Quizá haya existido una guerra de Troya, o muchas. Tal vez el retrato que Shakespeare hace de Ricardo III no se ajuste a la “realidad histórica”. Acaso Tolstoi resaltó ciertos rasgos de Napoleón y desechó otros. Lo cierto es que cuando la literatura abreva de la historia, logra elaborar personajes más poderosos y memorables que los de carne y hueso. En el siguiente ensayo, el gran fabulador de la Historia, E.L. Doctorow (Nueva York, 1931), coloca en la balanza ambas disciplinas, resaltando la libertad con que cuentan los escritores para entregarnos en sus obras “verdades reveladas”.
E.L. DOCTOROW
1
Desde una perspectiva histórica, hubo algo así como una guerra de Troya. De hecho, tal vez haya habido varias guerras de Troya. Pero la guerra sobre la cual escribió Homero en el siglo VIII a.C. es la que nos fascina porque es ficción. Los arqueólogos tienen serias dudas acerca de que alguna de las guerras de Troya comenzara porque un tal Paris secuestró a alguien de nombre Helena en las narices de su marido griego, o que un enorme caballo de madera repleto de soldados se hubiera alzado al fin con la victoria. Y en particular esos dioses que condujeron la guerra a su antojo, desviando flechas, alimentando rabias humanas, manipulando corazones y controlando la historia, tal vez hayan podido mantener en pie de guerra año tras año a griegos y troyanos, pero carecen de la más mínima autoridad en nuestro mundo monoteísta y no se han podido encontrar restos de ellos en las excavaciones del noroeste turco donde los arqueólogos descubrieron los fragmentos de cerámica, los huesos y los proyectiles de lo que puede haber sido la Troya verdadera.
Homero (o el establo de poetas asociados con el nombre de Homero) pudo haber sido un maniático de la fantasía politeísta o fue el adaptador genial de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie —ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes— ha igualado jamás en su locura imaginativa. Léanse los hexámetros de Homero y se hallarán dioses hechos a imagen y semejanza del hombre: celosos, mendaces, erotómanos, vengativos, sabelotodos de género específico, con capacidades poderosas que utilizan como armas lo mismo en el cielo que en la tierra.
¿Pero quién cambiaría la Ilíada por el registro histórico? Existe evidencia que sugiere que la épica homérica se transcribió después de generaciones de transmisión oral. Los hechos históricos viajan a través del tiempo fundidos con la revelación deslumbrante de un bardo.
2
En Inglaterra, una tal Sociedad Ricardo III (y su correspondiente sucursal en Estados Unidos) quiere restaurar la fama del hombre cuyo nombre los agrupa del perjuicio que le infligieron las calumnias de la pieza de William Shakespeare. Shakespeare elaboró su retrato de un contrahecho monarca asesino en serie a partir de la crónica de Raphael Holinshed, quien por su parte la escribió bajo la influencia del testimonio de sir Thomas More, un propagandista de los Tudor entre otras cosas —los Tudor pusieron fin a la dinastía Plantagenet y al propio Ricardo en la batalla de Bosworth Field en 1485.
Los ricardianos argumentan que su rey no fue la criatura deforme retratada por Shakespeare. Dicen que los asesinatos que se atribuyen a Ricardo, en especial los de sus dos sobrinos encerrados en la Torre de Londres, no están probados. Sostienen haber encontrado evidencias de que fue un buen rey que gobernó con prudencia. Pero a pesar de quién haya sido en realidad Ricardo III y cuán abusivamente se le haya falseado, hoy y desde hace siglos es el polvo en que todos habremos de convertirnos; y la visión shakespeareana de su vida ofrece una verdad más importante para la autorreflexión de toda la humanidad de la que ningún conjunto de hechos puede producir. La enorme popularidad de esta obra de Gran Guiñol, desde su primera representación hasta el día de hoy, procede de la realidad que escenifica: que todos los hombres reclamarían para sí mismos una vida capaz de disuadir a sus enemigos. Nos enteramos, a regañadientes en nuestra extraña fascinación por este desmesuradamente vital y vengativo asesino de hombres, mujeres y niños, de que la suya es la arquetípica alma atormentada que no puede encontrar jamás refugio del invierno de su desventura.
Lo que los hombres son capaces de hacer por el poder, las matanzas y la devastación gigantescas que desatan en obediencia a sus malignos ánimos monárquicos, se comprueba con los hechos del siglo pasado. De tal forma que si el Ricardo III de Shakespeare no resulta recomendable desde el punto de vista de la información que proporciona, su profética identificación con este tipo de posibilidad humana está fija en la memoria por su lenguaje inimitable.
