Raúl Mejía
Yo fui aficionado al pancracio. Un devoto del costalazo.
No recuerdo la edad a la que adquirí tan apasionante adicción. No más de once años, seguro. Fue cuando mi papá discurrió llevarnos al inicio de la temporada un domingo a la Plaza de Toros, “la más taurina de América”, en Morelia. Antes de esa primera incursión, seguía las aventuras de los gladiadores a través de la Revista de Box y Lucha que, inefables, estaban dispuestas en la peluquería de Huape y en los posters que algunos domingos salían en Novedades. Los anuncios pegados en las esquinas cumplían la función de potenciar el deseo que parecía devenir incompleto (y por lo tanto verdadero deseo). Así, Blue Demon, Santo, El Nazi, Dorrell Dixson eran sólo posters que tapizaban mi recámara... hasta que mi papá nos dijo “nos vamos a ver a Blue Demon” y supe que estaría en las estrellas.
Me gustaban las luchas. Por mucho tiempo mi padre hizo de las luchas la razón de nuestro domingo: relevos australianos, parejas, mano a mano, luchas de mujeres (La Malinche, Marina Rey) y de enanos. De todo. Mi favorito era un luchador perfectamente desconocido: Raffles, el manos de seda. Un acróbata del cuadrilátero.
Nunca me sentí más impactado, sin embargo, como cuando empecé a saber de la existencia de un verdadero gladiador (los demás eran meras aproximaciones) cuyo nombre era inolvidable: Tinieblas. Supe de él, claro, por las revistas de Huape. Todo en él era diferente. Incluso Anibal y El Solitario, mis máximos de ese momento, quedaban minimizados ante la visión estética de Tinieblas, quien además, ahora lo puedo decir sin ambages, era un intelectual. Su sección “Usted pregunta, Tinieblas responde” se convirtió en consulta obligada y semanal en la peluquería, por diez centavos la alquilada de la revista de box y lucha (sin “peluqueada” no había derecho a la literatura). ¡Cuántas cosas sabía este luchador! Casi puedo decir que Santo, el enmascarado de plata, por poco es relegado con todo y sus portentosas películas en donde invariablemente funge como investigador, científico, galán, luchador y buen hombre. Lo raro del caso es que Tinieblas casi nunca luchaba. ¿Existía Tinieblas? Los expertos, Huape entre ellos, cuyas doctas opiniones sobre el género yo tomaba como las tablas de la ley y cuyas sentencias las convertía en mantras, sentenciaban que era una farsa; El Solitario y Anibal no le dedicaban ni una palabra.
Sobra decirlo: se convirtió en mi héroe en un momento en que mis delirios lucheriles estaban a punto de ceder ante el empuje de nuevas referencias: otros iconos empezaban a reclamar mi atención: el rock. Los Beatles no podían seguir siendo ignorados y se corría el rumor de que Abbey Road era su última producción discográfica. Yo pasé horas absorto en la portada del disco que me prestaba Alejandro, en cada uno de los detalles de los greñudos de Liverpool cruzando una calle que, treinta y dos años después, yo cruzaría extasiado ante la mirada circunspecta de Maya que no entendía por qué tanta ilusión por cruzar una calle londinense... por mucho y que hubiesen sido Los Beatles los que sentaron el precedente iconográfico; cuestión generacional, claro.

El caso es que cuando Tinieblas ya era todo un mito y que su máscara amarilla, sin boca ni ojos y sí un abismo negro por cara, formaba parte de mi devoción clásica, se dio el milagro: Tinieblas lucharía en Morelia y justo cuando mi papá había dado por terminado el interés por el pancracio y asistir al magno evento era una cuestión, en sentido estricto, crematística, es decir, de dinero.
¿Cómo le hice? No recuerdo pero ahí estaba, en ring side, babeando expectante ante la llegada del gigante sabio. No escuchaba nada, todo en mí era santidad. La algarabía de mi alrededor me resultaba indiferente. El marco de la presentación de mi héroe se daba en silencio. Lo anunciaron y llegó como lo hacen los grandes: saltando de un impulso atlético las cuerdas y saludando al respetable.
Cuando la lucha terminó, no sé, no recuerdo cómo logré colarme al pasillo que lleva a los vestidores, pero ahí me encontré. A lo lejos, el gigante se acercaba rodeado de fans y repartiendo autógrafos. Por alguna conjunción estelar favorable a Capricornio, el tipo quedó frente a mí. Seguramente me estaba mirando, pero ¿cómo saberlo si no había cara? Recuerdo haber balbuceado “Tinieblas” y él, magnánimo, me revolvió el pelo, se alejó y me rozó con su corpachón. Incluso recuerdo haber tocado su bíceps que era duro como el cemento.
Treinta y cinco años después, o más o menos esa cantidad monstruosa de años, releo una añeja entrevista al luchador. Efectivamente era un producto comercial (como lo fueron Los Monkees , la respuesta gringa y fallida a Los Beatles). Nunca fue campeón ni tuvo un historial digno en el pancracio. Era, eso sí, un tipo con cierto sentido de la mesura: eso de que le ofrecieran vender su personaje para convertirlo en un luchador ciego y que rechazara tal infamia habla bien del viejo Tinieblas... pero intentar después –¿a los sesenta años?– hacer de él un ser de otro planeta, elegido para proteger, modestamente, al universo, cinematográficamente y en comic, fue para mí una pequeña decepción.
En aquellos remotos 1968, 1969, 1970, yo tenía entre doce y catorce años. Hoy tengo cincuenta y dos y sigo con la misma sensación de júbilo cuando recuerdo mi encuentro con este gladiador de más de metro noventa de estatura, que me dice sus humanas experiencias en una revista de cultura, cuando simulaba ser un gigante letrado.
