, donde afloraba en algunos momentos el vigor de un pensamiento y acción determinantes, y en otros la incertidumbre del futuro”.

Según ellos, La historia en la mirada es la oportunidad para ver y sentir a la gente de principios del siglo XX.

jueves, marzo 17, 2011

Gobierno radical

El gobierno se había empeñado en acabar con todo vestigio de educación religiosa. Si los alumnos no aprendían a leer o escribir no era tan malo. Grave hubiera sido que los niños no recibieran una enseñanza laica, científica, acorde con la verdad histórica del naciente partido oficial.

Iniciaba la década de los años treinta y decenas de inspectores de la Secretaría de Educación Pública fueron enviados a los sitios más recónditos de la república, la consigna era clara: cerrar las escuelas con formación religiosa, cualquiera que fuese su profesión de fe.

En Durango se levantaba la hermosa hacienda de San Rafael, donde cotidianamente doña Margarita González Saravia gozaba dando clases en la capilla; combinaba algunas horas de religión con no menos de aritmética, caligrafía, ortografía y gramática. El inspector se presentó en la hacienda, soberbio, con oficio en mano para exigirle a doña Margarita que inmediatamente cerrara la escuela.

A la amable señora literalmente se le salieron los ojos cuando leyó aquel documento, pero no por lo injusto de la orden, sino porque estaba plagado de errores ortográficos, casi ilegible por la redacción y sin una frase coherentemente construida.

Como buena maestra, doña Margarita reprendió al inspector de “Educación” y le dijo que acataría la orden hasta que le presentara el documento perfectamente escrito, sin faltas de ortografía y bien redactado. Humillado, el burócrata se marchó. Para beneficio de aquella región, la hacienda de San Rafael jamás cerró su pequeña escuela.

http://bicentenario.com.mx

jueves, febrero 24, 2011

La relación juvenil entre Arreola y Rulfo

Raquel Tibol

MÉXICO, D.F., 23 de febrero (Proceso).- La semana pasada nuestra colaboradora Raquel Tibol dedicó un artículo a la relación entre los escritores jaliscienses Juan José Arreola y Antonio Alatorre, para resaltar la generosidad del primero, no siempre reconocida; sin que constituya una segunda parte, esta entrega se refiere a otra entrañable relación amistosa de Arreola, ahora con Juan Rulfo.

“Rulfo me retuvo con su prosa hasta beberme todo su breve libro de bárbaros cuentos. La música ríspida, penetrante, cortante, profunda, de la prosa de Juan Rulfo me capturó al extremo de contagiarme de un ritmo que descubro alarmante.”

Salvador Novo (30 de enero de 1960)

Gracias a la publicación por Orso Arreola de las memorias dictadas por su padre en los años finales de su vida (Editorial Diana, 1998), se pueden apreciar, debido a la sinceridad del relato, situaciones que hoy todavía importan a la cultura literaria de México. A mediados de los cuarenta del siglo XX llegaban a Guadalajara, de otras poblaciones de Jalisco, escritores que comenzaban a desarrollar sus vocaciones. Constituidos en capilla se reunían primero en la farmacia Rex y después en el café Nápoles. Juan José Arreola ejercía cierto liderazgo debido a ciertas experiencias extramuros: se había desempeñado como locutor y actor en la Ciudad de México.

El presidente Lázaro Cárdenas había fundado el Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad, en cuya emisora el locutor estrella era Adolfo López Mateos. Otro locutor era Salvador Carrasco, creador del personaje El Monje Loco, quien convenció a Arreola, debido a su buena voz, que se ubicara en estaciones más profesionales. Primero entró a la XEJP y luego a la W. En 1940 el locutor más famoso de México era Marco Antonio Albuquerque y su programa más gustado La hora del tango, al que Juan Rulfo se aficionó al punto de sumarse a un grupo de fanáticos tangueros que hicieron un viaje a Buenos Aires para gozar de las raíces.

En 1943, establecido en Guadalajara, Rulfo comenzó a frecuentar a veces a los literatos de la farmacia Rex y del café Nápoles, aunque no se integró completamente. A Arreola le gustaba averiguar dónde habían nacido sus compañeros de tertulia. Fue así que se enteró de que Rulfo había nacido en Apulco y que fue registrado en Sayula. Un fiel asistente, Ricardo Serrano, le aconsejó a Rulfo que buscara a Arreola en el periódico El Occidental y le llevara algunos de sus cuentos, a ver si se los publicaba en la revista Pan. El resultado fue el inicio de una larga amistad.

En 1944 Arreola se casa con Sara Sánchez Torres, originaria de Tamazula. Cuando su hija Claudia cumplió cinco meses Juan Rulfo la fotografió. Tanto le gustaron las fotos a Arreola que inmediatamente se las envió a su papá.

En 1945 Louis Jouvet, la gran personalidad del teatro francés, le envió a Arreola una carta, fechada el 3 de mayo, en la que le ofrecía su ayuda si se decidía a cumplir con su anhelo de viajar a Francia a estudiar teatro. Durante su ausencia fue Juan Rulfo quien lo sustituyó en las tareas de la revista Pan, en cuyo número 6 se había publicado su cuento Macario. La invitación se debía a que tanto Antonio Alatorre como Arreola eran decididos admiradores de Rulfo. Lo que por entonces más leía Juan Rulfo era un autor francés que había influido en él hasta el centro de su alma: Jean Giono. Desde el primer día Juan les dijo: “Esta es mi meta”. Luego identificó el relato de Giono Ese bello seno redondo es la colina con la colina redonda en el valle profundo de Zapotlán que da a lo que se llama el Bajo. Juan había nacido exactamente en las estribaciones del nevado de Colima, no teniendo más frontera que el cerro de la Media Luna que aparece en su obra. Pero en ese momento leía a Jean Giono el provenzal, el francés de origen mediterráneo, italiano, marsellés. Giono fue el escritor que más le importó a Juan antes de leer a William Faulkner. Otro autor francés donde está la fuente más segura de su inspiración es Marcel Aymé, especialmente su libro La yegua verde.

Cuando Arreola regresó de Europa, los problemas económicos lo impulsaron a él, a Rulfo y Alatorre a instalarse en la Ciudad de México. Para entonces la admiración de sus dos colegas era un hecho. El cuento que Rulfo le había entregado a Arreola en El Occidental fue Nos han dado la tierra. Pero entonces Arreola ya conocía La vida no es muy seria en sus cosas, que Efrén Hernández le había publicado en la revista América.

Rulfo trabajó un tiempo en la Secretaría de Gobernación, luego solicitó su cambio a Guadalajara, donde se desempeñó como jefe de migración. Su oficina estaba en la Suprema Corte de Justicia de Jalisco. Fue ahí donde escribió Nos han dado la tierra, cuando a miles de campesinos les repartieron tierras baldías donde –como dijo Arreola—“sólo podían escarbar un agujero para mal morir. Ahí quedó plasmado el tamaño del despojo a que fueron sometidos los indígenas de México”.

Cuando Alatorre leyó el cuento le dijo a Arreola que no creía que ese personaje tan curioso que había conocido unos meses antes fuera capaz de escribirlo. El comentario de Arreola no podía sino ser tajante: “Creo que a muchos de los intelectuales que servían al gobierno les gustaba exaltar la obra de Juan para llevar agua al sediento molino de la revolución, al que Juan criticó desde adentro en forma magistral”.

Por no oficiar en los altares de la cultura revolucionaria, a Juan Rulfo y a Arreola les negaron la entrada a El Colegio Nacional. “Los intelectuales pensionados por el Estado no soportaron nuestras actitudes críticas”.

Con precisión Arreola relató para sus memorias: “Nuestra amistad con Juan Rulfo fue muy intensa en los meses previos a mi viaje a París. El frecuentaba mi casa y pronto hizo amistad con mi esposa Sara, a la que años después le contó que en una cantina de Tamazula salvó la vida gracias a que les dijo a los fulanos que él era amigo de Juan Sánchez Torres, hermano de Sara. Fue el único amigo real que tuvo mi mujer en toda su vida. Nuestra amistad creció en las calles de Guadalajara, visitábamos las librerías de viejo y de nuevo, asistíamos con frecuencia al cine y alguna vez me invitó a su casa a escuchar música clásica; tenía una preciosa tornamesa RCA Víctor en su mueble de madera, y muchos discos de pasta, gruesos y relucientes. En ese tiempo Juan leía novelas de escritores norteamericanos, como John Dos Passos y William Faulkner, en particular su novela Mientras agonizo. Dejé de ver a Juan en 1945. Me lo volví a encontrar en 1947, cuando me llevó a mi casa de San Borja, en México, su cuento Anacleto Morones. En esa ocasión le dije: “Ya la hiciste”. Fue hasta que publiqué Varia invención y luego Confabulario, en el FCE, que nos volvimos a ver y a tratar, siendo ya director del FCE Arnaldo Orfila Reynal y subdirector Joaquín Díez-Canedo, a quien le conté acerca de los cuentos de Juan. Joaquín-Díez-Canedo y Alí Chumacero sabían que yo promoví la publicación de El llano en llamas y de Pedro Páramo.

“Muchos años después, en 1988, en París, en el Centro Pompidou, durante una mesa redonda sobre literatura mexicana, Juan se exaltó cuando uno de los presentadores se refirió a mí como el promotor de varias generaciones de escritores jóvenes; en esa ocasión Juan dijo ante el público: ‘¡Cómo que jóvenes, este hombre no nomás nos enseñó a escribir, primero nos enseñó a leer’. Efectivamente a Juan le recomendé algunas lecturas que fueron capitales para su desarrollo posterior en las letras y en la investigación literaria.

