domingo, noviembre 12, 2006

Un texto

Juan Rulfo

Al recordar la figura vigorosa de Raúl Sandoval, resulta materialmente difícil imaginarlo ahora hecho cenizas y sepultado bajo los huexcoyules de la selva del Papaloapan.

Cuesta trabajo verlo caído para siempre. Él, cuya fuerza y tenacidad se resolvía en realizaciones que el brillo de su talento hacía más efectivas. Él, que combatió por la causa de México con la más grande nobleza, sin banalidades, consagrando su corazón a crear un destino mejor para el hombre… Él.

Al recordarlo, sentimos como si algo faltara sobre la tierra, como si la Cuenca del Papaloapan estuviera vacía… Y así es; falta la sangre de Raúl Sandoval Landázuri. El "muchacho genial" como le decían algunos; el "hermano" que era para todos, el "padre" que fue para los doscientos cincuenta mil habitantes de la Cuenca.


Labradoras mixes descansando.
Foto: Juan Rulfo

Y si no, allí están los pueblos de La Chinantla, de La Mijería; los mazatecos y los zapotecas; los pobrecitos chochos de la Alta Mixteca. Todos ellos indios envueltos en miseria y a quienes Raúl Sandoval les creó una esperanza. Todos ellos lo lloran, porque se sienten huérfanos.

Nunca nadie había hecho nada por ellos. Desde que el obispo Lorenzana –recientemente enterrado en México con los honores cardenalicios– estigmatizó a los indios del alto Zempoaltépetl, tildándolos de bárbaros y salvajes, desde entonces no hubo gobierno ni gobernador que se ocupara de ellos.

Raúl Sandoval fue el primero en ir a verlos. No con la curiosidad de un antropólogo ni de un etnólogo. Fue a ver y a calcular la medida de su pobreza y el porqué estaban tan lejos de la patria mexicana. No les prometió nada. Les dio. Resolvió sus problemas sobre la marcha. Para él no eran indios; eran parte del pueblo de México desintegrado por rencillas de antepasados; núcleos de población valiosa que vivían en el olvido y en la soledad. Víctimas de la indiferencia.

Acá abajo se habían construido grandes obras. Los pueblos del Bajo Papaloapan no tenían nada que temer: ni la invasión de las aguas ni, como lo comprobé en Tlacotalpan, la ocupación de las casas señoriales por la plebe de los barrios inundados.

Pero las corrientes tormentosas de los ríos que bajaban de la sierra obstruían día a día las grandes obras, amenazándolas con el azolve. El río Santo Domingo, el Tonto, recogían en sus cauces millones de metros cúbicos de tierra bajada de las altas montañas. Y había que evitar eso.

¿Qué necesitaban los habitantes del Alto Papaloapan para vivir?… Maíz… Sólo maíz. Maíz que sembraban en las laderas de las montañas; y para lo cual hacían rozas que destruían bosques inmensos de liquidámbar, de cedro rojo…

Raúl Sandoval había volado infinidad de veces sobre aquella tierra ardiente: brumosa por el humo de los incendios, casi invisible. ¡Hay que detener esto!, dijo muchas veces. ¡Hay que detener la lumbrada que asolará esas regiones.

Y fue. No a prometerles la liberación de su miseria. Les llevó maíz. Hatos de ovejas. Promovió el cultivo del café en las zonas húmedas. Les llevó, en fin, la esperanza de acabar con su pobreza.

Y cuando él se presentó ante esos pueblos, con su rostro impasible que no reflejaba ni emoción ni vanidad, lo recibieron con pétalos de flores, con bandas de música que tocaban día y noche.

Él se enamoró de aquellos indios, a quien él consideró siempre no como indios, sino integrantes del pueblo mexicano.


Mujer en la cosecha de tabaco. Foto: Juan Rulfo, que podría haber ilustrado un artículo sobre el tabaco en la revista de la Comisión del Papaloapan

Tenía una virtud: redondeaba un proyecto y ya lo estaba llevando a efecto.

Era incansable. Yo lo vi en Vigastepec, trepando a pie las elevadas montañas… En Tepelmeme, donde derogó el abastecimiento de agua al Gobierno de la Nación, y no a él. Allí mismo en Tepelmeme descendió de la presa construida por él, cuando el cura del pueblo quiso adjudicarle su nombre.

No quería nada para él. Ni se enorgullecía de sus obras.

Era un héroe. Fue y seguirá siendo un héroe de la ambición para una patria mejor. Amó profundamente y dignamente a México… Y no ha muerto. Que lo diga la Chinantla, la Chontalpa, los mazatecos y los zapotecas; la Mijería… Que lo digan esos doscientos cincuenta mil huérfanos de la Cuenca del Papaloapan que lo lloran y lo seguirán llorando hasta la incansable eternidad.

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