viernes, marzo 16, 2007

El espejo de los medios

Juan Villoro
Todo indica que los mexicanos ya nacen con un video pirata bajo el brazo. En los últimos 30 años los índices de lectura han aumentado muy poco. En cambio, la adicción a las imágenes prospera con mayor fuerza que el narcomenudeo.

Nuestra historia es, ante todo, iconográfica. En los siglos que van de los códices prehispánicos al encierro con cámaras de Gran Hermano nos hemos entregado al consumo visual. Llama la atención que en este esplendor barroco la Ciudad de México -surgida gracias a la búsqueda de una imagen- carezca de su propio canal de televisión. Es cierto que aquí se asientan las principales cadenas del país pero no hay un espacio destinado a los infinitos sucesos metropolitanos.

Sin otro mérito que ser televidente desde la edad de oro de Don Gato y su pandilla, voy a comentar lo que esperaría de ese empeño.

En primer lugar, habría que distinguir entre un canal público y uno oficial. Nada sería tan dañino como un espacio destinado a promover en forma abierta o velada al jefe de Gobierno de la capital. Una televisión pública debe distanciarse del uso partidista de los medios. Ernesto Velázquez, director de TVUNAM, ha comentado que en el sexenio pasado el presupuesto de Canal 22 equivalió al 5 por ciento de lo que la Presidencia gastó en publicidad. Durante seis años, Fox permaneció en campaña. El autobombo con que celebró su paso por Los Pinos agravió al erario y al sentido común. Calderón inició su mandato con mayor sobriedad y novedosos deseos de gobernar. Sin embargo, ya podemos oír un spot radiofónico que festeja sus admirables primeros 100 días de gobierno. ¿No es demasiado pronto para elogiarse con el dinero de los contribuyentes?

Durante la visita de Bush, Calderón optó por un protocolo sin falsos alardes amistosos y evitó abrazar a un huésped al que debía hacerle reclamos. Esta encomiable sobriedad podría extenderse al trato que se concede en los medios. La prudencia que lo llevó a no abrazar a Bush debería aconsejarle no abrazarse a sí mismo.

Urge diversificar la oferta televisiva. El binomio Televisa-TV Azteca ha producido un abrumador código de estereotipos, donde una rubia es más guapa que una morena, un homosexual es ridiculizable, un albur es gracioso y una noticia gritada es más auténtica que una hablada.

Para ofrecer otras opciones, resulta decisivo que la televisión entienda su papel de intermediaria entre el público y los creadores de contenidos. La cultura mediática ha creado una extraña ilusión: los conductores televisivos han dejado de ser facilitadores de información, intercesores entre los datos y el público, para convertirse, ellos mismos, en noticia. ¿Para qué entrevistar a alguien que sabe si el que pregunta puede opinar? Este criterio ha transformado al periodista televisivo en oráculo. El mediador es ahora el contenido. Y no sólo eso: respaldado por su telegenia, pasa a campos ajenos a la imagen; escribe artículos y libros con la paradójica autoridad de tener un espacio en la pantalla. Su prestigio es fácil de comprender en la sociedad del espectáculo, donde el hecho de aparecer en un programa es siempre superior a lo que se haga en él.

Espejo de Narciso, la televisión es buscada por quien desea existir en sociedad. El idealismo filosófico de Berkeley se cumple en la aldea global: existes porque eres percibido. La televisión reparte un poder simbólico instantáneo. En la voraz cultura del instante, su impacto se sobrepone a su condición perecedera.

Lo que mejor define a un periódico son las cartas de sus lectores. No hay medición más certera de lo que sus noticias significan. En este sentido, una televisión ciudadana debería brindar un espacio equivalente, un foro movedizo donde los espectadores dispusieran de 30 segundos de sinceridad y videoclip.

El futuro del país depende, en buena medida, de ciudadanizar la política, de transformar la democracia representativa en participativa. La televisión pública puede ser fundamental al respecto. Pienso, por ejemplo, en la impartición de justicia. La discusión de veredictos y el análisis sobre la posible corrupción de jueces, la fabricación de culpables, la tergiversación de pruebas o la condena de inocentes harían de la televisión un observatorio indispensable.

Los medios dependen de la dramatización en un doble sentido, la dramaturgia y la intensidad de los hechos. Vigilar los procesos judiciales es una urgencia ética que garantiza tensión dramática, según demuestra The Court Channel, dedicado por entero al principal hobby de Shakespeare: seguir juicios.

Hacer televisión significa divulgar pero sobre todo crear cultura. La BBC ha marcado una diferencia, no tanto por lo que refleja del mundo, sino por lo que le agrega. Hace falta una televisión que dé oportunidades creativas a directores, editores, fotógrafos, músicos, guionistas, una televisión concebida como original productora de DVD (¿cuántas series nacionales deseamos comprar hoy en día?).

La Ciudad de México se extiende como un tema inagotable para la televisión: archivo de la memoria (las calles que ya sólo podemos conocer por testimonios) y laberinto del presente colectivo. Para ser fiel a esta diversidad, el canal metropolitano debería considerar en todo momento que la realidad es más vasta que la televisión. "Hay que luchar contra el rating en nombre de la democracia", escribió Pierre Bourdieu. La frase encierra una verdad decisiva. Aunque muchas veces se asume como resultado de la voluntad popular, el rating suele derivar de una coacción del gusto ante la falta de opciones; tiene que ver menos con elegir que con acatar una dominación simbólica. La democracia exige variedad. Esto no significa darle la espalda al gusto de la gente o a la amenidad que reclama sino abrir el espectro de elección, pasar del rating como forma de la resignación al rating como coincidencia en la diversidad.

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