“A Rulfo hay que ubicarlo en el territorio superior del realismo mágico, más cerca de la poesía que de la realidad. Antonio Alatorre ha dicho que Pedro Páramo le parecía un hermoso poema. En una ocasión añadió: ‘Me parece glorioso, una maravilla’. Una vez tuve la idea que esa novela se imprimiera como una colección de poemas, con tipografía como versos sueltos. Ahí la discontinuidad del texto sería todavía mayor. Sería como relámpagos intuitivos. La idea es loca, pero siento a Pedro Páramo más como poema que como novela.

“A mediados de los cincuenta el Indio Fernández invitó a Juan Rulfo y le propuso que escribiera un guión a partir de una idea que tenía él para hacer una película con Rossana Podestá, que en un principio se iba a llamar Río arriba y finalmente se llamó La paloma herida. Juan le dijo al Indio que con mucho gusto participaba, pero que le sugería que yo también interviniera en el proyecto, lo que el Indio aceptó. A las dos semanas de trabajar en casa del Indio les presenté mi renuncia. Las razones fueron dos: mi desacuerdo con las ideas del Indio para esa película, y el hecho de que nos presionaba para beber las copas de tequila. Creo que Juan inicio en casa del Indio su carrera de bebedor profesional.

“La última vez que platiqué a fondo con Juan Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera andina a 20 mil pies de altura. Regresábamos a México desde Buenos Aires, donde los dos asistimos a la Feria del libro. Hablamos durante diez horas. Juan me reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía. Ya en tierra, un automóvil nos condujo hasta la casa de Juan. Cosa rara, subí por el elevador para acompañarlo hasta el interior de su casa. En ese amanecer saludé a su esposa Clara que lo estaba esperando. Me despedí de él y ya no lo volví a ver.”

Quizás aquellas revelaciones de su alma de Rulfo colmaron la confianza de una larga relación y despertaron el pudor del que debía guardar los secretos de los que era depositario.

Cuando Rulfo regresó a Guadalajara, vivía en un solar a las orillas de la ciudad. Al fondo del solar –recordaba Arreola– tenía una especie de nicho enorme, más grande que un nicho sepulcral. “No quiero pensar que ahora está en un nicho porque no me hago a la idea de eso. Yo sigo hablando con Juan como si estuviera vivo”. Ese diálogo inmaterial no debe ubicarse en el pasado. Amistades como ésa, con su profundo respeto mutuo, deben vivir en un prolongado presente.

miércoles, enero 19, 2011

El asesinato de Lumumba

José Steinsleger

En la mañana del 30 de junio de 1960, en Leopoldville (hoy Kinshasa), el rey Balduino I de Bélgica pensó que tras declarar en persona la independencia de la República Democrática del Congo, pueblo y colonos quedarían eternamente agradecidos con la metrópoli colonial. Pero algo salió mal.

Patricio Lumumba, joven primer ministro del gobierno presidido por Joseph Kasavubu, tomó el micrófono y los encargados del protocolo quedaron tiesos: "Nunca más seremos vuestros monos", dijo Lumumba en las narices del rey. El monarca de la casa eeal de Sajonia-Cobenza-Gotha empalideció, y tuvo que oír las desgarradoras palabras del líder nacionalista:

“Durante los 80 años del gobierno colonial, sufrimos tanto que no podemos alejar las heridas de la memoria. Nos han obligado a trabajar como esclavos por salarios que ni siquiera nos permiten comer lo suficiente para ahuyentar el hambre, o encontrar vivienda, o criar a nuestros hijos como los seres queridos que son…

“Hemos sufrido ironías, insultos y golpes nada más porque somos negros… ¿Quién podrá olvidar las masacres de tantos de nuestros hermanos, o las celdas en que han metido a los que no se someten a la opresión y explotación? Hermanos, así ha sido nuestra vida.”

Totalmente inesperado en la agenda (una ceremonia ordenada y agradecida con el amo blanco), el discurso estremeció a los pueblos del África negra y el mundo colonial. En Bélgica, la prensa conservadora atacó a Lumumba, manifestando que su muerte sería “…una bendición para el Congo”.

El diario católico La Libre Belgique estimó que algunos ministros lumumbistas “…se han convertido como primitivos e imbéciles, o como criaturas comunistas” (12/7/1960). Marcel de Corte, profesor de moral y filosofía de la Universidad de Lieja, expresó de Lumumba: "Es un bárbaro que hace llorar de rabia a los oficiales, cuando bastaría un gesto viril de uno de éstos para librar al planeta de su sangrante despojo" (ídem, 27/7/1960).

En Los últimos 50 días de Patricio Lumumba (investigación de G. Heinz y H. Donnay) se apunta que desde antes del histórico discurso, Lumumba era considerado en los medios europeos como el político congoleño a quien había que separar a toda costa del poder.

El periodista P. de Vos, dirigente de importantes sociedades coloniales, escribió que deseaba ver al líder nacionalista “…muerto con una bala en su pellejo… Sé que habrá en uno de los asilos de Kasai, un loco que se encargará de este trabajo” (Ibérico Europea de Ediciones, Madrid 1970, p. 31).

En septiembre de 1960, el coronel Joseph Mobutu (quien de 1965 a 1997 gobernó despóticamente el país que rebautizó con el nombre de "Zaire"), dio un golpe de Estado, y Lumumba fue detenido en las afueras de Kinshasa. Liberado por su escolta y militantes del Movimiento Nacional Congoleño (MNC), el líder retornó a la ciudad, donde arengó a la multitud.

Simultáneamente, las potencias imperialistas entraban en acción. A un mes de la toma de posesión del gobierno, con el respaldo de Washington, París y Bruselas, el títere Moisé Tshombé declaraba la secesión de Katanga, ubérrima provincia minera que durante la Segunda Guerra Mundial fue la principal fuente de caucho, y minerales como el titanio y cobalto. El uranio usado para las bombas atómicas que Estados Unidos arrojó sobre Hiroshima y Nagasaki provino de la mina Shinkolobwe, una de las tantas administradas por el "Congo Belga".

Lumumba pidió ayuda a Moscú, y Allen Dulles, jefe de la CIA, sugirió quitarlo de en medio “…lo antes posible”. El presidente Dwight Eisenhower autorizó la acción. El ejército y los cascos azules de la ONU arrestaron a Lumumba el 10 de octubre. El premier consiguió nuevamente escapar, y trató de llegar a Stanleyville (hoy Kisangani), su principal base de apoyo. Finalmente, fue detenido por los hombres de Mobutu.

El 10 de enero Lumumba fue embarcado en un avión civil belga y piloteado por un belga, que lo trasladó a Elizabethville (hoy Lubumbashi), capital de la provincia de Katanga. Durante las seis horas del viaje, mercenarios belgas y soldados congoleños lo torturaron y golpearon sin piedad.

Ludo de Witte, sociólogo flamenco, quien en 2000 publicó una enjundiosa investigación con base en archivos oficiales belgas y documentación de Naciones Unidas, desbarató la versión oficial de Bruselas, que durante 30 años atribuyó el crimen a "ajustes de cuentas" entre las distintas facciones congoleñas.

La tarde del 17 de enero, Lumumba y sus colaboradores Mauricio Mpolo y José Okito, fueron amarrados a un árbol y asesinados uno tras otro por militares belgas en una ejecución supervisada a corta distancia por Tshombé. De Witte probó que la operación llamada Barracuda fue dirigida por el capitán belga Julián Gat.

Otro belga, el comisario Gerard Soete, jefe de policía de Tshombé, confesó a la televisión de Bruselas VRT (y también a De Witte) que se le ordenó hacer desparecer a las víctimas con ácido sulfúrico. De recuerdo, Soete se quedó con dos dientes de Lumumba, y una bala incrustada en el cráneo.

jueves, septiembre 30, 2010

Cuando el PRI combatió la corrupción

JESÚS CAUDILLO

Adolfo Ruiz Cortines rompió inmediatamente con Miguel Alemán Valdez, su antecesor. Poco después de que haber asumido el poder presidencial, hizo públicos los recursos y bienes patrimoniales que poseía, enviando un mensaje claro de honestidad y transparencia, muy contrarias a la práctica del gobierno anterior.

Así, obligó a sus colaboradores y a los 250 mil burócratas de la Administración Pública Federal a que hicieran lo mismo. Las declaraciones patrimoniales se verificarían al inicio y al final del sexenio. Los servidores públicos, era la consigna, no podrían beneficiarse del poder para satisfacer intereses y necesidades particulares.

El distanciamiento con Miguel Alemán y su forma de ejercer el poder era claro. Ruiz Cortines no aceptaría que en su administración se diera cabida a la corrupción y al despilfarro. Su compromiso quedó refrendado cuando, en el principio de su sexenio, pidió que cualquier pago para los contratistas del gobierno se detuviera, de modo que se pudiera verificar minuciosamente la veracidad de cada uno.

No obstante, a pesar de que Ruiz Cortines buscó superar la corrupción sistemática impuesta en el régimen anterior, su intención nunca fue transformar al aparato político ya imperante. Por el contrario, el presidente lo fortaleció, lo dotó de recursos y le garantizó su viabilidad. Con corrupción o sin ella, el sistema priísta habría de salir fortalecido.

Adolfo Ruiz Cortines comenzó su carrera política en el Departamento del Distrito Federal, cuando tenía 45 años. Al tener que lidiar con organizaciones de burócratas, logró desarrollar habilidades políticas como pocos. Las actividades propias de su cargo le permitieron conocer y hacerse de la amistad del entonces magistrado del Tribunal de Justicia, Miguel Alemán. Corrían los años treinta.

El presidente no viajaba en avión o coche. Su medio de transporte favorito era el tren. Sabía interpretar muy bien el papel que, entendía, la vida le había dado. Tenía claro que el suyo debía ser un mandato presidencial encaminado a consolidar el sistema construido y para cuidar la herencia que la revolución había otorgado.

El presidente era un cuidadoso del gasto público. Era un administrador, en toda la extensión del término. Se preocupó, entre otras cosas, porque la repartición de tierras no fuera arbitraria y se hiciera bajo la condición de progreso para el campo mexicano. En su agenda estuvo la necesidad de producir alimentos básicos e impulsó las obras de irrigación e infraestructura.