3
En La guerra y la paz, Tolstoi describe más de una vez el personaje de Napoleón como el hombre de las “manitas regordetas”. Tampoco se “sienta bien o con firmeza en la silla de montar”. De él dice que es “pequeño”, con “muslos gordos… piernicorto”, un “estómago rotundo”, y que preside la corte oliendo a “agua de colonia”. Lo importante aquí no es la justeza de la descripción de Tolstoi, ésta no parece separarse en demasía de los testimonios reales, sino su selectividad: las otras cosas que podían decirse del hombre no se dicen. Lo que el autor quiere es que el lector entienda la incongruencia de un emperador guerrero en el cuerpo de un francesito gordo. Lo que importa es que el Napoleón de Tolstoi podría ser un empolvado paseante de los bulevares a punto de aspirar un pellizco de rapé. Las consecuencias de una disparidad de estas dimensiones entre la forma y el contenido pueden contarse en la cantidad de soldados muertos desperdigados por todo el Viejo Continente.
Una de las estratagemas del novelista, y lo mismo del dramaturgo, es simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje. Y así resulta que, de acuerdo con Tolstoi, Napoleón es un megalomaniaco pomposo y atildado. En una escena de la novena parte de La guerra y la paz, las guerras ruso-francesas han alcanzado el año crucial de 1812 y Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, el general Balashov, que lleva consigo los términos de paz. Napoleón está furioso, ¿no es él el que cuenta con un ejército más numeroso? Él y no el zar es el que dicta los términos. Habiendo sido arrastrado contra su voluntad a la guerra, destruirá toda Europa si su voluntad es contrariada. “Eso es lo que les sucederá, eso es lo que han ganado al apartarse de mí”, grita. Y entonces, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó por la habitación en silencio, y sus grandes hombros gordos se estremecieron”.
Más tarde, después de haberse consolado paseando frente a la multitud que lo adora, Napoleón invita al nervioso general Balashov a comer: “levantó la mano hacia el rostro del general ruso”, escribe Tolstoi, y le tiró un poco de la oreja, sin dejar de sonreír tan sólo con los labios.
Que el emperador le tirara a uno de la oreja se consideraba como el máximo honor y una gran merced en la corte francesa. “Pues bien: ¿no me dice nada, admirador y cortesano del emperador Alejandro?”, dijo, como si le pareciera ridículo que en presencia suya alguien fuera cortesano y admirador de otro que no fuese él, Napoleón.
Tolstoi hizo su trabajo de investigación, pero la composición es suya.
4
Homero fue Homero, un bardo del final de la edad de bronce. En la edad de bronce los cuentos eran los instrumentos privilegiados de almacenamiento y transmisión del conocimiento: eran la memoria pública, preservaban el pasado, instruían a los jóvenes y creaban la identidad de la comunidad. Así que estamos preparados para ser indulgentes. Es lo mismo que hacemos con esos otros escritores de la época, los escritores y redactores de la Biblia hebrea. Tanto para ellos como para Homero, no había nada semejante a un discurso exclusivamente factual. No existía una observación educada del mundo natural que no fuera una creencia religiosa, ni una historia que no fuera leyenda, ni siquiera información práctica que no sonara como un lenguaje de intensidades. El mundo estaba hechizado.
En la Ilíada hay muchos dioses; en la Biblia, el Dios único a quien los escritores bíblicos ceden la autoría. Pero lo mismo bajo el imperio politeísta que a la sombra de un Dios solitario, se suponía que los cuentos contados en aquellos días eran verdaderos por el mero hecho de ser referidos. El mismo hecho de contar un cuento conllevaba una presunción de verdad.
También somos indulgentes con Shakespeare, pero precisamente porque se trata de Shakespeare. Para los tiempos de la era isabelina, la inspiración religiosa se había diferenciado del hecho científico, la verdad era algo comprobable a través de la observación y la experiencia, y el hecho estético era un producto autoconsciente. La realidad era una cosa y la fantasía otra. Dios se había institucionalizado y en un mundo despojado del hechizo por el racionalismo y el conocimiento empírico, los cuentos ya no fueron los principales instrumentos del conocimiento. Los cuentistas cayeron en la categoría de los seres mortales, por más inmortales que se hayan vuelto al correr del tiempo, y un cuento podía gozar de credibilidad, pero no sólo porque fuera contado.
Hoy en día sólo los niños creen que los cuentos son verdaderos nada más por ser contados. Los niños y los fundamentalistas. Tal es la medida de los 2 mil años de decadencia de la autoridad del cuento.
5
El siglo XIX muestra, aún con mayor claridad que la época isabelina, el deseo del escritor mortal de que el cuento retenga su condición de revelación divina. El Napoleón de Tolstoi marcha dentro de un volumen de alrededor de un millar de páginas, pero él no es el único personaje cuyo carácter histórico puede comprobarse. También están el general Kutuzov, comandante en jefe de los ejércitos rusos, el zar Alejandro, el conde Rostopchin, gobernador militar de Moscú, etc., etc. Todos ellos son presentados como si no tuvieran otro código genético que las familias de personajes ficticios de Tolstoi. Esta fusión del hecho y la ficción existe en un mundo panorámico, como en La cartuja de Parma de Stendhal, o en Los tres mosqueteros, el cuento de capa y espada de Alejandro Dumas, donde el cardenal Richelieu, personaje histórico, aparece de forma muy poco favorable.
