Miguel Ángel Granados Chapa
Reforma
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El narcotráfico se apodera del estado de Michoacán, nadie se salva. Varios jefes de la policía y muchos civiles han muerto en manos los sicarios. El consumo de drogas también ha ido en aumento. La sociedad merece una respuesta
Al mediodía del sábado, mientras se prepara esta columna, está en curso cerca de Morelia una grave crisis carcelaria: cuatro reclusos retuvieron el viernes a 15 personas a cambio de cuya liberación reclaman dinero y un vehículo para salir del penal. Aunque el número de los rehenes se redujo a ocho en la mañana sabatina, el riesgo de un desenlace trágico es enorme, pues miembros de la Agencia Federal de Investigación y de la Policía Federal Preventiva se aprestan a rescatar a las víctimas, incluso con francotiradores que se hallan a bordo de un helicóptero que sobrevuela el Centro de Readaptación Social (Cereso) que lleva el nombre del ex gobernador David Franco Rodríguez y que es conocido como Mil Cumbres.Los reos escucharon anteayer allí las sentencias que los condenaron a 40 años de cárcel por el delito de secuestro, y acto seguido amagaron con armas que llevaban ocultas a los presentes en la audiencia, y plantearon sus exigencias. No es extraño que estuvieran armados, pues el desorden en el penal produjo apenas el domingo pasado la renuncia de su directora, María Monserrat Figueroa, al cabo de una semana intensa: el 6 de noviembre fue asesinado un reo al que le asestaron 14 balazos, y dos días después fueron detenidos dos custodios y un interno acusados de ese homicidio. Una inspección al penal, el sábado 11, encontró cinco kilos de droga, 60 "puntas" (armas punzocortantes hechas a mano) y una pistola. Pero no fueron halladas las que a estas horas permiten a los secuestradores amenazar la vida de ocho defensores de oficio que, como todos los meses, acudieron al Cereso a informar a sus defensos el estado de sus juicios.(Ya una vez, hace poco más de tres años, tuvo éxito una fuga en ese mismo penal: dos sicarios, uno de ellos conocido como El rambo, por la violencia con que cometía sus ejecuciones, fueron rescatados por un comando armado, mientras rendían su declaración en los mismos juzgados donde ahora están en riesgo muchas vidas humanas. En aquel entonces, los fugados recibieron armas y un soplete con el que rompieron la rejilla de prácticas, tras de lo cual pudieron huir).El intento de fuga en Morelia es la segunda escandalosa noticia delincuencial que esta semana provino de Michoacán: el lunes 13, un agente del ministerio público local, un comandante de la policía ministerial y 4 de sus subordinados fueron atacados con ferocidad por una brigada de alrededor de 40 sujetos que los destrozaron con cinco disparos de bazuca y más de 600 balazos. Los agentes de la autoridad viajaban en el límite de los municipios de Aguililla y Coalcomán cuando oyeron disparos y acudieron al lugar de su origen. Allí fueron atacados por una verdadera tropa de asalto formada por individuos uniformados y provistos de bazucas, rifles AR-15, AK-47 y HK.Aunque las cifras son imprecisas, esas muertes se sumaron a casi medio millar de víctimas de la delincuencia organizada caídas en Michoacán. Las autoridades reconocen al menos 350 muertos, pero hay quien cuenta ya 482. No sólo el número es abrumador, sino también las características de algunos de esos crímenes, el desenfado de sus autores. Ha habido este año en Michoacán 17 decapitaciones. De cinco de ellas se supo por la espectacularidad macabra con que fueron anunciadas: las cabezas de otras tantas víctimas fueron arrojadas a la pista de baile de un tugurio en Uruapan el 6 de septiembre por individuos armados que se retiraron con tranquilidad, no sin antes acompañar su tétrica remisión con un mensaje casi pedagógico: "La familia no mata por paga. No mata mujeres, no mata inocentes. Sólo muere quien debe morir. Sépanlo toda la gente, esta es justicia divina".Luego se supo que las víctimas eran muchachos dedicados a oficios varios, adictos al crystal, una droga cuyo consumo crece por su baratura; pero como de todos modos hay que pagarla, los consumidores se convierten en vendedores y así crecen las redes de distribución. Para que la eficacia del mercado no se altere, quienes