La disciplina en el manejo de las finanzas públicas logró que la devaluación de 1953 fuera la única registrada hasta ya entrados los años setenta. Ruiz Cortines tenía una visión de México y muchos de los proyectos y programas de gobierno que realizó se truncaron con la llegada de nuevas administraciones federales.

Ruiz Cortines también era un enamorado de las formas del régimen priísta. Era un cuidadoso de la “investidura presidencial”. Las ceremonias, liturgias y rituales, la “religión de la patria, como la llamó Justo Sierra, que enarboló el aparato político desde los tiempos del Porfiriato, fueron protegidos y promovidos por el mandatario.

“Incesantemente hemos pugnado por difundir en la conciencia cívica el culto permanente a los campeones de nuestra nacionalidad, de nuestras luchas libertarias y de nuestro beneficio colectivo. Es resolución inquebrantable del gobierno que en todo el país se acreciente dicho culto, al igual que el del símbolo patrio, la bandera nacional”.

Eran los tiempos en los que La Hora Nacional se convirtió en un programa referente para aglutinar a las familias que apenas habían comprado su primer aparato radiofónico. Ahí se narraban las gestas de muchos de los personajes liberales de la historia patria. Evidentemente el programa tenía un sesgo ideológico, cuyo objetivo era fortalecer la gran idea de México que se había construido hasta entonces.

jcaudillo@yonfluyo.com

martes, agosto 17, 2010

Phil Kelly y los irlandeses en México

Así como en la historia forjamos el concepto de malinchismo, sinónimo de sumisión y entreguismo, así debemos reconocer el irlandismo y a San Patricio reconocerlo como el santo del nacionalismo solidario, traído por los irlandeses que asumieron la causa de México con todas sus consecuencias.

Bajo ese mismo espíritu, por la década de 1980 llegó Phill Kelly (1950-2010) a México y nos tomó como convicción y destino. Forjado en los duros trabajos en Inglaterra, llega Phil a México y sobrevive dando clases de inglés para seguir pintando. Hoy el angelito que identifica la administración de Marcelo Ebrard y al gobierno de la ciudad es un fusil de alguno de los múltiples ángeles de Kelly que seguramente se fusiló el diseñador del icono, pero siendo de origen Irlandés el autor, no era necesario reconocerlo, como tampoco se reconoce en toda su dimensión histórica y como parte de la integración de nuestra cultura nacional la gesta de los del Batallón de San Patricio en la guerra 1846-1847.

Ligados a la causa de nuestra independencia en la guerra contra la intervención estadunidense, los San Patricios son una espina para el imperio norteamericano, así como lo fue Gonzalo Guerrero, en Yucatán, durante la Conquista combatiendo contra Pedro de Alvarado y haciendo suya la causa maya, que le ganó el reconocimiento de ser una espina en el corazón de España.

Más de 800 irlandeses, encabezados por John Riley –de quien Daniel Molina escribió una magnífica novela y biografía–, se integran al Ejército Mexicano como batallón y participan en las batallas de Monterrey, Buenavista, en Cerro Gordo, Churubusco y la ciudad de México. Paradójicamente, son abanderados y reconocidos por Antonio López de Santa Anna, que en la primera etapa de la intervención estadunidense, luego de que las armas mexicanas ganaban batallas, él ordenaba la retirada. Pese a todo, los estadunidenses desistieron de invadir por el norte y entraron por Veracruz hasta llegar en agosto de 1847 a la ciudad de México luego de la batalla de Cerro Gordo, en Veracruz.

Aquí en la ciudad de México, del 20 de agosto al 13 de septiembre, se dan las batallas de Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec, siendo la más encarnizada e importante la primera donde los San Patricios junto a los mexicanos resisten, mueren y son prisioneros. El 13 de septiembre de 1847 cuando sólo se conmemora a los Niños Héroes de Chapultepec. Ese día en la plaza de San Jacinto se colocó un gran cadalso para ejecutar a 48 irlandeses de 71 condenados de otras nacionalidades acusados de traidores. El general Winfield Scott ordenó que fueran ahorcados viendo hacia Chapultepec al momento en que se izaba la bandera de la las barras y las estrellas en el castillo para que fuera su última visión en la vida.

Al día siguiente se firmó la capitulación de la capital. Los invasores realizaron un desfile triunfal desde la Alameda hasta el Zócalo por Plateros (hoy Madero). Mientras se izaba la bandera estadunidense en Palacio Nacional un francotirador mexicano mató al soldado invasor que la levantaba. Al mismo tiempo, los habitantes los apedreaban al paso del desfile, hiriendo con una piedra al general Scott. Una dama de nombre Martha Hernández envenenó dulces para ofrecerlos a los soldados estadunidenses, mientras en otros puntos de la ciudad desde las ventanas lanzaban hasta cadáveres para detener a los soldados invasores.

Cuenta la leyenda que los sobrevivientes del batallón terminaron sus días fundando el pueblo de San Patricio a un lado de Barra de Navidad, en la costa de Jalisco. En un viaje con Phil Kelly buscando algún testimonio, nadie sabía nada de esta historia, pero al final de la visita le pedí que fuésemos a la playa de al lado, llamada Melaque, muy conocida, y Phil preguntó: ¿Cómo? Melaque, respondí. “No –me dijo, en su español imperfecto–, es Mélaqui o Melaquías, el otro santo patrono de los irlandeses católicos que seguramente acompañó a los artilleros del San Patricio y que luego se mexicanizó, borrando huellas.”

Ricos y pobres, hay una enorme raíz irlandesa en México, muchos de ellos cambiaron su nombre y lo mexicanizaron como el mismo Riley, registrado en el Ejército Mexicano como Juan Reley. Con ellos la primera promesa incumplida no son las tierras que se ofrecieron, sino la memoria de su gesta y el reconocimiento como parte de nuestra cultura nacional. Gonzalo Guerrero, el vasco Javier Mina, Riley y los del Batallón de San Patricio, son lo opuesto al malinchismo y una forja de nuestra independencia, pero también del gran valor del internacionalismo y la solidaridad sin fronteras.

Este 7 de septiembre Phil Kelly cumpliría 60 años; murió aquí hace 15 días, pintando la ciudad de México, playas, paisajes y nuestro caos. Phil es parte de la aportación irlandesa, de unos que lucharon por nuestra independencia y él por nuestra identidad cultural.

Celebremos con ellos y en su memoria el bicentenario de nuestra independencia.

http://www.marcorascon.org

jueves, enero 28, 2010

La Celebración de la Historia: Porfirio Díaz (Primera Parte)

Por Héctor Sánchez*

El nombre de Porfirio Díaz se asocia generalmente a las palabras ‘progreso', ‘modernidad' y ‘desarrollo económico', entre otras, asimismo, las imágenes más frecuentes que aparecen en la cabeza al hablar del porfiriato son las de las grandes haciendas de provincia y las de una red de ferrocarriles que iba extendiéndose poco a poco por todos los rincones del país. Sin embargo, a la par, una serie de conceptos de carácter muy distinto se presenta ante uno cuando alguien se refiere a tan singular personaje de la historia de México: tiranía, corrupción, pobreza y represión ¿A qué se debe tan contradictoria figura? Veamos qué hay de cierto y de particular en ella:

El gobierno de Díaz (1876-1911) le dio continuidad y máximo alcance a un proceso que su antecesor, Benito Juárez (1857-1859, 1860-1863, 1867-1872) había iniciado: la transformación de la economía nacional, hasta entonces basada en haciendas aisladas que producían casi exclusivamente para sí —es decir, una economía feudal—, en una economía capitalista de tipo conservador. ¿Qué quiere decir esto? Que las haciendas, ocupadas en la agricultura, la ganadería, los textiles y el comercio desigual, y no en la industria pesada, como ya ocurría en algunos países de Europa y en Estados Unidos, comenzaron a generar productos en una cantidad superior a la que ellas mismas necesitaban para consumir a fin de vendérselos a otras haciendas y, con el dinero obtenido, comprar mercancías diferentes de las propias. ¿Mas qué hacía falta para lograr esta acelerada dinámica de intercambio? Sin duda, un medio de transporte: el ferrocarril.

Vayamos un paso hacia atrás. Cuando la Constitución de 1857 determinó que ya no debía existir más la propiedad común, ni la de la Iglesia ni la de los campesinos, sino únicamente la propiedad privada, una serie de individuos con alto poder adquisitivo se hizo de las tierras que antes pertenecían a las sociedades que las trabajaban y, con ello, sus haciendas se vieron acrecentadas en tamaño de una manera impresionante. Los campesinos, imposibilitados para sobrevivir una vez destruida su comunidad, no pudieron hallar más remedio que contratarse como peones para los grandes propietarios. He aquí el surgimiento del capitalismo en México; es decir, de las bases que permitieron un aumento de la producción, una economía de intercambio y un “progreso” y “desarrollo” de la riqueza material del país.

Los empresarios extranjeros, particularmente los norteamericanos, al ver que en México ya se habían creado las condiciones para que su inversión obtuviera ganancias, le propusieron a Díaz instaurar una red de ferrocarriles que conectara a la nación; en respuesta, Díaz no sólo accedió a ello, sino que dio todas las facilidades para que el capital estadounidense pusiera otros negocios a lo largo y a lo ancho del territorio mexicano: empresas mineras, fábricas de textiles, etc. Ahora Díaz podía decir que él era el principal responsable de la modernización e industrialización del país, el caudillo del “progreso”. Sí, progreso, pero ¿a qué costo? Al de la explotación laboral de todos aquellos que debían trabajar para las haciendas nacionales o, bien, para los negocios extranjeros. ¿Encuentras alguna semejanza entre esta situación y nuestra condición actual?

