domingo, septiembre 17, 2006

Revolucion de conciencias

Enrique Semo

Ya la hicieron. Las tres familias lograron imponer a su candidato. La familia del gran dinero que domina la economía y los medios, la familia de los tecnócratas que nos han socorrido con un cuarto de siglo de neoliberalismo salvaje, y la mafia de políticos profesionales dedicados a manipular a las "masas" tienen ya a su presidente. Para ellos, una firme garantía de seguir por el camino ya trazado. Para el pueblo, seis años más de lo mismo: una subida sin fin por una vereda escarpada que ha dejado ya muchos cadáveres en la vera.

¿Pero a qué costo? Los procesos y las instituciones electorales han sido corrompidos, manipulados y humillados a tal punto que su legitimidad está seriamente comprometida. El presidente que muchos eligieron hace seis años, porque prometió el cambio democrático, metió las manos en el proceso electoral con una brutalidad y un desenfado que recuerdan tiempos pasados. Muchos medios se prostituyeron a tal grado que su credibilidad política se ha hundido en un hoyo negro del cual tardarán en salir. Los confabulados del capitalismo de los compadres -como lo llamó el premio Nobel Gary Becker- se descararon impúdicamente. El dictamen final del TEPJF reconoce que todo eso es cierto, pero "no influyó decisivamente en el resultado" (una mayoría de apenas 0.58%).

El principio del poder fáctico se impuso una vez más al principio del estado republicano de derecho. Antes que perder la Presidencia, prefirieron cortar de tajo el proceso de transición democrática que estaba adquiriendo fuerza y velocidad. El paso adelante que se dio en las elecciones del año 2000 ha sido anulado por los dos pasos atrás en 2006.

La esencia del autoritarismo mexicano, su forma peculiar -con el breve intermezzo de la Reforma-, ha sido, desde la Constitución de 1824, la imposición descarada de la voluntad de los poderes fácticos a las leyes y las instituciones representativas vigentes. Poder real autoritario, poder formal republicano. Los caudillos militares que ejercían el poder mientras los civiles se afanaban inútilmente en elegir congresos y elaborar constituciones. Santa Anna, su alteza serenísima, 11 veces presidente. (1824-1853): 32 años.

La dictablanda de Porfirio Díaz que en momentos críticos se resolvía en la orden: ¡Mátalos en caliente! Pero eso sí, el general oaxaqueño nunca repudió la Constitución de 1857 ni interrumpió la sucesión cronométrica de las elecciones a todos los niveles: 34 años. La dictadura perfecta del PRI (como la llamó el non grato Vargas Llosa). Un partido que siempre tuvo en la boca la Constitución de 1917 y el ¡Sufragio efectivo. No reelección! (1928-2000): 72 años. Total: casi 140 años de caudillos militares con uniformes estrafalarios, un dictador de frac y sombrero de copa, un partido de Estado solitario con traje charro y cananas revolucionarias. Todos, ejerciendo un metapoder que pisotea las constituciones, los procesos democráticos, las instituciones y las leyes de la República y la democracia, hasta que la contradicción se hace tan evidente, ofensiva e insoportable que la burbuja revienta y hay que montar un nuevo tinglado. Los viejos poderes fácticos desaparecen y son sustituidos por nuevos, operación quirúrgica que puede ser bastante dolorosa. Pero el autoritarismo simulador se reconstituye rápidamente, cambiando sólo las máscaras, los símbolos y los lemas.

No debe, por lo tanto, sorprendernos que la gran mayoría de los mexicanos desconfíe intuitivamente de las leyes y las instituciones. Es una sospecha heredada, inhalada de la cultura que nos precede y en la cual crecemos. Y ante ese eterno retorno, la reacción popular es, inevitablemente, extraparlamentaria: la manifestación callejera, la resistencia civil pacífica, el motín, la rebelión, la guerrilla y, en última instancia, la revolución. El círculo vicioso del autoritarismo y la rebelión. El contrapunteo fatídico de la violencia a la ley desde arriba que provoca la violencia justiciera desde abajo.

Gobernar autoritariamente, concentrando el poder en un hombre, un solo órgano o una oligarquía en el marco institucional de una República democrática, sólo es posible corrompiendo las instituciones, a sus funcionarios y sus prácticas. Pero, sobre todo, la cultura popular, hasta que ésta acepte esa corrupción de las instituciones y las leyes como un hecho natural e irremediable, como un destino insondable contra el cual no tiene sentido luchar. Se cuenta que cuando los zapatistas llegaron a la Ciudad de México, el hermano de Emiliano propuso que quemaran la silla presidencial, porque todo aquél que se sentaba en ella se corrompía. La verdad es que las élites dominantes y gobernantes mexicanas nunca han creído en la democracia como un fin ni en el funcionario virtuoso como un valor defendible. Ni siquiera en el sentido winstoniano de "un sistema malo, pero el mejor que conocemos". Desconocen la figura empresarial y democrática, a la vez, de Benjamín Franklin. Y no han comprendido el liberalismo político de John Stuart Mill, firme defensor de la propiedad privada. Por eso en el último cuarto de siglo se afanan sin reposo en reivindicar las figuras de Iturbide, Maximiliano y Porfirio Díaz, y en empujar a Juárez fuera de la historia. Por eso el gobernador de Veracruz ha prometido mandarle una estatua de Santa Anna a un entusiasta alcalde colombiano en cuya ciudad vivió y dejó huella el pintoresco dictador mexicano.

