René Delgado
La elección de Estados Unidos marca el fin de una era: la del endiosamiento del fundamentalismo democrático y el neoliberalismo económico, un par de dogmas fincados supuestamente en firmes y muy ricos valores que, a la postre, resultaron ni tan valores ni tan ricos ni tan firmes.
La figura de George Bush se constituye, ahora, en medio del desastre económico, político, militar, social y moral que hereda a sus compatriotas, en el icono por antonomasia de la decadencia de una potencia y de un orden internacional que no acaba de encontrar sus nuevos referentes.
Días difíciles se le vienen encima a Estados Unidos... y al mundo.
...
Si el origen del gobierno de George Bush estuvo marcado por la falta de legitimidad y su desarrollo por la locura de emprender una aventura militar sin destino, su desenlace es patético: resume, como reza el título del libro, el ocaso de un imperio.
En ocho años, Estados Unidos perdió sangre, libertad, hegemonía y estabilidad económica y, en su desastre, arrastró y arrastra al planeta a una crisis global cuya proporción no acaba de dimensionarse. En ocho años, Estados Unidos perdió mucho del patrimonio democrático y el liderazgo económico que le llevó décadas construir.
La imposición del concepto de la seguridad nacional como valor mayor de ese país vino en menoscabo de muchas de las libertades y derechos que eran símbolo de orgullo de su democracia, y puso en juego una cultura del miedo de la cual no es fácil escapar.
Libertades tales como las de tránsito, expresión y prensa sufrieron menoscabo a consecuencia del fundamentalismo democrático impuesto por la administración que se va y que, a partir de un primitivo maniqueísmo y una pobrísima cultura política, estableció principios de una enorme simplicidad para explicar y entender un mundo que sencillamente no existe. El mundo no se divide en buenos y malos, en satanes malditos y dioses alabados, en demócratas y dictadores... Es mucho más complejo.
Más allá de la elección, está por verse si la ciudadanía estadounidense le exige cuentas a Bush. Si el solo número de jóvenes estadounidenses muertos en Iraq (sin mencionar a los mismos iraquíes) lo obliga; el desastre de su administración y el daño provocado a su cultura y democracia lo impone. Pero, independientemente de lo que allá resuelvan, es claro que George Bush es un candidato natural para comparecer, tarde que temprano, ante el Tribunal de La Haya por la guerra que desató en Iraq y el genocidio que ahí tiene lugar, fincado en el engaño y la mentira expuesta como razón en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
...
George Bush, desde luego, no llevó a cabo sus locuras en soledad. Quedó inscrito en la clase política occidental que, después del desplome del Muro de Berlín, creyó a pie juntillas aquello del fin de la historia y el nacimiento de un mundo que, aun hoy, no acaban de descifrar y mucho menos de gobernar.
El libre mercado, el Estado adelgazado, un modelo democrático de exportación y el reavivamiento de viejas ideas dogmáticas se constituyeron en los ejes del bienestar de esa clase política mundial que reducía su razón de ser a administrar servicios públicos y a tundir a aquel que escapara a esa sofisticada noción de la nueva administración.
Esa nueva clase política no tuvo el arrojo de imaginar cuál podría ser ese mundo que perdía su bipolaridad ni la imaginación para diseñar y construir nuevos referentes. No, esa élite se desentendió de esa nimiedad, dejó de ver lo que ocurría en Asia, ignoró los ensayos políticos, peligrosos y no, que al sur de América Latina se emprendían y, desde luego, de África ni se acordaron. Esa clase política se concentró en lo suyo y lo suyo era revivir una muy vieja noción del "Occidente" como ombligo del universo y lo que hubiera más allá. El "¡por qué no te callas!" espetado por el rey Juan Carlos al presidente Hugo Chávez fue y es mucho más que un simple exabrupto.
En ese marco de mediocridad política surgieron los Bushes pero también los Berlusconi, los Aznar, los Putin, los Sarkozy, los gemelos polacos, una pléyade de políticos reciclados de muy baja estatura, producto buena parte de ella de la videopolítica y el populismo de derecha, aceptado por los centros de poder porque no cuestionaba el statu quo. ¡Qué contraste de esa generación con la anterior! Qué lejos se ven los Thatcher, los Mitterrand, los Clinton, los González...
De los primeros se tiene presente cuando se caen de la bicicleta, se ahogan con un pretzel, se divorcian y recasan, se retocan -aunque sea en photoshop- sus pequeñas lonjas o cuando muestran su musculatura en alguna revista o lanzan un video dando clases de judo o algo así. De los segundos, la reconversión industrial, el concepto continental de Europa, la transición, el esfuerzo por replantear la relación del hombre con el medio ambiente. ¡Qué diferencia! ¡Qué nostalgia!
Tanto había por dilucidar en la última década y tanto tiempo se perdió. Cuál era el límite de la libertad del mercado, cuál el del Estado imprescindible, cuál el rediseño de los órganos multilaterales, cuál la multipolaridad deseable, cuál el desarrollo sustentable, cuál el entendimiento en la diversidad de las culturas y civilizaciones...Muy poco de eso se habló, mucho menos se hizo.
Por qué la historia y los gobiernos de los pueblos de pronto registran estadistas y de pronto enanos, es un asunto que no acaba de entenderse. Lo que está claro es que, en estos últimos años, al mundo le han faltado estadistas y le han sobrado marionetas; le han faltado partidos o estructuras políticas y le han sobrado movimientos. Es probable, desde luego, que el vértigo del desarrollo de tecnologías de información y comunicación ha vulnerado las formas tradicionales de gobierno y la capacidad de reacción de los políticos. Lo que sea, estamos en un problema.
