Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Desnaturalizado. Apátrida. Avergonzado. Encabronado, extranjero en su tierra. Eso significa hoy para muchos ser mexicano. La cachaza de unos, su indiferencia, su complicidad nos salpica a otros de mierda, de inmundicia que rechazamos porque representa lo más ruin de la sociedad mexicana encarnado desde demasiado tiempo tal que tumoración vergonzante: la connivencia con el estercolero de las altas esferas que mangonean a placer todos los ámbitos de la política, el empresariado, el clero, para hacer lo que se les pega la gana cuando se les pega la gana y disfrutar siempre de infamante impunidad. Hay países donde la menor complicidad con el crimen desde el poder político lleva como sanción la pena de muerte. Aquí no. Aquí cualquier trapacería, cualquier abuso, cualquier crimen se puede pasar por alto si el perpetrador es cofrade: el poder político apuntalado por el poder económico, colegido con el poder de la manipulación masiva en medios electrónicos lo mismo que las diatribas desde los púlpitos mezcladas con la mayoría de los discursos de los conductores de la televisión y la radio, salvo honrosas y valientes excepciones que tú y yo, lector, sobradamente conocemos y ponderamos cada vez que son menos. La sociedad mexicana es sin maquillaje esta señora consunta, agusanada y oligofrénica que expulsa de su seno la decencia articulando siempre un doble discurso, una intención oculta, un negocio sucio en el rincón mientras los reflectores alumbran grandilocuencias.
La todavía reciente y nauseabunda resolución de la Suprema Corte de (In)justicia que exime de culpa a un gobernador que se hizo famoso por grabaciones de sus conversaciones telefónicas en que se exhibía a sí mismo como parte de un complot para “romperle la madre” a la periodista Lydia Cacho, “esa vieja cabrona”, por investigar una mafia de pornógrafos violadores de niñas en que presuntamente (y en muchos casos con pruebas contundentes, documentales, visuales y circunstanciales) participan en distintos niveles egregios señores de la política y la industria, como el empresario textilero Kamel Nacif y políticos de policroma laya, ayer priístas, hoy panistas institucionales, encuera la verdadera naturaleza del gobierno y sus instituciones y cancela, otra vez, la posibilidad de que este país haga un efectivo acto de contrición y empiece a deshacerse de sus parásitos y alimañas en aras de algo tan elemental como la decencia. Quienes desde la Corte decidieron subirse al carro de las complicidades sin ponerse a sopesar qué significa otorgar patente de corso a un gobernador coludido con violadores y pornógrafos infantiles, corruptores de menores, hombrecillos repugnantes que son incapaces de ejercer su sexualidad de una manera adulta y normal, se convirtieron en sus cómplices preciosos. Supongo que esos jurisconsultos y graves señoras y señores no tienen en su familia la tragedia –ojalá que nunca la tengan, que nunca se tengan que encerrar a llorar su arrepentimiento, porque ninguna criatura se merece lo que ellos validaron de facto– de un niño violentado para satisfacer el deseo enfermo de una bestia de ésas, ni tienen hijas por las que velar, ni sobrinas, ni nietas, ni madre.
Pero no hay de qué sorprenderse; es esa una conclusión triste pero impepinable, porque la lista de la impunidad en México en inmensa. El asesinato, la violación, la masacre, el robo, el despojo son actividades ligadas a toda nuestra historia, desde la Conquista hasta las elecciones del año pasado. Allí los Durazo, los Echeverría, los Jongitud, los Gutiérrez Barrios, las Elbas o Martitas, los Salinas, los Figueroa, los Hank… robos, extorsiones, despojos, masacres pendientes de respuesta siempre divertidas por la televisión y la Iglesia, mientras lo de menos son las víctimas de los soldados en Durango o Zongolica, las muertes de políticos más o menos honestos, ciudadanos, periodistas o activistas sociales que se volvieron inoportunos en la vereda de la Bestia y terminaron sus días en Lomas Taurinas, en Acteal, en Aguas Blancas, Tlatelolco o cualquier calle de cualquier ciudad, en cualquier zanja, baleados, ahorcados, “suicidados” de dos tiros o simplemente, como siguen miles, desaparecidos para justificar un día el decreto, la creación de una comisión investigadora que hará puntual entrega de sus descubrimientos a perversos juristas que no harán a su vez más que otorgar, con característica pompa ampulosa de toga que oculta bubones, refrendo de carta blanca a una triste colección de abusos. Qué asco.