dejan de pagar sus compras son severamente castigados. No sólo con la muerte, sino también con el degüello.Hace mucho que en Michoacán se ha producido violencia asociada con el narcotráfico, pero en el último lustro sus tasas se incrementaron exponencialmente. Para dar idea de la antigüedad del fenómeno, recuérdese que los cadáveres del agente federal estadounidense Enrique Camarena y su piloto Alfredo Zavala, asesinados en 1985, fueron llevados a enterrar cerca del rancho El Mareño, en el municipio de La Angostura, tal vez porque los sicarios que los ultimaron se sentían tranquilos en esa zona. En aquel entonces, hace más de veinte años, el narcotráfico michoacano era elemental: se cultivaba mariguana y amapola, pero en pequeña escala, y sus productores la entregaban a traficantes, según quien pagara mejor.Pero en los últimos años Michoacán adquirió relieve en el mercado de las drogas. Su extensa costa permite desembarcos encubiertos, y sus comunicaciones hacia el centro, el occidente y el norte lo hacen un magnífico punto de partida para las rutas que llevan a los centros de consumo. Las bandas más importantes, por lo tanto, pusieron su atención en la comarca, no sólo para dominar la distribución sino también para hacer pagar a los productores independientes el derecho a realizar su trabajo. Según los diagnósticos oficiales, actualmente libran sus batallas en suelo michoacano el cártel del Golfo, prosperó no obstante que su jefe Osiel Cárdenas está preso en La Palma, contra el cártel de Sinaloa, que cuenta con el apoyo de Los Valencia, una banda de alcance local, que ha mejorado su movilidad desde el arresto en octubre de 2004 de Carlos Rosales, jefe de un grupo rival.Una proeza de este último había mostrado ya en aquel año la capacidad de organización de las bandas delincuenciales. La cadena de acontecimientos que lo muestra se inició con el asesinato, el 12 de noviembre de 2003, de Álvaro Álvarez Ramírez, un empresario de Tierra Caliente que había liquidado su capital (el motel Río Grande, cuatro gasolinerías y varios inmuebles) y se trasladó a Morelia. Quizá su fortuna llamó la atención de la AFI que lo detuvo en octubre de aquel año, pero luego lo dejó en libertad sin cargos. Su casi inmediata muerte era investigada por agentes ministeriales, uno de los cuales fue a su vez asesinado, y detenidos los cinco sicarios que lo mataron. Recluidos en el penal de Apatzingán, una mañana los liberó un comando armado, de unos cuarenta integrantes, vestidos con uniformes y armados como si pertenecieran a corporaciones oficiales. Quince reos más aprovecharon la ocasión para huir.Unos treinta jefes y agentes de policía cuentan entre los centenares de víctimas de la violencia delincuencial. El más notorio de ellos fue Rogelio Zarazúa, director de Seguridad Pública, el 16 de septiembre del año pasado. Comía con su familia (su esposa Guadalupe Sánchez es ahora subsecretaria de Gobierno) en un restaurante, celebrando su día onomástico, y allí fue ultimado, como también fue muerto uno de sus guardias de escolta. No se ha podido dilucidar quiénes fueron los asesinos, porque, como sucede en todo el país, la impunidad derivada de la ineficacia ministerial y judicial premia a los homicidas. En los cuatro años y medio del gobierno de Lázaro Cárdenas Batel, ha habido tres procuradores. Dos de ellos, Lucila Arteaga Garibay y Miguel Ángel Arellano Pulido, renunciaron para seguir una carrera política: ella es diputada local y él ocupa una curul federal. Juan Antonio Magaña, el actual titular de la procuraduría, con ya un año en el cargo, apenas está mostrando sus capacidades.Uno de los obstáculos para la eficacia ministerial es la corrupción policiaca. En julio apenas, miembros de la Procuraduría General de la República aprendieron en Apatzingán a decenas de agentes municipales acusados de estar al servicio de la delincuencia. El acto más reciente en tal sentido, que produjo la irrupción federal, fue la puesta en libertad de un narcotraficante herido en una refriega entre grupos rivales. En Lázaro Cárdenas, fue depuesto el jueves pasado su alcalde, sometido en las semanas previas a arraigo por la PGR, cuyos agentes lo conducían todas las noches al cuartel del 44 Batallón de Infantería, donde quedaba, digamos que alojado.
