Juan Villoro
O la realidad está dejando de existir o la nuestra se manifiesta en forma muy poco realista. El mejor ejemplo es lo que sucederá hoy en la Cámara de Diputados.
Escribo estas líneas antes de saber lo ocurrido, pero puedo anticipar que triunfó el impedimento. Nuestra vida política se define por lo que sucede para que otra cosa no suceda. Aunque en México las palabras siempre han tenido más presencia que los hechos, hubo tiempos en que una iniciativa podía cristalizar. Al paso que vamos, será necesario un Museo del Acontecimiento para recordar cómo era el país cuando la política ocurría. Como en la Comala de Juan Rulfo, los hombres públicos cruzan las oficinas como si no existieran, en un devenir que no produce actos.
El principal responsable de este vacío es Vicente Fox. Asumió la Presidencia para seguir en campaña; convirtió su investidura en un cargo representativo; juzgó que la toma de decisiones tenía costos demasiado altos, y descubrió que las declaraciones eran más cómodas que el acontecer. Su principal función fue usar el tono dicharachero de quien piensa que los asuntos se arreglan si les hablas de tú. Luego descubrió que esta función teatral también entrañaba riesgos políticos y nombró a un vocero para que explicara lo que había querido decir. El Ejecutivo se convirtió así en alguien muy alejado de su cargo: el borrador de un vocero.
Algunos funcionarios decisivos lo imitaron. Su primer secretario de Gobernación, Santiago Creel, convirtió los problemas nacionales en un infructuoso juego de mesa donde todas hablaban hasta caer rendidos, sin que llegara la Solución, esa edecán que aparece poco por Bucareli.
La dificultad de lograr acuerdos con el Congreso se convirtió en pretexto para que inhibir planes, incluso los que podrían haberse hecho al margen del Legislativo. Una vez que se ató las manos a sí mismo, Fox no soportó que otro quisiera jugar a las manitas calientes. En el proceso de desafuero a López Obrador mostró que sólo tenía entusiasmo para que algo no ocurriera. La democracia fue para él un nirvana con gastos del erario, la realidad virtual de los spots donde interpretó que el voto útil se llamaba así porque servía para el autoelogio.
Definido por la negatividad de sus actos, pasó a la historia de la cultura por un veto. Cuando el Senado acordó por unanimidad la aprobación de la Ley de Fomento al Libro y la Lectura, el impedidor de los sucesos dijo: "nomás nanay".
Seguramente le hubiera ido peor en países donde es un escándalo que un tren se retrase. México no es muy cumplido en materia de actos, hay que reconocerlo. Y no me refiero a grandes gestas históricas, sino al día en que debe llegar el plomero. Una oficina mexicana es el sitio donde un cajón no se puede abrir porque la secretaria que guarda la llave se fue al entierro de su tía segunda. Tenemos una inaudita capacidad de comprender la chambonada ajena. Quizá esto explique la paciencia que rodeó a Fox. Sólo ahora, cuando los saldos de su desgobierno salen a flote, la irritación gana espacios y acaso gane encuestas.
La desaparición de la realidad había sido atributo de los magos y los artistas de vanguardia. Pero las cosas han cambiado. Cuando John Cage compuso su pieza 4'33'', que obliga a un pianista a sentarse en silencio ante el piano durante 4 minutos y 33 segundos, no sabía que prefiguraba el estilo personal de no gobernar de Fox. Esa composición sin sonido emerge como un himno al mandatario que no quiso ocurrir, del mismo modo en que el cuadro en blanco de Ad Reinhardt resume sus programas de gobierno. El Presidente del cambio actuó como involuntario vanguardista, profeta del no suceso.
Su voluntad de alejamiento fue tan declarada que fomentó que otros buscaran hacerse justicia por su mano. Atenco, Tláhuac, Oaxaca son los nombres de un país ingobernable.
