René Delgado
Algo raro está ocurriendo. El presidente Felipe Calderón resolvió llevar a Los Pinos el problema del secretario Juan Camilo Mouriño.
Fiel a la amistad o al compromiso, el mandatario resolvió echar mano de dos de los más viejos recursos priistas en favor del colaborador y amigo: hacer de la residencia oficial del presidente de la República la extensión del partido en el gobierno y reponer "la cargada" como el movimiento estratégico para cumplir un deseo.
La indiferencia ante los mexicanos muertos en Ecuador, los ataques a la Universidad Nacional, la huelga en la Universidad Autónoma Metropolitana, la negociación con el sindicato de electricistas y la reforma de Petróleos Mexicanos contrasta con la atención a Juan Camilo Mouriño. Ahí sí hay acción decidida y compromiso firme. Algo raro está ocurriendo.
* * *
Si hace una semana era evidente la intención de realizar una operación mediática y política para salvar a Juan Camilo Mouriño, ahora está claro que se quiere conservar el brazo derecho a como dé lugar y sin importar el costo.
No de otro modo puede entenderse la comida ofrecida al secretario de Gobernación en la residencia oficial de Los Pinos, teniendo como invitados a la dirección del partido y a los gobernadores albiazules. Tal solidaridad se pudo desplegar en la sede de Acción Nacional bajo la anfitrionía de Germán Martínez, pero no: el presidente Felipe Calderón resolvió hacer suyo el problema.
Habla bien del mandatario tal muestra de apoyo a quien considera pieza clave en su equipo, pero esa acción, que -al menos, en el plano público- olvida o hace a un lado otros problemas de mayor envergadura, deja ver cierta desmesura y desesperación.
* * *
Dos vertientes delicadas tiene el hecho de apostarle todo a la salvación del brazo derecho. Uno, el propio Juan Camilo Mouriño ha complicado su situación con la errática operación mediática que ha tenido y, dos, la operación política puede acarrearle compromisos no deseables al conjunto del gobierno.
Tres pasos erráticos ha dado Mouriño para salvar su cabeza. Primero, presentó su dedicación al sector público como el sacrificio de su predestinado éxito en el sector privado: "El precio que pagué no fue menor. Le he arrebatado tiempo a mi familia, renuncié a las acciones de las cerca de 80 empresas de uno de los grupos empresariales más importantes del sureste mexicano y también dejé muchas de las comodidades que tienen los que viven en el interior del país". Ésa fue su defensa, el 28 de febrero.
El segundo paso lo dio hasta el jueves 6 de marzo. Acudió al programa de Joaquín López-Dóriga a autoexonerarse. Reconoció su firma en los convenios de la empresa familiar con Pemex, la autenticidad de esos documentos y aseguró haber actuado con estricto apego a la legalidad, pese al hecho de desempeñarse como servidor público. Teniendo un gran foro como sólo puede serlo un canal abierto de televisión con cobertura nacional, Mouriño no presentó un solo papel ni abrió todo el problema, señalando que había otros convenios suscritos por él. Al tiempo, echó a andar los resortes de la política. Buscó apoyos y respaldos en el PRI y con algunos gremios, cuyo costo aún está por verse.
El tercer paso fue igualmente errático. Sin tener el resultado mediático esperado y expuesta la segunda tanda de convenios, resolvió entregar los siete que firmó a la Procuraduría General de la República, a la Secretaría de la Función Pública y al Congreso de la Unión. No tuvo la delicadeza y la sencillez de presentarse a entregarlos en persona. No, desde su despacho, como si se tratara de un asunto de Gobernación, hizo el anuncio y el envío, pero sin incluir entre la papelería la cesión de sus acciones en la empresa familiar.
A esos pasos -no muy audaces, por cierto- se sumó el apoyo presidencial que, en un cuarto paso, pretende reducir el problema a una cuestión jurídica cuando su fondo es fundamentalmente político y ético. Cerró esa pinza el dirigente del PAN, Germán Martínez, al señalar que el límite y el horizonte de la ética pública los marca la ley. Ya, en su momento, el procurador, Eduardo Medina Mora, expedirá el certificado de honorabilidad correspondiente y no habrá por qué sorprenderse si Mario Marín y Ulises Ruiz piden firmarlo como testigos de calidad.
La otra vertiente de esa estrategia también es delicada. Se desconocen las negociaciones políticas emprendidas para apoyar la permanencia de Juan Camilo Mouriño en Gobernación. Cualesquiera que hayan sido, es claro que a la debilidad de origen del gobierno se sumarán las que ahora se adquieran y, entonces, estará por verse si tales empeños no resultan contraproducentes: tener un operador e interlocutor político disminuido, por muy firme que esté en el puesto. Un hombre sujeto a las presiones por los compromisos adquiridos.
