René Delgado
Hace años la estructura del poder en México cambió y multiplicó sus centros gravitacionales.
La privatización del sector público y la apertura económica tuvieron efectos políticos colaterales no calculados y mucho menos gobernados. Lo que fue visión económica, fue miopía política. Lo que fue celeridad en materia económica, fue lentitud en materia política.
Ese cambio político sin gobierno ni control explica hoy, en muy buena medida, el creciente problema de gobernabilidad y fragilidad que afronta la incipiente democracia mexicana.
...
A partir de aquellos años -y estamos hablando de hace tres décadas-, la clase política dejó ver su bajísima estatura.
De un modo u otro, el conjunto de esa élite hizo a un lado la necesidad de debatir y rediseñar la estructura de poder, creyendo que el desfiguramiento de la anterior podría traducirse en la oportunidad para conservar, ampliar o conquistar cuotas y espacios de poder. El panismo entró en alianza con el priismo, haciendo de la doctrina un papalote. Lastimado ideológica y políticamente, el priismo no supo insertarse en la nueva escena ni reformular su gobierno a partir de la orfandad en que lo dejaría el "jefe nato". La cúpula eclesial echó las campanas a vuelo y salió de la sacristía. Y el perredismo no supo transformar la fuerza del neocardenismo en organización y estructura con auténtico proyecto, depositando su capital en el carisma del líder en turno.
Las fuerzas políticas entraron a jugar un presidencialismo sin Presidente, a un parlamentarismo sin capacidad resolutiva y a la balcanización de su propia estructura de poder. Mientras el poder presidencial disminuía aparecían o reaparecían nuevos o viejos polos de poder: gobernadores, coordinadores parlamentarios, dictadores del presupuesto, caciques sindicales, liderazgos populistas, políticos con representación privada... hasta íconos guerrilleros cobraron una presencia inusitada.
Se descuadró la estructura tradicional del poder sin inventar otra, al tiempo que los cambios económicos incorporaban a su vez nuevos o viejos actores de poder. Banqueros sin oficio aparecieron en escena; beneficiarios de privatizaciones con dedicatoria presentaron sus cartas credenciales; nuevos y viejos monopolistas ampliaron su radio de acción y su esfera de poder y, desde luego, el capital foráneo también ocupó su lugar en la escena. Algunos de esos nuevos actores sintieron que, en lo político, su voto era distinto al resto y así resolvieron jugar también en las urnas.
Sin idea ni voluntad para rediseñar el entramado de una nueva estructura del poder, cada nuevo actor se limitó a ver por su particular interés y, en ese esquema desequilibrado y sin referentes, no tardaron en brotar problemas que se atendían al calor de la emergencia en turno pero no a la luz de la necesidad de atender los asuntos prioritarios y replantear al Estado.
Peor todavía, se cayó en el garlito de reducir la democracia a su expresión electoral hasta generar un espejismo. México ya era democrático aunque no tuviera un régimen consolidado de partidos, aunque no hubiera entendimiento entre los poderes, aunque no hubieran acuerdos y aunque los poderes fácticos estuvieran desbocados. Se quiso y se quiere hacer creer que la ciudadanía es una condición que se practica una vez cada tres años, de las 8:00 a las 18:00 horas de un domingo, depositando una boleta en la urna y dejándose entintar el dedo. Agotado el día y el horario, el ciudadano se disminuye a un gobernado.
Cuando por fin se podía elegir, no había de dónde escoger. Los partidos dejaron de tener una visión del país y los gobiernos se dedicaron a administrar problemas o, en el mejor de los casos, a impulsar medidas paliativas frente a las necesidades que reclamaban o reclaman ajustes estructurales. Por eso, Vicente Fox encarnó la alternancia sin alternativa y terminó bailando por un sueño.
...
En la filosofía de atender lo urgente sacrificando lo importante, se fueron dejando puertas abiertas a problemas que derivarían en crisis. Hasta el crimen organizado y desorganizado encontró un área de oportunidad en el descuido o la incapacidad de la élite política para rediseñar aquella nueva estructura de poder.
En ese juego arrebatado sin reglas ni referentes, los poderes fácticos cayeron en la tentación de convertir el privilegio en derecho y, sobre esa base, resolvieron entrar a aquel juego donde el límite y el horizonte de su participación es un pantano de confusiones o arbitrariedades. Con o sin elegancia, esos poderes hacen sentir su peso sobre los actores formales de un régimen político descuadrado y desarticulado. Frente a ese poder, algunos gobernantes, legisladores o dirigentes se doblegan, otros se resisten, algunos más se asocian o emplean o, bien, pretenden hacerse de la vista gorda. Pero, en todos los casos, dejando a la ciudadanía en medio.
