Juan Villoro
El Siglo de las Luces mostró las asombrosas ideas que se pueden tener bajo una peluca. Algunas triunfaron a tal grado que cuesta trabajo advertir que fueron novedosas. Esa época fecunda, inventora de la enciclopedia y el pararrayos, también alteró la relación del caballo con el hombre.
Como todos los tiempos, el siglo XVIII estuvo lleno de guerras y treguas, esas temporadas peligrosas que aburren a la milicia y fomentan el agotador espectáculo de los desfiles. En una de esas pausas, un sargento inglés se paró sobre el lomo de un caballo y descubrió que podía mantenerse en pie si avanzaba en círculo. Había descubierto los beneficios que la fuerza centrípeta aporta a la caballería recreativa. Fue el inicio del circo moderno; por eso su pista es circular.
Aprendí esto gracias a Federico Serrano, director de difusión del Circo Atayde, que ha emprendido una cruzada para que los malabarismos del hombre y su perro sean discutidos en foros culturales. En Canadá, Francia o Rusia el circo es tema universitario. A pesar de lo mucho que nos gusta que alguien meta su cabeza en las fauces de un león, en México el circo no es visto como género artístico sino como una forma de supervivencia extrema, es decir, como una tradición popular.
Por desgracia, pertenezco al olvidadizo sector de quienes sólo saben que les fascina el circo cuando están ahí. Al respirar el aire de la carpa (ese olor a palomitas, aserrín y animales) me sorprendo de no haber regresado antes.
El circo es el raro prodigio que damos por sentado. Visitarlo depende menos de las opciones de la cartelera que de la ronda de las generaciones: el nieto descubre lo que el abuelo revive. En México, la dinastía de los Atayde es la principal responsable de que lo insólito se haya convertido en costumbre. El apellido ya es sinónimo de un oficio.El Circo Atayde dio su primera función en Mazatlán el 26 de agosto de 1888. La historia del país ha entrado y salido de esa carpa. En 1909 Francisco I.
Madero celebró ahí un mitin donde el bostezo de las fieras no mermó el proselitismo y acaso compitió en originalidad con el recital que Ramón Gómez de la Serna ofreció en España montado en un elefante.El circo ha estado tanto tiempo entre nosotros, sus carretelas y su estridente carpa han sido tan ubicuas, que a veces dejamos de tomarlo en cuenta. Es como el mar donde rara vez nadan los lugareños y en cambio atrae a los turistas. Tal vez si el circo viniera de Arabia lo aguardaríamos de otro modo.Un acto sólo es cultural si se discute. Serrano se ha propuesto que el circo sea materia de estudio y crítica. Normalmente vamos al circo como comemos pan de muerto; es algo que nos toca en el calendario. No hay nada malo en este placer determinado por la rutina, pero se le podría agregar el beneficio de la valoración comparativa. Si fuéramos a una reunión donde se hablara de un nuevo estilo de acróbatas no necesitaríamos que nuestra hija nos exigiera un elefante para regresar al circo.
Esta última razón me hizo volver al primordial Atayde. Recuperé el escalofrío de admirar a un acróbata en un columpio y el miedo superior de que un payaso me llevara al centro de la pista. También encontré cambios que hace años nadie hubiera previsto.
Los circos del mundo se han impuesto el principio ético de trabajar con menos animales. Vivimos años imperfectos pero al menos somos conscientes de la depresión de los tigres. El Cirque du Soleil no presenta otra fauna que quienes se contorsionan porque eso les divierte o al menos les permite estar lejos de casa.Recuerdo el estremecimiento que provocaba el armado de la jaula de los leones y al domador que daba la espalda a los colmillos para que ovacionáramos su sangre fría.
Años después entendí, por una novela de Eliseo Alberto, el reverso de esta situación: la tristeza de que un león jubilado sea vendido a precio de bicicleta.En mi regreso al Atayde sólo dos tipos de animales recorrieron la pista: los virtuosos perros y los elefantes, cuyo sentido es mítico: les basta estar ahí para mostrar que eso es un circo y ganarse el pienso.
En el plano de las acrobacias, la tecnología ha llegado en auxilio de la imaginación. Tres motociclistas recorren una esfera a velocidad salvaje. Una hermosa búlgara se sitúa al centro y sonríe con la dicha tranquila de quien recibe una caja de bombones.
Otra novedad es el carácter renacentista de los payasos. Ya no estamos ante el hombre de grandes zapatos, lágrima de carmín y glúteos de globo que caía con estrépito y hacía que su llanto llegara a la tercera fila. Ahora el payaso toca cuatro instrumentos, es un mimo consumado y atrapa palomitas con la boca con la destreza con que una planta carnívora atrapa moscas.
La magia es parte esencial de la renovación. Un ilusionista adiestrado en Las Vegas rebana en dos a su asistente y transforma una hoja de papel en una tormenta de nieve.
El circo sigue luchando contra la fuerza de gravedad. Ya no incluye a las célebres familias de trapecistas, pero un funámbulo se juega la vida sobre una elevada rueda giratoria, recordando al acróbata de López Velarde que trabaja de cabeza como un "cosmógrafo al revés".Los cambios de repertorio y ritmo -hay algo de zapping en las veloces transiciones- hacen que la carpa se llene con dos públicos, el familiar de siempre y los jóvenes de piercing que prescinden de la conducción sentimental de los abuelos.
Nuevo y eterno, el circo celebra instantes suspendidos. Eliseo Diego atrapó el misterio en su poema El equilibrista: "quien te ha visto ya vio/ toda la magia/ del estar y no estar/ a la ventura/ y el prodigio feliz/ de la memoria".
En el siglo XVIII un sargento descubrió la astronomía parado en un caballo. De ese hecho queda un símbolo: una pista circular, el perdurable espacio de la fugacidad que llamamos "circo".
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