Alejandro Gertz Manero
editorial2003@terra.com.mx
El poder público y los políticos de este país suelen ser muy cambiantes, contradictorios y casi siempre indescifrables, lo cual nos deja a los miembros del inmenso infelizaje nacional en un permanente estado de confusión y abandono; situación que se está repitiendo a niveles de histerismo mediático en los últimos días, con motivo de la discusión sobre el proyecto legislativo en materia petrolera.
Para ilustrar esta crisis pendular es necesario remontarnos a unas décadas atrás, cuando el discurso oficial, el dogma y la religión de la política mexicana no permitían ni la menor duda sobre las bondades, maravillas y resultados extraordinarios del poder público en cualquier actividad. En ese entonces la iniciativa privada debía ocultarse vergonzante y culpígena mientras amasaba sus fortunas en contubernio secreto con los mismos políticos que eran dueños del petróleo, la electricidad, los bancos, las fábricas, las tiendas y, si nos descuidábamos, hasta del aire contaminado que pudiéramos respirar; y de esa manera, las glorias del Gran Púas Echeverría llegaron a su apogeo, mientras el Estado mexicano construía bicicletas y triciclos, administraba cabarets y era el amo y señor de todos los rubros de la productividad nacional.
Después de esa apoteosis vino el caos, y entonces comenzaron las nacionalizaciones, las privatizaciones, el Fobaproa, las quiebras, los inmensos trinquetes que se organizaron con motivo de la venta o entrega de las grandes empresas públicas a los “cuates”; y de ese modo las carreteras, los aeropuertos, las comunicaciones y las líneas aéreas han ido oscilando de un extremo al otro, entre el dogma público y la religión privatizante; todo ello en medio de más quiebras sangrientas, escándalos financieros de nota roja, ridículos inconmensurables, fabulosas fortunas personales y toda la gama de desaciertos, latrocinios y fracasos que nos han dejado a todos los mexicanos atónitos y sin saber en quién creer, porque tal parece que nuestros dioses se han vuelto locos.
Ante esa inmensa confusión y para salir del tsunami financiero del petróleo, si hiciéramos un acto de contrición y humildad, y aceptáramos que sería muy útil reconocer el porqué del “cochinero” en que se ha convertido Pemex, quizá nos encontraríamos con una serie de claroscuros que nos darían la pauta para encontrar soluciones lógicas y elementales frente a los esfuerzos de miles de técnicos y trabajadores, y los abismos de corrupción en todos los niveles, desde el más elemental hasta el más alto; en laberintos donde nos habremos de encontrar muchas caras conocidas, apellidos ilustres, personajes secretos, hombres y mujeres de paja, pícaros autóctonos y globalizados y una anarquía que sería insostenible si no existieran los ríos de petróleo y los intereses que sostienen la marcha de esa institución para convertirla en un enorme botín.
Frente ese panorama, ¿podríamos aspirar a tener una reacción madura, para antes que nada limpiar esa casa que está hecha un asco, cortando uñas, garras y colmillos? Puesto que una ley no podrá resolver lo que nosotros mismos, a diario, no queramos comprometernos seriamente a realizar.
Esa es la gran pregunta que seguramente caerá en el vacío que ha dejado la batahola de emos y punks legislativos que hoy estamos sufriendo.
editorial2003@terra.com.mx
El poder público y los políticos de este país suelen ser muy cambiantes, contradictorios y casi siempre indescifrables, lo cual nos deja a los miembros del inmenso infelizaje nacional en un permanente estado de confusión y abandono; situación que se está repitiendo a niveles de histerismo mediático en los últimos días, con motivo de la discusión sobre el proyecto legislativo en materia petrolera.
Para ilustrar esta crisis pendular es necesario remontarnos a unas décadas atrás, cuando el discurso oficial, el dogma y la religión de la política mexicana no permitían ni la menor duda sobre las bondades, maravillas y resultados extraordinarios del poder público en cualquier actividad. En ese entonces la iniciativa privada debía ocultarse vergonzante y culpígena mientras amasaba sus fortunas en contubernio secreto con los mismos políticos que eran dueños del petróleo, la electricidad, los bancos, las fábricas, las tiendas y, si nos descuidábamos, hasta del aire contaminado que pudiéramos respirar; y de esa manera, las glorias del Gran Púas Echeverría llegaron a su apogeo, mientras el Estado mexicano construía bicicletas y triciclos, administraba cabarets y era el amo y señor de todos los rubros de la productividad nacional.
Después de esa apoteosis vino el caos, y entonces comenzaron las nacionalizaciones, las privatizaciones, el Fobaproa, las quiebras, los inmensos trinquetes que se organizaron con motivo de la venta o entrega de las grandes empresas públicas a los “cuates”; y de ese modo las carreteras, los aeropuertos, las comunicaciones y las líneas aéreas han ido oscilando de un extremo al otro, entre el dogma público y la religión privatizante; todo ello en medio de más quiebras sangrientas, escándalos financieros de nota roja, ridículos inconmensurables, fabulosas fortunas personales y toda la gama de desaciertos, latrocinios y fracasos que nos han dejado a todos los mexicanos atónitos y sin saber en quién creer, porque tal parece que nuestros dioses se han vuelto locos.
Ante esa inmensa confusión y para salir del tsunami financiero del petróleo, si hiciéramos un acto de contrición y humildad, y aceptáramos que sería muy útil reconocer el porqué del “cochinero” en que se ha convertido Pemex, quizá nos encontraríamos con una serie de claroscuros que nos darían la pauta para encontrar soluciones lógicas y elementales frente a los esfuerzos de miles de técnicos y trabajadores, y los abismos de corrupción en todos los niveles, desde el más elemental hasta el más alto; en laberintos donde nos habremos de encontrar muchas caras conocidas, apellidos ilustres, personajes secretos, hombres y mujeres de paja, pícaros autóctonos y globalizados y una anarquía que sería insostenible si no existieran los ríos de petróleo y los intereses que sostienen la marcha de esa institución para convertirla en un enorme botín.
Frente ese panorama, ¿podríamos aspirar a tener una reacción madura, para antes que nada limpiar esa casa que está hecha un asco, cortando uñas, garras y colmillos? Puesto que una ley no podrá resolver lo que nosotros mismos, a diario, no queramos comprometernos seriamente a realizar.
Esa es la gran pregunta que seguramente caerá en el vacío que ha dejado la batahola de emos y punks legislativos que hoy estamos sufriendo.
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