Ahí es donde se echará de menos la lucidez del pensamiento de Rafael Ruiz Harrell y ahí es donde se echará de menos el periodismo comprometido de Carmen Aristegui.
...
Esa historia de descomposición se expresa con fuerza en estos días.
Los problemas convertidos en crisis afloran y, frente a ellos, no hay estrategias producto de la reflexión, el debate y mucho menos del acuerdo. Sin equilibrios en el ejercicio del poder, las decisiones terminan por ser sugerencias, esfuerzos o simples ocurrencias generalmente sin consecuencia. Campañas para remontar el mal rato, sin modificar la historia.
Se habla de cerrar filas, cuando se están rompiendo filas. Se habla de unidad, cuando todos están divididos. De estrategias, cuando afloran ocurrencias. De programas, cuando en realidad son folletos. De transformar, cuando no hay una idea. De democracia, cuando hay tentaciones autoritarias. De reformas, cuando no hay acuerdos. De derecho, cuando no hay justicia. De cambiar, sin decir en qué, cómo y para dónde. De debatir, cuando hay silencio.
Se habla de todo eso pero, en el fondo, cada factor de poder -formal o informal- juega para su santo, pretendiendo derivar ganancias del error o el tropiezo del otro. Se resta, no se suma. Se juega a eliminar al adversario, tentando la idea de la imposición democrática. Se cree que debajo de los escombros, las ruinas y el cascajo hay un tesoro.
Sobra decirlo, debajo de eso no hay un tesoro. Hay síntomas cada vez más graves de una descomposición política-social más acelerada, complicada por un cuadro económico nacional e internacional bastante adverso.
Hasta ahora, las crisis cíclicas de la historia reciente se caracterizaban por concentrar su expresión en algún ámbito de las distintas actividades nacionales. A veces eran económicas o financieras, a veces políticas, a veces sociales, a veces endógenas, a veces exógenas.
Ahora, el panorama de la crisis no conjurada es combinado y francamente amenazante. Al cierre del salinismo, el país supo de los efectos devastadores de esas crisis combinadas y suena absurdo repetirlas.
...
Recurrir al expediente de que todo se reduce a un problema de orden es pretender sofocar con gasolina el conato de incendio que se ve en el horizonte. No va a ser así como se remonte el problema del poder en México.
Hace años la estructura del poder en México cambió y multiplicó sus centros gravitacionales.
La privatización del sector público y la apertura económica tuvieron efectos políticos colaterales no calculados y mucho menos gobernados. Lo que fue visión económica, fue miopía política. Lo que fue celeridad en materia económica, fue lentitud en materia política.
Ese cambio político sin gobierno ni control explica hoy, en muy buena medida, el creciente problema de gobernabilidad y fragilidad que afronta la incipiente democracia mexicana.
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A partir de aquellos años -y estamos hablando de hace tres décadas-, la clase política dejó ver su bajísima estatura.
De un modo u otro, el conjunto de esa élite hizo a un lado la necesidad de debatir y rediseñar la estructura de poder, creyendo que el desfiguramiento de la anterior podría traducirse en la oportunidad para conservar, ampliar o conquistar cuotas y espacios de poder. El panismo entró en alianza con el priismo, haciendo de la doctrina un papalote. Lastimado ideológica y políticamente, el priismo no supo insertarse en la nueva escena ni reformular su gobierno a partir de la orfandad en que lo dejaría el "jefe nato". La cúpula eclesial echó las campanas a vuelo y salió de la sacristía. Y el perredismo no supo transformar la fuerza del neocardenismo en organización y estructura con auténtico proyecto, depositando su capital en el carisma del líder en turno.
Las fuerzas políticas entraron a jugar un presidencialismo sin Presidente, a un parlamentarismo sin capacidad resolutiva y a la balcanización de su propia estructura de poder. Mientras el poder presidencial disminuía aparecían o reaparecían nuevos o viejos polos de poder: gobernadores, coordinadores parlamentarios, dictadores del presupuesto, caciques sindicales, liderazgos populistas, políticos con representación privada... hasta íconos guerrilleros cobraron una presencia inusitada.
Se descuadró la estructura tradicional del poder sin inventar otra, al tiempo que los cambios económicos incorporaban a su vez nuevos o viejos actores de poder. Banqueros sin oficio aparecieron en escena; beneficiarios de privatizaciones con dedicatoria presentaron sus cartas credenciales; nuevos y viejos monopolistas ampliaron su radio de acción y su esfera de poder y, desde luego, el capital foráneo también ocupó su lugar en la escena. Algunos de esos nuevos actores sintieron que, en lo político, su voto era distinto al resto y así resolvieron jugar también en las urnas.
