Denise Dresser
Ah, la libertad de expresión. Tan defendida, tan ensalzada, tan enarbolada en estos tiempos. Cuántas cruzadas se llevan a cabo en su nombre, como la que acaba de emprender un grupo de intelectuales destacados al ampararse ante la reforma electoral. Y ante todas las instancias en las que se ve amenazada, habrá que defender la circulación competitiva de las ideas en un foro abierto. Pero precisamente por ello ha llegado el momento de pedirle a los apóstoles de la libertad -tanto en el mundo intelectual como empresarial- que sean consistentes. Que defiendan la libertad de expresión no de manera selectiva, sino siempre y aunque afecte sus intereses. Que reconozcan los principales obstáculos que hoy la limitan en México y se encuentran fuera de la nueva ley electoral.
No tengo planes para participar en una mesa de análisis en Televisión Azteca pero estaría en contra de que alguien me lo prohibiera. Y eso es lo que ocurrió hace algunos años cuando fui invitada al programa Entre Tres, conducido por Federico Reyes Heroles, Leo Zuckerman y Jesús Silva-Herzog Márquez, personas de las cuales en ocasiones discrepo pero cuyas opiniones respeto. Era una buena oportunidad para la difusión de las ideas y el debate entre ellas; era una instancia para demostrar el pleno ejercicio de la libertad de expresión. Pero pocas horas después de recibir la invitación fui desinvitada ya que, según me explicó una productora, a Ricardo Salinas Pliego no le gustaban mis artículos sobre él.
Y quizás el señor Salinas Pliego tenía razón para enfadarse dado que yo había escrito varios textos críticos sobre la compra de TV Azteca con financiamiento de Raúl Salinas de Gortari; sobre la toma ilegal de las instalaciones en el Cerro del Chiquihuite; sobre la investigación que las autoridades regulatorias estadounidenses estaban llevando a cabo en torno a la transacción Codisco-Unefon, cuando el señor Salinas Pliego fue acusado de violar los derechos de sus accionistas minoritarios; sobre la forma en la cual estaba amenazando a los legisladores y denostando en las pantallas de su televisora a Francisco Gil, en un claro intento por frenar la aprobación de la Ley del Mercado de Valores. Seguramente habrá intelectuales y analistas y empresarios que no estarán de acuerdo con las ideas expresadas en esos artículos. Pensarán que son poco amables, hostiles, duras, provocadoras. Pero me gustaría creer que todos ellos estarían dispuestos a defender mi derecho a expresarlas; que lucharían por proteger aun las ideas que odian.
Pero en mi caso no fue así. Los conductores del programa dijeron que "lo sentían mucho" y el programa siguió, sin que el acto de censura fuera aireado, denunciado, discutido o criticado públicamente. Menciono la anécdota no con el ánimo de confrontar a quienes tomaron la decisión de callar para asegurar la supervivencia de su espacio televisivo, sino porque me gustaría invitarlos a reflexionar sobre lo que este breve testimonio personal revela. Los 18 intelectuales que apoyan el amparo ante la reforma electoral argumentan que lo hacen en nombre del artículo 6o. de la Constitución, ése que habla de que no puede haber ningún tipo de limitación o inquisición a la expresión de las ideas. Pues la censura de la cual fui objeto -y muchos otros analistas y políticos han padecido- evidencia una de las múltiples formas en las cuales aún se coarta la libertad de expresión en este país.
Los diques contra el libre flujo de la libertad son producto de una realidad que la reforma electoral ha intentado transformar, pero le falta una nueva ley de medios para lograrlo. La realidad de la concentración duopólica en la televisión que inhibe el pleno ejercicio de la expresión de las ideas limita la garantía de acceso a la vida democrática deliberativa y pone en jaque los valores constitucionales que tantos quieren -de manera legítima- defender. Todos aquellos preocupados por la libertad en México deberían estar dispuestos a señalar lo que también contribuye a constreñirla: el surgimiento de lo que José Woldenberg y otros han llamado un "suprapoder": medios impunes y poderosísimos con la capacidad de doblegar a la clase política, encarecer los procesos electorales, distorsionar el comportamiento de las instituciones, cercenar la libertad de expresión de los individuos y determinar el curso de las políticas públicas. Con efectos terriblemente nocivos para la calidad de la vida democrática.