En los Estados Unidos del XIX, la audacia histórica de los novelistas tiende a estar un paso atrás. En The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista de Brook Farm, Nathaniel Hawthorne traza un retrato cabal de la protofeminista Margaret Fuller pero con otro nombre, con lo cual el lector obtiene la circunspección, o la sonrisa suspicaz, de la novela en clave. Audacia de una forma distinta, audacia en tanto regla de trabajo, se encuentra en La roja insignia del valor, la novela de Stephen Crane sobre la guerra civil, un notable cuento al estilo yo estuve ahí por un escritor que nunca estuvo ahí. Claro está que el proyecto más extraño de todos es el Moby Dick de Herman Melville, donde el soberano dios animal de un universo indiferente está compuesto a partir de los materiales despreciables del comercio de la caza de ballenas.
Todos los grandes ejecutantes del arte narrativo decimonónico comparten la creencia en la permanencia de la ficción como un legítimo sistema de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción de cualquier clase puede considerarse un transgresor arrogante, un inmoralista de la confusión de géneros aficionado a las redadas en las fronteras y las invasiones territoriales, en verdad no se trata más que de un conservador de ese antiguo sistema de organización y almacenamiento del saber que conocemos como cuento. Con un corazón de la edad de bronce, el escritor de ficción vive por el discurso total que antecede a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.
A estas alturas, la pregunta pertinente es si su fe en su oficio se justifica. Mientras los relatores bíblicos le atribuyeron su inspiración a Dios, los escritores posteriores parecen hallar en el pensamiento de ficción un poder personal, una fluidez de la mente que no siempre le advierte al escritor las novedades que trae consigo. Mark Twain decía que nunca escribió un libro que no se escribiera a sí mismo. Y nada menos que Henry James, ese engrandecedor del género, en su ensayo “El arte de la ficción”, describe este poder como “una sensibilidad inmensa… que toma para sí misma los indicios más débiles de vida… y convierte las meras vibraciones del aire en revelaciones”. Al fin y al cabo, lo que el novelista es capaz de hacer, dice James, es “describir lo invisible a partir de lo visible”.
Este regalo de la práctica parece provenir de su naturaleza inherentemente solitaria. Un escritor no tiene otro título que el que se da a sí mismo. A pesar de nuestros diplomas universitarios de escritura, no hay nada que autorice a un escritor a escribir, no existe un equivalente de un título de médico, de abogado, o de un posgrado en biología molecular o divinidad. Los escritores no se tienen más que a sí mismos, son especialistas en nada. Son libres. Pueden emplear los descubrimientos de la ciencia lo mismo que la poética de la teología. Pueden asumir la personalidad de un antropólogo o reportear como periodistas; pueden confesar, filosofar, mirar descaradamente como si fueran pornógrafos, o dejarse llevar por el asombro como si fueran niños. Son libres de echar mano de leyendas, mitos, sueños, alucinaciones y los susurros de los pobres locos de la calle. Cuenta con todo ello, con cada palabra, con todo tipo de datos que son agua para su molino. No excluye nada, y mucho menos la historia.
6
Durante los últimos treinta años, más o menos, numerosos novelistas y dramaturgos se han internado en el terreno de la historia. (Debemos dejarles el porqué a los académicos de la literatura. Pero las décadas anteriores han asistido a una especie de deslinde del territorio de la ficción, en tanto que los medios, las ciencias sociales y el periodismo se han mudado a su espacio.) En varias novelas recientes han aparecido otros tantos Lincolns; personajes tan distintos como Sigmund Freud, J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn tienen papeles destacados, e incluso se han escrito novelas sobre escritores, por ejemplo Virginia Woolf o el propio Henry James, lo cual, supongo, es un acto de justicia poética.
Claro está que el escritor tiene la responsabilidad, ya sea en tanto intérprete solemne o satírico, de hacer una composición que proporcione una verdad revelada. Pero esto se lo exigimos a todos los artistas creativos, cualquiera que sea su disciplina. Por lo demás, un lector de ficción que encuentra en una novela una figura pública conocida diciendo y haciendo cosas que en ninguna otra parte se mencionan, sabe que está leyendo ficción. Sabe que el novelista espera abrirse camino hacia una verdad más grande de la que se obtendría con un mero reportaje de los hechos. La novela es una interpretación estética que retratará a una figura pública interpretándola no menos que un retrato de caballete. La novela no se lee como se lee un periódico; se lee como se ha escrito, con un espíritu de libertad.
