miércoles, agosto 29, 2007

Los cuentos de Philip K. Dick

JOSÉ AGUSTÍN

Philip K. Dick, californiano aunque nació en Chicago, pertenece a la generación de los beats, de Salinger, Charlie Schultz y Joseph Heller, y comparte con ellos varios rasgos generacionales. Pero él fue un escritor de ciencia ficción. Alucinado natural, se alimentó del género desde niño y después las drogas activaron zonas insólitas de su imaginación. Esas experiencias, combinadas con lecturas de psicología, filosofía, religiones, ocultismo y ciencia dura, lo llevaron a concebir historias pasmantes. Varias de ellas se adaptan al cine últimamente, y el interés por este vato loco sigue aumentando pues en muchísimos aspectos se adelantó a su tiempo y apenas ahora, con la fetichización de la tecnología y la exploración de la mente, se le entiende mejor.

Dick produjo muchos relatos a partir de los veinte años, cuando decidió vivir de escribir; sin embargo, un autor desconocido y desconectado como él, sólo tenía un acceso relativo a las revistas pulp, como Galaxy, Fantastic Universe, Planet Stories, Amazing, Astounding, Fantasy and Science Fiction o Imagination. En la actualidad los ejemplares de esas publicaciones pueden costar fortunas, pero en los 1950 constituían un inframundo en el que los editores esquilmaban, imponían temas y estilos, manipulaban los textos a su capricho y pagaban poquísimo. A fin de cuentas Dick se defendió como pudo, y durante esa década publicó la mayor parte de sus más de cien relatos negociando tenazmente con algunos editores. En los 1960 le fue mejor y se concentró en escribir novelas, entre las que destacan Tiempo desarticulado, El hombre en el alto castillo, Tiempo de Marte, Los tres enigmas de Palmer Eldritch, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Ubik, Fluyen mis lágrimas, dijo el policía; VALIS y Una mirada en la oscuridad. Por desgracia, estas y las demás novelas que escribió desplazaron casi enteramente su inclinación por los cuentos.

Dick utilizó el género corto como cancha de entrenamiento y para dar salida a su pasmante imaginación. Pensaba que el cuento debía presentar situaciones, historias o temas, y no tanto personajes (la novela trata del asesino; el cuento, del asesinato, decía) o refinamientos literarios. Por tanto, sus historias no podían ser comunes y corrientes. En los relatos incubó y preparó muchas de las ideas de sus grandes novelas, y estableció sus principales señas de identidad literaria: un estilo conciso, directo y sobrio, sin artificios, melodramatismos, efectos, trampas u otras concesiones a lectores perezosos; le gustaba empezar a la mitad del tema, o en plena acción, y después dosificaba los antecedentes. Si había varios personajes importantes entonces alternaba distintos planos narrados desde el punto de vista de cada uno. Los finales, usualmente muy buenos y noqueadores, solían ser pesimistas, crueles o de humor negro. Además, Dick tendía a emplear personajes ordinarios y hasta sus “héroes” son sumamente falibles. Esta extrema desmitificación se debe a la teoría del relato como campo de historias y no de personajes, pero también a que, con todo y su imaginación, fantasía y locura, Dick era profundamente realista, y por tanto escéptico. A diferencia de muchos de sus personajes, al escribir no cedía a lo ilusorio y a lo virtual. Lo peor que le podía pasar era que la prosa le saliera un tanto plana.

En su primer cuento publicado, “Roog”, a un perro le gustan los botes de basura, fuente de olores enervantes y alimentos en deliciosa descomposición. De hecho, les llama “urnas de ofrendas”, pues para él la basura es sagrada. Por tanto, el perro detesta a los “roogs”, los que la recogen, sacrílegos que vacían los botes en los contenedores de sus camiones y se llevan los tesoros. El perro, desquiciado, ladra y avisa, pero nadie le hace caso, porque para hacerlo es necesario ver las cosas como él, como un perro. “Roog” le hubiera gustado a Jung, quien con frecuencia recordaba lo recompensante de ponerse en el lugar de los demás y que el tema del tesoro en la basura es arquetípico. Como se ve, el concepto de ciencia ficción de Dick, muy elástico, rebasaba los temas comunes de los viajes espaciales, la colonización de planetas o las guerras intergalácticas, y admitía numerosas historias que rebasaban los límites usuales del género. Se trataba de una fantasía muy peculiar, profética más que moderna o posmoderna. Eso sí, escribía sus alucinadas invenciones con un gran realismo, pues partía del principio de que lo inverosímil debe contarse como algo común y corriente.

