Carlos Monsiváis
Internacionalmente, dos términos, inclusión y exclusión, se han añadido al conjunto reducido y en verdad primordial de las palabras clave. La derecha no les encuentra utilidad, tal vez porque si las usa la izquierda ya las besó el diablo o más seguramente porque los excluidos no pertenecen a la nación de la fe, pero un buen número de gobiernos, partidos de centroizquierda y, sobre todo, sectores de izquierda, y reiteran estos vocablos hasta desgastar su uso en la querella sin consecuencias, o hasta conseguir algunos objetivos básicos. En México, por ejemplo, ¿qué formas de vida se localizan en los ámbitos de la inclusión o la exclusión?
En materia de inclusiones y exclusiones lo principal, desde luego, se vincula a los criterios de raza y clase. Por definición los indígenas y los que circulan en la miseria y la pobreza jamás son incluibles. Ahora la novedad es el declive de sectores muy amplios de clase media que gozaban de una la franquicia: la apariencia modesta de inclusión, y que de unos años para acá conocen el desengaño y la cadena de frustraciones. Si se quiere, pueden revisarse las publicaciones de sociales con la ilusión de añadirse vicariamente a la élite por contagio óptico. Y el impacto es radical: si no naciste dentro, te será casi imposible entrar. Los apellidos se vuelven dinastías y las dinastías ocupan los lugares centrales de la inclusión.
* * *
Excluidos: los indígenas, los gays “desde el aspecto, los excéntricos, los minusválidos… En el capítulo de las instituciones obsérvese la lucha contra las universidades públicas. Allí, de modo creciente, la élite social y financiera afirma su menosprecio: estudiar en universidades públicas (ya no se diga en el Instituto Politécnico Nacional) es excluirse voluntariamente. “Que no me digan que no pueden pagar colegiaturas altas”. Cunde, a precios de lujo, la moraleja: además de ser lugares de enseñanza las universidades privadas son espacios de acopio de las relaciones amistosas que son avisos de prosperidad. Los incluidos, además, cultivan el estilo de vida inalcanzable para los excluidos: clubes privados, fiestas reseñadas pródigamente con holgura y serie de fotos divertidísimas (“El Patolín Tresguerras llegó disfrazado de buque petrolero”), reflexiones que prueban la lectura de libros de Autoayuda, reconocimientos de las escuelas de donde provienen (“Cinco brillantes egresados de la Universidad Anáhuac recibieron el homenaje de sus escuelas y aprovechan la reunión y nos comunican su filosofía de la vida”). Los puestos gubernamentales se reservan para ellos, mejor si muy conservadores, y la política y el mundo financiero son suyos.
—Las ideas izquierdistas son un “pecado original” y una causa inobjetable de exclusión. Como en los Tiempos Triunfales del PRI, se quiere erigir de nuevo la culpa previa de los izquierdistas, sea cuál sea su militancia o simplemente su convicción. Ser de izquierda (un término vago que hasta hace poco incluso se le dispensaba a la burocracia del PRD) es, de antemano, señal de subversión peligrosa. Lo conveniente, lo decente (se enuncie como se enuncie) es ser derechista o, en un nivel más lleno de precauciones, muy antizquierdista. La exclusión circular. Por supuesto, una parte fundamental de la izquierda política se obstina en el anacronismo (“Es bueno reflexionar con tal de que no quite tiempo”), alaba todavía como perfecta a la dictadura de Castro, con todo y el patético Fidel Forever de las estatuas de sal de las consignas que no se fijan siquiera en la autocrítica que hoy rehace el mapa intelectual de la isla, y partidarios porque no viven los usos y costumbres de las etnias, etcétera. Pero este sector ya no define de modo alguno a la izquierda cultural y social, excluida en diversos grados. En la cumbre, caben pocos y todos disponen de “autonomía de gestión”.