Que la figura pública de relevancia histórica haga ficción de sí misma mucho antes de que el novelista se ocupe de ella, no tiene ninguna importancia. Una vez que la novela está escrita, que la interpretación está terminada, la presencia histórica se ha duplicado. Existe la persona y existe el retrato. No son lo mismo ni lo pueden ser. En el caso de que la Sociedad Ricardo III logre su propósito, habrá dos Ricardo III, ninguno de los cuales interferirá con el otro. Si no hay una novela de Lincoln, sino docenas de ellas, la multiplicidad de las interpretaciones arrojará una imagen no plana como la del bastidor, sino más cercana a un holograma tridimensional.
Los personajes históricos pueden ser material de chismes en las cantinas o modelos de retratos serios para composiciones en prosa, pero de todas maneras son, de forma inevitable, sacrificios ante la vida imaginativa de las naciones.
7
Y en todo esto, ¿cuál es el lugar de los historiadores genuinos? A pesar de que los académicos de la American Historical Association piensen tal vez que el novelista que emplea materiales históricos es una especie de trabajador indocumentado que se cuela por la frontera en plena noche, los escritores de narrativa poseen un vínculo natural sea cual fuere su oficio.
El crítico estructuralista francés Roland Barthes, en un ensayo titulado “Discurso histórico”, concluye que el importante tropo estilístico del relato histórico, en especial la voz objetiva, “resulta ser una forma especial de ficción”. De este modo, así como cualquier trozo de escritura posee una voz, la voz objetiva e impersonal del historiador que relata es su caballo de batalla. La presunción de factualidad está sujeta a la documentación acumulada que nutre a los historiadores y por ello aceptamos esa voz. La voz de la autoridad.
Pero ser completamente objetivo es no tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial tal como si de hecho se careciera de un lugar en el mundo.
Los historiadores investigan tantas fuentes como pueden, pero ellos deciden lo que es importante para su trabajo. Debemos reconocer el grado de creatividad en esta profesión que rebasa el estudio académico inteligente y constante. “No hay hechos en sí mismos”, dice Nietzsche. “Porque para que un hecho exista, primero debemos introducir un significado”. La historiografía, lo mismo que la ficción, organiza sus datos para demostrar un sentido. La matriz cultural en la que trabaja el historiador condicionará su pensamiento; él hablará por su época y su lugar a través de los hechos que ilustra y los que decide dejar en la oscuridad, los hechos que decide hacer vivir y los que permanecen amorfos, abortados. El registro histórico está sometido a un proceso constante de revisión y este proceso no consiste nada más en descubrir evidencia adicional para corregirlo. “Por más alejados en el tiempo que parezcan los hechos, todo juicio histórico se refiere a necesidades y condiciones presentes”, sostiene el filósofo e historiador Benedetto Croce en su libro La historia como hazaña de la libertad. Ésta es la razón por la cual la historia tiene que escribirse y reescribirse generación tras generación.
De todas maneras reconocemos la diferencia entre buena y mala historia, del mismo modo que somos capaces de distinguir una novela buena de una mala.
El historiador académico y el novelista indocumentado hacen causa común como trabajadores de la Ilustración. Ambos se enfrentan a la historia falsificada tal y como es interpretada por el poder, tal y como es pervertida por objetivos políticos, tal y como es moldeada en un mito útil por aquellos que sacan provecho de su plasticidad. Pues la “Historia”, claro está, no es sólo un estudio académico. En cualquier tiempo y lugar es siempre un asunto crucial. “Aquel que controla el pasado controla el futuro”, escribió Orwell en 1984. Y por ello hay historia escrita por líderes políticos elegidos o no, superpatriotas, sucios embaucadores, xenófobos, y todos los demás ejemplares del sutil pensamiento reduccionista; historia escrita por teóricos sociales casados con una ideología, por autores de libros de texto que adaptan su trabajo a las presiones de la comunidad, por hombres de Estado jubilados que ofrecen su mejor cara en sus logros lamentables, y por fervientes acólitos de uno u otro culto religioso.
El novelista no es el único que entiende que la realidad está siempre dispuesta a aceptar cualquier elaboración que se hace sobre ella.
Tanto el historiador como el novelista trabajan en deconstruir las ficciones acumuladas de sus sociedades. El historiador realiza esta tarea gradualmente, mientras el novelista lo hace de forma abrupta, con sus imperdonables pero incitantes transgresiones, conforme escribe su trayecto dentro, en torno y bajo el trabajo del historiador, animándolo con las palabras que se convierten en la carne y los huesos de gente viva y sensible.
La consanguineidad de historiadores y novelistas puede distinguirse en los esfuerzos recientes de historiadores notables que, al sentirse limitados por su disciplina, han emprendido la escritura de novelas. Un biógrafo presidencial no halló otro modo de realizar su trabajo que condescender a raptos de imaginación injustificables. No debemos sorprendernos por estas violaciones de fronteras. ¿Quién entre los escritores de cualquier tipo no quisiera poder ver en lo desconocido?