Por eso, además del perro con nociones de lo sagrado, en “La máquina que preserva”, un melómano decide conservar las obras maestras de la música mediante un invento que convierte partituras en animales, un poco como cuando Rimbaud atribuyó colores a las vocales. En “Más allá yace el wub”, un gordísimo y peludo animal telépata, filósofo, experto en ciencias y artes, es encantador, pero de cualquier manera se lo comen por su sabor exquisito. En “La corta y feliz vida del zapato marrón”, los clones de unos zapatos se enamoran. En “El constructor”, un hombre crea obsesivamente un barco sin motor ni velas en el patio de su casa, muy lejos del mar; todos lo creen loco hasta que empieza a llover muy fuerte y sin parar. En “El abonado”, cuento hermano de “El guardagujas”, la gente viaja todos los días a una ciudad que no existe. En “Estabilidad” otra ciudad, ésta maléfica, se comprime y se le encarcela en una pequeña esfera de cristal. O, en “El reporte de la minoría”, tres retrasados mentales con el don de la precognición dan pie a arrestos preventivos, antes de que ocurran los delitos. En “La viejecita de las galletas”, una anciana le extrae a un joven toda su vitalidad mediante deliciosas galletas caseras. Abundan los textos de este tipo, historias que son legítima ciencia ficción, pero que también se hermanan con la “fantasía” de Kafka o de Borges.

Dick encontraba sus temas en algo tan trivial y cotidiano como encender un foco o ver un anuncio de las muñecas Barbie, pues sus ideas más fantasiosas siempre se anclaban en la realidad, el presente que le tocó vivir. Sin perder lo original y lo insólito, gran parte de esos textos también son metáfora de Estados Unidos a mitad del siglo XX, la época del furor fanático anticomunista y de la paranoia nuclear disfrazados de Mundo Feliz, porque fachada de Disneylandia vemos, Show de Horrores no sabemos.

En los cuentos, Dick empezó a explorar el tema de la identidad al llevar a niveles de maestría la idea de los robots y de la inteligencia artificial. Las máquinas no sólo se rebelan sino que dominan y oprimen a los hombres (“Llamada de servicio”). Y hay androides tan bien hechos que ignoran serlo, como en “La segunda variedad”, “El impostor” o “Garras”. Si no, se borra la memoria de una persona y se le reprograma para modificar su conducta, como en “Nosotros recordamos por usted a precios de ganga”, que se filmó como Total Recall; o, de plano, para que sea otro. En “Desayuno en el crepúsculo”, por otra parte, el tiempo se retuerce de tal modo que al cenar en paz en casa con la familia de pronto la violentísima Tercera Guerra Mundial irrumpe en la intimidad.

Cuando el androide se cree humano, los hombres también empiezan a dudar de su condición: ¿qué tanto en mí es mío y qué tanto me han impuesto? ¿Soy el sueño, la ficción creada o imaginada por otro? En Dick la realidad y el tiempo siempre son relativos, una cuestión de percepción, y la libertad por lo general se limita o francamente se suprime a través de lo ilusorio, de realidades virtuales, mentiras y huecos mitos que se imponen. Este mundo y los demás son una ilusión, una sombra, una ficción. De hecho, en gran parte de los relatos la incertidumbre domina, y Dick así asienta sus bases taoístas, budistas, platónicas, cristianas, nietzscheanas y junguianas. Un gran ejemplo de todo esto se halla en “Humano es” o en el cruel “Una incursión en la superficie”.

