jueves, octubre 23, 2008

El otro

David Gilmour volvió a dar uno de sus celebrados conciertos, a la vez íntimos e inmensos. Esta vez en un escenario imponente, histórico y ominoso como los astilleros donde se fraguó el movimiento Solidaridad de Lech Walesa. Y como cada vez, un fantasma recorre el escenario: el de Pink Floyd. El dvd Live in Gdansk funciona como perfecto cazafantasmas. Por lo menos mientras Gilmour y Waters sigan empeñados en demostrar que pueden vivir el uno sin el otro.

Por Rodrigo Fresán

El problema ya quedaba de manifiesto cuando, en teoría, aún no habían empezado los problemas: en “Have a Cigar” –canción de Wish You Were Here, de 1975– se afirmaba y se preguntaba aquello de “La banda es fantástica, eso es lo que pienso / Oh, a propósito, ¿quién es Pink?”.

Años más tarde, en el virósico fragor de las separaciones, estallaba la batalla artística y legal por la propiedad del nombre de uno de los grupos más exitosos de la historia.

Y los duelistas eran Roger Waters y David Gilmour.

Ganó el segundo (quien editó un par de exitosos y no demasiado admirables discos como Pink Floyd, donde temas como “On the Turning Away” y “High Hopes” celebraban sin triunfalismos la victoria de la épica placidez gilmouriana sobre la catarsis histriónica wateriana) y perdió el primero (quien grabó unos cuantos discos/diatriba más que interesantes que vendieron mucho menos de lo esperado al no venir bendecidos por el nombre mágico).

Después, las esporádicas giras mundiales y solitarias con Waters (aficionado a la caza) insistiendo en que “Pink Floyd c’est moi” y Gilmour (luego del número 1 en el 2006 con su On an Island y entregado a una casi oblomoviana existencia campestre y a pilotar su biplano) casi bostezando un “¿A quién puede interesarle ser Pink?”.

En cualquier caso, uno y otro volvieron a reunirse junto con Nick Mason y el recientemente fallecido Rick Wright. Los dos se subieron al escenario del macro-concierto Live 8 el 2 de julio del 2005, interpretaron la secuencia “Speak to Me / Breathe / Breathe (Reprise)”, “Money, Wish You Were Here” y “Comfortably Numb”, fascinaron a la concurrencia y a millones por televisión y volvieron a demostrar que siguen siendo los que mejor suenan días antes de que estallaran las bombas en Londres.

Después, al año siguiente, descartada una reunión, Waters se dedicó a planificar su gira revisitadora de The Dark Side of the Moon y Gilmour a presentar On an Island.

Y en unos y otros conciertos, el uno y el otro interpretaban las canciones del otro y del uno tal vez sin darse cuenta –aunque resultara obvio– que la tal vez la clave no estaba en quién es Pink sino en que uno sea Pink y el otro sea Floyd.

Y todos contentos.

LAS CANCIONES SON LAS MISMAS

Y los años pasan y Roger Waters parece hoy Richard Gere en versión Mr. Hyde y David Gilmour luce exactamente igual a un marine de alto rango y peligrosidad.

Pero las canciones no envejecen.

En especial las canciones de Pink Floyd.

Y eso es lo que vale y conmueve en los repertorios que uno y otro sacan a la carretera.

Y ahora es el turno de Gilmour, y cabe preguntarse qué es lo que lleva a uno a comprarse el doble álbum –que en su edición de luxe crece hasta los cinco compact-discs– David Gilmour: Live in Gdansk sin dudarlo demasiado a pesar de su espantosa portada. Y, enseguida, corresponde responderse: la renovada oportunidad de volver a oír y de ver en su sobria puesta muy alejada de la espectacularidad del último Waters on the road –porque el asunto incluye un DVD con una buena parte muy mal filmada del concierto más un aburrido documental– joyas como “Time”, “Shine On You Crazy Diamond”, “Echos”, “Fat Old Sun” o “Astronomy Domine”. El resto del set –la excesiva totalidad del un tanto monótono On an Island, que yo no había oído nunca– es poco interesante si se lo compara con su debut solista y homónimo de 1978 o el About Face de 1984; aunque virtuoso y conmovedor por tramos acercando a Gilmour a un exitoso compositor de música para ascensores cósmicos, versos leves y susurrados, y sinuosos y personales solos de guitarra que lo cierto es que se disfrutan más en dosis homeopáticas como sonido invitado en discos de Kate Bush (a quien Gilmour descubrió y produjo), Pete Townshend, Paul McCartney, B. B. King o Warren Zevon, por citar a unos pocos.