Doctorow. Circula en México La gran marcha (Roca, 2006), su libro más reciente.
Tomado de The Atlantic Monthly (Fiction Issue, 2006).
Traducción de Alberto Román.
E.L. DOCTOROW
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Desde una perspectiva histórica, hubo algo así como una guerra de Troya. De hecho, tal vez haya habido varias guerras de Troya. Pero la guerra sobre la cual escribió Homero en el siglo VIII a.C. es la que nos fascina porque es ficción. Los arqueólogos tienen serias dudas acerca de que alguna de las guerras de Troya comenzara porque un tal Paris secuestró a alguien de nombre Helena en las narices de su marido griego, o que un enorme caballo de madera repleto de soldados se hubiera alzado al fin con la victoria. Y en particular esos dioses que condujeron la guerra a su antojo, desviando flechas, alimentando rabias humanas, manipulando corazones y controlando la historia, tal vez hayan podido mantener en pie de guerra año tras año a griegos y troyanos, pero carecen de la más mínima autoridad en nuestro mundo monoteísta y no se han podido encontrar restos de ellos en las excavaciones del noroeste turco donde los arqueólogos descubrieron los fragmentos de cerámica, los huesos y los proyectiles de lo que puede haber sido la Troya verdadera.
Homero (o el establo de poetas asociados con el nombre de Homero) pudo haber sido un maniático de la fantasía politeísta o fue el adaptador genial de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie —ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes— ha igualado jamás en su locura imaginativa. Léanse los hexámetros de Homero y se hallarán dioses hechos a imagen y semejanza del hombre: celosos, mendaces, erotómanos, vengativos, sabelotodos de género específico, con capacidades poderosas que utilizan como armas lo mismo en el cielo que en la tierra.
¿Pero quién cambiaría la Ilíada por el registro histórico? Existe evidencia que sugiere que la épica homérica se transcribió después de generaciones de transmisión oral. Los hechos históricos viajan a través del tiempo fundidos con la revelación deslumbrante de un bardo.
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En Inglaterra, una tal Sociedad Ricardo III (y su correspondiente sucursal en Estados Unidos) quiere restaurar la fama del hombre cuyo nombre los agrupa del perjuicio que le infligieron las calumnias de la pieza de William Shakespeare. Shakespeare elaboró su retrato de un contrahecho monarca asesino en serie a partir de la crónica de Raphael Holinshed, quien por su parte la escribió bajo la influencia del testimonio de sir Thomas More, un propagandista de los Tudor entre otras cosas —los Tudor pusieron fin a la dinastía Plantagenet y al propio Ricardo en la batalla de Bosworth Field en 1485.
Los ricardianos argumentan que su rey no fue la criatura deforme retratada por Shakespeare. Dicen que los asesinatos que se atribuyen a Ricardo, en especial los de sus dos sobrinos encerrados en la Torre de Londres, no están probados. Sostienen haber encontrado evidencias de que fue un buen rey que gobernó con prudencia. Pero a pesar de quién haya sido en realidad Ricardo III y cuán abusivamente se le haya falseado, hoy y desde hace siglos es el polvo en que todos habremos de convertirnos; y la visión shakespeareana de su vida ofrece una verdad más importante para la autorreflexión de toda la humanidad de la que ningún conjunto de hechos puede producir. La enorme popularidad de esta obra de Gran Guiñol, desde su primera representación hasta el día de hoy, procede de la realidad que escenifica: que todos los hombres reclamarían para sí mismos una vida capaz de disuadir a sus enemigos. Nos enteramos, a regañadientes en nuestra extraña fascinación por este desmesuradamente vital y vengativo asesino de hombres, mujeres y niños, de que la suya es la arquetípica alma atormentada que no puede encontrar jamás refugio del invierno de su desventura.
Lo que los hombres son capaces de hacer por el poder, las matanzas y la devastación gigantescas que desatan en obediencia a sus malignos ánimos monárquicos, se comprueba con los hechos del siglo pasado. De tal forma que si el Ricardo III de Shakespeare no resulta recomendable desde el punto de vista de la información que proporciona, su profética identificación con este tipo de posibilidad humana está fija en la memoria por su lenguaje inimitable.
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En La guerra y la paz, Tolstoi describe más de una vez el personaje de Napoleón como el hombre de las “manitas regordetas”. Tampoco se “sienta bien o con firmeza en la silla de montar”. De él dice que es “pequeño”, con “muslos gordos… piernicorto”, un “estómago rotundo”, y que preside la corte oliendo a “agua de colonia”. Lo importante aquí no es la justeza de la descripción de Tolstoi, ésta no parece separarse en demasía de los testimonios reales, sino su selectividad: las otras cosas que podían decirse del hombre no se dicen. Lo que el autor quiere es que el lector entienda la incongruencia de un emperador guerrero en el cuerpo de un francesito gordo. Lo que importa es que el Napoleón de Tolstoi podría ser un empolvado paseante de los bulevares a punto de aspirar un pellizco de rapé. Las consecuencias de una disparidad de estas dimensiones entre la forma y el contenido pueden contarse en la cantidad de soldados muertos desperdigados por todo el Viejo Continente.