Se puede respaldar aquello que, por sí, tiene posibilidad de sostenerse. Pero es muy difícil respaldar aquello que no tiene un soporte propio. Es una pena pero, por los pasos dados, la realidad es evidente.
* * *
La otra cara del asunto que, desde el 24 de febrero, preocupa y ocupa al gobierno es el descuido de otros problemas o, peor aún, la indiferencia frente a ellos.
Frente a los jóvenes mexicanos muertos en Ecuador, a causa del ataque de las Fuerzas Armadas de Colombia, más interesa saber qué hacían allá que condenar su asesinato. Más se interesan en ellos el Cisen y la Procuraduría que la Cancillería mexicana. Más interesa su actividad que su nacionalidad, poco importa que hayan sido muertos por un Estado en otro Estado.
¿Qué hacían allá esos jóvenes? Es la pregunta que, con cierta dosis de histeria, más de "una buena conciencia" se formula. Ensayaban, ésa puede ser la respuesta, la única salida que aquí se ha dejado. Es bien simple: en un país donde los partidos monopolizan la política; donde los acuerdos son un chantaje; donde la justicia es un problema de bolsa; donde la participación institucional se desmorona; donde la polarización frustra el desarrollo; donde estudiar no es garantía de formarse para la vida y tener un empleo, es más que natural intentar otra salida por descabellada que ésta sea. ¿Es tan difícil de entender eso? ¿Por ello hay que abandonarlos?
Lo peor de esa histeria es que, con la mano en la cintura, se marca a la Universidad y al Politécnico como meras fábricas de guerrilleros. Tal desmesura de quienes no calibran la importancia de la educación pública no suscita ni la menor expresión de defensa ni de solidaridad por parte del gobierno. Quizá es natural que así sea, muy pocos miembros del gabinete se deben a la generosidad educativa del Estado y, entonces, es comprensible que reduzcan la educación superior a un problema de colegiatura.
La prolongada huelga en la Universidad Autónoma Metropolitana, la soberbia de la dirigencia sindical de los electricistas que confunde derechos laborales con privilegios gremiales, o la reducción del debate sobre Petróleos Mexicanos a un melodramático spot para rescatar un tesoro ni caso tiene abordarlos.
Lo de hoy es salvar el brazo derecho, demostrar que toda su actuación, pública y privada, se encuadra en el marco de la la ley. Todo lo demás es lo de menos.
Algo raro está ocurriendo. El presidente Felipe Calderón resolvió llevar a Los Pinos el problema del secretario Juan Camilo Mouriño.
Fiel a la amistad o al compromiso, el mandatario resolvió echar mano de dos de los más viejos recursos priistas en favor del colaborador y amigo: hacer de la residencia oficial del presidente de la República la extensión del partido en el gobierno y reponer "la cargada" como el movimiento estratégico para cumplir un deseo.
La indiferencia ante los mexicanos muertos en Ecuador, los ataques a la Universidad Nacional, la huelga en la Universidad Autónoma Metropolitana, la negociación con el sindicato de electricistas y la reforma de Petróleos Mexicanos contrasta con la atención a Juan Camilo Mouriño. Ahí sí hay acción decidida y compromiso firme. Algo raro está ocurriendo.
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Si hace una semana era evidente la intención de realizar una operación mediática y política para salvar a Juan Camilo Mouriño, ahora está claro que se quiere conservar el brazo derecho a como dé lugar y sin importar el costo.
No de otro modo puede entenderse la comida ofrecida al secretario de Gobernación en la residencia oficial de Los Pinos, teniendo como invitados a la dirección del partido y a los gobernadores albiazules. Tal solidaridad se pudo desplegar en la sede de Acción Nacional bajo la anfitrionía de Germán Martínez, pero no: el presidente Felipe Calderón resolvió hacer suyo el problema.
Habla bien del mandatario tal muestra de apoyo a quien considera pieza clave en su equipo, pero esa acción, que -al menos, en el plano público- olvida o hace a un lado otros problemas de mayor envergadura, deja ver cierta desmesura y desesperación.
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Dos vertientes delicadas tiene el hecho de apostarle todo a la salvación del brazo derecho. Uno, el propio Juan Camilo Mouriño ha complicado su situación con la errática operación mediática que ha tenido y, dos, la operación política puede acarrearle compromisos no deseables al conjunto del gobierno.
Tres pasos erráticos ha dado Mouriño para salvar su cabeza. Primero, presentó su dedicación al sector público como el sacrificio de su predestinado éxito en el sector privado: "El precio que pagué no fue menor. Le he arrebatado tiempo a mi familia, renuncié a las acciones de las cerca de 80 empresas de uno de los grupos empresariales más importantes del sureste mexicano y también dejé muchas de las comodidades que tienen los que viven en el interior del país". Ésa fue su defensa, el 28 de febrero.