Allí está el "decretazo" con el cual se eliminó el impuesto que las televisoras -como concesión pública- tenían que retribuirle al Estado. Las concesiones para casinos otorgadas por quien quiso cortejar a los medios para fortalecer su candidatura presidencial. El chantaje a Felipe Calderón y los otros políticos prominentes durante la contienda del 2006. La aprobación de la "Ley Televisa" y el doblegamiento institucional por parte de la Cámara de Diputados y el Senado que demostró. La censura que desde la televisión se ejerció contra quienes pelearon para frenarla. Más importante aún: el poder creciente de los llamados "poderes fácticos" o "centros de veto" o "intereses creados" cuyo comportamiento secuestra nuestros derechos y amordaza nuestras libertades. Poderes con la capacidad de socavar los procesos democráticos, como lo reconoce The New York Times cuando le hace una crítica feroz al sistema electoral de su propio país. "Drowning in Special-Interest Money", argumenta un artículo editorial que denuncia el poder corruptor del dinero en la política y exige la necesidad de regularlo mejor, como lo está intentando hacer México hoy.
Tienen razón los promotores del amparo que buscan "defender al máximo nuestras libertades". Pero quizás sería mejor para el país que su lucha fuera contra los verdaderos enemigos de la libertad de expresión. Ojalá no se centrara en la contratación de "spots" por particulares, sino en el combate a todo lo que pone en riesgo la deliberación pública real. Por ello exhortaría a los 18 adalides del amparo a ser consistentes. A tampoco quedarse callados sobre la concentración y la falta de competencia en la televisión. A alzar la voz contra una estructura económica oligopolizada que le otorga demasiado poder a quienes están dispuestos a sacrificar el debate cuando pone en riesgo sus negocios. A criticar la capacidad de veto que ejercen unos cuantos sobre la agenda pública. A denunciar a aquellos -como Ricardo Salinas Pliego- que exigen libertad pero no la garantizan. A vivir cotidianamente impulsados por una consigna cuyo espíritu comparto: la defensa de la libertad de expresión no acepta monopolios.
Ah, la libertad de expresión. Tan defendida, tan ensalzada, tan enarbolada en estos tiempos. Cuántas cruzadas se llevan a cabo en su nombre, como la que acaba de emprender un grupo de intelectuales destacados al ampararse ante la reforma electoral. Y ante todas las instancias en las que se ve amenazada, habrá que defender la circulación competitiva de las ideas en un foro abierto. Pero precisamente por ello ha llegado el momento de pedirle a los apóstoles de la libertad -tanto en el mundo intelectual como empresarial- que sean consistentes. Que defiendan la libertad de expresión no de manera selectiva, sino siempre y aunque afecte sus intereses. Que reconozcan los principales obstáculos que hoy la limitan en México y se encuentran fuera de la nueva ley electoral.
No tengo planes para participar en una mesa de análisis en Televisión Azteca pero estaría en contra de que alguien me lo prohibiera. Y eso es lo que ocurrió hace algunos años cuando fui invitada al programa Entre Tres, conducido por Federico Reyes Heroles, Leo Zuckerman y Jesús Silva-Herzog Márquez, personas de las cuales en ocasiones discrepo pero cuyas opiniones respeto. Era una buena oportunidad para la difusión de las ideas y el debate entre ellas; era una instancia para demostrar el pleno ejercicio de la libertad de expresión. Pero pocas horas después de recibir la invitación fui desinvitada ya que, según me explicó una productora, a Ricardo Salinas Pliego no le gustaban mis artículos sobre él.
Y quizás el señor Salinas Pliego tenía razón para enfadarse dado que yo había escrito varios textos críticos sobre la compra de TV Azteca con financiamiento de Raúl Salinas de Gortari; sobre la toma ilegal de las instalaciones en el Cerro del Chiquihuite; sobre la investigación que las autoridades regulatorias estadounidenses estaban llevando a cabo en torno a la transacción Codisco-Unefon, cuando el señor Salinas Pliego fue acusado de violar los derechos de sus accionistas minoritarios; sobre la forma en la cual estaba amenazando a los legisladores y denostando en las pantallas de su televisora a Francisco Gil, en un claro intento por frenar la aprobación de la Ley del Mercado de Valores. Seguramente habrá intelectuales y analistas y empresarios que no estarán de acuerdo con las ideas expresadas en esos artículos. Pensarán que son poco amables, hostiles, duras, provocadoras. Pero me gustaría creer que todos ellos estarían dispuestos a defender mi derecho a expresarlas; que lucharían por proteger aun las ideas que odian.