Una de las estratagemas del novelista, y lo mismo del dramaturgo, es simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje. Y así resulta que, de acuerdo con Tolstoi, Napoleón es un megalomaniaco pomposo y atildado. En una escena de la novena parte de La guerra y la paz, las guerras ruso-francesas han alcanzado el año crucial de 1812 y Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, el general Balashov, que lleva consigo los términos de paz. Napoleón está furioso, ¿no es él el que cuenta con un ejército más numeroso? Él y no el zar es el que dicta los términos. Habiendo sido arrastrado contra su voluntad a la guerra, destruirá toda Europa si su voluntad es contrariada. “Eso es lo que les sucederá, eso es lo que han ganado al apartarse de mí”, grita. Y entonces, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó por la habitación en silencio, y sus grandes hombros gordos se estremecieron”.
Más tarde, después de haberse consolado paseando frente a la multitud que lo adora, Napoleón invita al nervioso general Balashov a comer: “levantó la mano hacia el rostro del general ruso”, escribe Tolstoi, y le tiró un poco de la oreja, sin dejar de sonreír tan sólo con los labios.
Que el emperador le tirara a uno de la oreja se consideraba como el máximo honor y una gran merced en la corte francesa. “Pues bien: ¿no me dice nada, admirador y cortesano del emperador Alejandro?”, dijo, como si le pareciera ridículo que en presencia suya alguien fuera cortesano y admirador de otro que no fuese él, Napoleón.
Tolstoi hizo su trabajo de investigación, pero la composición es suya.
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Homero fue Homero, un bardo del final de la edad de bronce. En la edad de bronce los cuentos eran los instrumentos privilegiados de almacenamiento y transmisión del conocimiento: eran la memoria pública, preservaban el pasado, instruían a los jóvenes y creaban la identidad de la comunidad. Así que estamos preparados para ser indulgentes. Es lo mismo que hacemos con esos otros escritores de la época, los escritores y redactores de la Biblia hebrea. Tanto para ellos como para Homero, no había nada semejante a un discurso exclusivamente factual. No existía una observación educada del mundo natural que no fuera una creencia religiosa, ni una historia que no fuera leyenda, ni siquiera información práctica que no sonara como un lenguaje de intensidades. El mundo estaba hechizado.
En la Ilíada hay muchos dioses; en la Biblia, el Dios único a quien los escritores bíblicos ceden la autoría. Pero lo mismo bajo el imperio politeísta que a la sombra de un Dios solitario, se suponía que los cuentos contados en aquellos días eran verdaderos por el mero hecho de ser referidos. El mismo hecho de contar un cuento conllevaba una presunción de verdad.
También somos indulgentes con Shakespeare, pero precisamente porque se trata de Shakespeare. Para los tiempos de la era isabelina, la inspiración religiosa se había diferenciado del hecho científico, la verdad era algo comprobable a través de la observación y la experiencia, y el hecho estético era un producto autoconsciente. La realidad era una cosa y la fantasía otra. Dios se había institucionalizado y en un mundo despojado del hechizo por el racionalismo y el conocimiento empírico, los cuentos ya no fueron los principales instrumentos del conocimiento. Los cuentistas cayeron en la categoría de los seres mortales, por más inmortales que se hayan vuelto al correr del tiempo, y un cuento podía gozar de credibilidad, pero no sólo porque fuera contado.
Hoy en día sólo los niños creen que los cuentos son verdaderos nada más por ser contados. Los niños y los fundamentalistas. Tal es la medida de los 2 mil años de decadencia de la autoridad del cuento.
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El siglo XIX muestra, aún con mayor claridad que la época isabelina, el deseo del escritor mortal de que el cuento retenga su condición de revelación divina. El Napoleón de Tolstoi marcha dentro de un volumen de alrededor de un millar de páginas, pero él no es el único personaje cuyo carácter histórico puede comprobarse. También están el general Kutuzov, comandante en jefe de los ejércitos rusos, el zar Alejandro, el conde Rostopchin, gobernador militar de Moscú, etc., etc. Todos ellos son presentados como si no tuvieran otro código genético que las familias de personajes ficticios de Tolstoi. Esta fusión del hecho y la ficción existe en un mundo panorámico, como en La cartuja de Parma de Stendhal, o en Los tres mosqueteros, el cuento de capa y espada de Alejandro Dumas, donde el cardenal Richelieu, personaje histórico, aparece de forma muy poco favorable.