El escapista no dio su último grito en el Zócalo ni leyó su último Informe de Gobierno. Es cierto que a este repliegue contribuyó la oposición, pero el protagonista no mostró mucho apuro por estar ahí. Una y otra vez dejó en claro que nada lo alivia tanto como irse a su rancho. Lo que no resulta tan lógico es que necesitara de seis años de prejubilación en Los Pinos.
Después de dividir al país con su inoperancia, el hombre que gobernó con gestos volvió a lo suyo: como al final de la liturgia, pidió que nos diéramos un gran abrazo. Había tratado de criminalizar a su principal opositor y a sus millones de seguidores, y confió en la amnesia colectiva para decir que todos éramos iguales y podíamos apapacharnos.
Mientras este mensaje sonaba en la radio, la Cámara de Diputados oía otra cosa. Hace unos días ese recinto de la nada escenificó un performance que demostró que hasta la nada puede ser rijosa. Todo hubiera sido más aceptable con participantes menores de ocho años. Los que estaban en la tribuna les aventaron botellas de agua a los que trataban de encaramarse ahí; hubo jaloneos hasta que el caos se estabilizó en amontonadero, y todos comieron sándwiches. Luego vino la piyamada. Así se logró el urgente cometido político de evitar, con moretones de por medio, que algo sucediera.
El Presidente que hoy debuta enfrenta una nación paralizada. En un entorno dividido, la única forma de recuperar la fuerza consiste en sumar sectores. Calderón dijo que entendía este mensaje y ofreció un gabinete plural. Otro falso suceso: el presunto equipo de confluencia resultó ser un grupo de incondicionales de la corriente más afín a Calderón en el PAN. En esta opereta de los papeles cruzados, quien dirigió la Casa de Moneda va a Energía; quien sabe operar programas asistenciales despacha en Educación; quien tiene problemas con derechos humanos aparece en Gobernación. La verdad, sólo dan esperanza los desconocidos.
Tal vez confundido por su promesa de rebasar a la oposición por la izquierda, Calderón comenzó con el pie izquierdo.
O la realidad está dejando de existir o la nuestra se manifiesta en forma muy poco realista. El mejor ejemplo es lo que sucederá hoy en la Cámara de Diputados.
Escribo estas líneas antes de saber lo ocurrido, pero puedo anticipar que triunfó el impedimento. Nuestra vida política se define por lo que sucede para que otra cosa no suceda. Aunque en México las palabras siempre han tenido más presencia que los hechos, hubo tiempos en que una iniciativa podía cristalizar. Al paso que vamos, será necesario un Museo del Acontecimiento para recordar cómo era el país cuando la política ocurría. Como en la Comala de Juan Rulfo, los hombres públicos cruzan las oficinas como si no existieran, en un devenir que no produce actos.
El principal responsable de este vacío es Vicente Fox. Asumió la Presidencia para seguir en campaña; convirtió su investidura en un cargo representativo; juzgó que la toma de decisiones tenía costos demasiado altos, y descubrió que las declaraciones eran más cómodas que el acontecer. Su principal función fue usar el tono dicharachero de quien piensa que los asuntos se arreglan si les hablas de tú. Luego descubrió que esta función teatral también entrañaba riesgos políticos y nombró a un vocero para que explicara lo que había querido decir. El Ejecutivo se convirtió así en alguien muy alejado de su cargo: el borrador de un vocero.
Algunos funcionarios decisivos lo imitaron. Su primer secretario de Gobernación, Santiago Creel, convirtió los problemas nacionales en un infructuoso juego de mesa donde todas hablaban hasta caer rendidos, sin que llegara la Solución, esa edecán que aparece poco por Bucareli.
La dificultad de lograr acuerdos con el Congreso se convirtió en pretexto para que inhibir planes, incluso los que podrían haberse hecho al margen del Legislativo. Una vez que se ató las manos a sí mismo, Fox no soportó que otro quisiera jugar a las manitas calientes. En el proceso de desafuero a López Obrador mostró que sólo tenía entusiasmo para que algo no ocurriera. La democracia fue para él un nirvana con gastos del erario, la realidad virtual de los spots donde interpretó que el voto útil se llamaba así porque servía para el autoelogio.
