viernes, diciembre 15, 2006

El entierro de una sombra

Juan Villoro

Cada generación suele tener su tirano, el arquetipo del mal sin fisuras. Para quienes despertamos a la política a principios de los años setenta, Pinochet se convirtió en el dictador por antonomasia. Su imagen tenía algo de caricatura, de villano diseñado por Valle-Inclán: un esperpento de tremenda consideración. El general Augusto usaba capa draculesca y lentes oscuros que le nublaban la conciencia. Además, hablaba con la voz aguda y la mala pronunciación de quienes torturan el lenguaje antes de torturar a sus congéneres.

En 1973 yo cursaba la preparatoria en el Colegio Madrid. Los descendientes de la República española fueron generosos con los exiliados chilenos y nuestras aulas se llenaron de jóvenes que habían conocido el espanto pero lo comunicaban con muy suave entonación. Nos enamoramos en bloque de las chilenas y hubiéramos perdido nuestra intensa camaradería si alguna de ellas nos hubiera hecho caso. Las oíamos cantar melodías tristísimas, que goteaban como aceite de ricino en oídos adiestrados en el rock pero que nos llevaban con eficaz melancolía al lluvioso sur del mundo donde había ocurrido la tragedia.

Gabriel García Márquez dijo que no volvería a escribir hasta que cayera Pinochet y le envió un telegrama flamígero al abominable inquilino de La Moneda. Un grupo de militantes del Partido Mexicano de los Trabajadores quisimos emular al novelista y durante noches sin término nos entregamos a la tarea de redactar un telegrama lapidario para enviar a Santiago. Imaginábamos al canalla con el papel amarillo en las manos, moviendo los labios como hacen quienes no tienen hábito de leer, padeciendo la irrefutable justicia de nuestra prosa. Aquel telegrama fue una de las muchas botellas que enviamos al mar de los sueños sin respuesta.

Chile nos llevó a complicadas emociones. En un tiempo que ya me parece de película, invité a una chica fantástica y pelirroja a ver Actas de Marusia, de Miguel Littin. Las injusticias chilenas nos hicieron sentir que debíamos reparar todos los sufrimientos del mundo. No comimos palomitas. Nos enamoramos como en un poema de Neruda y nos casamos a los pocos meses.

De 1981 a 1984 viví en Berlín Oriental y de nueva cuenta caí en el circuito de los chilenos. Antonio Skármeta trabajaba en el otro Berlín como guionista de cine y una noche me invitó a brindar por las cosas que tenían futuro. Pensamos que Pinochet caería antes que el Muro, pero de cualquier forma bebimos por los dos derrumbes. Nos acompañaba el entrañable Carlos Cerda, otro escritor en el exilio, que moriría antes que el tirano. Veinte años después volví a salir de México y soporté la distancia gracias al D. F. imaginario que el chileno Roberto Bolaño llevaba a cuestas. Entre su torrencial narrativa, dos novelas breves y maestras abordan el horror de la dictadura: Estrella distante y Nocturno de Chile. Roberto murió en el verano de 2003, a los 50 años, en el momento en que Marte estaba más cerca que nunca de la Tierra. En el tanatorio de Les Corts, en Barcelona, parecía resonar el verso de Schiller: "Amanece, y Marte es dueño de la hora". El tirano seguía vivo, sin castigo a la vista. Pero Rodrigo Fresán afirmó con certeza en su discurso fúnebre: "Roberto Bolaño descansa en paz. Sus libros seguirán dando guerra".

Chile se imbrica con la vida de mi generación como un inescapable rumor de fondo. El país donde los mejores mariscos se llaman "locos" ha sido un territorio de fantasmagoría, sitio de la pesadilla y el ensueño.

Pinochet traicionó a Salvador Allende, presidente legítimo de Chile, que intentaba la vía democrática al socialismo. Hay quienes llevan un extraño hit-parade de los horrores y aseguran que en materia de genocidio el general tuvo récords menores, pues "sólo" asesinó a 3 mil personas, cuota de minorista comparada con las de Hitler o Pol Pot. Pero nada es tan absurdo como defender a un sátrapa asegurando que no fue tan genocida. Lo curioso, en el caso de Pinochet, es que a pesar de su probada villanía tuvo un respaldo social bastante amplio. Una de las paradojas de la democracia chilena -la más firme de la hora latinoamericana- es que la derecha tenía 20 por ciento de apoyo en tiempos de Allende y ahora tiene 45 por ciento. Ese capital político se debe en parte a la percepción de que la era pinochetista fue una etapa de orden y prosperidad. Aunque no se abatió la pobreza ni se impulsó un verdadero desarrollo, Chile no experimentó los clásicos sobresaltos de las economías latinoamericanas donde la moneda viaja en montaña rusa. Después del plebiscito que retiró al dictador, la derecha mantuvo una relación ambigua con él. Ni lo negaba ni lo respaldaba del todo; usufructuaba una parte de su capital político sin insertarse en una civilidad moderna que hubiera exigido rechazarlo. Gracias a los colmillos de Pinochet la derecha llegó lejos, pero por culpa de ellos no llegó más lejos. De manera elocuente, el dictador que ya no estaba en ejercicio pero tampoco desaparecía, era llamado "la sombra".

A pesar de los esfuerzos del juez Baltasar Garzón y del consenso internacional, el dictador no fue procesado. Su detención en Londres le permitió representar una nueva versión de El paciente inglés y dio lugar al periódico humorístico chileno The Clinic. Su cerebro endeble se convirtió en su principal argumento político. El asesino de Allende fue puesto en entredicho pero no juzgado.

El cuerpo del hombre es seguido por su sombra insustituible, anuncio de que alguna vez yacerá en tierra. El sepulcro de una sombra es una tautología adecuada para un tirano.

Juan Goytisolo llegó de Marruecos a Madrid la noche en que murió Pinochet. A la mañana siguiente coincidimos en el restaurante del hotel y le di la noticia. "No diré que me da lástima", fue su comentario. Un epitafio perfecto. Augusto Pinochet no merece el odio ni el perdón de los hombres sino la cripta de las sombras.

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