De la Escuela de Cultura Popular de la OPC-Cleta

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miércoles, diciembre 16, 2009

Precursores de la libertad de cultos

Carlos Martínez García

La Ley de Libertad de Cultos del 4 de diciembre de 1860 tiene sus precursores en el primer liberalismo mexicano. Hace 150 años, el 12 de julio, Benito Juárez decreta la primera de las normas de reforma: la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos. Tal medida representa una reivindicación largamente anhelada por los sectores más lúcidos de la sociedad mexicana, los que después de la Independencia plantearon la necesidad de construir una nueva sociedad, ajena al exclusivismo católico.

Entre 1813 y 1827 (el año de su muerte) José Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, escribe en distintos momentos sus críticas al autoritarismo católico. Hace una defensa de la tolerancia religiosa, "fue el más activo partidario de [esa] libertad. En torno a sus folletos se desarrollaron las principales polémicas sobre la cuestión. Hizo que estuviese presente en los impresos de su época", subraya Gustavo Santillán en su ensayo La secularización de las creencias. Discusiones sobre tolerancia religiosa en México (1821-1827).

En La nueva revolución que se espera en la nación, escrito de 1823, Fernández de Lizardi aboga por la instauración de un gobierno distinto al monárquico. Escribe que "bajo el sistema republicano la religión [católica] del país debe ser no la única sino la dominante, sin exclusión de ninguna otra". Comenta que ante lo que llama el tolerantismo religioso, “sólo en México se espantan de él, lo mismo que de los masones. Pero, ¿quiénes se espantan? Los muy ignorantes, los fanáticos, que afectan mucho celo por su religión que ni observan ni conocen, los supersticiosos y los hipócritas de costumbres más relajadas […] ningún eclesiástico, clérigo o fraile, si es sabio y no alucinado, si es liberal y no maromero, si es virtuoso y no hipócrita, no aborrece la República, el tolerantismo ni las reformas eclesiásticas”.

Al año siguiente de las anteriores palabras de Fernández de Lizardi es aprobada la Constitución que en su artículo tercero asienta: La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.

Los legisladores aprueban de forma unánime la Constitución de 1824. Pero en la discusión un solitario diputado de Jalisco impugna el artículo que veda la práctica de una religión distinta a la católica romana, nos informa Santillán en el trabajo antes citado. Se trata de Juan de Dios Cañedo, quien con su acción logra que "por primera vez la tolerancia [fuera] discutida como tema central en un órgano de gobierno. Había sido tocada otras veces pero como un aspecto subordinado a un proyecto más general, comúnmente referido al problema de la inmigración".

En el terreno de las ideas, Fernández de Lizardi, así como el diputado Cañedo, no estaban solos. Entre diciembre de 1822 y los primeros meses de 1823 tiene lugar la defensa que hacen tres personajes de la tolerancia religiosa. Andrés Quintana Roo, subsecretario de Relaciones Interiores y Exteriores en el gobierno de Iturbide, renuncia al mismo el 22 de febrero de 1823, por su defensa de la tolerancia. Para Joaquín Parrés, participante en el movimiento de Independencia, la tolerancia tiene que ver con resultados prácticos: "Quisiera a mi patria en un estado capaz de (ser) tolerante y nuestros puertos, abiertos para todo extranjero, porque así crecería la Ilustración, la población y la industria, cuanto es necesario para hacernos felices, como se puede ser en este mundo; y alguna vez me he lamentado que esto no sea dable. Quisiera al pueblo menos fanático, sin que dejare de ser religioso".

En el caso de Vicente Rocafuerte, ecuatoriano que en México se une a la lucha contra Agustín de Iturbide, la tolerancia tiene el objetivo de facilitar la libre práctica de los diferentes credos, para facilitar la inmigración protestante. En uno de sus viajes a Nueva York, para promover las ideas y acciones de los opositores al emperador Agustín de Iturbide, Vicente Rocafuerte es convencido por James Milnor, de la Sociedad Bíblica Americana, de que la divulgación de la Biblia cumple el doble objetivo de educar y difundir la tolerancia religiosa en los países de habla hispana. En la metrópoli neoyorquina Rocafuerte cumple con la encomienda de la sociedad lancasteriana mexicana, al traducir las Lecciones para la escuela de primeras letras, sacadas de las Sagradas Escrituras, siguiendo el texto literal de la traducción del padre Scio, sin notas ni comentarios, volumen impreso en 1823 en la llamada Urbe de Hierro.

Con el fin de que Rocafuerte pudiese cumplir con el encargo de representar a México en las negociaciones para que Inglaterra otorgase el reconocimiento diplomático al país, el Congreso le extiende carta de ciudadanía mexicana al ecuatoriano en marzo de 1824. A mediados del mismo año, Mariano Michelena y Vicente Rocafuerte salen hacia Inglaterra con los nombramientos de ministro plenipotenciario y secretario, respectivamente. Tras largas gestiones, el 31 de diciembre del mismo año el ministro inglés George Canning anuncia a los enviados mexicanos que su gobierno está dispuesto a extender el reconocimiento. El documento es firmado por ambas partes el 6 de abril de 1825.

En el tratado con Inglaterra se abre un resquicio para que de forma privada los británicos avecindados en México pudiesen practicar su culto, principalmente anglicano, y tener un espacio destinado para sepultar a sus difuntos no católicos.

domingo, noviembre 29, 2009

El Bogotazo

El asesinato de Gaitán


El Bogotazo, El origen de las FARC. Parte 1


El Bogotazo, El origen de las FARC. Parte 2

miércoles, octubre 21, 2009

El padre del liberalismo mexicano, ¿protestante?

Carlos Martínez García

¿Acaso se convirtió al protestantismo el doctor José María Luis Mora? De acuerdo con dos eminentes historiadores mexicanos –uno que realiza sus investigaciones y libros entre finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX (Genaro García); y otro de gran calado quien hace casi cuatro décadas dio inicio a su fructífera carrera, la que sigue hoy más vital que nunca, Jean Meyer– la respuesta a nuestra interrogante inicial es un decidido sí.

Ambos historiadores basan su veredicto en que Mora (1794-1850) apoya decidida y abiertamente al promotor y vendedor de materiales bíblicos James Thomson. Éste, de origen escocés y pastor bautista, se instala en la ciudad de México en mayo de 1827 y sale del país tres años después. En tal lapso el experimentado colportor (vocablo con el que se conoce a quienes se dedican a difundir la Biblia con fines proselitistas) recorre varias regiones del país y obtiene pequeños éxitos en su tarea, hasta que se topa con edictos contrarios a su causa, promulgados por el arzobispado de México.

Inicialmente Thomson llega a Buenos Aires, Argentina, en 1818 con la encomienda de promover el sistema lancasteriano de escuelas. Lo mismo hace en Uruguay, Chile, Perú, Ecuador y Colombia. Por sus tareas educativas recibe reconocimientos de los independentistas y libertadores sudamericanos Bernardo O’Higgins, José de San Martín y, nada menos, que Simón Bolivar.

Para cuando James Thomson llega a México tiene tras de sí casi una década de experiencia en, crecientemente, promover los fines de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera (SBBE). Dicha organización traza sus orígenes a 1804, y sus gestores son protestantes/evangélicos de distintas denominaciones interesados en traducir la Biblia al mayor número de idiomas posibles y venderla al menor precio que fuese factible.

El gran político e intelectual que fue José María Luis Mora, decidido partidario de la separación Iglesia (católica)-Estado, así como de un régimen de laicidad, simpatiza con el objetivo de James Thomson desde la primera vez que conoce las tareas del colportor. Tan es así que no vacila en hacerse miembro de la SBBE y defiende la causa de Thomson ante los embates clericales que buscan obstaculizar a toda costa la sencilla labor de promoción bíblica.

Como respuesta al edicto del arzobispado de México dado en junio de 1827, que reprobaba el trabajo de James Thomson, pocas semanas después el doctor Mora critica la acción de la alta jerarquía católica y redacta un artículo en la publicación por él encabezada: El Observador de la República Mexicana.

En su apología del agente de la SBBE, Mora escribe que es oscurantista oponerse a la lectura de la Biblia por el pueblo. En una misiva que dirige a las oficinas centrales de la Sociedad Bíblica, con sede en Londres, el liberal nacido en Guanajuato, con estudios en San Ildefonso y ordenado sacerdote católico en 1829, describe la cerrazón del alto clero: "En la República mexicana, como en todos los países educados en la intolerancia, a pesar de la liberalidad de sus leyes y del buen sentido de su gobierno, la ignorancia y preocupación de alguna parte del clero, sostenida por tres cabildos eclesiásticos, ha procurado entorpecer la circulación de la Biblia; y en parte lo ha conseguido retrayendo a algunos pocos de su lectura".

En el comunicado Mora comenta que, en línea con los proyectos de Thomson, ha dado algunos pasos para traducir el Evangelio de Lucas a náhuatl, otomí y tarasco. A la salida de James Thomson de nuestro país, en 1830, el doctor Mora queda a cargo de los asuntos de la SBBE. Al año siguiente escribe su Catecismo político y, aunque reconoce que la religión de la nación mexicana es la católica, apostólica y romana, también, con claridad, deja ver que para nada es tarea del gobierno andar imponiendo una determinada creencia.

Tal vez la respuesta a la conversión protestante del doctor Mora sea la que proporciona Jean Meyer, aunque con ciertos matices. El autor de una obra clásica, La cristiada, dice que "sin duda [Mora] llegó a romper con su tradición religiosa para abrazar el protestantismo". Sin embargo "se cuidó mucho de exteriorizar sus convicciones; su protestantismo quedó en el terreno de la vida privada" (Historia de los cristianos en América Latina, siglos XIX y XX, Editorial Jus, 1999, p. 115). O sea, Mora no fue un protestante público ni secreto, sino discreto; un examen de sus acciones y escritos posteriores a 1831 podrían darnos claves de su protestantismo.