—La división del mundo entre los profesionalmente felices (los incluidos) y los atenidos a dejarse retratar o a retratarse sin consecuencias informativas y publicitarias (los de las colecciones de fotos digitales). Ya me referí a los poderes de proferisión de mantras en el castillo de las revistas y suplementos de sociales. Insisto en ellos por estar convencido de su cometido: ser las señales altas de la inclusión, no se puede ir más allá, esa alegría de las fotos es el privilegio de unos cuantos; no necesariamente los más encumbrados, los de la lista de Forbes, pero sí la dorada segunda fila y sus descendientes, orgullosos de ser la minoría protegida que todavía siente el orgullo de estar en la cumbre, de esquiar en Vail y Aspen, del ajetreo de viajes y fiestas, de las ceremonias solemnes con un sacerdote L.C. (Legionario de Cristo) que los desposa, de los baby showers, de las despedidas de soltero, de los warmings, de las sesiones epicúreas, de las obras de caridad, de los desfiles de modas… La inclusión, entre uno de sus deberes, exige la pose alivianada, cool ante la cámara.
La élite ensaya a diario su felicidad. Son grupos imantados por la sonrisa del triunfo, que profesionalizan la felicidad, el gozo de estar juntos, el placer inaudito de estos jardines, estas residencias, estos resorts, estas inauguraciones de shows pictóricos, este amor por el deporte. No es que estén incluidos, es que los excluidos, los de atrás, se quedarán por siempre en el punto de partida.
* * *
Otra división, la de los energéticos. Los excluidos nada saben de la complejidad de la extracción del crudo, del dinero que se necesita para las exploraciones, de la cuantía de dinero. Declara Felipe Calderón (transcribo sin dar crédito a lo que leí, por favor envían telepáticamente un desmentido): “Los 150 millones de dólares que estimo ingresen cada año al país por proyectos petroleros, en 2011 o 2012 los jóvenes tendrán un lugar en la universidad, habrá acceso universal a servicios de salud y se producirán gasolinas limpias para evitar que los niños padezcan enfermedades respiratorias” (La Jornada, 11 de abril de 2008).
Le creo, oh sí le creo. A los analfabetas energéticos, los nuevos excluidos, no más del 99.99% de la población, les toca aplaudir no la privatización que no la entenderemos, sino el reparto del tesoro en la superficie a cargo de unos cuantos.
Internacionalmente, dos términos, inclusión y exclusión, se han añadido al conjunto reducido y en verdad primordial de las palabras clave. La derecha no les encuentra utilidad, tal vez porque si las usa la izquierda ya las besó el diablo o más seguramente porque los excluidos no pertenecen a la nación de la fe, pero un buen número de gobiernos, partidos de centroizquierda y, sobre todo, sectores de izquierda, y reiteran estos vocablos hasta desgastar su uso en la querella sin consecuencias, o hasta conseguir algunos objetivos básicos. En México, por ejemplo, ¿qué formas de vida se localizan en los ámbitos de la inclusión o la exclusión?
En materia de inclusiones y exclusiones lo principal, desde luego, se vincula a los criterios de raza y clase. Por definición los indígenas y los que circulan en la miseria y la pobreza jamás son incluibles. Ahora la novedad es el declive de sectores muy amplios de clase media que gozaban de una la franquicia: la apariencia modesta de inclusión, y que de unos años para acá conocen el desengaño y la cadena de frustraciones. Si se quiere, pueden revisarse las publicaciones de sociales con la ilusión de añadirse vicariamente a la élite por contagio óptico. Y el impacto es radical: si no naciste dentro, te será casi imposible entrar. Los apellidos se vuelven dinastías y las dinastías ocupan los lugares centrales de la inclusión.
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Excluidos: los indígenas, los gays “desde el aspecto, los excéntricos, los minusválidos… En el capítulo de las instituciones obsérvese la lucha contra las universidades públicas. Allí, de modo creciente, la élite social y financiera afirma su menosprecio: estudiar en universidades públicas (ya no se diga en el Instituto Politécnico Nacional) es excluirse voluntariamente. “Que no me digan que no pueden pagar colegiaturas altas”. Cunde, a precios de lujo, la moraleja: además de ser lugares de enseñanza las universidades privadas son espacios de acopio de las relaciones amistosas que son avisos de prosperidad. Los incluidos, además, cultivan el estilo de vida inalcanzable para los excluidos: clubes privados, fiestas reseñadas pródigamente con holgura y serie de fotos divertidísimas (“El Patolín Tresguerras llegó disfrazado de buque petrolero”), reflexiones que prueban la lectura de libros de Autoayuda, reconocimientos de las escuelas de donde provienen (“Cinco brillantes egresados de la Universidad Anáhuac recibieron el homenaje de sus escuelas y aprovechan la reunión y nos comunican su filosofía de la vida”). Los puestos gubernamentales se reservan para ellos, mejor si muy conservadores, y la política y el mundo financiero son suyos.