Sin idea ni voluntad para rediseñar el entramado de una nueva estructura del poder, cada nuevo actor se limitó a ver por su particular interés y, en ese esquema desequilibrado y sin referentes, no tardaron en brotar problemas que se atendían al calor de la emergencia en turno pero no a la luz de la necesidad de atender los asuntos prioritarios y replantear al Estado.
Peor todavía, se cayó en el garlito de reducir la democracia a su expresión electoral hasta generar un espejismo. México ya era democrático aunque no tuviera un régimen consolidado de partidos, aunque no hubiera entendimiento entre los poderes, aunque no hubieran acuerdos y aunque los poderes fácticos estuvieran desbocados. Se quiso y se quiere hacer creer que la ciudadanía es una condición que se practica una vez cada tres años, de las 8:00 a las 18:00 horas de un domingo, depositando una boleta en la urna y dejándose entintar el dedo. Agotado el día y el horario, el ciudadano se disminuye a un gobernado.
Cuando por fin se podía elegir, no había de dónde escoger. Los partidos dejaron de tener una visión del país y los gobiernos se dedicaron a administrar problemas o, en el mejor de los casos, a impulsar medidas paliativas frente a las necesidades que reclamaban o reclaman ajustes estructurales. Por eso, Vicente Fox encarnó la alternancia sin alternativa y terminó bailando por un sueño.
...
En la filosofía de atender lo urgente sacrificando lo importante, se fueron dejando puertas abiertas a problemas que derivarían en crisis. Hasta el crimen organizado y desorganizado encontró un área de oportunidad en el descuido o la incapacidad de la élite política para rediseñar aquella nueva estructura de poder.
En ese juego arrebatado sin reglas ni referentes, los poderes fácticos cayeron en la tentación de convertir el privilegio en derecho y, sobre esa base, resolvieron entrar a aquel juego donde el límite y el horizonte de su participación es un pantano de confusiones o arbitrariedades. Con o sin elegancia, esos poderes hacen sentir su peso sobre los actores formales de un régimen político descuadrado y desarticulado. Frente a ese poder, algunos gobernantes, legisladores o dirigentes se doblegan, otros se resisten, algunos más se asocian o emplean o, bien, pretenden hacerse de la vista gorda. Pero, en todos los casos, dejando a la ciudadanía en medio.
Ahí es donde se echará de menos la lucidez del pensamiento de Rafael Ruiz Harrell y ahí es donde se echará de menos el periodismo comprometido de Carmen Aristegui.
...
Esa historia de descomposición se expresa con fuerza en estos días.
Los problemas convertidos en crisis afloran y, frente a ellos, no hay estrategias producto de la reflexión, el debate y mucho menos del acuerdo. Sin equilibrios en el ejercicio del poder, las decisiones terminan por ser sugerencias, esfuerzos o simples ocurrencias generalmente sin consecuencia. Campañas para remontar el mal rato, sin modificar la historia.
Se habla de cerrar filas, cuando se están rompiendo filas. Se habla de unidad, cuando todos están divididos. De estrategias, cuando afloran ocurrencias. De programas, cuando en realidad son folletos. De transformar, cuando no hay una idea. De democracia, cuando hay tentaciones autoritarias. De reformas, cuando no hay acuerdos. De derecho, cuando no hay justicia. De cambiar, sin decir en qué, cómo y para dónde. De debatir, cuando hay silencio.
Se habla de todo eso pero, en el fondo, cada factor de poder -formal o informal- juega para su santo, pretendiendo derivar ganancias del error o el tropiezo del otro. Se resta, no se suma. Se juega a eliminar al adversario, tentando la idea de la imposición democrática. Se cree que debajo de los escombros, las ruinas y el cascajo hay un tesoro.
Sobra decirlo, debajo de eso no hay un tesoro. Hay síntomas cada vez más graves de una descomposición política-social más acelerada, complicada por un cuadro económico nacional e internacional bastante adverso.
Hasta ahora, las crisis cíclicas de la historia reciente se caracterizaban por concentrar su expresión en algún ámbito de las distintas actividades nacionales. A veces eran económicas o financieras, a veces políticas, a veces sociales, a veces endógenas, a veces exógenas.
Ahora, el panorama de la crisis no conjurada es combinado y francamente amenazante. Al cierre del salinismo, el país supo de los efectos devastadores de esas crisis combinadas y suena absurdo repetirlas.
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Recurrir al expediente de que todo se reduce a un problema de orden es pretender sofocar con gasolina el conato de incendio que se ve en el horizonte. No va a ser así como se remonte el problema del poder en México.
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