Al triunfo del conservadurismo, y el fin del gobierno liberal de Valentín Gómez Farías (abril de 1834), Mora tiene que exiliarse en París. En misiva a la SBBE expone que por su exilio deja los asuntos de la Sociedad Bíblica en otras manos y comparte la causa de su salida del país: "Por haber perdido en mi patria el partido que sostenía la libertad religiosa que yo he promovido con empeño me he visto precisado para vivir menos disgustado a salir de México y permanecer fuera por algún tiempo". Muere en el exilio en julio de 1850.

jueves, septiembre 24, 2009

El águila mexicana

Patricia Galeana

Los símbolos son el crisol de la tradición y de la historia; identifican a los pueblos con su pasado, con sus orígenes. En torno a ellos se va creando la identidad de las naciones.

El águila mexicana nos remonta a la fundación de Tenochtitlán por los aztecas, cuando según la leyenda ancestral “divisaron el tunal y, encima de él, el águila con las alas extendidas hacia los rayos del sol…” Al verla los antiguos mexicanos le hicieron una reverencia "como a cosa divina. El águila los vio bajando la cabeza y ellos empezaron a llorar". Era la señal anunciada por sus dioses para establecerse; fue el fin de su vida nómada.

El águila ha sido considerada universalmente como símbolo celeste y solar. También en la cosmogonía azteca se le identificó con el sol, máxima divinidad creadora, símbolo de orgullo.

Las águilas de los mexicas aparecen solas sobre un tunal que brota de la roca o con un pájaro en la garra derecha de plumas resplandecientes de diversos colores. También aparece con los glifos del agua y del fuego que juntos constituyen el símbolo de la guerra, como figura en el monolito del teocalli. Pero no aparece devorando a una serpiente, ya que entre los antiguos mexicanos ésta era un ser extraordinario, misterioso y fascinante, mágico, a la que admiraron y divinizaron. Su culto se extendió a toda Mesoamérica antes de la Conquista. Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, fue una divinidad creadora de cultura y artes, de la rectitud del pensamiento. En cambio, en la cultura mazdeísta, y posteriormente en la cristiana, la serpiente representa al mal, por ello el águila, que simboliza el bien, la devora. Así las encontramos en las cruces procesionales españolas de los siglos XV y XVI (en el Museo Arqueológico de Madrid).

En el Códice de Fray Diego Durán se representaron ambas. Primero, el águila sola, después, con la serpiente. El tlacuilo que ayudó a Durán a ilustrar su obra, la representa en la primera lámina con el glifo de la guerra, pero Durán la relaciona con el águila cristiana que devora a la serpiente y así se la representa posteriormente en el mismo documento. De esta forma se dio la interpolación cultural, entre la tradición europea y la indoamericana, el sincretismo entre creencias de los antiguos mexicanos y del catolicismo español.

No obstante, el águila mexicana fue proscrita en la Nueva España por el obispo virrey Juan Palafox y Mendoza, quien en 1642 propuso al cabildo del ayuntamiento que se quitaran el águila, la serpiente y el tunal, que solían ponerse en el escudo de armas de la ciudad, y que se sustituyeran por imágenes religiosas de lealtad "al Dios y al Rey".

Aunque se quitó el águila hasta de la pila de la Plaza Mayor, el emblema no tardó en renacer. En el siglo XVIII la Virgen de Guadalupe se representó transportada por el águila mexicana. En la guerra de Independencia el estandarte de José María Morelos fue el Águila Mexicana, sin serpiente.

Fue en 1823 cuando se estableció que el escudo nacional sería el Águila "que usaba el Gobierno de los Primeros Defensores de la Independencia". Un águila sin corona para distinguirla de la del primer Imperio y también de las de otras naciones, "el águila de frente con la cabeza enhiesta mirando a lo alto". Se le representó con alas extendidas, y sobre el nopal, que afirma su mexicanidad, pero con la serpiente.

A lo largo del siglo XIX los artistas fueron cambiando su posición, la presentaron de perfil con gorro frigio, o nuevamente coronada durante el Segundo Imperio o afrancesada durante el porfirismo. Después de la Revolución, Venustiano Carranza inició su reglamentación, pero fue hasta el gobierno de Miguel de la Madrid que se estableció la Ley de Símbolos Patrios para que el escudo nacional tuviera siempre la misma representación.

miércoles, septiembre 23, 2009

Cuba, 1810: ¿Haití o México? ¿Washington o España?

José Steinsleger

¿Cómo transcurría la vida en Cuba a la hora de la emancipación hispanoamericana, y cuando la colonia pasó a ocupar el lugar de "azucarera" del mundo ocupado por Haití hasta su terrible guerra independentista y antiesclavista? En Cartas habaneras (1820), el viajero inglés Francis Robert Jameson apunta: "La tertulia tiene lugar con la ceremonia y el orden debidos. La Habana puede ofrecer muchos salones con mujeres agradables y bonitas y hombres razonablemente caballerosos".

Añade: “… pero existe un aire de formalidad en las buenas maneras de estos últimos que resulta muy anticuado. Cuando un ‘caballero’ bien educado se despide después de haber hecho una visita, hace una reverencia con toda corrección, otra a la mitad del trayecto hacia la puerta, y una tercera al llegar al umbral”.

Concluye: "Todo eso estaría muy bien, parece cortés y majestuoso y da la importancia de un alto concepto de los modales de salón, de no haber estado el caballero, durante todo el tiempo de la visita, escupiendo alrededor de su silla en forma tal como para revolverle a uno el estómago" (Gustavo Eguren, La Fidelísima Habana, Ed. Letras Cubanas, 1986, p. 217).

Caminando por La Habana, el francés E. M. Masse ensaya otra mirada: "En general hay aceras, pero son muy estrechas. Algunas no son más que terraplenes, y a cada paso se corre el riesgo de caer en el fango. Los negros raras veces ceden el paso. Se me ha explicado que, entre los españoles, es costumbre que la persona que se considera superior sea la que cede el paso, de lo cual procede esta costumbre de los negros, chocante e insolente a la vista de los extranjeros" (L’lle de Cuba et La Havane, 1825, ídem, p. 214).

Jameson y Masse pintaron de cuerpo entero la relajada y a un tiempo "general tranquilidad de la isla", de la que el capitán general José Joaquín de Muros (marqués de Someruelos) se ufanaba en misiva al Consejo de Regencia (formado en Cádiz tras la invasión de Napoleón y la fuga del rey Fernando VII): "Mi sistema es procurar saberlo todo, disimular mucho y castigar poco; esto me basta para evitar desórdenes" (ídem, p. 206).

Sin embargo, los hispanocubanos (españoles y criollos) andaban inquietos. De Francia les llegaba el miedo a las libertades consagradas por la Gran Revolución. De Haití, el miedo al vértigo justiciero de los negros y mulatos. Y de México, el miedo al bando de Miguel Hidalgo: "Que siendo contra los clamores de la naturaleza, el vender a los hombres, quedan abolidas las leyes de la esclavitud" (1810). Sólo la propuesta del aristócrata Thomas Jefferson a Napoleón les daba cierta tranquilidad: que Francia le entregara Cuba a Estados Unidos (1809). Así nació el "anexionismo" cubano.

El real decreto del 14 de febrero de 1810 (expedido por el Consejo de Regencia a nombre de Fernando VII) concedió a los cubanos que empezaban a discutir su nacionalidad real, el derecho a tener representación en las nuevas y liberales cortes españolas. Aparecieron entonces los promotores de una conspiración masónica, encabezada por Román de la Luz y Caballero y Joaquín Infante, quienes proponían la independencia de Cuba sin abolir la esclavitud.

Simultáneamente, en la cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos y San Ambrosio de la Universidad de La Habana, los jóvenes oían con devoción a Félix Varela, cura de 23 años que, según el masón De la Luz y Caballero "nos enseñó primero a pensar". Varela sostenía que su cátedra era la de la "libertad" y los "derechos del hombre", vocablos prohibidos.

El historiador Salvador E. Morales recuerda que en abril de 1811 las Cortes de Cádiz incorporaron las ideas del representante mexicano José Miguel Guridi y el liberal español Agustín Argüelles.

Guridi pedía la erradicación de la tortura y la importación de los esclavos en las colonias hispanas, y Argüelles solicitaba una gradual abolición del tráfico esclavista y de la propia esclavitud.

“En La Habana –escribe Morales– se produjo una fuerte reacción, la cual concertó fuerzas americanas e hispanas con el fin de frustrar las tímidas y eclécticas reformas al régimen esclavista. No obstante, a la postre triunfó y fundamentó el radical deslinde con los movimientos independentistas que se habían iniciado en el continente. Pocos fueron los que se arriesgaron a otorgar un adarme de simpatía a la causa anticolonial.” (México y el Caribe 1813-1982. Relaciones interferidas. Secretaría de Relaciones Exteriores de México, 2002, p. 18.)

Masse, el viajero francés, andaba bien encaminado: en Cuba “… los negros rara vez ceden el paso”. Y prueba de ello fue la rebelión dirigida por el negro libre José Antonio Aponte.

En febrero de 1812 estallaron levantamientos en los ingenios de Puerto Príncipe, Holguín, Bayamo, Trinidad y hasta en La Habana. La insurrección tendía a conseguir en Cuba lo que Touissant L’Ouverture en Santo Domingo. Las cabezas de Aponte y ocho de sus seguidores fueron colgadas en el puente de Chávez.

La guerra anticolonial, antiesclavista y antimperialista empezaba una larga y penosa marcha de liberación nacional.

miércoles, septiembre 16, 2009

Los Sentimientos de la Nación

Por La Escuela de Cultura Popular (de la OPC-Cleta)


“Los pueblos esclavizados son libres en el momento en que lo quieren”

José Mª Morelos y Pavón

Mientras que los intelectuales repiten los cuentos que los historiadores escribieron, debiéramos recordar que nuestros héroes patrios aplicaron la historia a su situación actual. En los albores del bicentenario de la independencia, deberíamos preguntarnos ¿Quién fue el cura Morelos y por qué se le considera héroe? ¿Por qué habló de los Sentimientos de la Nación? ¿Qué tiene de diferente a otros pensadores revolucionarios de la época?

