Enrique Maza
El despido de Carmen Aristegui por parte de los dueños de W Radio, no tiene lecturas ocultas. Responde claramente a la línea editorial que quiere e impone la lógica del capital. Los dueños quieren una línea que tenga que ver con las ganancias, no con la crítica social, no con la libertad de expresión, no con la realidad mexicana, sino con la realidad del capital. No una línea que tenga que ver con el profesionalismo periodístico, con el pluralismo, con la libertad de expresión, con la información honesta, importante, de calidad, como eran el periodismo y la información en Carmen, que debió haber sido el orgullo de la W. Lo que los dueños quieren es el servilismo, la información de caramelo, que distraiga de los problemas y oculte las miserias. Información de castañuelas, alegre, positiva, optimista, para amar y reverenciar a los poderosos. Aleluya.
El despido de Carmen fue cínico: para que aprendamos quién manda y lo que debe contar en el país y en el turno histórico y político de los panistas y de los empresarios. Para que todos aprendamos a soportar todavía más el absurdo y la injusticia que todo principio de legitimidad a la mexicana debe llevar implícitos. Para eso también, como buen régimen panista que son, deben abusar de las justificaciones teológicas –aunque su teología sea farisaica– revueltas con el poder, sin que importe la justicia.
Nunca hemos discutido sobre los principios de la legitimidad del poder, porque los hemos desconocido siempre. Las luchas políticas, las que deciden la suerte de los hombres, son fenómenos invisibles para la mayoría de los mexicanos. La legitimidad del poder es uno de los secretos más eficaces. Sabemos que Calderón es un presidente ilegítimo, porque la legitimidad viene de abajo y Calderón nunca la tuvo, pero se apoderó de la presidencia y sigue actuando de acuerdo con sus principios hechizos de democracia. Y el pueblo de México se somete y lo reconoce pasivamente.
El poder ya exaspera a la ciudadanía, y el rechazo de los que él considera sus súbditos engendra el conflicto social, que de algún modo se reprime por miedo a las represalias y a una mayor pobreza, que de todos modos le vendrá, como ya le viene con las alzas empresariales y gubernamentales, y con la profundización de la esclavitud: en el Estado, en la fábrica, en el campo, en el desempleo, en la escuela, en la conciencia. Por eso, el pueblo de México no reacciona, no participa, se hunde en la pasividad, como hemos constatado muchas veces, sobre todo en el terreno electoral desde tiempos inmemoriales. Eso les deja las manos libres al dinero y al poder, al cinismo y a la crueldad, al desprecio y a la utilización.
Pero el odio y el miedo son recíprocos; por eso el poder se esfuerza en aterrorizar a sus súbditos. Como hace ahora gobernando con el ejército y a través de las represalias contra el pueblo y de la impunidad de los criminales, como en el caso del góber precioso, en el que hasta la Suprema Corte intervino con un servilismo y un cinismo que no se esperaba de ella. Esta enorme contradicción, estos horrores insoportables del poder responden sólo al miedo inconfesado que la ilegitimidad produce. Sobre todo al principio de un sexenio.
Por eso, en estas primeras semanas del segundo año de gobierno, cuando ya pasaron los primeros miedos, la catástrofe de Tabasco (que fue causada por la luna, no se olvide la palabra presidencial), pasó a segundo plano y la atención vuelve a la cotidianidad, ya se puede dar el golpe de las alzas de precios, en avalancha, empezando por la tortilla y las gasolinas, para mantener el espíritu empresarial en estado de equilibrio. Es decir, para mantener la creencia de que basta destruir una forma de legalidad –la democrática, por supuesto, la que elige autoridades–, para que pueda instaurarse una nueva forma de poder y de sociedad más clasista, más voraz, más hipnotizada por el dinero y el poder, por un lado, y por otro mantener al pueblo más sumiso, más pasivo, menos informado. Carmen Aristegui representaba en su tarea periodística la antítesis de esa política y de ese modelo.
El único pequeño problema es que las destrucciones de la legalidad son rápidas: bastan unas semanas, unos días. Pero queda el problema: la mayoría de las miserias que afligen la existencia de los pobres y la desilusión de las luchas democráticas. Pero, por supuesto, eso no importa, se borra con un discursito presidencial y unas cuantas promesas que no se cumplirán jamás. Llevamos en México siglos de promesas que aliviarían a los pobres. México ha perdido por completo la noción de la legalidad: eso de que el poder es delegado por el pueblo y sólo por el pueblo, no por el fraude electoral. Lo que vemos es el horror que imponen las clases que se sienten superiores ante el sufragio universal y cómo lo violan y lo desfiguran cada seis años. México: gobiernos revolucionarios y reino mayoritario de la injusticia, del hambre y del miedo, a favor de unos cuantos.