—Las ideas izquierdistas son un “pecado original” y una causa inobjetable de exclusión. Como en los Tiempos Triunfales del PRI, se quiere erigir de nuevo la culpa previa de los izquierdistas, sea cuál sea su militancia o simplemente su convicción. Ser de izquierda (un término vago que hasta hace poco incluso se le dispensaba a la burocracia del PRD) es, de antemano, señal de subversión peligrosa. Lo conveniente, lo decente (se enuncie como se enuncie) es ser derechista o, en un nivel más lleno de precauciones, muy antizquierdista. La exclusión circular. Por supuesto, una parte fundamental de la izquierda política se obstina en el anacronismo (“Es bueno reflexionar con tal de que no quite tiempo”), alaba todavía como perfecta a la dictadura de Castro, con todo y el patético Fidel Forever de las estatuas de sal de las consignas que no se fijan siquiera en la autocrítica que hoy rehace el mapa intelectual de la isla, y partidarios porque no viven los usos y costumbres de las etnias, etcétera. Pero este sector ya no define de modo alguno a la izquierda cultural y social, excluida en diversos grados. En la cumbre, caben pocos y todos disponen de “autonomía de gestión”.
—La división del mundo entre los profesionalmente felices (los incluidos) y los atenidos a dejarse retratar o a retratarse sin consecuencias informativas y publicitarias (los de las colecciones de fotos digitales). Ya me referí a los poderes de proferisión de mantras en el castillo de las revistas y suplementos de sociales. Insisto en ellos por estar convencido de su cometido: ser las señales altas de la inclusión, no se puede ir más allá, esa alegría de las fotos es el privilegio de unos cuantos; no necesariamente los más encumbrados, los de la lista de Forbes, pero sí la dorada segunda fila y sus descendientes, orgullosos de ser la minoría protegida que todavía siente el orgullo de estar en la cumbre, de esquiar en Vail y Aspen, del ajetreo de viajes y fiestas, de las ceremonias solemnes con un sacerdote L.C. (Legionario de Cristo) que los desposa, de los baby showers, de las despedidas de soltero, de los warmings, de las sesiones epicúreas, de las obras de caridad, de los desfiles de modas… La inclusión, entre uno de sus deberes, exige la pose alivianada, cool ante la cámara.
La élite ensaya a diario su felicidad. Son grupos imantados por la sonrisa del triunfo, que profesionalizan la felicidad, el gozo de estar juntos, el placer inaudito de estos jardines, estas residencias, estos resorts, estas inauguraciones de shows pictóricos, este amor por el deporte. No es que estén incluidos, es que los excluidos, los de atrás, se quedarán por siempre en el punto de partida.
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Otra división, la de los energéticos. Los excluidos nada saben de la complejidad de la extracción del crudo, del dinero que se necesita para las exploraciones, de la cuantía de dinero. Declara Felipe Calderón (transcribo sin dar crédito a lo que leí, por favor envían telepáticamente un desmentido): “Los 150 millones de dólares que estimo ingresen cada año al país por proyectos petroleros, en 2011 o 2012 los jóvenes tendrán un lugar en la universidad, habrá acceso universal a servicios de salud y se producirán gasolinas limpias para evitar que los niños padezcan enfermedades respiratorias” (La Jornada, 11 de abril de 2008).
Le creo, oh sí le creo. A los analfabetas energéticos, los nuevos excluidos, no más del 99.99% de la población, les toca aplaudir no la privatización que no la entenderemos, sino el reparto del tesoro en la superficie a cargo de unos cuantos.
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