Para contestar esto, primero tendríamos que recordar que la conquista europea sobre el territorio americano, implicó que civilizaciones enteras de indígenas fueran aniquiladas. Con nuevas leyes, armas y autoridades, los conquistadores fueron instaurando las colonias al servicio de los reinos de Europa; miraron mal las costumbres nativas y declararon bárbaros a los habitantes de estas tierras, junto con toda su cultura. El racismo en el gobierno se demostraba porque el pueblo indígena ni siquiera podía opinar. Lo mismo pasaba en los ayuntamientos y virreinatos conducidos por españoles: sólo los criollos (hijos de españoles nacidos en América) tenían cabida y ni los mestizos y mucho menos los indígenas formaban parte de las autoridades.

La religión impuesta combinaba las creencias y costumbres populares con las de las nuevas autoridades, pero conforme iban contagiándose las ideas libertarias, nuevos sujetos comenzaban a ver la verdad de la opresión.

En libros de textos y en muchos mexicanos corre la afirmación de que las ideas “igualdad, libertad y justicia” de la Ilustración europea del siglo XVIII, fueron las que hicieron estallar la independencia. Sin embargo, esto es una distorsión de la historia ‘oficial' porque las ideas de libertad germinaron también desde las tierras de América, como un continente que desde la Patagonia Argentina hasta los helados canadienses, despertaba en sus millones de esclavos, pobres y sometidos.

El Morelos de “Los sentimientos de la nación” es diferente a otros caudillos porque comprendía que la SOBERANÍA (el poder organizado) debía ser ejercido por el PUEBLO. La soberanía significaba independizarse del yugo español para formar un gobierno popular donde todos los calumniados nunca regresaran a su condición de esclavos. Para nuestro héroe, la soberanía era la conducción del pueblo, o sea de todos los de abajo. En ese tiempo, esa idea representaba la manzana de la discordia, pues para algunos la Soberanía debía lograrse para que los criollos reinaran como el ridículo emperador Iturbide y otros que querían mantenerse bajo leyes de las élites. Los cauces de la lucha de independencia, las condiciones y dificultades culturales, económicas y políticas en que los ladrones europeos dejaban a la ‘Nueva España', permitieron que México se embarazara de nuevos ladrones tras años de guerra contra la colonia.

Morelos sobresale de entre los luchadores sociales de esa época, ya que era un Cura como Hidalgo, que aplicaba lo que aprendía de las luchas judías de la biblia a las luchas del pueblo mexicano. Comprendió que la libertad de los miles de esclavos y oprimidos, requería organización, entrenamiento militar, principios y valores independentistas. Es por esto que hoy conviene leer y entender los Sentimientos de la Nación que escribió:

1º Que la América es libre independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía, y que así se sancione, dando al mundo las razones”. Morelos aquí resalta que la “vida” de los mexicanos no es inferior y afirma su capacidad e inteligencia para auto-gobernarse y tomar las armas.

2º Que la religión católica sea la única, sin tolerancia de otra”. Aquí Morelos reclama la “civilización” del movimiento y la fuerza espiritual del pueblo conquistado que había adoptado ya esta religión como nación independiente.

3º Que todos sus ministros se sustenten de todos y solos los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más obvenciones que las de su devoción y ofrenda ”. Morelos, establece con esto que no se debe pagar ningún tributo o excedente a aquellos que utilizan a los trabajadores para vivir como reyes.

4º Que el dogma sea sostenido por la jerarquía de la iglesia”. Esto significa que la soberanía del pueblo debe recaer en los que contienen el dogma dentro de este territorio.

5º Que la Soberanía dimana inmediatamente del Pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias de números”. Significa que existe la capacidad organizativa de todo pueblo, que ante el caos es el único que debe constituir un nuevo orden de libertad.

6º Que los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial estén divididos en los cuerpos compatibles para ejercerlos”. Esto es que debe repartirse el poder entre los habitantes del pueblo e institucionalizar el poder del pueblo y dejar atrás el poder del rey.

7º Que funcionarán cuatro años los vocales, turnándose, saliendo los más antiguos para que ocupen el lugar los nuevos electos” . Quiere decir que el poder debe repartirse y tomarse por todos los habitantes de un país de acuerdo a la organización que el mismo pueblo proponga.

8º La dotación de los vocales, será una congrua suficiente y no superflua, y no pasará por ahora de ocho mil pesos” . Este principio nos recuerda la lucha política actual, pues los sueldos de los gobernantes deben ser equitativos con los sueldos de todos los habitantes de un país, pues son una honra histórica y no una fuente de riqueza, las instancias del gobierno.

9º Que los empleos sólo los americanos los obtengan” . El avance político real de descolonización no sólo se da en el momento de la lucha armada, sino de la lucha cultural por sabernos poseedores de nuestras formas de producir economía.

10º Que no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha” . La nación es como un hijo que debe protegerse de malas influencias que permitan prolongar la opresión y la esclavitud.

Y así junto con Morelos en toda América Latina surgían héroes que propugnaban no sólo la independencia política de España, sino la igualdad y la organización popular en las nuevas naciones. Simón Bolívar, Juana Azurduy, José de San Martín y los miles de campesinos que convertidos en guerrilleros forjaron la historia de nuestras naciones.

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viernes, septiembre 11, 2009

¡Viva El Nigromante!

Gabriela Rodríguez

Ahora que estamos celebrando el 25 aniversario de este gran diario, La Jornada, que fue fundado por periodistas, intelectuales, activistas, y no por empresarios ni por la elite política, y que es una de las mejores muestras de la libertad de expresión del México actual, quiero dedicar estas líneas a Ignacio Ramírez, El Nigromante. Este gran visionario del siglo XIX fundó seis periódicos de oposición: Don Simplicio, cuyo último número lo llevó a prisión junto con Guillermo Prieto, en 1846; Themis y Deucalión, donde publicó su Manifiesto indígena, en 1848; El Porvenir y El Clamor Progresista, que crea en 1857 al renunciarle a Comonfort, en defensa del presidente Juárez, y que le valió la cárcel de Tlatelolco, en 1858. En 1863 funda el diario antimperialista La Chinaca, y luego de ser electo al Congreso legislativo y ratificado como alcalde de la ciudad de México, al caer la capital marcha a Sinaloa y Sonora, donde funda, en 1865, uno de los periódicos más incendiarios contra el imperio francés: La Insurrección.

Las memorias de uno de los más destacados miembros del movimiento liberal se mantuvieron en secreto durante cien años ante las amenazas del arzobispo primado de México y del general Porfirio Díaz, pero ahora su bisnieto Emilio Arellano, autor de Ignacio Ramírez, El Nigromante: Memorias prohibidas (Planeta, 2009), nos permite comprender el amplio legado "de quien independizó la mente del pueblo mexicano", según señala la etnóloga Julieta Gil Elorduy.

Se trata del ideólogo más puro de las reformas liberales de la Constitución mexicana de 1857, quien elaboró con Melchor Ocampo y Francisco Zarco las Leyes de Reforma. Ignacio Ramírez consolidó la educación laica y gratuita, el primer libro de texto gratuito, el plebiscito, los derechos sociales, la autonomía del Poder Judicial y los sindicatos; impulsó la exclaustración de los conventos, la extinción de los delitos de prensa, entre otras innumerables obras que apenas empiezan a concretarse en tanto otras van en franco retroceso.

Lino Ramírez, su padre, participó en los movimientos armados contra el gobierno español; era amigo de José María Morelos y Pavón, así como de Miguel Hidalgo y Costilla, y fue condenado y recluido en las mazmorras de la cárcel de la Santa Inquisición por herejía, motín, alteración del orden público, traición a la corona española y por propiciar movimientos armados en contra de la religión y del buen gobierno.

Entre las iniciativas ante el Congreso Constituyente de 1857 para evitar los fueros y privilegios eclesiásticos, Ignacio Ramírez propuso que el presidente de la República debía residir en el país y no pertenecer o depender directa o indirectamente, por cuestiones personales, a congregación o círculo religioso ni ser miembro de ningún culto, como sacerdote, y que el Congreso podría destituir al presidente por simple mayoría por: a) traición a la patria o por comprometer el patrimonio y los recursos nacionales en favor de estados o empresas extranjeras o nacionales; b) incapacidad mental o administrativa, c) mentir al pueblo de México, d) permitir que se viole la filosofía pacifista del gobierno mexicano, e) disponer del Ejército o de las fuerzas del orden público en contra del pueblo de México, sus bienes o instituciones, y f) no acatar las resoluciones y leyes emanadas del Congreso. De haber prosperado esas iniciativas, tal vez hoy tendríamos ejecutivos responsables, una economía fuerte y una ciudadanía libre.

Además consideraba que "la pobreza personal y nacional sería eliminada por la educación y la conciencia crítica del pueblo al evitar que la sumisión que generaba la ignorancia fuera lucro de vivales que explotan la necesidad y las carencias, generando desolación y miseria. Para suprimir la interdicción de millones de personas que viven precariamente en este país, la educación laica y gratuita es la solución más racional, con mayor futuro y permanencia, mucho más fructífera que una revolución social, que sólo genera muerte y destrucción, o que las soluciones efímeras de corto plazo".

Pero, como ya estamos cansados de hacer llamados a nuestros gobernantes, no me queda más que hacer un llamado al más allá, a fin de lograr que se levante de la tumba Ignacio Ramírez.