Yo fui aficionado al pancracio. Un devoto del costalazo.
No recuerdo la edad a la que adquirí tan apasionante adicción. No más de once años, seguro. Fue cuando mi papá discurrió llevarnos al inicio de la temporada un domingo a la Plaza de Toros, “la más taurina de América”, en Morelia. Antes de esa primera incursión, seguía las aventuras de los gladiadores a través de la Revista de Box y Lucha que, inefables, estaban dispuestas en la peluquería de Huape y en los posters que algunos domingos salían en Novedades. Los anuncios pegados en las esquinas cumplían la función de potenciar el deseo que parecía devenir incompleto (y por lo tanto verdadero deseo). Así, Blue Demon, Santo, El Nazi, Dorrell Dixson eran sólo posters que tapizaban mi recámara... hasta que mi papá nos dijo “nos vamos a ver a Blue Demon” y supe que estaría en las estrellas.
Me gustaban las luchas. Por mucho tiempo mi padre hizo de las luchas la razón de nuestro domingo: relevos australianos, parejas, mano a mano, luchas de mujeres (La Malinche, Marina Rey) y de enanos. De todo. Mi favorito era un luchador perfectamente desconocido: Raffles, el manos de seda. Un acróbata del cuadrilátero.
Nunca me sentí más impactado, sin embargo, como cuando empecé a saber de la existencia de un verdadero gladiador (los demás eran meras aproximaciones) cuyo nombre era inolvidable: Tinieblas. Supe de él, claro, por las revistas de Huape. Todo en él era diferente. Incluso Anibal y El Solitario, mis máximos de ese momento, quedaban minimizados ante la visión estética de Tinieblas, quien además, ahora lo puedo decir sin ambages, era un intelectual. Su sección “Usted pregunta, Tinieblas responde” se convirtió en consulta obligada y semanal en la peluquería, por diez centavos la alquilada de la revista de box y lucha (sin “peluqueada” no había derecho a la literatura). ¡Cuántas cosas sabía este luchador! Casi puedo decir que Santo, el enmascarado de plata, por poco es relegado con todo y sus portentosas películas en donde invariablemente funge como investigador, científico, galán, luchador y buen hombre. Lo raro del caso es que Tinieblas casi nunca luchaba. ¿Existía Tinieblas? Los expertos, Huape entre ellos, cuyas doctas opiniones sobre el género yo tomaba como las tablas de la ley y cuyas sentencias las convertía en mantras, sentenciaban que era una farsa; El Solitario y Anibal no le dedicaban ni una palabra.
Sobra decirlo: se convirtió en mi héroe en un momento en que mis delirios lucheriles estaban a punto de ceder ante el empuje de nuevas referencias: otros iconos empezaban a reclamar mi atención: el rock. Los Beatles no podían seguir siendo ignorados y se corría el rumor de que Abbey Road era su última producción discográfica. Yo pasé horas absorto en la portada del disco que me prestaba Alejandro, en cada uno de los detalles de los greñudos de Liverpool cruzando una calle que, treinta y dos años después, yo cruzaría extasiado ante la mirada circunspecta de Maya que no entendía por qué tanta ilusión por cruzar una calle londinense... por mucho y que hubiesen sido Los Beatles los que sentaron el precedente iconográfico; cuestión generacional, claro.

El caso es que cuando Tinieblas ya era todo un mito y que su máscara amarilla, sin boca ni ojos y sí un abismo negro por cara, formaba parte de mi devoción clásica, se dio el milagro: Tinieblas lucharía en Morelia y justo cuando mi papá había dado por terminado el interés por el pancracio y asistir al magno evento era una cuestión, en sentido estricto, crematística, es decir, de dinero.
¿Cómo le hice? No recuerdo pero ahí estaba, en ring side, babeando expectante ante la llegada del gigante sabio. No escuchaba nada, todo en mí era santidad. La algarabía de mi alrededor me resultaba indiferente. El marco de la presentación de mi héroe se daba en silencio. Lo anunciaron y llegó como lo hacen los grandes: saltando de un impulso atlético las cuerdas y saludando al respetable.
Cuando la lucha terminó, no sé, no recuerdo cómo logré colarme al pasillo que lleva a los vestidores, pero ahí me encontré. A lo lejos, el gigante se acercaba rodeado de fans y repartiendo autógrafos. Por alguna conjunción estelar favorable a Capricornio, el tipo quedó frente a mí. Seguramente me estaba mirando, pero ¿cómo saberlo si no había cara? Recuerdo haber balbuceado “Tinieblas” y él, magnánimo, me revolvió el pelo, se alejó y me rozó con su corpachón. Incluso recuerdo haber tocado su bíceps que era duro como el cemento.
Treinta y cinco años después, o más o menos esa cantidad monstruosa de años, releo una añeja entrevista al luchador. Efectivamente era un producto comercial (como lo fueron Los Monkees , la respuesta gringa y fallida a Los Beatles). Nunca fue campeón ni tuvo un historial digno en el pancracio. Era, eso sí, un tipo con cierto sentido de la mesura: eso de que le ofrecieran vender su personaje para convertirlo en un luchador ciego y que rechazara tal infamia habla bien del viejo Tinieblas... pero intentar después –¿a los sesenta años?– hacer de él un ser de otro planeta, elegido para proteger, modestamente, al universo, cinematográficamente y en comic, fue para mí una pequeña decepción.
En aquellos remotos 1968, 1969, 1970, yo tenía entre doce y catorce años. Hoy tengo cincuenta y dos y sigo con la misma sensación de júbilo cuando recuerdo mi encuentro con este gladiador de más de metro noventa de estatura, que me dice sus humanas experiencias en una revista de cultura, cuando simulaba ser un gigante letrado.
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