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CUAUHTEMOC CARDENAS
En cierta ocasión tuve la oportunidad de conocer a un paisano que, entre plática y plática me comentó que tiempo atrás, antes de dedicarse al negocio de la soldadura —ahora carena barcos en los diques de la región—, había sido zardo en su juventud.
Me dijo que por cosas del destino y siendo su padre amigo personal de un prominente político, éste lo sacó de repente de la milicia para insertarlo en el grupo que servía entonces como guardia presidencial en los tiempos de la transición del poder entre De la Madrid y Carlos Salinas.
Por supuesto que no me sorprendió en absoluto cuando le escuché decir que ahora, el tan sólo pronunciar el nombre de Salinas le producía un cierto escozor en el pescuezo, pero reconoció que en su tiempo, “el chaparrito mondo” tuvo un poder súper encabronado en nuestro país. Y he aquí que de repente, entre parrafada y cháchara, se le salió decirme algo que en verdad me cimbró.
Me dijo en voz baja, que en determinada fecha del año 1988, justo en los aciagos tiempos electorales y en cierto lugar (no mencionó el sitio naturalmente) de la ciudad de México, él fue testigo de un encuentro discretísimo entre las íntimas huestes de Cuauhtémoc Cárdenas y las de Carlos Salinas. Ellos, como cohorte personal de un Salinas ya “electo”, recibieron ordenes de acordonar la cuadra donde éstos dos individuos se entrevistaron, y desde luego, nada pudieron saber de lo que acordaron en secreto. Pero lo que sí pudo mirar —así sin más—, fue cuando Cárdenas salió del edificio cargado con maletas de dinero —él dixit—, las que metió rápidamente a uno de los vehículos para perderse después entre el tráfico.
Esto que digo no tendría nada que ver con inocencia o sospecha, con candor o suspicacia, con ingenuidad o recelo a no ser por la noticia que se publicó apenas ayer en “todos los periódicos México” sobre la personal postura de Cárdenas respecto de los sucesos políticos que están ocurriendo en el país. Sabido es que Cuauhtémoc, “el águila que cae”, por años ha tenido un cierto prestigio político —a últimas fechas ya algo desgastado— que, bien manejado por los cabecillas de la imposición puede surtir algún efecto en las ¿cándidas? mentes del defraudado elector.
Por ello cuando leí la nota recordé la confidencia que me hiciera aquel paisano, el que fuera militar en su juventud y a la postre guardia presidencial, pero que hoy prefiere ser carenador de barcos en los diques de la región. Este humilde paisano, dolido por lo que vió, renunció poco después al cargo y prefirió salirse del estiércol que siempre ha sido la política mexicana.
Francamente y por más que uno le busque, no se puede entender la postura de Cuauhtémoc cuando todos sabemos que es el partido que él mismo fundó el que está luchando por un cambio de cosas en el México del siglo veintiuno. ¿De qué se trata, Cuauhtémoc? Como están las cosas casi todos sabemos —y una gran mayoría, cándidamente, lo sospecha— que en 1988 hubo fraude electoral. ¿Y qué hizo el buen Cuauhtémoc? ¿Volar como el águila aunque le quemasen los pies o entrevistarse a ultranza con Salinas para pactar la elección, para recibir esas maletas que mi paisano dice que miró? Y aquí la pregunta es: ¿se vendió Cuauhtémoc en el 88? No lo sabemos.
Pero si él en su momento no actuó con patriotismo, no fue capaz de defender un triunfo que a todas luces le favoreció, ¿por qué se opone ahora a que López Obrador defienda su causa envuelto en la bandera de su propio partido?
¿Daño irreversible a la izquierda o defensa de intereses particulares? ¿De qué se trata?
Ahora mismo he comenzado a sentir —así sin más—, al igual que mi paisano, el viejo zardo retirado sintió, un cierto escozor en el pescuezo.
Y puedo ver pájaros negros que sobrevuelan Palacio, penachos de plumas que se derriten en el fuego, extranjeros que nos queman los pies para encontrar el tesoro… y también —así sin más, como entre brumas—, a un águila que cae.
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