Philip K. Dick escribió tantos cuentos que en verdad sació los apetitos de su imaginación y pudo explorar sus temas favoritos, como los viajes. De los espaciales hay numerosas muestras, pero a mí me parece magnífico “El señor nave espacial”, donde un viejo dona su cerebro para integrarlo en la computadora de un gran vehículo experimental y así vive a través de la máquina, que por supuesto maneja como quiere y no como se había programado. De los viajes en el tiempo me entusiasma “El hombre variable”, sobre un milusos muy inventivo de principios del siglo XX que arregla lo que sea. Por un error lo trasladan al siglo XXII, en medio de una guerra contra Centauro, en la cual la Tierra confía triunfar con un proyectil que al rebasar la velocidad de la luz virtualmente desaparece, se vuelve indetectable, y al llegar a su destino reaparece en el plano físico, entra en colisión con la materia ahí existente y explota con una fuerza devastadora. Por desgracia, esta arma aún no se perfecciona y, mientras, las computadoras son clave para indicar las posibilidades de triunfo; sin embargo, las máquinas se desquician pues no tenían programada la aparición de alguien del siglo XX, a quien entonces se considera como “el hombre variable” y que mostrará cómo el pasado tiene mucho que enseñar al futuro.

Dick observa la guerra, otro gran tema de la ciencia ficción, especialmente en los 1950, desde distintos ángulos, pero siempre, como buen miembro de su generación, con un espíritu pacifista y antibélico. Varios cuentos ofrecen escenarios apocalípticos después de una guerra nuclear. Además del tema, ya muy manido, del viaje al pasado para modificar la dictadura de las máquinas del presente, como en “El molde de Yancy”, que resultó boceto de la novela La penúltima verdad, también surge la posibilidad de los mutantes, como en “El hombre dorado” o “Llamada de servicio”.

Dick escribió todo esto en los años 1950, mucho antes que Asimov, Arthur C. Clark o Stan Lee. También, como Bester, se adelantó mucho en el tema de la telepatía y, antes de William Gibson exploró las computadoras y la realidad virtual. Sin embargo, en los relatos, Phil K. Dick apenas esbozó la cuestión de la locura, la esquizofrenia, las enfermedades y peculiaridades mentales, o las deficiencias y deformaciones físicas, al igual que la invención de todo tipo de drogas o religiones insólitas. Eso vendría después, en las novelas de las dos décadas siguientes.

Entre tantos relatos los altibajos son inevitables. Algunos textos fallan o se logran a medias, pero, de cualquier manera, los 120 de los cinco volúmenes se leen con gran interés y, por supuesto, muchos son excelentes y varios excepcionales, además de que contienen el fervor, entusiasmo y la maravillosa intuición de la juventud. A los ya mencionados hay que añadir “Autofac”, texto pionero en la literatura ecológica; “Lo irreconstruido”, sobre lo falso y las falsificaciones, otra variedad del tema de lo ilusorio; “El último de los maestros”, en donde un robot es una especie de Jesucristo; otro muy bueno, también de robots, “Intento de venta”, es ultradark, desolador y parecería escrito ahora, cincuenta años después. Más cuentazos: “Pueblo chico”, texto muy extraño en el cual un fracasado se transforma en vehículo de la muerte. “Prescindible”, sobre la deshumanización que no respeta la vida humana; dice Dick que se le ocurrió “cuando una mosca me zumbaba por la cabeza y yo imaginé que se reía de mí”. En “Entrometido” la curiosidad mata; es un relato pesadillesco, intenso y febril, de final contundente. “Colonia”, a su vez, muestra objetos con vida propia que se confabulan para exterminar a los humanos. “Es el colmo de la paranoia”, comentaba Dick.

Casi todos sus textos son parabólicos, y si bien la fachada atrae, incluso impacta, lo decisivo nunca es visible. En el fondo, el gran tema de Phil K. Dick es la exploración del alma. Como se sabe, Dick iba y venía de la locura, constituía un caso borderline que vivía entre conflictos reales y “virtuales” con las mujeres, las drogas y las autoridades. Sin embargo, para fines prácticos, reales y no virtuales, esto encontró una via regia de salida a través de grandes novelas y relatos magistrales que se acomodan muy bien entre los mejores del género en el siglo XX. Por suerte, Minotauro finalmente publicó los cinco volúmenes de los cuentos completos de Philip K. Dick tal como los editó en Estados Unidos Citadel Twilight Books a fines de los 1980, con los mismos aciertos y las mismas deficiencias. Hasta el momento, en México sólo han aparecido los dos primeros tomos que, en lo que llegan de España los restantes, son una buena vía para penetrar en estos relatos extraordinarios.

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