domingo, febrero 03, 2008

De las amnesias de la memoria histórica

Carlos Monsiváis

“El pasado es otro país, y allí no se pagan impuestos”

¿Qué nos incumbe del pasado histórico? O, quizás más precisamente: ¿a cuántos asuntos del pasado histórico se les ha permitido ser de nuestra incumbencia? En el siglo XX mexicano prevalece el afán por controlar (seleccionar) el conjunto de los acontecimientos fundamentales o así considerados, ese acopio de documentos, imágenes, testimonios y recuerdos, de los que se pretende borrar los juicios éticos adjuntos, el rechazo a la ilegalidad del gobierno y a los saqueos de la oligarquía. No nada más se ha querido cancelar la memoria histórica, también y hasta el día de hoy a las protestas se les califica de “actos de subversión”. Y la situación persiste en el siglo XXI.

Más o menos deliberada de lo que parece, una maniobra se propone extirpar los depósitos humanistas y solidarios de la sociedad. A los gobiernos del PRI y de la “modernidad”, a los del PAN y la “subsidiariedad” les tienen sin cuidado las actitudes cívicas, que ni siquiera conciben: tan sólo quieren librarse del enfado de la disidencia y hacer de “la amnesia inducida” otro instrumento de apoyo y de coerción. Y en el periodo que culmina y empieza su caída en 1968, la estrategia de “eliminación de agravios” incluye:

—Se controlan los medios informativos gracias a la compra de directores y reporteros, del “intercambio de favores”, de las intimidaciones, del chantaje de la adquisición del papel a través de la Productora e Importadora de Papel Sociedad Anónima (PIPSA), de las concesiones en radio y televisión y la presión de los anunciantes.

—Se minimizan los hechos represivos: se volatiliza el conteo de cadáveres en las represiones, o incluso en las catástrofes naturales; se agigantan los “golpes a la estabilidad” de una marcha o de un movimiento; se promueven (más bien se les ordena a los empresarios) campañas de apoyo al gobierno en su “lucha heroica contra la hidra de la subversión”; se instrumenta la legión de artículos, en donde “analistas sesudos y seriamente comprometidos con México”, denuncian al “enemigo en casa” y alaban las acciones furiosas del gobierno. “¡Se salvó la patria!”.

—Se culpabiliza a las víctimas. Ellos —en el caso de las manifestaciones pacíficas disueltas a tiros— han provocado a la policía, a los soldados, al régimen, a la sociedad; ellos han vociferado en la calle: “¡Muera el buen gobierno!”; ellos han rehusado la mano que el señor Presidente les tendió con generosidad, ellos han puesto en peligro la paz de la nación, y todo lo que pasa y les pasa es nada más culpa de ellos.

—Se envían las noticias de las represiones a lo más fantasmal de las páginas de diarios y revistas, y se aplica la censura férrea, en especial en la televisión. La estrategia es histórica y en los tiempos anteriores al 68 apenas merecen unos cuantos comentarios.

—La matanza de obreros de una fábrica de municiones muy cerca de la residencia presidencial de Los Pinos, y la victimización de cientos de militantes sinarquistas en una concentración en León (gobierno de Manuel Ávila Camacho).

—La embestida policiaca y militar del 7 de julio de 1952 en la Alameda Central y alrededores contra centenares de partidarios de Miguel Henríquez Guzmán (gobierno de Miguel Alemán).

—Los asesinatos de cientos o miles de dirigentes y activistas campesinos que “estorban” en la “expropiación” de terrenos comunitarios (gobiernos de Manuel Ávila Camacho a Carlos Salinas de Gortari y lo que sigue).

—Las represiones brutales en 1958 y 1959 a los intentos de sindicalismo independiente de profesores de primaria, electricistas, petroleros y ferrocarrileros (gobiernos de Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos); la detención por el Ejército de mil ferrocarrileros en un día; torturas generalizadas, el asesinato del líder ferrocarrilero Román Guerra Montemayor y el envío a la cárcel ¡por 11 años y medio! de su dirección encabezada por Demetrio Vallejo y Valentín Campa (gobierno de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz).

—Los asesinatos del líder campesino Rubén Jaramillo y su familia, en acción atribuida al jefe del Estado Mayor Presidencial (gobierno de Adolfo López Mateos).

—Las represiones en el régimen de Gustavo Díaz Ordaz (invasión por el Ejército de las Universidades de Morelia y Sonora; represión del movimiento médico).

En las regiones, tal vez lo más terrible sucede en Guerrero, del régimen de Miguel Alemán en adelante; allí, entre otros hechos sangrientos, se asesina a los líderes agrarios opuestos a la venta inicua de sus tierra o al voto incondicional para el PRI, se auspicia a los señores feudales, y, lo más vistoso, se ametralla en tres ocasiones a grupos indefensos, a los trabajadores de la copra en 1967 frente a su sindicato, y en plazas públicas (33 muertos), a la Alianza Cívica Guerrerense en Chilpancingo y en Iguala (número indeterminado de víctimas). Esto arroja a la lucha guerrillera a dos maestros rurales, Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas.

Todo esto antecede a 1968.

* * *

Es impresionante el “poder persuasivo” de la mayoría de estas maniobras gubernamentales. Con excepción del 68, ¿qué represiones se incorporan a la memoria histórica? Y, además, ¿qué es la memoria histórica? De las matanzas y los encarcelamientos quedan ecos difusos, algunos lemas (“¡Libertad a los presos políticos!”), recuerdos agrios y no mucho más. La protesta no arraiga por carecer de espacios de continuidad, por la ausencia o la debilidad extrema de los partidos políticos de oposición, por el desvanecimiento de las narraciones de protesta, que suelen volverse anécdotas confusas, y porque la guerra fría ha calado profundamente en México al hacer del anticomunismo un reflejo condicionado de las clases populares. ¿Qué movilizaciones hay en Morelos luego de los asesinatos de los Jaramillo? ¿Quiénes mantienen la defensa de los presos ferrocarrileros? A los gobiernos les bastan dos o tres envíos del desprecio: “Se hará justicia, y llegaremos donde haya que llegar/ En México no hay presos políticos, sólo delincuentes del orden común/ Se ha exagerado lo que sucedió. Pronto habrá un informe que lo clarifique todo”. O la cima declarativa: “No sé de qué me habla”.

Al entregarle parte central de la operación de control de daños a la desinformación, el régimen priísta no corre riesgos. Entre otras cosas, la desinformación es el recelo ante la experiencia propia: “¿Cómo voy a saber lo que pasó si nada más estuve presente y no he leído nada que lo confirme? ¿Lo habré soñado?”. (Revísese el manejo de la matanza en Macondo en Cien años de soledad). Se equipara el desgaste normal de las protestas con el olvido moral, y a demasiados disidentes se les asimila: “Sí, no creas que no me acuerdo de mi época militante, pero tengo familia y no quiero frustrarme repartiendo volantes hasta que me muera”. Se domestica o se anula a la historiografía oficial y una prueba categórica al respecto es el intento, durante el gobierno de Salinas de Gortari, con Ernesto Zedillo de secretario de Educación Pública, de un nuevo libro de texto gratuito que informa del 2 de octubre de modo un tanto oblicuo que señala el papel represor del Ejército nacional. Ante la protesta de los aludidos, el libro de texto se retira y el papel se recicla, con todo y las mentiras de Zedillo en el debate de los candidatos presidenciales en 1994.

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