Y lo que no ofrece la horripilante portada de Live in Gdansk –haciéndonos extrañar tanto aquellos diseños del estudio Hipgnosis que revolucionaron en los ’70 el fino arte de la gráfica para vinilos– lo ofrece el paisaje. Porque Gilmour y su banda –que incluye aquí a Phil “Roxy Music” Manzanera (co-productor del álbum), Rick Wright (Waters lo invitó a sus conciertos pero fue Waters quien lo echó del grupo y lo reincorporó como músico a sueldo por los días de The Wall y no lo llamó para The Final Cut, así que Wright prefirió pasar) y Dick Parry– hicieron campamento en los históricos y oxidados y colosales astilleros donde se fraguó el movimiento Solidaridad de Lech Walesa. Así, grúas abandonadas y barcos encallados y 50.000 personas y orquesta sinfónica.

Y lo de antes, lo de siempre.

El sólido fantasma de Pink Floyd.

Y si Waters en sus conciertos tiene el detalle de no ser él quien cante las partes de Gilmour, aquí Gilmour manifiesta igual caballerosidad pero con un punto de malicia: en la perfecta y conmovedora “Comfortably Numb” –acaso el equivalente Pink Floyd al “A Day in the Life” de Los Beatles a la hora del perfecto balance y potenciación de egos confluyendo en un todo armónico o perfecto– es nada más y nada menos que Rick Wright (algo así como el George Harrison de la ecuación) quien se hace cargo de la voz de Waters. Y Wright –el creador de “The Great Gig in the Sky”– canta como una especie de John Cale cansado de tantas batallas entre Gilmour y Waters, pero disfrutando de una última victoria personal antes de irse tan lejos. “There is no pain you are receding / A distant ship smokes on the horizon / You are only coming through in waves / Your lips move, but I cant hear what you’re saying”, canta allí Wright.

Y es como si se despidiera.

SACANDO BRILLO

Y mientras oigo aquello y escribo esto, hojeo una reciente edición de la revista inglesa Uncut con su portada dedicada a Pink Floyd y convocando a músicos como Wayne “Flaming Lips” Coyne, Pat “Drive-By-Truckers” Hood, Jarvis Cocker (formidable y muy gracioso lo que cuenta sobre “Brain Damage”), Richard Lloyd, Jim “The Jesus and Mary Chain” Reid, Ice Cube y Paul Weller entre otros para que elijan y escriban sobre su canción favorita de Pink Floyd.

David Gilmour se encarga de la introducción y de recordar la génesis del tema más votado que, sí, es “Shine On You Crazy Diamond”.

De acuerdo.

“Shine On You Crazy Diamond” –que en Live in Gdansk aparece casi desnuda, en los huesos, diferente pero igual de perfecta– es, después de todo, el lugar donde Pink Floyd es más Pink Floyd que nunca: la perfecta simbiosis entre Waters y Gilmour, la maestría percusiva de Nick Mason, el elegantísimo e influyente acariciador de teclas Rick Wright negándose a caer en el absurdo exhibicionista de los tecladistas de los ’70 y uniendo todas las partes. Y –flotando y hasta visitándolos en el estudio– el por entonces zombie psicotizado de Syd Barret, el Diamante Loco a cuyo eclipsado brillo canta y honra la larga suite.

En su texto, Gilmour se refiere a ella como “la canción más pura de Pink Floyd y la cima de nuestro desarrollo. Tiene la embrujadora cualidad serial de música para película emergiendo como de un preciso jam y tuvimos que dividirla en dos partes porque, con sus 26 minutos, no entraba en un solo lado de long-play. Todo está calculado y pensado al milímetro y, sin embargo, es una pieza musical tremendamente adaptable. En la versión original es una gran producción con coristas. En mi último tour se convierte en algo más sencillo y funerario y experimental y hasta descubrimos un nuevo modo de ejecutar la obertura con vasos y copas, pasando los dedos humedecidos por sus bordes. Lo que no fue otra cosa que un retorno a una primera idea que tuvimos para Wish You Were Here, donde todos los instrumentos musicales serían suplantados por objetos... Y lo cierto es que nunca fuimos grandes músicos en Pink Floyd. Yo nunca utilicé mi guitarra como una máquina de riffs. Me interesaba más encontrar nuevos sonidos, crear texturas y atmósferas. Y eso fue lo que nos llevó a intentar otras cosas. Optamos por explorar los paisajes dentro de nuestras cabezas en lugar de imitar mal a Muddy Waters. De ahí que no importa cuántos discos hayamos vendido, Pink Floyd siempre fue y será una banda underground”

Por separado y cada uno por la suya, sin embargo, todo parece más superficial que underground. Por suerte, en ocasiones la música se resiste y resiste incluso al autoritarismo de sus dueños. Y, con autoridad, permanece por encima de las individualidades para volver a unir y arreglar lo que nadie debió romper.

Desearía que estuvieran aquí.

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