Al mismo tiempo y por las mismas razones, la falta de participación del pueblo mexicano. Un pueblo sometido a la pobreza y a la pobreza extrema, a la humillación perenne, a la desnutrición, al desempleo, al desamparo, revestido todo de discursos políticos color de rosa y de desprecio empresarial traducido en explotación. Es la realidad mexicana. Y si uno quiere hablar de ella, tiene que repetir hasta el cansancio la misma realidad de la explotación inmisericorde. El desprecio y la injusticia que los que acumulan el dinero y los políticos tienen por los pobres y el modo como los usan cuando les conviene.
Hace falta esencial una orientación nueva, si queremos que México sea un país y no un Guantánamo glorificado. Esa es la aspiración de Carmen Aristegui y de otros, como ella, periodistas y luchadores por una sociedad mínimamente justa. Lo que lastima es que tantos esfuerzos y tantas buenas intenciones y tantas luchas acaben arrojados por la ventana.
El caso de Carmen es paradigmático. Nos abre una ventana hacia la dolorosa pasividad del pueblo mexicano, hacia la ausencia de libertad de expresión y el bombardeo de mensajes empresariales y gubernamentales a favor de una vida vacía que sólo puede llenarse con pomadas mágicas y con toda esa bola de chucherías caras que nos recetan como un culto a la belleza postiza y que nos hunden en el mar de la nada.
La realidad es que no somos una nación, que se han absolutizado el poder y el dinero, que no tenemos principios éticos que limiten al poder e impidan los abusos, que necesitamos una nueva disposición de la inteligencia y del sentimiento. Si el caso de Carmen nos deja una herida, una tristeza, una rebelión interna y una nueva luz sobre nuestra realidad política, también nos deja un reto a los periodistas, a las organizaciones civiles, a las conciencias, a los educadores conscientes y a todos los que luchan en favor de un México menos tenebroso, más lúcido, más combativo.
El despido de Carmen Aristegui por parte de los dueños de W Radio, no tiene lecturas ocultas. Responde claramente a la línea editorial que quiere e impone la lógica del capital. Los dueños quieren una línea que tenga que ver con las ganancias, no con la crítica social, no con la libertad de expresión, no con la realidad mexicana, sino con la realidad del capital. No una línea que tenga que ver con el profesionalismo periodístico, con el pluralismo, con la libertad de expresión, con la información honesta, importante, de calidad, como eran el periodismo y la información en Carmen, que debió haber sido el orgullo de la W. Lo que los dueños quieren es el servilismo, la información de caramelo, que distraiga de los problemas y oculte las miserias. Información de castañuelas, alegre, positiva, optimista, para amar y reverenciar a los poderosos. Aleluya.
El despido de Carmen fue cínico: para que aprendamos quién manda y lo que debe contar en el país y en el turno histórico y político de los panistas y de los empresarios. Para que todos aprendamos a soportar todavía más el absurdo y la injusticia que todo principio de legitimidad a la mexicana debe llevar implícitos. Para eso también, como buen régimen panista que son, deben abusar de las justificaciones teológicas –aunque su teología sea farisaica– revueltas con el poder, sin que importe la justicia.
Nunca hemos discutido sobre los principios de la legitimidad del poder, porque los hemos desconocido siempre. Las luchas políticas, las que deciden la suerte de los hombres, son fenómenos invisibles para la mayoría de los mexicanos. La legitimidad del poder es uno de los secretos más eficaces. Sabemos que Calderón es un presidente ilegítimo, porque la legitimidad viene de abajo y Calderón nunca la tuvo, pero se apoderó de la presidencia y sigue actuando de acuerdo con sus principios hechizos de democracia. Y el pueblo de México se somete y lo reconoce pasivamente.
El poder ya exaspera a la ciudadanía, y el rechazo de los que él considera sus súbditos engendra el conflicto social, que de algún modo se reprime por miedo a las represalias y a una mayor pobreza, que de todos modos le vendrá, como ya le viene con las alzas empresariales y gubernamentales, y con la profundización de la esclavitud: en el Estado, en la fábrica, en el campo, en el desempleo, en la escuela, en la conciencia. Por eso, el pueblo de México no reacciona, no participa, se hunde en la pasividad, como hemos constatado muchas veces, sobre todo en el terreno electoral desde tiempos inmemoriales. Eso les deja las manos libres al dinero y al poder, al cinismo y a la crueldad, al desprecio y a la utilización.