En los Estados Unidos del XIX, la audacia histórica de los novelistas tiende a estar un paso atrás. En The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista de Brook Farm, Nathaniel Hawthorne traza un retrato cabal de la protofeminista Margaret Fuller pero con otro nombre, con lo cual el lector obtiene la circunspección, o la sonrisa suspicaz, de la novela en clave. Audacia de una forma distinta, audacia en tanto regla de trabajo, se encuentra en La roja insignia del valor, la novela de Stephen Crane sobre la guerra civil, un notable cuento al estilo yo estuve ahí por un escritor que nunca estuvo ahí. Claro está que el proyecto más extraño de todos es el Moby Dick de Herman Melville, donde el soberano dios animal de un universo indiferente está compuesto a partir de los materiales despreciables del comercio de la caza de ballenas.
Todos los grandes ejecutantes del arte narrativo decimonónico comparten la creencia en la permanencia de la ficción como un legítimo sistema de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción de cualquier clase puede considerarse un transgresor arrogante, un inmoralista de la confusión de géneros aficionado a las redadas en las fronteras y las invasiones territoriales, en verdad no se trata más que de un conservador de ese antiguo sistema de organización y almacenamiento del saber que conocemos como cuento. Con un corazón de la edad de bronce, el escritor de ficción vive por el discurso total que antecede a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.
A estas alturas, la pregunta pertinente es si su fe en su oficio se justifica. Mientras los relatores bíblicos le atribuyeron su inspiración a Dios, los escritores posteriores parecen hallar en el pensamiento de ficción un poder personal, una fluidez de la mente que no siempre le advierte al escritor las novedades que trae consigo. Mark Twain decía que nunca escribió un libro que no se escribiera a sí mismo. Y nada menos que Henry James, ese engrandecedor del género, en su ensayo “El arte de la ficción”, describe este poder como “una sensibilidad inmensa… que toma para sí misma los indicios más débiles de vida… y convierte las meras vibraciones del aire en revelaciones”. Al fin y al cabo, lo que el novelista es capaz de hacer, dice James, es “describir lo invisible a partir de lo visible”.
Este regalo de la práctica parece provenir de su naturaleza inherentemente solitaria. Un escritor no tiene otro título que el que se da a sí mismo. A pesar de nuestros diplomas universitarios de escritura, no hay nada que autorice a un escritor a escribir, no existe un equivalente de un título de médico, de abogado, o de un posgrado en biología molecular o divinidad. Los escritores no se tienen más que a sí mismos, son especialistas en nada. Son libres. Pueden emplear los descubrimientos de la ciencia lo mismo que la poética de la teología. Pueden asumir la personalidad de un antropólogo o reportear como periodistas; pueden confesar, filosofar, mirar descaradamente como si fueran pornógrafos, o dejarse llevar por el asombro como si fueran niños. Son libres de echar mano de leyendas, mitos, sueños, alucinaciones y los susurros de los pobres locos de la calle. Cuenta con todo ello, con cada palabra, con todo tipo de datos que son agua para su molino. No excluye nada, y mucho menos la historia.
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Durante los últimos treinta años, más o menos, numerosos novelistas y dramaturgos se han internado en el terreno de la historia. (Debemos dejarles el porqué a los académicos de la literatura. Pero las décadas anteriores han asistido a una especie de deslinde del territorio de la ficción, en tanto que los medios, las ciencias sociales y el periodismo se han mudado a su espacio.) En varias novelas recientes han aparecido otros tantos Lincolns; personajes tan distintos como Sigmund Freud, J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn tienen papeles destacados, e incluso se han escrito novelas sobre escritores, por ejemplo Virginia Woolf o el propio Henry James, lo cual, supongo, es un acto de justicia poética.
Claro está que el escritor tiene la responsabilidad, ya sea en tanto intérprete solemne o satírico, de hacer una composición que proporcione una verdad revelada. Pero esto se lo exigimos a todos los artistas creativos, cualquiera que sea su disciplina. Por lo demás, un lector de ficción que encuentra en una novela una figura pública conocida diciendo y haciendo cosas que en ninguna otra parte se mencionan, sabe que está leyendo ficción. Sabe que el novelista espera abrirse camino hacia una verdad más grande de la que se obtendría con un mero reportaje de los hechos. La novela es una interpretación estética que retratará a una figura pública interpretándola no menos que un retrato de caballete. La novela no se lee como se lee un periódico; se lee como se ha escrito, con un espíritu de libertad.
Que la figura pública de relevancia histórica haga ficción de sí misma mucho antes de que el novelista se ocupe de ella, no tiene ninguna importancia. Una vez que la novela está escrita, que la interpretación está terminada, la presencia histórica se ha duplicado. Existe la persona y existe el retrato. No son lo mismo ni lo pueden ser. En el caso de que la Sociedad Ricardo III logre su propósito, habrá dos Ricardo III, ninguno de los cuales interferirá con el otro. Si no hay una novela de Lincoln, sino docenas de ellas, la multiplicidad de las interpretaciones arrojará una imagen no plana como la del bastidor, sino más cercana a un holograma tridimensional.
