La vida de los obreros es universal; rompe con el espacio y el tiempo, afirma el cinerrealizador
TANIA MOLINA RAMIREZ
Los hombres que construyen el mundo suelen pasar inadvertidos. ¿Quiénes son? ¿Cuáles son sus sueños?, ¿sus pasiones? ¿Cómo sería la vida de quienes hicieron la muralla china, el Palacio de Bellas Artes?
La película En el hoyo ofrece conocer a los obreros de la construcción, del siglo XXI, desde dentro, desde el hoyo.
Se trata de quienes trabajaron en el puente más largo en la historia de la ciudad, conocido por todos como el segundo piso del Periférico de la ciudad de México.
Cuando el director Juan Carlos Rulfo se asomó a la vida de estos obreros, su búsqueda primordial era retratar el lenguaje de la ciudad. Pero, "¿cómo empiezas?, ¿por dónde lo agarras para que no suene al clásico cliché?, sin que caigas en el clásico albur", cuenta, en entrevista con La Jornada, a unos días del estreno comercial.
Rulfo optó por dejar que los trabajadores hablaran de todo (la vida, la muerte, las mujeres, Dios y, sobre todo, el amor), "pero no en términos de información, sino de narración de la vida cotidiana. No te están diciendo, mira cómo trabajamos. No. Eso lo ves. Ahí está".
El resultado es un fascinante tejido de sabiduría y albur: "Me dedico a todo menos a nada"; "la vida es muy buena, hay que saberla aprovechar: si llueve que llueva, cuando haya sol, que haga calor"; "el trabajo nunca se va a acabar, el que se acaba es uno".
Un tema fundamental que cruza toda la cinta es el de las almas, que pide toda gran obra. "Son algo así como el abono".
Las conversaciones se entrelazan con el ir y venir de estos alpinistas que escalan por las columnas; equilibristas que caminan sobre una viga a metros de altura.
El peligro siempre presente y siempre desafiado: "Nos ponemos el casco si vienen los inspectores", comentó el obrero Vicencio Martínez Vázquez, tras la función de prestreno el pasado martes. La lógica, sin embargo, es abrumadora: "¿Qué si no nos da miedo? Más miedo nos da no tener qué tragar el sábado", dice, en la cinta, José Guadalupe Calzada Placencia El Grandote.
Los trabajadores hacen referencia de vez en vez a su chamba, pero el tema no es la denuncia: "Gano 3 mil 500. Pero no me alcanza porque tengo tres viejas, y quiero ver si me acepta la hermana de este güey"; "a todo se acostumbra uno menos a trabajar; nadie dice que a las dos, tres de la mañana se quiere levantar a trabajar".
Juan Carlos Rulfo (ciudad de México, 1964), también director de Del olvido al no me acuerdo (1999), no quería caer en el lugar común del obrero explotado. "Ellos son los que pagan todo. Siempre los obreros, los mineros, los trabajadores tienen ese destino, todos lo saben, pero de lo que no se sabe nada es de su vida."
Si se queda uno en ese lugar común, "destapas el hoyo y sacas toda la caca, ¿para qué? Mejor vas al fondo del hoyo y ves la vida".
Tampoco quería meterse en la grilla temporal: que si Andrés Manuel López Obrador, que si Carlos Ahumada...
Le parecía más interesante ver más allá. "La vida de los obreros es universal; rompe con el espacio y el tiempo. Puedes ver esta película cuando quieras y va a seguir siendo actual."
Uno tarda algunos segundos en reconocer dónde se está. Podría ser el interior de un ser vivo; quizá se está en la cabeza de un enorme elefante y se mira hacia dentro de su larga y profunda trompa.
Las magníficas columnas -de fondo, el cielo despejado- semejan monumentales cruces.
Cae la lluvia. Las paredes de la excavación comienzan a desgajarse, como si se acercara el fin del mundo...
Asomo al misterio
A través de la peculiar mirada de Rulfo se asoma el misterio que elude la mirada distraída de quien ha visto, de paso, presuroso, esas mismas escenas cotidianas, tantas y tantas veces.
Rulfo se detiene. No tiene prisa. No le interesa la nota fácil. Quiere quitar capa tras capa. Meterse en el hoyo y desde ahí ver la vida.
El realizador piensa en la eternidad, no de su obra, sino de la gente y sus historias.
Su padre, uno de los más grandes escritores mexicano, Juan Rulfo, le heredó la capacidad de contemplar: "Saber esperar para poder entender. Para mí toda su obra tiene que ver con tiempo y espera", dijo en una ocasión el director.