El segundo paso lo dio hasta el jueves 6 de marzo. Acudió al programa de Joaquín López-Dóriga a autoexonerarse. Reconoció su firma en los convenios de la empresa familiar con Pemex, la autenticidad de esos documentos y aseguró haber actuado con estricto apego a la legalidad, pese al hecho de desempeñarse como servidor público. Teniendo un gran foro como sólo puede serlo un canal abierto de televisión con cobertura nacional, Mouriño no presentó un solo papel ni abrió todo el problema, señalando que había otros convenios suscritos por él. Al tiempo, echó a andar los resortes de la política. Buscó apoyos y respaldos en el PRI y con algunos gremios, cuyo costo aún está por verse.
El tercer paso fue igualmente errático. Sin tener el resultado mediático esperado y expuesta la segunda tanda de convenios, resolvió entregar los siete que firmó a la Procuraduría General de la República, a la Secretaría de la Función Pública y al Congreso de la Unión. No tuvo la delicadeza y la sencillez de presentarse a entregarlos en persona. No, desde su despacho, como si se tratara de un asunto de Gobernación, hizo el anuncio y el envío, pero sin incluir entre la papelería la cesión de sus acciones en la empresa familiar.
A esos pasos -no muy audaces, por cierto- se sumó el apoyo presidencial que, en un cuarto paso, pretende reducir el problema a una cuestión jurídica cuando su fondo es fundamentalmente político y ético. Cerró esa pinza el dirigente del PAN, Germán Martínez, al señalar que el límite y el horizonte de la ética pública los marca la ley. Ya, en su momento, el procurador, Eduardo Medina Mora, expedirá el certificado de honorabilidad correspondiente y no habrá por qué sorprenderse si Mario Marín y Ulises Ruiz piden firmarlo como testigos de calidad.
La otra vertiente de esa estrategia también es delicada. Se desconocen las negociaciones políticas emprendidas para apoyar la permanencia de Juan Camilo Mouriño en Gobernación. Cualesquiera que hayan sido, es claro que a la debilidad de origen del gobierno se sumarán las que ahora se adquieran y, entonces, estará por verse si tales empeños no resultan contraproducentes: tener un operador e interlocutor político disminuido, por muy firme que esté en el puesto. Un hombre sujeto a las presiones por los compromisos adquiridos.
Se puede respaldar aquello que, por sí, tiene posibilidad de sostenerse. Pero es muy difícil respaldar aquello que no tiene un soporte propio. Es una pena pero, por los pasos dados, la realidad es evidente.
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La otra cara del asunto que, desde el 24 de febrero, preocupa y ocupa al gobierno es el descuido de otros problemas o, peor aún, la indiferencia frente a ellos.
Frente a los jóvenes mexicanos muertos en Ecuador, a causa del ataque de las Fuerzas Armadas de Colombia, más interesa saber qué hacían allá que condenar su asesinato. Más se interesan en ellos el Cisen y la Procuraduría que la Cancillería mexicana. Más interesa su actividad que su nacionalidad, poco importa que hayan sido muertos por un Estado en otro Estado.
¿Qué hacían allá esos jóvenes? Es la pregunta que, con cierta dosis de histeria, más de "una buena conciencia" se formula. Ensayaban, ésa puede ser la respuesta, la única salida que aquí se ha dejado. Es bien simple: en un país donde los partidos monopolizan la política; donde los acuerdos son un chantaje; donde la justicia es un problema de bolsa; donde la participación institucional se desmorona; donde la polarización frustra el desarrollo; donde estudiar no es garantía de formarse para la vida y tener un empleo, es más que natural intentar otra salida por descabellada que ésta sea. ¿Es tan difícil de entender eso? ¿Por ello hay que abandonarlos?
Lo peor de esa histeria es que, con la mano en la cintura, se marca a la Universidad y al Politécnico como meras fábricas de guerrilleros. Tal desmesura de quienes no calibran la importancia de la educación pública no suscita ni la menor expresión de defensa ni de solidaridad por parte del gobierno. Quizá es natural que así sea, muy pocos miembros del gabinete se deben a la generosidad educativa del Estado y, entonces, es comprensible que reduzcan la educación superior a un problema de colegiatura.
La prolongada huelga en la Universidad Autónoma Metropolitana, la soberbia de la dirigencia sindical de los electricistas que confunde derechos laborales con privilegios gremiales, o la reducción del debate sobre Petróleos Mexicanos a un melodramático spot para rescatar un tesoro ni caso tiene abordarlos.
Lo de hoy es salvar el brazo derecho, demostrar que toda su actuación, pública y privada, se encuadra en el marco de la la ley. Todo lo demás es lo de menos.
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