Juan Villoro
Al mismo tiempo, obra póstuma de Susan Sontag, ofrece una oportuna síntesis de los intereses que recorrieron su vida: la fotografía como testimonio indeleble de la época, la traducción de lenguas y culturas, la responsabilidad ante las palabras, las significativas voces de los disidentes, la oposición a la política imperial de Estados Unidos, el gozo ante la escritura.
Prologado por su hijo David Rieff, el libro entrega algunos de los mejores ensayos de una novelista, cuentista y cineasta que ante todo se distinguió por sus reflexiones acerca de los otros. La curiosidad fue su signo vital. Recuerdo una cena que compartimos en el restaurante La Luna, de Bogotá, en la que nos preguntó a Rodrigo Fresán y a mí acerca de dos escritores que admiraba: Javier Cercas y Roberto Bolaño. Conocía sus libros y alguien le había dicho que se habían distanciado. Su ambición por saberlo todo ("algo más siempre está sucediendo", fue uno de sus lemas) la llevaba de las obras a los entretelones en que ocurrían.
Prologuista de Juan Rulfo y Peter Nadas, comentarista de Victor Serge y Leonid Tsipkin, se adentró en las más diversas literaturas en un momento en que la mayoría de sus paisanos cedían a la comodidad de considerarse en el centro del mundo y servirse del inglés como lingua franca de la modernidad.
Conocí a Sontag a mediados de los años noventa, cuando Carlos Fuentes la invitó a México a un coloquio de novela contemporánea. En una de las comidas de ese encuentro, el azar me situó a su lado y recordé el máximo temor de Kurt Vonnegut: tener que demostrar ante Susan Sontag que uno es inteligente. Por suerte, su lucidez incluía la hospitalidad y su carácter era básicamente celebratorio (conducta que rara vez se asocia con el rigor intelectual). Aunque escribió sobre la enfermedad, la saturnina inteligencia de Walter Benjamin y la angustia de contemplar el dolor ajeno, su inteligencia fue una forma del placer. Los ensayos de Sontag pertenecen al modo admirativo. A contrapelo de una época sumida en la banalización y el consumo, destaca lo que vale la pena.
En la novela El amante del volcán, Sontag contrasta la pasión con la reflexión. Ubicada en Nápoles, en el siglo XVIII, cuando el Vesubio parece a punto de arrasar la ciudad con una nueva erupción, la trama refleja el raro estímulo que surge del peligro y la forma en que el entendimiento se ve nublado por los impulsos. Aun al suponer que el fin es inminente -o acaso por eso mismo- el gozo se vuelve necesario.
Incluso su compromiso político con Yugoslavia estuvo revestido de un gesto estético. Mientras trataba de comprender la disolución de un país, montó en un teatro cercado por la metralla una gran metáfora de la posposición: Esperando a Godot.
El magnetismo intelectual de Susan Sontag era difícil de superar. Como Carlos Fuentes, poseía el recurso fundamental de Naphta, protagonista de La montaña mágica: "mientras hablaba, tenía razón". Es posible que horas más tarde o al día siguiente se pudiera pasar a la no menos estimulante tarea de discrepar de sus juicios, pero mientras argumentaba todo parecía certero.
En una ocasión coincidimos en Barcelona y fuimos a cenar después de su conferencia. Le gustaba pedir platos pesadísimos y el restaurante Casa Leopoldo, favorito de Vázquez Montalbán, le permitió dudar sobre un par de guisos que hubieran indigestado a un apetito menos aventurero. Después de decidirse por unos riñones, propuso que cada quien dijera en qué época le habría gustado vivir. En forma previsible, ella escogió el Siglo de las Luces. Luego recapacitó: "La verdad, cada día me gusta más que el anterior". Esta adecuación con la época parece rara en alguien que tantas veces sostuvo verdades incómodas, y sin embargo define perfectamente a Sontag; es difícil encontrar un pasaje de sus obras que no transmita el íntimo gusto con que fue escrito.
Uno de sus temas recurrentes fue la oposición entre la verdad y la justicia. Hay ocasiones en que tememos las consecuencias de nuestras ideas: "Muchos de los escritores más notables del siglo XX, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en muchos casos) causas justas".
La literatura depende de la capacidad de matizar y ejercer los beneficios de la duda. El relativismo de Sontag se resume en una frase de Henry James, citada en Al mismo tiempo: "No tengo la última palabra acerca de nada".
En sus ensayos sobre temas genéricos ("La literatura es la libertad" o "Un argumento sobre la belleza"), Sontag destaca más en el planteamiento que en las conclusiones, en interrogar la realidad que en ofrecer un corolario definitivo. No es difícil dar con la razón: Sontag prefería indagar que responder: "La verdad del novelista -a diferencia de la verdad del historiador- permite la arbitrariedad, el misterio, la falta de motivación".
En el prólogo a este libro excepcional (notablemente traducido por Aurelio Major), David Rieff recuerda lo que Auden dijo a la muerte de Yeats: "se convirtió en sus admiradores". La lectura de su obra ya forma parte de la admiración que ella logró comunicar: leer es oponerse a la extinción.
Enemiga de las simplificaciones, se interesó en la proliferación de los detalles (de ahí su interés en la fotografía, relato siempre fragmentario) y recordó que todo juicio es provisional. No se consideró una autoridad moral sino una entusiasta de lo que vale la pena destacar.
Resistir fue para ella una forma del placer: "Como expresó el cardenal Newman: 'En un mundo más elevado será de otro modo, pero aquí abajo vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo'. Y qué entiendo por la palabra 'perfección'. No intentaré explicarlo, sino más bien intentaré decir que la Perfección me hace reír. No de modo cínico, me apresuro a añadir. Con alegría".