Contemplar "es el residuo de las cosas después de haberlas vivido".
TANIA MOLINA RAMIREZ
Los hombres que construyen el mundo suelen pasar inadvertidos. ¿Quiénes son? ¿Cuáles son sus sueños?, ¿sus pasiones? ¿Cómo sería la vida de quienes hicieron la muralla china, el Palacio de Bellas Artes?
La película En el hoyo ofrece conocer a los obreros de la construcción, del siglo XXI, desde dentro, desde el hoyo.
Se trata de quienes trabajaron en el puente más largo en la historia de la ciudad, conocido por todos como el segundo piso del Periférico de la ciudad de México.
Cuando el director Juan Carlos Rulfo se asomó a la vida de estos obreros, su búsqueda primordial era retratar el lenguaje de la ciudad. Pero, "¿cómo empiezas?, ¿por dónde lo agarras para que no suene al clásico cliché?, sin que caigas en el clásico albur", cuenta, en entrevista con La Jornada, a unos días del estreno comercial.
Rulfo optó por dejar que los trabajadores hablaran de todo (la vida, la muerte, las mujeres, Dios y, sobre todo, el amor), "pero no en términos de información, sino de narración de la vida cotidiana. No te están diciendo, mira cómo trabajamos. No. Eso lo ves. Ahí está".
El resultado es un fascinante tejido de sabiduría y albur: "Me dedico a todo menos a nada"; "la vida es muy buena, hay que saberla aprovechar: si llueve que llueva, cuando haya sol, que haga calor"; "el trabajo nunca se va a acabar, el que se acaba es uno".
Un tema fundamental que cruza toda la cinta es el de las almas, que pide toda gran obra. "Son algo así como el abono".
Las conversaciones se entrelazan con el ir y venir de estos alpinistas que escalan por las columnas; equilibristas que caminan sobre una viga a metros de altura.
El peligro siempre presente y siempre desafiado: "Nos ponemos el casco si vienen los inspectores", comentó el obrero Vicencio Martínez Vázquez, tras la función de prestreno el pasado martes. La lógica, sin embargo, es abrumadora: "¿Qué si no nos da miedo? Más miedo nos da no tener qué tragar el sábado", dice, en la cinta, José Guadalupe Calzada Placencia El Grandote.
Los trabajadores hacen referencia de vez en vez a su chamba, pero el tema no es la denuncia: "Gano 3 mil 500. Pero no me alcanza porque tengo tres viejas, y quiero ver si me acepta la hermana de este güey"; "a todo se acostumbra uno menos a trabajar; nadie dice que a las dos, tres de la mañana se quiere levantar a trabajar".
Juan Carlos Rulfo (ciudad de México, 1964), también director de Del olvido al no me acuerdo (1999), no quería caer en el lugar común del obrero explotado. "Ellos son los que pagan todo. Siempre los obreros, los mineros, los trabajadores tienen ese destino, todos lo saben, pero de lo que no se sabe nada es de su vida."
Si se queda uno en ese lugar común, "destapas el hoyo y sacas toda la caca, ¿para qué? Mejor vas al fondo del hoyo y ves la vida".
Tampoco quería meterse en la grilla temporal: que si Andrés Manuel López Obrador, que si Carlos Ahumada...
Le parecía más interesante ver más allá. "La vida de los obreros es universal; rompe con el espacio y el tiempo. Puedes ver esta película cuando quieras y va a seguir siendo actual."
Uno tarda algunos segundos en reconocer dónde se está. Podría ser el interior de un ser vivo; quizá se está en la cabeza de un enorme elefante y se mira hacia dentro de su larga y profunda trompa.
Las magníficas columnas -de fondo, el cielo despejado- semejan monumentales cruces.
Cae la lluvia. Las paredes de la excavación comienzan a desgajarse, como si se acercara el fin del mundo...
Asomo al misterio
A través de la peculiar mirada de Rulfo se asoma el misterio que elude la mirada distraída de quien ha visto, de paso, presuroso, esas mismas escenas cotidianas, tantas y tantas veces.
Rulfo se detiene. No tiene prisa. No le interesa la nota fácil. Quiere quitar capa tras capa. Meterse en el hoyo y desde ahí ver la vida.
El realizador piensa en la eternidad, no de su obra, sino de la gente y sus historias.
Su padre, uno de los más grandes escritores mexicano, Juan Rulfo, le heredó la capacidad de contemplar: "Saber esperar para poder entender. Para mí toda su obra tiene que ver con tiempo y espera", dijo en una ocasión el director.
Contemplar "es el residuo de las cosas después de haberlas vivido".
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