domingo, enero 06, 2008

¿Logrará la metrópolis verse en un espejo?

Carlos Monsiváis

Tesis, antítesis, tiempo de espera para que llegue la síntesis.

“Uno, escribió el gran poeta Wallace Stevens, no vive en una ciudad sino en su descripción”. Si poética y sociológicamente esto es cierto, uno se domicilia en el trazo cultural y psicológico de las vivencias íntimas, el flujo de comentarios y noticias, los recuentos de viajeros, y las leyendas nacionales e internacionales a propósito de la urbe. También, uno se mueve en el interior de las conversaciones circulares sobre la ciudad, sus virtudes (cuando las hay) y sus defectos (cuando se agota la lista de las virtudes). Si me atengo a esta línea interpretativa, ¿cuáles son las descripciones más usuales de la ciudad de México, hasta hace unas décadas ejemplo o vaticinio del progreso periférico? En el nuevo milenio, las esperanzas se extinguen o debilitan, y se esparcen los rasgos de la pesadilla, a partir del hacinamiento, los contrastes monstruosos de riqueza y miseria, y el desempleo asfixiante. Habitamos una descripción de las ciudades caracterizada por el miedo y las sensaciones de agobio, señalada por el agotamiento de los recursos básicos y el deterioro constante de la calidad de vida. Nos movemos entre las ruinas instantáneas de la modernidad, gozamos de recuerdos convertidos en instituciones, de hallazgos y posesiones.

Descríbeme tu hábitat

¿Cuál es la percepción dominante de la ciudad de México? Sea cual fuere su pasado prestigioso, desde hace mucho, se borran o se vuelven sectoriales las ambiciones de armonía y belleza, y se imponen las fórmulas de rentabilidad. Salvo las zonas consagradas —la historia y el arte reconocido que convoca al turismo—, el paisaje urbano se abandonan a su (mala) suerte. Y resulta inútil enfrentarse a la ignorancia desdeñosa del patrimonio nacional y a la prisa de los especuladores. El derrotismo es el tributo de la impotencia a la ganancia rápida.

Otras compensaciones: el contrato incesante con el vértigo y la inundación demográfica. El gran personaje de la ciudad de México es la ciudad misma, su gran contexto y su mejor referente. Antes que interpretarla, conviene volverse un banco de imágenes, qué decir sobre la megalópolis que no sea acumulativo. Si se quiere contradecir a la ciudad y negarla, uno debe aburrirse soberanamente, una forma adecuada de protesta: “Yo aquí no vivo, no me angustio, quisiera darle una oportunidad al olvido y asegurar que no estoy, que el espacio a mi disposición es una gran pradera del Teatro Integral de Oklahoma, cada hora se avanza un centímetro, para qué protesto y digo necedades como que la ciudad ya tocó su techo histórico, mejor les recomiendo espectáculos únicos, en el cuartito la familia duerme unos sobre otros como en la cama totémica, al reality show llegó el rumor que nadie los está viendo en televisión y al saberlo los concursantes recuperan su condición de fantasmas, los escándalos políticos los organiza una compañía teatral del Estado en pos de compensar a la sociedad por el aumento del desempleo, el embotellamiento es la distancia más corta entre dos siglos, cada que la identidad nacional agoniza alguien, para resucitarla, grita ¡¡gol!!”.

¿Por qué puede gustar tanto la ciudad de México? Allí el anonimato es una forma del protagonismo y la anécdota, el hecho que anochece episodio trágico y amanece viñeta costumbrista, es el relato que si se interpreta se vuelve ponencia en el simposio interminable, es la historia de Hansel y Gretel que acusan a la bruja de acoso sexual, es la decisión de cientos de miles de parecerse a Frida Kahlo uniendo las cejas. Y ahora recuerdo al señor de la unidad habitacional donde todos los edificios son a tal punto iguales que un día se equivocó de apartamento, halló una puerta abierta y como nadie le dijo nada lleva cinco años viviendo allí, así de vez en cuando se extrañe de que su mujer no recuerda nada de la luna de miel en Cuernavaca.

La disidencia de lo pintoresco

El cantante que ofrenda el regalo de su abstinencia vocal

Cinco de la noche. En el vagón de Metro donde, si se esfuerza, un alma puede caber olvidándose de su cuerpo, el joven con la guitarra se dirige a los presentes que recién han contemplado a un faquir que se tiende sobre un lecho de clavos (o es un gran truco, o es una ilusión óptica, o el faquir es un fantasma). Con énfasis, el joven anuncia:

—Les voy a cantar una canción del gran compositor y poeta del pueblo José Alfredo Jiménez, pero antes les advierto: no tengo nada de voz y desafino que da gusto. ¿Entonces por qué canto? Porque no he conseguido trabajo, tengo mujer y dos hijos y me importa que coman. Así es y no quiero sus miradas de lástima. Le debo a mi pinche situación a que ni ustedes ni yo hemos hecho nada contra este sistema, y eso nos trae jodidos, la impotencia de mierda en la que nos movemos, ¿nos movemos?, nos quedamos quietos, carajo, y por eso ustedes perciben sueldos de hambre, y yo ni sueldo recibo, y no me salgan con lo de “¡trabaja güevón!”, porque aunque quisiera, siempre exigen una carta de recomendación del Presidente de la República y el Papa. No volteen, véanme de frente, les voy a cantar la maravillosa “Paloma querida”, aunque ya les advertí que cantar no es lo que sé hacer, y ustedes van a darme cualquier cosa, y con esa limosnita hoy cenaremos lo que sea, y ustedes se olvidarán de mí nomás salgan del vagón, como se olvidan de todo para no acordarse de su pinche condición de explotados y, bueno, se las hice cansada, ahí les va... ¡chin! Ya llegamos a la estación y mejor denme algo porque si no les canto y tengo vocecita de la chingada, y no, no es asalto de “la bolsa o el oído”, pero cooperen y con eso ayudan a unos más jodidos que ustedes, y no me escuchan asesinar una canción del gran José Alfredo Jiménez, el poeta de México.

Dios no juega a los dados, pero la imagen que las personas tienen de ellas mismas sí que lo hace.

El faquir de las estaciones en el Metro

El joven —sus 30 años no le quitan la juventud, que se mantiene mientras la persona no consiga empleo— se impacienta porque no se le deja desarrollar de su oficio. ¿Qué pasa? ¿Por qué nunca se establecen los derechos de las personas que quieren sacrificarse con tal de ganarse la vida? “¿Dónde puedo poner mi cama de clavos?”. Luego de un forcejeo y de ruegos incesantes, el joven obtiene el espacio suficiente donde establecer su estera del dolor propiciado. Se quita la ropa, no que lo cubriera en demasía, y se tiende exhausto. Ahí permanece los dos minutos que convocan la atención de algunos, la indiferencia de otros, las sonrisas de burla:

—Esos clavos son de hule.
—Si quieren faquires les presento a mis cuñados porque mis hermanas son un martirio de 24 horas diarias.
—¿Por qué sufres pudiendo ser diputado?
—Déjenlo al pobrecito, se ve que prefiere sufrir a trabajar.

Se llega a la siguiente estación, el joven con rapidez se levanta y con rapidez enrolla su cama del sufrir y le solicita apoyo a los presentes. Algunos le dan un peso, un manirroto le da cinco, otros le recomiendan la búsqueda de empleo. Se dirige a la puerta y, desesperado, les grita al salir: “Gracias por su amistad, estoy seguro que Dios los recompensará en el infierno, pendejos”.

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