Definido por la negatividad de sus actos, pasó a la historia de la cultura por un veto. Cuando el Senado acordó por unanimidad la aprobación de la Ley de Fomento al Libro y la Lectura, el impedidor de los sucesos dijo: "nomás nanay".
Seguramente le hubiera ido peor en países donde es un escándalo que un tren se retrase. México no es muy cumplido en materia de actos, hay que reconocerlo. Y no me refiero a grandes gestas históricas, sino al día en que debe llegar el plomero. Una oficina mexicana es el sitio donde un cajón no se puede abrir porque la secretaria que guarda la llave se fue al entierro de su tía segunda. Tenemos una inaudita capacidad de comprender la chambonada ajena. Quizá esto explique la paciencia que rodeó a Fox. Sólo ahora, cuando los saldos de su desgobierno salen a flote, la irritación gana espacios y acaso gane encuestas.
La desaparición de la realidad había sido atributo de los magos y los artistas de vanguardia. Pero las cosas han cambiado. Cuando John Cage compuso su pieza 4'33'', que obliga a un pianista a sentarse en silencio ante el piano durante 4 minutos y 33 segundos, no sabía que prefiguraba el estilo personal de no gobernar de Fox. Esa composición sin sonido emerge como un himno al mandatario que no quiso ocurrir, del mismo modo en que el cuadro en blanco de Ad Reinhardt resume sus programas de gobierno. El Presidente del cambio actuó como involuntario vanguardista, profeta del no suceso.
Su voluntad de alejamiento fue tan declarada que fomentó que otros buscaran hacerse justicia por su mano. Atenco, Tláhuac, Oaxaca son los nombres de un país ingobernable.
El escapista no dio su último grito en el Zócalo ni leyó su último Informe de Gobierno. Es cierto que a este repliegue contribuyó la oposición, pero el protagonista no mostró mucho apuro por estar ahí. Una y otra vez dejó en claro que nada lo alivia tanto como irse a su rancho. Lo que no resulta tan lógico es que necesitara de seis años de prejubilación en Los Pinos.
Después de dividir al país con su inoperancia, el hombre que gobernó con gestos volvió a lo suyo: como al final de la liturgia, pidió que nos diéramos un gran abrazo. Había tratado de criminalizar a su principal opositor y a sus millones de seguidores, y confió en la amnesia colectiva para decir que todos éramos iguales y podíamos apapacharnos.
Mientras este mensaje sonaba en la radio, la Cámara de Diputados oía otra cosa. Hace unos días ese recinto de la nada escenificó un performance que demostró que hasta la nada puede ser rijosa. Todo hubiera sido más aceptable con participantes menores de ocho años. Los que estaban en la tribuna les aventaron botellas de agua a los que trataban de encaramarse ahí; hubo jaloneos hasta que el caos se estabilizó en amontonadero, y todos comieron sándwiches. Luego vino la piyamada. Así se logró el urgente cometido político de evitar, con moretones de por medio, que algo sucediera.
El Presidente que hoy debuta enfrenta una nación paralizada. En un entorno dividido, la única forma de recuperar la fuerza consiste en sumar sectores. Calderón dijo que entendía este mensaje y ofreció un gabinete plural. Otro falso suceso: el presunto equipo de confluencia resultó ser un grupo de incondicionales de la corriente más afín a Calderón en el PAN. En esta opereta de los papeles cruzados, quien dirigió la Casa de Moneda va a Energía; quien sabe operar programas asistenciales despacha en Educación; quien tiene problemas con derechos humanos aparece en Gobernación. La verdad, sólo dan esperanza los desconocidos.
Tal vez confundido por su promesa de rebasar a la oposición por la izquierda, Calderón comenzó con el pie izquierdo.
1 comentario:
Un saludo resistente
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