Los personajes históricos pueden ser material de chismes en las cantinas o modelos de retratos serios para composiciones en prosa, pero de todas maneras son, de forma inevitable, sacrificios ante la vida imaginativa de las naciones.
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Y en todo esto, ¿cuál es el lugar de los historiadores genuinos? A pesar de que los académicos de la American Historical Association piensen tal vez que el novelista que emplea materiales históricos es una especie de trabajador indocumentado que se cuela por la frontera en plena noche, los escritores de narrativa poseen un vínculo natural sea cual fuere su oficio.
El crítico estructuralista francés Roland Barthes, en un ensayo titulado “Discurso histórico”, concluye que el importante tropo estilístico del relato histórico, en especial la voz objetiva, “resulta ser una forma especial de ficción”. De este modo, así como cualquier trozo de escritura posee una voz, la voz objetiva e impersonal del historiador que relata es su caballo de batalla. La presunción de factualidad está sujeta a la documentación acumulada que nutre a los historiadores y por ello aceptamos esa voz. La voz de la autoridad.
Pero ser completamente objetivo es no tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial tal como si de hecho se careciera de un lugar en el mundo.
Los historiadores investigan tantas fuentes como pueden, pero ellos deciden lo que es importante para su trabajo. Debemos reconocer el grado de creatividad en esta profesión que rebasa el estudio académico inteligente y constante. “No hay hechos en sí mismos”, dice Nietzsche. “Porque para que un hecho exista, primero debemos introducir un significado”. La historiografía, lo mismo que la ficción, organiza sus datos para demostrar un sentido. La matriz cultural en la que trabaja el historiador condicionará su pensamiento; él hablará por su época y su lugar a través de los hechos que ilustra y los que decide dejar en la oscuridad, los hechos que decide hacer vivir y los que permanecen amorfos, abortados. El registro histórico está sometido a un proceso constante de revisión y este proceso no consiste nada más en descubrir evidencia adicional para corregirlo. “Por más alejados en el tiempo que parezcan los hechos, todo juicio histórico se refiere a necesidades y condiciones presentes”, sostiene el filósofo e historiador Benedetto Croce en su libro La historia como hazaña de la libertad. Ésta es la razón por la cual la historia tiene que escribirse y reescribirse generación tras generación.
De todas maneras reconocemos la diferencia entre buena y mala historia, del mismo modo que somos capaces de distinguir una novela buena de una mala.
El historiador académico y el novelista indocumentado hacen causa común como trabajadores de la Ilustración. Ambos se enfrentan a la historia falsificada tal y como es interpretada por el poder, tal y como es pervertida por objetivos políticos, tal y como es moldeada en un mito útil por aquellos que sacan provecho de su plasticidad. Pues la “Historia”, claro está, no es sólo un estudio académico. En cualquier tiempo y lugar es siempre un asunto crucial. “Aquel que controla el pasado controla el futuro”, escribió Orwell en 1984. Y por ello hay historia escrita por líderes políticos elegidos o no, superpatriotas, sucios embaucadores, xenófobos, y todos los demás ejemplares del sutil pensamiento reduccionista; historia escrita por teóricos sociales casados con una ideología, por autores de libros de texto que adaptan su trabajo a las presiones de la comunidad, por hombres de Estado jubilados que ofrecen su mejor cara en sus logros lamentables, y por fervientes acólitos de uno u otro culto religioso.
El novelista no es el único que entiende que la realidad está siempre dispuesta a aceptar cualquier elaboración que se hace sobre ella.
Tanto el historiador como el novelista trabajan en deconstruir las ficciones acumuladas de sus sociedades. El historiador realiza esta tarea gradualmente, mientras el novelista lo hace de forma abrupta, con sus imperdonables pero incitantes transgresiones, conforme escribe su trayecto dentro, en torno y bajo el trabajo del historiador, animándolo con las palabras que se convierten en la carne y los huesos de gente viva y sensible.
La consanguineidad de historiadores y novelistas puede distinguirse en los esfuerzos recientes de historiadores notables que, al sentirse limitados por su disciplina, han emprendido la escritura de novelas. Un biógrafo presidencial no halló otro modo de realizar su trabajo que condescender a raptos de imaginación injustificables. No debemos sorprendernos por estas violaciones de fronteras. ¿Quién entre los escritores de cualquier tipo no quisiera poder ver en lo desconocido?
Doctorow. Circula en México La gran marcha (Roca, 2006), su libro más reciente.
Tomado de The Atlantic Monthly (Fiction Issue, 2006).
Traducción de Alberto Román.
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