Pero el odio y el miedo son recíprocos; por eso el poder se esfuerza en aterrorizar a sus súbditos. Como hace ahora gobernando con el ejército y a través de las represalias contra el pueblo y de la impunidad de los criminales, como en el caso del góber precioso, en el que hasta la Suprema Corte intervino con un servilismo y un cinismo que no se esperaba de ella. Esta enorme contradicción, estos horrores insoportables del poder responden sólo al miedo inconfesado que la ilegitimidad produce. Sobre todo al principio de un sexenio.
Por eso, en estas primeras semanas del segundo año de gobierno, cuando ya pasaron los primeros miedos, la catástrofe de Tabasco (que fue causada por la luna, no se olvide la palabra presidencial), pasó a segundo plano y la atención vuelve a la cotidianidad, ya se puede dar el golpe de las alzas de precios, en avalancha, empezando por la tortilla y las gasolinas, para mantener el espíritu empresarial en estado de equilibrio. Es decir, para mantener la creencia de que basta destruir una forma de legalidad –la democrática, por supuesto, la que elige autoridades–, para que pueda instaurarse una nueva forma de poder y de sociedad más clasista, más voraz, más hipnotizada por el dinero y el poder, por un lado, y por otro mantener al pueblo más sumiso, más pasivo, menos informado. Carmen Aristegui representaba en su tarea periodística la antítesis de esa política y de ese modelo.
El único pequeño problema es que las destrucciones de la legalidad son rápidas: bastan unas semanas, unos días. Pero queda el problema: la mayoría de las miserias que afligen la existencia de los pobres y la desilusión de las luchas democráticas. Pero, por supuesto, eso no importa, se borra con un discursito presidencial y unas cuantas promesas que no se cumplirán jamás. Llevamos en México siglos de promesas que aliviarían a los pobres. México ha perdido por completo la noción de la legalidad: eso de que el poder es delegado por el pueblo y sólo por el pueblo, no por el fraude electoral. Lo que vemos es el horror que imponen las clases que se sienten superiores ante el sufragio universal y cómo lo violan y lo desfiguran cada seis años. México: gobiernos revolucionarios y reino mayoritario de la injusticia, del hambre y del miedo, a favor de unos cuantos.
Al mismo tiempo y por las mismas razones, la falta de participación del pueblo mexicano. Un pueblo sometido a la pobreza y a la pobreza extrema, a la humillación perenne, a la desnutrición, al desempleo, al desamparo, revestido todo de discursos políticos color de rosa y de desprecio empresarial traducido en explotación. Es la realidad mexicana. Y si uno quiere hablar de ella, tiene que repetir hasta el cansancio la misma realidad de la explotación inmisericorde. El desprecio y la injusticia que los que acumulan el dinero y los políticos tienen por los pobres y el modo como los usan cuando les conviene.
Hace falta esencial una orientación nueva, si queremos que México sea un país y no un Guantánamo glorificado. Esa es la aspiración de Carmen Aristegui y de otros, como ella, periodistas y luchadores por una sociedad mínimamente justa. Lo que lastima es que tantos esfuerzos y tantas buenas intenciones y tantas luchas acaben arrojados por la ventana.
El caso de Carmen es paradigmático. Nos abre una ventana hacia la dolorosa pasividad del pueblo mexicano, hacia la ausencia de libertad de expresión y el bombardeo de mensajes empresariales y gubernamentales a favor de una vida vacía que sólo puede llenarse con pomadas mágicas y con toda esa bola de chucherías caras que nos recetan como un culto a la belleza postiza y que nos hunden en el mar de la nada.
La realidad es que no somos una nación, que se han absolutizado el poder y el dinero, que no tenemos principios éticos que limiten al poder e impidan los abusos, que necesitamos una nueva disposición de la inteligencia y del sentimiento. Si el caso de Carmen nos deja una herida, una tristeza, una rebelión interna y una nueva luz sobre nuestra realidad política, también nos deja un reto a los periodistas, a las organizaciones civiles, a las conciencias, a los educadores conscientes y a todos los que luchan en favor de un México menos tenebroso, más lúcido, más combativo.
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