Pero en mi caso no fue así. Los conductores del programa dijeron que "lo sentían mucho" y el programa siguió, sin que el acto de censura fuera aireado, denunciado, discutido o criticado públicamente. Menciono la anécdota no con el ánimo de confrontar a quienes tomaron la decisión de callar para asegurar la supervivencia de su espacio televisivo, sino porque me gustaría invitarlos a reflexionar sobre lo que este breve testimonio personal revela. Los 18 intelectuales que apoyan el amparo ante la reforma electoral argumentan que lo hacen en nombre del artículo 6o. de la Constitución, ése que habla de que no puede haber ningún tipo de limitación o inquisición a la expresión de las ideas. Pues la censura de la cual fui objeto -y muchos otros analistas y políticos han padecido- evidencia una de las múltiples formas en las cuales aún se coarta la libertad de expresión en este país.
Los diques contra el libre flujo de la libertad son producto de una realidad que la reforma electoral ha intentado transformar, pero le falta una nueva ley de medios para lograrlo. La realidad de la concentración duopólica en la televisión que inhibe el pleno ejercicio de la expresión de las ideas limita la garantía de acceso a la vida democrática deliberativa y pone en jaque los valores constitucionales que tantos quieren -de manera legítima- defender. Todos aquellos preocupados por la libertad en México deberían estar dispuestos a señalar lo que también contribuye a constreñirla: el surgimiento de lo que José Woldenberg y otros han llamado un "suprapoder": medios impunes y poderosísimos con la capacidad de doblegar a la clase política, encarecer los procesos electorales, distorsionar el comportamiento de las instituciones, cercenar la libertad de expresión de los individuos y determinar el curso de las políticas públicas. Con efectos terriblemente nocivos para la calidad de la vida democrática.
Allí está el "decretazo" con el cual se eliminó el impuesto que las televisoras -como concesión pública- tenían que retribuirle al Estado. Las concesiones para casinos otorgadas por quien quiso cortejar a los medios para fortalecer su candidatura presidencial. El chantaje a Felipe Calderón y los otros políticos prominentes durante la contienda del 2006. La aprobación de la "Ley Televisa" y el doblegamiento institucional por parte de la Cámara de Diputados y el Senado que demostró. La censura que desde la televisión se ejerció contra quienes pelearon para frenarla. Más importante aún: el poder creciente de los llamados "poderes fácticos" o "centros de veto" o "intereses creados" cuyo comportamiento secuestra nuestros derechos y amordaza nuestras libertades. Poderes con la capacidad de socavar los procesos democráticos, como lo reconoce The New York Times cuando le hace una crítica feroz al sistema electoral de su propio país. "Drowning in Special-Interest Money", argumenta un artículo editorial que denuncia el poder corruptor del dinero en la política y exige la necesidad de regularlo mejor, como lo está intentando hacer México hoy.
Tienen razón los promotores del amparo que buscan "defender al máximo nuestras libertades". Pero quizás sería mejor para el país que su lucha fuera contra los verdaderos enemigos de la libertad de expresión. Ojalá no se centrara en la contratación de "spots" por particulares, sino en el combate a todo lo que pone en riesgo la deliberación pública real. Por ello exhortaría a los 18 adalides del amparo a ser consistentes. A tampoco quedarse callados sobre la concentración y la falta de competencia en la televisión. A alzar la voz contra una estructura económica oligopolizada que le otorga demasiado poder a quienes están dispuestos a sacrificar el debate cuando pone en riesgo sus negocios. A criticar la capacidad de veto que ejercen unos cuantos sobre la agenda pública. A denunciar a aquellos -como Ricardo Salinas Pliego- que exigen libertad pero no la garantizan. A vivir cotidianamente impulsados por una consigna cuyo espíritu comparto: la defensa de la libertad de expresión no acepta monopolios.
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