La captura del dirigente de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) Flavio Sosa, de su hermano Horacio y de Ignacio García y Marcelino Coache, efectuada a las siete de la tarde de ayer en esta capital por policías federales, es un acto de traición: los detenidos se encontraban en la ciudad de México para dialogar con representantes de la Secretaría de Gobernación en un encuentro que había sido acordado para el mediodía de hoy. El hecho evoca lo realizado el 9 de febrero de 1995 por Ernesto Zedillo, cuando, en pleno proceso de negociación con la dirigencia zapatista, ordenó la aprehensión de los líderes rebeldes.
Difícilmente podría imaginarse una manera más eficaz que ésta de torpedear cualquier perspectiva del calderonismo para obtener la confianza de los amplios sectores de la sociedad mexicana que han sido arrojados al descontento. El gobierno que inicia se presenta a sí mismo como un régimen sin principios y sin ninguna fidelidad a la palabra empeñada; por añadidura, y más grave aún, se presenta como una autoridad dispuesta a reprimir y encarcelar a quienes no compartan su visión y su proyecto; adicionalmente, se asume como aliado y protector del impugnado gobernador oaxaqueño, Ulises Ruiz.
"Reitero formalmente mi invitación a un diálogo con todas las fuerzas políticas. Por el bien de México este diálogo no puede esperar. Dialogaré con quien esté dispuesto a dialogar y construiré con quien quiera construir, pero siempre sabré gobernar para todos. Si hay que cambiar las reglas, cambiemos las reglas, hagámoslo para adecuarlas a los nuevos tiempos que vivimos; del presidente habrá siempre la disposición para fortalecer la democracia y abrir caminos diferentes para entendernos, para tomar decisiones y para resolver los conflictos. Estaré dispuesto siempre a dialogar, pero no esperaré el diálogo para ponerme a trabajar", dijo hace cuatro días Felipe Calderón en un primer mensaje presidencial que no pudo pronunciar en San Lázaro, dada la crispación que imperaba en la Cámara de Diputados y que resultaba representativa de la que afecta a todo el país. Por lo visto, al nuevo gobierno le pareció que no era necesario esperar ni siquiera a que el diálogo ocurriera y prefirió detener en caliente a opositores políticos sobre los que pendían órdenes de aprehensión derivadas de imputaciones que recuerdan las que el diazordacismo formuló contra integrantes del movimiento estudiantil de 1968.
El mensaje no puede ser menos ominoso para los detractores del calderonismo, e inclusive para 65 por ciento de los ciudadanos que no votaron por Felipe Calderón: el diálogo y la tolerancia han sido cancelados. En cambio, las aprehensiones pueden ser vistas como un guiño alentador en dos frentes: el de quienes conciben la legalidad y el orden como sinónimos de paz porfiriana y homologan a los activistas sociales con los secuestradores y los narcotraficantes, por un lado y, por el otro, el de los radicalismos que encuentran superfluas y obsoletas las vías de participación política pacífica y consideran que la violencia es un recurso válido de transformación social.
Desde el viernes pasado Calderón es el responsable de lo que ocurra en Oaxaca y del cauce que tome el conflicto en esa entidad. Tiene una alternativa ineludible: o empieza a desactivarlo, y eso significa poner fin a la injustificable y bárbara escalada represiva que padecen los disidentes oaxaqueños, o escoge la vía del autoritarismo, la intolerancia, la cerrazón y la persecución política, lo que equivale a arrojar cubetadas de gasolina sobre un incendio que puede alcanzar dimensiones nacionales.
Difícilmente podría imaginarse una manera más eficaz que ésta de torpedear cualquier perspectiva del calderonismo para obtener la confianza de los amplios sectores de la sociedad mexicana que han sido arrojados al descontento. El gobierno que inicia se presenta a sí mismo como un régimen sin principios y sin ninguna fidelidad a la palabra empeñada; por añadidura, y más grave aún, se presenta como una autoridad dispuesta a reprimir y encarcelar a quienes no compartan su visión y su proyecto; adicionalmente, se asume como aliado y protector del impugnado gobernador oaxaqueño, Ulises Ruiz.
"Reitero formalmente mi invitación a un diálogo con todas las fuerzas políticas. Por el bien de México este diálogo no puede esperar. Dialogaré con quien esté dispuesto a dialogar y construiré con quien quiera construir, pero siempre sabré gobernar para todos. Si hay que cambiar las reglas, cambiemos las reglas, hagámoslo para adecuarlas a los nuevos tiempos que vivimos; del presidente habrá siempre la disposición para fortalecer la democracia y abrir caminos diferentes para entendernos, para tomar decisiones y para resolver los conflictos. Estaré dispuesto siempre a dialogar, pero no esperaré el diálogo para ponerme a trabajar", dijo hace cuatro días Felipe Calderón en un primer mensaje presidencial que no pudo pronunciar en San Lázaro, dada la crispación que imperaba en la Cámara de Diputados y que resultaba representativa de la que afecta a todo el país. Por lo visto, al nuevo gobierno le pareció que no era necesario esperar ni siquiera a que el diálogo ocurriera y prefirió detener en caliente a opositores políticos sobre los que pendían órdenes de aprehensión derivadas de imputaciones que recuerdan las que el diazordacismo formuló contra integrantes del movimiento estudiantil de 1968.
El mensaje no puede ser menos ominoso para los detractores del calderonismo, e inclusive para 65 por ciento de los ciudadanos que no votaron por Felipe Calderón: el diálogo y la tolerancia han sido cancelados. En cambio, las aprehensiones pueden ser vistas como un guiño alentador en dos frentes: el de quienes conciben la legalidad y el orden como sinónimos de paz porfiriana y homologan a los activistas sociales con los secuestradores y los narcotraficantes, por un lado y, por el otro, el de los radicalismos que encuentran superfluas y obsoletas las vías de participación política pacífica y consideran que la violencia es un recurso válido de transformación social.
Desde el viernes pasado Calderón es el responsable de lo que ocurra en Oaxaca y del cauce que tome el conflicto en esa entidad. Tiene una alternativa ineludible: o empieza a desactivarlo, y eso significa poner fin a la injustificable y bárbara escalada represiva que padecen los disidentes oaxaqueños, o escoge la vía del autoritarismo, la intolerancia, la cerrazón y la persecución política, lo que equivale a arrojar cubetadas de gasolina sobre un incendio que puede alcanzar dimensiones nacionales.
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