Javier Sicilia La paz en nuestros días reviste un enorme contenido de violencia: se habla, por ejemplo, de “estrategias” –un término militar– para el desarrollo, de “guerra” o “lucha” contra la pobreza, de “campañas” contra el subdesarrollo. Ese lenguaje militar y configurado por la agresión, que impregna los sueños pacíficos del desarrollo, ha mostrado su verdadero rostro en la marcha que el 31 de enero realizaron las organizaciones campesinas para defenderse de la violencia que ha traído la paz del TLCAN. Lo que muestra que el sentido de paz, como lo ha señalado Takeshi Ishida, es 1) mucho más complejo de lo que la globalización y la sociedad económica quieren hacernos entender, y 2) que la paz contiene significados diferentes en cada época y en cada atmósfera cultural. Entre el centro, donde habita el poder, y las márgenes, el lugar de los campesinos, la paz es de diferente orden. En el centro se insiste en mantener la paz a base de “estrategias” económicas; en las márgenes, la gente sólo quiere que la dejen en paz y protejan sus modos de vivir. Este sentido de la paz: la paz de la gente, la paz del común, la paz popular ha sido violentado a lo largo de los últimos sexenios desarrollistas y globalizadores. Bajo la palabra paz y su lenguaje bélico, el sueño del desarrollo ha generado una guerra profunda contra la subsistencia, la independencia alimentaria y las autonomías productivas. Lo que las organizaciones campesinas, movilizadas el 31 de enero, piden para detener esta guerra es que se pongan límites a la globalización y al expansionismo desarrollista, desplegado a todo vapor a finales de los cuarenta por el presidente Truman que, al lanzar su “campaña” de ayuda técnica para “atacar” el subdesarrollo de los países del Tercer Mundo, generó una violencia extrema contra las culturas. Para ilustrar esta complejidad de la palabra paz tomo un ejemplo de Iván Illich: la shalom judía y la pax romana. Cuando el patriarca judío levantaba los brazos e, invocando la shalom, bendecía a su familia y a su rebaño, la paz era para él las bendiciones de la justicia que Yavé derrama sobre las doce tribus de pastores. Para el judío, el ángel anuncia la shalom y no la pax romana que significaba otra cosa: cuando el gobernador romano blandía las enseñas de sus legiones en Palestina, no miraba hacia el cielo, sino hacia una ciudad lejana cuyo orden y leyes se impondrían en la región conquistada1. Aunque la paz exista en un mismo lugar y tiempo, shalom y pax –al igual que en las márgenes y en el centro de México– no tienen nada en común. Hoy en día, uno y otro término han desaparecido. Shalom se ha retirado al dominio privatizado de la religión, mientras que pax ha invadido el mundo como paz, peace, pace, paix, etcétera. Desde entonces y a lo largo de siglos de empleo por las élites dirigentes, la palabra se volvió ambigua: Constantino la usó para transformar la Cruz en ideología, Carlomagno para justificar el genocidio de los sajones, Inocencio III para imponer por la espada la supremacía de la catolicidad, y San Francisco para reencontrarse con la armonía de la Creación. Esgrimida lo mismo por Mandela que por Truman o Bush, la palabra perdió sus contornos significativos. Sin embargo, desde el nacimiento de la era industrial, que tiende a reducir todo a un patrón de producción de mercancías, servicios y consumo, la paz ha adquirido un nuevo y estrecho sentido: la paz económica, una paz, que, rompiendo las formas culturales en las que ella aún se expresa en las márgenes, se exporta y, como la antigua pax romana o la paz de las élites dirigentes desde Constantino, se impone a todos. Exportar e imponer la paz económica es destruir las atmósferas culturales en las que la paz aún florece y transformarla en monopolio del poder. De ahí el lenguaje bélico con el que, a partir de Truman, se expresa la paz del desarrollo globalizador. Si esto no logró verse bajo el entusiasmo del industrialismo y del sueño americano –todos los países, después del desastre bélico de la Segunda Guerra, compraron las buenas intenciones de la paz del expansionismo técnico y económico estadunidense– hoy en que las márgenes empiezan a sentir su capacidad destructora, se levantan para detenerla. La movilización de las periferias al centro, su grito: “Sin maíz no hay país”, su defensa de la cultura y de su paz expresada en las 40 variedades de maíz que la exportación de transgénicos quiere arrasar, se asemeja a la resistencia que Gandhi, ese hombre clarividente en la época del entusiasmo desarrollista, realizó con la charca –la rueca– y el khadi –la tela tejida a mano. Lo que la indignación y la marcha de las organizaciones campesinas ponen al descubierto es lo que en el fondo ha guardado siempre la paz económica: 1) el perverso postulado industrial de que la gente es incapaz de satisfacer por sí misma sus necesidades y de vivir en paz; 2) de que sólo las nuevas élites del poder, con su expansión técnica y uniformada, pueden traernos paz, una paz que califica la cultura del campesino mexicano de improductiva y subdesarrollada y que, al hacerlo, despoja, impone y dicta la violencia contra cualquier paz local y nacional. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca. l 1 Lo mismo puede decirse de otros términos que significan paz, como la huo’ping de los chinos que significa la dulce y serena armonía en el seno de las jerarquías del cielo, o la shanti de los indios, que evoca el despertar íntimo, personal, cósmico y no jerárquico. |
“México es paradisíaco e indudablemente infernal”, le escribe Malcolm Lowry a Jonathan Cape. A un amigo le confiesa: “México es el sitio más apartado de Dios en el que uno pueda encontrarse si se padece alguna forma de congoja; es una especie de Moloch que se alimenta de almas sufrientes”. JV.
jueves, febrero 14, 2008
La paz como guerra
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