miércoles, octubre 24, 2007

Café y escritura

Juan Villoro

Con motivo de su segundo aniversario, el miércoles 24 de octubre, a las 21 horas, TV UNAM transmitirá el documental Café con Shandy en el que Enrique Vila-Matas responde a las preguntas que le planteo sobre crítica y ficción. El propósito de este artículo no es resumir la conversación sino celebrar el escenario en que transcurre. Me refiero al Bauma, sitio de usos múltiples donde señoras barcelonesas favorecen los "libritos" de ternera en el almuerzo y algunos parroquianos reinventan el mundo ante un vaso de whisky o un café cortado.

Excéntrico afecto a las costumbres, Vila-Matas desconfía de las iniciativas para conocer nuevos lugares. El autor de Exploradores del abismo reserva las expediciones arriesgadas para las tareas mentales. En una ocasión lo convencí de que nos reuniéramos a cenar en un restaurante de Barcelona alejado de su casa. Mostró sus habituales prevenciones pero cedió por generosidad. Lo esperamos durante un lapso kafkiano hasta que finalmente llamó por teléfono: "¡Estoy en el café Zángano!", exclamó con la desesperación del que está perdido y ha tenido que entrar en un sitio que no es el suyo a hacer una llamada de emergencia. Aquello era una claudicación. Enrique es del Bauma como es del Barça.

En un libro tan adictivo como su tema, Poética del café, Antoni Martí Monterde recuerda la importancia cultural de los espacios diseñados para conversar sin límite de tiempo. Aunque la expresión "intelectuales de café" desprecia a quienes dilapidan su talento ante un capuchino, la literatura moderna no sería lo que es sin esos locales donde lo público se mezcla con lo privado y un elixir sirve a la tarea esencial de mantenernos despiertos para tener opiniones.

La escritura ha sido determinada por el café. El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe, registra la despersonalización producida por la gran ciudad. No es casual que el cuento comience y termine en un café, refugio transitorio del ciudadano que en la calle se borra en el anonimato.

Para justificar sus horas en el Café del Pombo, Gómez de la Serna comentó: "El escritor debe estar sentado en medio de la vida, pero al margen de ella y en el sitio en que están las gentes sin profesión determinada". Al café no se llega como abogado o panadero: ahí los expertos deben interesarse en generalidades. Por eso es el observatorio ideal para los cronistas de lo diario.

Walter Benjamin juzgaba que el comensal atento era una especie de cirujano de la realidad: "El autor coloca la idea sobre la mesa de mármol del café. Larga reflexión, pues aprovecha el tiempo antes de que llegue el vaso, esa lente con la cual examina al paciente. Luego saca poco a poco su instrumental: estilográfica, lápiz y pipa. La masa de clientes, dispuesta como en un anfiteatro, constituye el público de su hospital".

Algunos van al café a escribir o leer, y se dan casos de alta cacería en que un aprendiz de genio va ahí a contemplar a un maestro. Elias Canetti asistía al Central de Viena para estudiar a Karl Kraus, implacable defensor de la pureza de la lengua. Para el autor de Los últimos días de la humanidad, la gran corruptora del idioma es la prensa. Uno de sus aforismos reza: "Los periodistas escriben porque no tienen nada qué decir y tienen algo que decir porque escriben". ¿Cómo sabía esto Kraus? Porque no dejaba de leer periódicos. A Canetti le cautivaba el tenso brazo del crítico sosteniendo el diario, la mirada apasionada por el repudio, el rictus placentero al descubrir una frase condenable. Kraus oficiaba ahí como un sacerdote ante el altar de la lengua.

Otros han tenido una relación más tranquila con la mesita de mármol en la que apoyan sus papeles. Claudio Magris escribió su tesis de doctorado en el café San Marco de Trieste y hasta la fecha califica ahí los exámenes de sus alumnos ("¡por eso aprueba a todo mundo!", me dijo Martí Monterde cuando hablamos del tema). La felicidad cafetera vuelca a unos al análisis intransigente y a otros a la benevolencia.

Quienes admiramos a Fabio Morábito pudimos verlo durante años en un café de Insurgentes. El poeta no tenía teléfono y hacía poca vida social. La única forma de encontrarlo era ir a su mesa de siempre. La decoración del sitio se apartaba mucho de los célebres cafés de Alejandría, don- de nació Morábito, o los de Milán, de donde proviene su familia. Daba la impresión de que el talento para la repostería se había aplicado sobre todo a las paredes. En ese escenario cursilón resaltaba aún más la conversación exacta, poco dada a los arrebatos, del poeta y narrador. Además, reforzaba su proverbial discreción: nadie podía sospechar que alguien escribiera ahí. Su mesa era para iniciados.

La presencia de Vila-Matas en el Bauma pertenece a la tradición literaria. El gran cronista de ese sitio es Joan de Sagarra, autor de la columna "La horma de mi sombrero". En una de sus entregas escribió una frase que cito de memoria: "Mañana el Bauma cierra por vacaciones; sin embargo, esta columna seguirá apareciendo". Su pluma está tan vinculada a ese escenario que parece una extravagancia que publique cuando el lugar está cerrado.

Café con Shandy fue ideado por Margarita Heredia Zubieta para su libro Vila-Matas portátil, un autor ante la crítica, dirigido por Enrique Díaz Álvarez y producido por TV UNAM y editorial Candaya. El concepto "shandy" alude a una conjura de artistas que sólo se interesan en el arte portátil que cabe en un maletín.

Hay universidades en las que basta pedir un café para estar inscrito. La de Kafka fue el Arco y la de Pessoa el Martinho da Arcadas. Café con Shandy, conversación con Enrique Vila-Matas, forma parte de esa academia informal y venturosa donde Kraus criticó a los ausentes pero no a sus contertulios y donde Magris ejerce la ética del anfitrión y aprueba a todos sus alumnos.



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