Si, como afirmó en 1845, "no hay Dios, los seres de la naturaleza se sustentan por sí mismos", tal vez con el sustento de todos los mexicanos encontremos alguna manera para que aparezca en estas tierras un político honesto y visionario como El Nigromante, quien sirvió a la nación y jamás dispuso de bien o dinero alguno para su beneficio o provecho personales; un legislador que, como él, tuviera la capacidad de fortalecer en nuestra Constitución el carácter laico de la República, que obligue a las autoridades públicas a respetar las decisiones de las mujeres y de los jóvenes, para que todos y todas puedan ejercer las libertades y garantías individuales, para rescatar la democracia, rescribir la Constitución y volver a construir las instituciones que necesita este país.

gabriela.afluentes@gmail.com

sábado, agosto 08, 2009

La extraña gesta de Zapata


Ilán Semo

Emiliano Zapata nació el 8 de agosto de 1879 en San Miguel Anenecuilco. Fue asesinado a traición a la breve edad de 39 años en 1919, nueve años después de que había encabezado la rebelión en Morelos en contra de Porfirio Díaz. Seguramente es un error creer que los astros o los números puedan regir la vida y la muerte de un ser humano, pero la marca del 9 en la de Zapata le añade un enigma más. Es una lástima que los viejos rituales de la evocación y la conmemoración hayan sido desplazados por el mercadeo que día tras día celebra cualquier cosa con tal de llenar las páginas de los diarios con ese género que hoy se podría llamar historia instantánea o historia desechable, cuya profundidad no es mayor que la de un boletín de la farándula. Porque la épica de Zapata, a 130 años de su nacimiento, merecería reflexiones más profundas y, sobre todo, más críticas que las que nos han deparado sus principales historiadores. Pero, finalmente, vivimos en una época que F. Hartog ha definido como la era de la celebración, en la que la rapidez con la que se olvida es sólo mayor a la futilidad con la que se celebra. Aunque habría que suponer o sospechar que en el caso de la mitología de Zapata este nuevo canibalismo mediático no pasara de un simple pie de página.

En principio, a los zapatistas de 1911 la celebridad les escatimó sus favores. Es probable que las batallas que libraron en Chinameca y Jojutla hayan sido tan decisivas como la que encabezaron Villa y Pascual Orozco en Ciudad Juárez para derrotar a Díaz, pero es obvio que el precario compromiso entre Madero y Zapata inicia la historia trágica de la Revolución.

A Madero, hacendado del norte, criollo, liberal, tan sólo la idea de expropiar tierras y entregárselas a las comunidades le parecía un reclamo menesteroso, inútil y anacrónico (contradecía el espíritu de la Constitución de 1857). Si había llegado al poder era para preservar la hegemonía de los hacendados ahora en un régimen democrático. Para Zapata, en cambio, la restitución inmediata de las tierras significaba la única exigencia que podía justificar y legitimar la rebelión contra Díaz. Madero le exigió a Zapata que depusiera las armas; Zapata le respondió: Primero la tierra, después las armas. Si se observa la brutal estrategia militar que empleó Madero para acabar con los rebeldes zapatistas, es difícil entender cómo es que su aura (ya mitológica) esté marcada desde esos años por el idealismo y la inocencia.

Incluso una comparación somera entre Madero y Zapata hablaría de dos figuras que son diferentes no sólo por las culturas a las que pertenecen (el criollismo y las comunidades indígenas), o las regiones en las que se formaron (norte y sur), o las clases sociales que expresaron (los hacendados y la clase media baja del campesinado), sino que más bien parecen provenir de planetas distintos. La utopía maderista se inspiró en la idea de transformar la sociedad mexicana a imagen y semejanza de las sociedades occidentales liberales de la época; la de Zapata suponía algo mucho más sencillo: entregar la soberanía de la vida entera (la tierra, el agua, las leyes, el lenguaje, las instituciones, la cultura, etcétera) a los pueblos (no el pueblo entendido abstracta y demagógicamente), sino los pequeños pueblos que Juan Rulfo describe en El llano en llamas y que albergaban a 70 por ciento de la población de aquel entonces. Dos utopías que fracasaron rotundamente, y que expresan acaso las propuestas más originales que fraguó la Revolución Mexicana.

Quien permaneció asombrosamente leal a Madero hasta el final de sus días fue Francisco Villa. El espacio es breve, pero una comparación entre el jefe de la División del Norte y el Caudillo del Sur mostraría dos realidades que son simplemente incompatibles o, mejor dicho, intraducibles. Villa era norteño, fronterizo, ligado ya a cierta cultura del individualismo, y sobre todo, representaba a un ejército de paga, profesional o semiprofesional, que podía moverse a distancias inimaginables en tiempos rapidísimos.

Jamás distribuyó un centímetro de tierra. Zapata, por el contrario, es un indígena, arraigado en un espíritu comunitario, que encabeza un ejército popular basado en el apoyo de los pequeños pueblos, cuya frontera de movimiento más lejanamente imaginable es la ciudad de México. Todo su consenso está basado en la expropiación de las tierras y su entrega inmediata y directa a una sociedad de propietarios individuales, aunque comunitariamente organizados.

La gran obra de Villa fue doble: la destrucción del antiguo Ejército federal (acaso la mayor obra política de la Revolución) y el inicio de la separación violenta entre la Iglesia y las armas. Zapata, en cambio, dirige un movimiento de espíritu guadalupano y está ligado al clero bajo. Y lo esencial: para Villa la tierra es cada vez más una mercancía; para Zapata, un orden sagrado, como se espera que lo sea en toda la tradición católica. Aquí habría que entender lo sagrado a la manera de Bataille, que escribe: Lo sagrado es el horror. Perder la tierra, para los zapatistas, significaba el horror, es decir, el lugar en que la vida no tiene sentido alguno. Algo tienen en común ambos: no hay casi noticias (o al menos noticias frecuentes) de que ninguno de estos dos líderes populares haya incurrido, a diferencia de Carranza, en prácticas de corrupción.

En rigor, nadie pudo con Zapata. Derrotó a De la Barra y a Madero, derrotó a Victoriano Huerta y sus terribles ejércitos, también a los intentos constitucionalistas de acabarlo. El único que pudo con Zapata fue acaso Zapata mismo. Una vez distribuida la tierra, los campesinos de Morelos no quisieron seguirlo en su lucha contra el carrancismo. Pero por qué sigue luchando después de 1917. La razón es muy sencilla y radical: jamás creyó que el artículo 27 aseguraría el bienestar de aquellos con los que había luchado desde 1910.

sábado, junio 27, 2009

Oficio de la memoria

JULIO SCHERER GARCÍA

Consumado el golpe de Estado en septiembre de 1973, la Junta Militar intentó borrar todo indicio sobre Salvador Allende. Hizo de sus funerales un secreto y dispuso para sus restos de una tumba sin nombre. En esas horas de tragedia –la de su familia, la de su patria–, Hortensia Bussi honró la memoria del presidente chileno. Julio Scherer García, fundador de Proceso, rescata tres episodios que describen la personalidad de La Tencha, compañera de vida y de sueños de Allende. Lo hace en el libro El perdón imposible. No sólo Pinochet, publicado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica.

Temprano, en la mañana del día 11 (de septiembre de 1973), Allende se comunicó con su esposa, Hortensia Bussi, y con la esposa de José Tohá, Victoria Morales. Se llamaban hermanas, se decían familia. A la Tencha y a la Moy, así conocidas, el presidente les había pedido calma y que por motivo alguno salieran a la calle. “Lo escuché tranquilo”, recuerda la Moy.

Ese martes las señoras se mantuvieron cerca del teléfono, en comunicación incesante. La esperanza y la zozobra disputaban su mundo privado. Pensaban que podría repetirse la revuelta del 29 de junio, sólo estrepitosa, pero sentían que los sucesos serían diferentes en esta ocasión. Se tenía noticia de que los bombarderos del general Leigh volaban ya sobre Santiago.

Rechazada la capitulación que la Junta Militar exigía al presidente Allende, principió la guerra de un solo lado. La furia cobró su propio impulso. En Tomás Moro (residencia de la familia Allende), un estruendo aturdió a la Tencha. Al bombazo siguió una descarga de metralla. La casa trepidaba. De las paredes se desprendieron los cuadros y cayeron pedazos de los vitrales que daban al jardín y a la piscina. Impotente, sola, se tendió bajo la mesa del comedor, la cabeza inmóvil sobre los brazos cruzados.

Arreciaba el fuego. La destrucción hacía inevitable la visión de la muerte. La Tencha buscó a su chofer y huyó de la locura. Encontró refugio con Felipe Herrera, amigo de toda la vida.

Cuenta la Moy:

“Felipe Herrera vivía a unas quince cuadras, pero yo no tenía manera de acompañar a la Tencha. El toque de queda nos aislaba. Después de las cuatro de la tarde el terror vaciaba las calles. Los soldados tiraban a matar.
“Ya tarde me llamó la Tencha, dramáticamente serena. Hablaba sin sobresaltos, apenas disminuida la voz. Al día siguiente viajaría a Valparaíso para sepultar al presidente. Los generales habían decidido por ella. El funeral sería breve, sin manifestaciones políticas. Así se le había advertido. Inhumaría a un hombre de infeliz memoria para la nación. Sólo eso.

“Temprano, el miércoles nos comunicamos de nuevo. La Tencha preguntaba por Isabel y la Tati, pero nadie sabía de sus hijas. Tampoco de Laura Allende, la hermana de Salvador, advertida por el cáncer de su fin cercano. Le propuse a la viuda, mi hermana de todos los días, acompañarla a Valparaíso, pero me dijo que no. ‘Mira, tú con tus amigos militares tienes que encontrar la manera de entrar a Tomás Moro. Estoy con lo puesto, sin una muda’.

“Necesitaba su ropa, sus medicinas, débil de salud desde niña. Quería la pulsera de oro con las medallas conmemorativas que su marido le había ido regalando: ministro, senador, diputado, presidente. También me pidió los ciento cincuenta dólares que guardaba en el secreter de su pieza de vestir y su bolsa, abandonada.