Al mismo tiempo, obra póstuma de Susan Sontag, ofrece una oportuna síntesis de los intereses que recorrieron su vida: la fotografía como testimonio indeleble de la época, la traducción de lenguas y culturas, la responsabilidad ante las palabras, las significativas voces de los disidentes, la oposición a la política imperial de Estados Unidos, el gozo ante la escritura.
Prologado por su hijo David Rieff, el libro entrega algunos de los mejores ensayos de una novelista, cuentista y cineasta que ante todo se distinguió por sus reflexiones acerca de los otros. La curiosidad fue su signo vital. Recuerdo una cena que compartimos en el restaurante La Luna, de Bogotá, en la que nos preguntó a Rodrigo Fresán y a mí acerca de dos escritores que admiraba: Javier Cercas y Roberto Bolaño. Conocía sus libros y alguien le había dicho que se habían distanciado. Su ambición por saberlo todo ("algo más siempre está sucediendo", fue uno de sus lemas) la llevaba de las obras a los entretelones en que ocurrían.
Prologuista de Juan Rulfo y Peter Nadas, comentarista de Victor Serge y Leonid Tsipkin, se adentró en las más diversas literaturas en un momento en que la mayoría de sus paisanos cedían a la comodidad de considerarse en el centro del mundo y servirse del inglés como lingua franca de la modernidad.
Conocí a Sontag a mediados de los años noventa, cuando Carlos Fuentes la invitó a México a un coloquio de novela contemporánea. En una de las comidas de ese encuentro, el azar me situó a su lado y recordé el máximo temor de Kurt Vonnegut: tener que demostrar ante Susan Sontag que uno es inteligente. Por suerte, su lucidez incluía la hospitalidad y su carácter era básicamente celebratorio (conducta que rara vez se asocia con el rigor intelectual). Aunque escribió sobre la enfermedad, la saturnina inteligencia de Walter Benjamin y la angustia de contemplar el dolor ajeno, su inteligencia fue una forma del placer. Los ensayos de Sontag pertenecen al modo admirativo. A contrapelo de una época sumida en la banalización y el consumo, destaca lo que vale la pena.
En la novela El amante del volcán, Sontag contrasta la pasión con la reflexión. Ubicada en Nápoles, en el siglo XVIII, cuando el Vesubio parece a punto de arrasar la ciudad con una nueva erupción, la trama refleja el raro estímulo que surge del peligro y la forma en que el entendimiento se ve nublado por los impulsos. Aun al suponer que el fin es inminente -o acaso por eso mismo- el gozo se vuelve necesario.
Incluso su compromiso político con Yugoslavia estuvo revestido de un gesto estético. Mientras trataba de comprender la disolución de un país, montó en un teatro cercado por la metralla una gran metáfora de la posposición: Esperando a Godot.
El magnetismo intelectual de Susan Sontag era difícil de superar. Como Carlos Fuentes, poseía el recurso fundamental de Naphta, protagonista de La montaña mágica: "mientras hablaba, tenía razón". Es posible que horas más tarde o al día siguiente se pudiera pasar a la no menos estimulante tarea de discrepar de sus juicios, pero mientras argumentaba todo parecía certero.
En una ocasión coincidimos en Barcelona y fuimos a cenar después de su conferencia. Le gustaba pedir platos pesadísimos y el restaurante Casa Leopoldo, favorito de Vázquez Montalbán, le permitió dudar sobre un par de guisos que hubieran indigestado a un apetito menos aventurero. Después de decidirse por unos riñones, propuso que cada quien dijera en qué época le habría gustado vivir. En forma previsible, ella escogió el Siglo de las Luces. Luego recapacitó: "La verdad, cada día me gusta más que el anterior". Esta adecuación con la época parece rara en alguien que tantas veces sostuvo verdades incómodas, y sin embargo define perfectamente a Sontag; es difícil encontrar un pasaje de sus obras que no transmita el íntimo gusto con que fue escrito.
Uno de sus temas recurrentes fue la oposición entre la verdad y la justicia. Hay ocasiones en que tememos las consecuencias de nuestras ideas: "Muchos de los escritores más notables del siglo XX, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en muchos casos) causas justas".
La literatura depende de la capacidad de matizar y ejercer los beneficios de la duda. El relativismo de Sontag se resume en una frase de Henry James, citada en Al mismo tiempo: "No tengo la última palabra acerca de nada".
En sus ensayos sobre temas genéricos ("La literatura es la libertad" o "Un argumento sobre la belleza"), Sontag destaca más en el planteamiento que en las conclusiones, en interrogar la realidad que en ofrecer un corolario definitivo. No es difícil dar con la razón: Sontag prefería indagar que responder: "La verdad del novelista -a diferencia de la verdad del historiador- permite la arbitrariedad, el misterio, la falta de motivación".
En el prólogo a este libro excepcional (notablemente traducido por Aurelio Major), David Rieff recuerda lo que Auden dijo a la muerte de Yeats: "se convirtió en sus admiradores". La lectura de su obra ya forma parte de la admiración que ella logró comunicar: leer es oponerse a la extinción.
Enemiga de las simplificaciones, se interesó en la proliferación de los detalles (de ahí su interés en la fotografía, relato siempre fragmentario) y recordó que todo juicio es provisional. No se consideró una autoridad moral sino una entusiasta de lo que vale la pena destacar.
Resistir fue para ella una forma del placer: "Como expresó el cardenal Newman: 'En un mundo más elevado será de otro modo, pero aquí abajo vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo'. Y qué entiendo por la palabra 'perfección'. No intentaré explicarlo, sino más bien intentaré decir que la Perfección me hace reír. No de modo cínico, me apresuro a añadir. Con alegría".
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