tumbaburros@yahoo.com
Desnaturalizado. Apátrida. Avergonzado. Encabronado, extranjero en su tierra. Eso significa hoy para muchos ser mexicano. La cachaza de unos, su indiferencia, su complicidad nos salpica a otros de mierda, de inmundicia que rechazamos porque representa lo más ruin de la sociedad mexicana encarnado desde demasiado tiempo tal que tumoración vergonzante: la connivencia con el estercolero de las altas esferas que mangonean a placer todos los ámbitos de la política, el empresariado, el clero, para hacer lo que se les pega la gana cuando se les pega la gana y disfrutar siempre de infamante impunidad. Hay países donde la menor complicidad con el crimen desde el poder político lleva como sanción la pena de muerte. Aquí no. Aquí cualquier trapacería, cualquier abuso, cualquier crimen se puede pasar por alto si el perpetrador es cofrade: el poder político apuntalado por el poder económico, colegido con el poder de la manipulación masiva en medios electrónicos lo mismo que las diatribas desde los púlpitos mezcladas con la mayoría de los discursos de los conductores de la televisión y la radio, salvo honrosas y valientes excepciones que tú y yo, lector, sobradamente conocemos y ponderamos cada vez que son menos. La sociedad mexicana es sin maquillaje esta señora consunta, agusanada y oligofrénica que expulsa de su seno la decencia articulando siempre un doble discurso, una intención oculta, un negocio sucio en el rincón mientras los reflectores alumbran grandilocuencias.
La todavía reciente y nauseabunda resolución de la Suprema Corte de (In)justicia que exime de culpa a un gobernador que se hizo famoso por grabaciones de sus conversaciones telefónicas en que se exhibía a sí mismo como parte de un complot para “romperle la madre” a la periodista Lydia Cacho, “esa vieja cabrona”, por investigar una mafia de pornógrafos violadores de niñas en que presuntamente (y en muchos casos con pruebas contundentes, documentales, visuales y circunstanciales) participan en distintos niveles egregios señores de la política y la industria, como el empresario textilero Kamel Nacif y políticos de policroma laya, ayer priístas, hoy panistas institucionales, encuera la verdadera naturaleza del gobierno y sus instituciones y cancela, otra vez, la posibilidad de que este país haga un efectivo acto de contrición y empiece a deshacerse de sus parásitos y alimañas en aras de algo tan elemental como la decencia. Quienes desde la Corte decidieron subirse al carro de las complicidades sin ponerse a sopesar qué significa otorgar patente de corso a un gobernador coludido con violadores y pornógrafos infantiles, corruptores de menores, hombrecillos repugnantes que son incapaces de ejercer su sexualidad de una manera adulta y normal, se convirtieron en sus cómplices preciosos. Supongo que esos jurisconsultos y graves señoras y señores no tienen en su familia la tragedia –ojalá que nunca la tengan, que nunca se tengan que encerrar a llorar su arrepentimiento, porque ninguna criatura se merece lo que ellos validaron de facto– de un niño violentado para satisfacer el deseo enfermo de una bestia de ésas, ni tienen hijas por las que velar, ni sobrinas, ni nietas, ni madre.
Pero no hay de qué sorprenderse; es esa una conclusión triste pero impepinable, porque la lista de la impunidad en México en inmensa. El asesinato, la violación, la masacre, el robo, el despojo son actividades ligadas a toda nuestra historia, desde la Conquista hasta las elecciones del año pasado. Allí los Durazo, los Echeverría, los Jongitud, los Gutiérrez Barrios, las Elbas o Martitas, los Salinas, los Figueroa, los Hank… robos, extorsiones, despojos, masacres pendientes de respuesta siempre divertidas por la televisión y la Iglesia, mientras lo de menos son las víctimas de los soldados en Durango o Zongolica, las muertes de políticos más o menos honestos, ciudadanos, periodistas o activistas sociales que se volvieron inoportunos en la vereda de la Bestia y terminaron sus días en Lomas Taurinas, en Acteal, en Aguas Blancas, Tlatelolco o cualquier calle de cualquier ciudad, en cualquier zanja, baleados, ahorcados, “suicidados” de dos tiros o simplemente, como siguen miles, desaparecidos para justificar un día el decreto, la creación de una comisión investigadora que hará puntual entrega de sus descubrimientos a perversos juristas que no harán a su vez más que otorgar, con característica pompa ampulosa de toga que oculta bubones, refrendo de carta blanca a una triste colección de abusos. Qué asco.
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