“Comprendí su comentario amargo: ‘Tus amigos militares’. José había sido dos años y medio ministro de la Defensa. Los conocíamos, los habíamos tratado”.

Sigue la Moy:

“El mismo miércoles hablé con el general Nicanor Díaz Estrada, jefe del Estado Mayor de la Defensa. No habría problemas. La visita sería inmediata, no faltaba más. A su certeza siguió un tiempo perdido. El jueves me informó Díaz Estrada que ya había localizado al general Oscar Bonilla, ministro del Interior. Pasó otro día. El viernes, todo resuelto, hombres del ministerio pasarían a mi casa.

“En tres automóviles viejos llegaron los militares. Vestían para la guerra: las botas cafés a media pierna y las suelas con estoperoles sonoros. También me llamaron la atención los uniformes, diseñados para el combate en la jungla: sobre un fondo color lodo, combinaban los verdes con los amarillos, los ocres y los cafés. Pasadas las cuatro de la tarde, desierta la ciudad, en unos minutos llegamos a Tomás Moro.

“–Señora –me dijo un oficial, custodio de la casa–, yo a usted no la puedo dejar pasar.

“–Lo siento. Vengo con una orden escrita del general Díaz Estrada y usted me va a dejar pasar.

“–Así será, pero usted no entra.

“Intervino uno de los hombres de Díaz Estrada:

“–La señora entra.

“–La señora no debe entrar.

“–Órdenes son órdenes.

“–Le digo que la señora no debe entrar.

“–¡Abra la puerta!

“De los rosales en flor que flanqueaban el camino de herradura que conducía a la entrada y salida de la residencia, no quedaban ni vestigios. Vi basura por todos lados, arbustos desencajados, raíces al descubierto, ramas secas con hojas verdes, montículos, agujeros. Sentí un hedor.

“En el acceso a la residencia, hermosas piezas de talavera habían terminado en añicos. Una colección de barros precolombinos, los guacos, también habían perecido. Salvador los mostraba con orgullo, ‘vivo el ritmo musical en las manos sedosas de los artistas’, como le oí decir alguna vez.

“Sobre la mesa del comedor se encontraba la bolsa de piel de cocodrilo que tanto me había encargado la Tencha, regalo de la esposa del presidente de Argentina, general Alejandro Lanusse. Tomé la bolsa. La supe vacía.
“De un cuadro de Roberto Matta, por ahí tirado, más o menos de uno veinte por noventa centímetros, poco quedaba, rasgado el lienzo. Admiraba la obra y la conocía bien. Bajo un fondo negro se adivinaban las formas borrosas de unos tanques. Puntos rojos, allá lejos, despertaban en mí sentimientos contradictorios.

“Por la escalera rumbo a las habitaciones de la Tencha habían rodado brazos, piernas, bustos y máscaras de armaduras antiguas, de tamaño natural. Ascendía a trancos. Algunos peldaños de la escalera habían sido arrancados de cuajo.

“La esposa del presidente tenía para sí dos recámaras, un baño y un cuarto de vestir. Entré al cuarto. Del secreter habían quebrado las patas y destruido las gavetas. El guardarropa mostraba la inutilidad de los ganchos desnudos. Algunas prendas se habían librado del saqueo. Para nada. Sobre la alfombra no había una falda que combinara con una blusa ni dos zapatos iguales. De las valijas que recorrieron buena parte del mundo en manos de la Tencha, no existía ni huella. Busqué las medicinas. Había frascos sin tapa, pastillas en el suelo, ampolletas quebradas. De la recámara principal me queda el organismo descompuesto, la náusea.

“Una bomba había abierto un boquete en el techo, atravesado la cama y explotado en el salón principal de la planta baja”

Prosigue la Moy:

“En la Navidad de 1972, a menos de un año del golpe, el Grupo de Amigos Personales (GAP) hizo a Salvador Allende un regalo deslumbrante: jugador empedernido, habían hecho llegar a su casa un ajedrez gigantesco. Las piezas de madera, proporcionadas a un hombre de unos ochenta centímetros de estatura, habían sido talladas con paciencia y arte: los caballos eran caballos, los alfiles, alfiles, y la reina y el rey, monarcas. De las figuras seleccionadas por Allende para mostrarlas y presumirlas, no quedaron la almena de una torre ni el cuello corto y estilizado de un peón.
“Por la biblioteca, el espacio íntimo de la residencia, caminé entre libros destrozados y las páginas arrancadas a miles de volúmenes. Pisaba mullido como en un bosque en otoño. Del salón contiguo habían desaparecido las fotografías de Salvador, la Tencha, Isabel, la Tati, los amigos, los amores de la familia. Lisas las paredes, mostraban los manchones del tiempo.

“No hallé rastro de las colecciones de marfil, las lacas y las flores duras, obsequio de los gobiernos de China, la Unión Soviética y Corea. Busqué el Cristo con incrustaciones de nácar que la madre de Salvador había heredado a su hijo. Lo encontré en un sitio alto, fuera de su lugar los dos años y medio de Allende en el poder. Respondí al impulso de llevármelo para la Tencha. ‘Señora, por favor’, fue la respuesta burlona del oficial que me seguía y miraba.

“Continué por un pasillo y llegué a la habitación del presidente. Sobre la cama, suelto el cinturón, semidesnudo, puestas las botas de guerra con sus puntas de acero, babeante, un soldado roncaba su cruda. Al lado, a medio llenar, se le había ido de las manos una botella de Chivas Regal”.

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Bajo el toque de queda, Salvador Allende fue sepultado el 12 de septiembre de 1973 en el cementerio del barrio de Santa Inés, ciento cuarenta kilómetros al norte de Santiago. Custodiado el féretro por soldados, no se permitió a la viuda levantar la tapa del ataúd y contemplar con ojos inéditos al presidente rígido. Un oficial detuvo su mano. “Después”, le dijo.

La Junta Militar negó a Carmen Paz, a Isabel y a Beatriz el salvoconducto para que pudieran acompañar a su madre esa mañana atroz. Junto a Hortensia Bussi estuvieron su cuñada, la ex diputada Laura Allende, el comandante Sánchez, edecán del presidente, y dos sobrinos políticos. Laura Allende moriría poco después en La Habana. Avanzado el cáncer, Pinochet denegó la asistencia médica que ella solicitaba y que por ese tiempo la mantenía en pie.

“Temprano el 12 de septiembre [recuerda la Tencha], fui notificada de que debía acudir al Hospital Militar, donde pensé que encontraría a Salvador herido de gravedad. Hasta ese momento no sabía de su muerte, pero al llegar al hospital recibí la orden de presentarme’ en el aeropuerto

Los Cerrillos. Dentro de un avión Catalina, en el que viajaría, estaba el féretro, cerrado. “El entierro fue secreto, vigilada por los militares como criminal. Sobre la tierra removida apenas pude dejar unas flores”.

Veinte años después de su ascensión a la presidencia y a diecisiete años menos una semana de su muerte, los restos de Salvador Allende serían exhumados de Santa Inés e inhumados en el Cementerio General de Santiago. Así lo habían decidido Hortensia Bussi y sus hijas. No había motivo para someterse a la paranoia de Pinochet, enfrentado a un adversario que no acababa de matar. En el cementerio remoto el dictador mantenía sin identificación el sitio donde se encontraba el cadáver aborrecido.

A través del ministro del Interior, Enrique Krauss (el presidente Patricio), Aylwin se apresuró a restar importancia a la ceremonia que preparaba la señora Allende, enlazadas la memoria y la continuidad de la vida. Dijo el vocero presidencial: “Se trata de un funeral sugerido por la familia, respecto del cual el gobierno otorga patrocinio oficial, pero no un funeral de Estado”.

Pinochet se había anticipado a Aylwin y Krauss: el acto cívico era, en rigor, un acto de provocación. Las fuerzas armadas no rendirían homenaje al ex presidente.

Hortensia Bussi fue escueta: “Nos sentirnos muy bien interpretados con el homenaje popular”. No reclamaba honores ni quería “causar molestias”.

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Llegué a Santiago la mañana del 5 de marzo (de 2005) y en la tarde del mismo día me recibió la Tencha, la viuda del presidente Salvador Allende. Bajita, los muchos años sobre la espalda, se sostiene con un bastón delgado en la mano derecha; a su izquierda la auxilia una señora de uniforme azul.

“Tengo un bisnieto, Fernando Rojas. Cumplió cuatro años y ya conversamos. Es un niño muy alegre”, me cuenta.
Los ojos verdes de Hortensia Bussi despiden luz y la frente despejada se lleva bien con el rostro delgado. Sembrado de pecas, me llaman la atención tres o cuatro lunares grandes. De fuerte raíz, el cabello blanco le cubre la cabeza con holgura. Su vestido de ese día es color crema y los mocasines de un café desvanecido parecen nuevos. “No crea, tienen muchos años, como yo”.

Dice su voz lejana:

“Murió Gladys Marín, la diputada, usted sabe. Fui al Congreso, unos minutos. Éramos miles para despedirla. Yo no soy comunista, pero la admiro. Tan luchadora, tan fuerte, tan leal a sus principios. Decía que no hay razón para que los Estados Unidos impongan su ley al mundo. Así pensaba Salvador”.

Se distrae apenas al señalarme un cuadro de José Chávez Morado, en el centro de la pared principal del pequeño departamento que habita en el número 91 de la Avenida del Bosque 154. “Es Guanajuato. Su madre fue de ahí, usted me ha dicho. ¿Lo recuerda?” En un muro secundario aparece la señora pintada por los trazos de hierro de Guayasamín.

“Pienso seguido en Cuba, en su pueblo tan alegre, tan bueno. ¿Qué le pasa a Fidel? ¿Son los años?, ¿es el poder? No me gusta”.

Doña Tencha se incorpora de su asiento con alguna dificultad. Despacio, llegamos a la puerta de su recámara, ella con su bastón en la diestra y yo a su izquierda. Rumbo a la salida del departamento, camino solo
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