El meollo de la transición democrática en México, lo que constituye su sello particular, es el mandato de reducir la distancia entre poder real y poder formal. Derrotar la tendencia irresistible y suicida de los poderes fácticos que una, otra y mil veces se aplican a obstruir los procesos, las instituciones y las leyes a través de las cuales la voluntad ciudadana fluye de abajo hacia arriba, del pueblo al Estado, corrompiendo las instituciones construidas con ese propósito.

El año 2000, la nación concibió una esperanza. Vicente Fox entró a la Presidencia por la puerta grande de un triunfo electoral que nadie disputó. El PAN, partido de las derechas mexicanas, tenía, sin duda alguna, un pasado democrático. Muchos años estuvo en la oposición sistémica, un espacio poco propicio para el ejercicio de la corrupción. Durante décadas luchó por el respeto al voto y las leyes. Más de una vez recurrió a la resistencia civil para frenar el fraude y la corrupción. De partida se podía estar en desacuerdo en muchas cosas con ellos, pero no desconocer su pasado democrático. Ahora éste, como por arte de magia, se esfumó. Vicente Fox quiso instaurar la pareja presidencial, como la pareja real, que es una institución de rancio abolengo monárquico. Se prestó a las corruptelas de los Bribiesca y acabó comprometiendo la institución presidencial en una elección de Estado descarada que se llevó entre las patas al IFE y al TEPJF con sus innumerables candados. Instituciones, extremadamente caras, que no están mal concebidas. Una observadora internacional, funcionaria importante del sistema electoral australiano, confesó su admiración por la sofisticación y la modernidad del IFE.

Todos hablan hoy de la necesidad de cambiar las instituciones, adaptarlas a las nuevas condiciones del país. Naturalmente esos cambios serían confiados a la obra de los expertos juristas, a los politólogos distinguidos, a los teóricos del Estado. ¿Pero es ésta la tarea prioritaria que tenemos frente a nosotros? ¿Romperemos con ello el maleficio del ciclo infernal del acto autoritario y la rebelión popular que nos persigue desde el primer día de nuestra Independencia? ¿Será suficiente para entrar decididamente en la era de una democracia capaz de plantear y resolver las contradicciones existentes en la sociedad por las vías legales propias de ese sistema?

AMLO tiene otra propuesta que ha sido interpelada y criticada por muchos. ¡Al diablo con sus instituciones!, ha dicho; ¡hay que purificar la política!, ¡necesitamos una revolución en la conciencia!, repite una y otra vez. Los pronunciamientos le han valido las acusaciones de populista, mesiánico, predicador religioso y otras más. Definitivamente, no pertenecen al léxico de la politología funcionalista ni a la teoría de las transiciones de Huntington. Después de cinco años de colaboración cotidiana, intento una lectura más racional y programática, porque sé que no son palabras al viento. Estoy seguro de que, aparte de quienes están dedicados a denostarlo, hay otros que desean comprenderlo. AMLO es un hombre visionario, dotado de una rara inteligencia intuitiva, pero no es un hombre elocuente. Por eso, para entenderlo, frecuentemente hay que buscar los sentidos ocultos de pronunciamientos que a primera vista parecen crípticos.

¡Al diablo con sus instituciones! Lo que Fox, el PAN y el gran dinero han hecho, es corromper las instituciones existentes, invalidándolas. La Presidencia, el IFE, el TEPJF, las leyes electorales yacen en el suelo, inertes, inservibles, no porque sean malas, sino porque, como se ha hecho tantas veces en el pasado, los intereses de los poderes fácticos se han impuesto de un taconazo a los órganos republicanos, a la vista de todos. Primero los poderes fácticos deben asumir los principios democráticos y luego hablamos de reformar las instituciones. Nunca ha dicho: ¡Al diablo con las instituciones! El énfasis es en el sus. Al contrario, afirma que el pueblo creará otras instituciones. Evocando a Morelos, recuerda que el soberano es precisamente el pueblo, no una familia o un grupo, y que, por lo tanto, es él quien en última instancia juzga, valida o cambia esas instituciones. La revolución de la conciencia va en el mismo sentido. Si quienes gobiernan y dominan no asumen el compromiso democrático, y los gobernados no desechan su actitud fatalista hacia la corrupción, poco se puede hacer para reformar a fondo la realidad política. l

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