...
Probablemente gracias a George Bush, Barack Obama. No es tanto lo que en Obama se cree, como lo que de él se espera. En buena medida, su fuerza deriva más de la esperanza que de la propuesta. Hay mucho de sinrazón en la fuerza de su carisma.
Salvo que algo extraordinario y trágico ocurriera, todo está dado para que Barack Obama reciba las llaves de la Casa Blanca. Edad, color, frescura, emoción, discurso favorecen sus posibilidades. Su reto no está en las urnas, como en el gobierno.
Reconstruir el entramado de libertades y reconstituir lo mejor de la cultura democrática en Estados Unidos en medio de la adversidad económica y la inevitable derrota militar no es nada sencillo. Participar en el rediseño de las instituciones financieras mundiales y los órganos multilaterales también es complicado. El desafío de Obama es tremendo: imaginar y realizar un nuevo modelo económico y político.
Reemplazar a George Bush no era un gran problema y menos cuando John McCain dilapidó su escaso capital político, el desafío de Obama es el otro: cómo hacerse rápidamente del gobierno y, de inmediato, tomar medidas para enderezar el barco en medio de una tormenta que, por el cúmulo de nubes, no permite ver las estrellas pero sí la dimensión del océano. El martes, en principio, se filtrará un rayo en ese cielo. Así sea.
La elección de Estados Unidos marca el fin de una era: la del endiosamiento del fundamentalismo democrático y el neoliberalismo económico, un par de dogmas fincados supuestamente en firmes y muy ricos valores que, a la postre, resultaron ni tan valores ni tan ricos ni tan firmes.
La figura de George Bush se constituye, ahora, en medio del desastre económico, político, militar, social y moral que hereda a sus compatriotas, en el icono por antonomasia de la decadencia de una potencia y de un orden internacional que no acaba de encontrar sus nuevos referentes.
Días difíciles se le vienen encima a Estados Unidos... y al mundo.
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Si el origen del gobierno de George Bush estuvo marcado por la falta de legitimidad y su desarrollo por la locura de emprender una aventura militar sin destino, su desenlace es patético: resume, como reza el título del libro, el ocaso de un imperio.
En ocho años, Estados Unidos perdió sangre, libertad, hegemonía y estabilidad económica y, en su desastre, arrastró y arrastra al planeta a una crisis global cuya proporción no acaba de dimensionarse. En ocho años, Estados Unidos perdió mucho del patrimonio democrático y el liderazgo económico que le llevó décadas construir.
La imposición del concepto de la seguridad nacional como valor mayor de ese país vino en menoscabo de muchas de las libertades y derechos que eran símbolo de orgullo de su democracia, y puso en juego una cultura del miedo de la cual no es fácil escapar.
Libertades tales como las de tránsito, expresión y prensa sufrieron menoscabo a consecuencia del fundamentalismo democrático impuesto por la administración que se va y que, a partir de un primitivo maniqueísmo y una pobrísima cultura política, estableció principios de una enorme simplicidad para explicar y entender un mundo que sencillamente no existe. El mundo no se divide en buenos y malos, en satanes malditos y dioses alabados, en demócratas y dictadores... Es mucho más complejo.
Más allá de la elección, está por verse si la ciudadanía estadounidense le exige cuentas a Bush. Si el solo número de jóvenes estadounidenses muertos en Iraq (sin mencionar a los mismos iraquíes) lo obliga; el desastre de su administración y el daño provocado a su cultura y democracia lo impone. Pero, independientemente de lo que allá resuelvan, es claro que George Bush es un candidato natural para comparecer, tarde que temprano, ante el Tribunal de La Haya por la guerra que desató en Iraq y el genocidio que ahí tiene lugar, fincado en el engaño y la mentira expuesta como razón en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
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George Bush, desde luego, no llevó a cabo sus locuras en soledad. Quedó inscrito en la clase política occidental que, después del desplome del Muro de Berlín, creyó a pie juntillas aquello del fin de la historia y el nacimiento de un mundo que, aun hoy, no acaban de descifrar y mucho menos de gobernar.
El libre mercado, el Estado adelgazado, un modelo democrático de exportación y el reavivamiento de viejas ideas dogmáticas se constituyeron en los ejes del bienestar de esa clase política mundial que reducía su razón de ser a administrar servicios públicos y a tundir a aquel que escapara a esa sofisticada noción de la nueva administración.
Esa nueva clase política no tuvo el arrojo de imaginar cuál podría ser ese mundo que perdía su bipolaridad ni la imaginación para diseñar y construir nuevos referentes. No, esa élite se desentendió de esa nimiedad, dejó de ver lo que ocurría en Asia, ignoró los ensayos políticos, peligrosos y no, que al sur de América Latina se emprendían y, desde luego, de África ni se acordaron. Esa clase política se concentró en lo suyo y lo suyo era revivir una muy vieja noción del "Occidente" como ombligo del universo y lo que hubiera más allá. El "¡por qué no te callas!" espetado por el rey Juan Carlos al presidente Hugo Chávez fue y es mucho más que un simple exabrupto.
En ese marco de mediocridad política surgieron los Bushes pero también los Berlusconi, los Aznar, los Putin, los Sarkozy, los gemelos polacos, una pléyade de políticos reciclados de muy baja estatura, producto buena parte de ella de la videopolítica y el populismo de derecha, aceptado por los centros de poder porque no cuestionaba el statu quo. ¡Qué contraste de esa generación con la anterior! Qué lejos se ven los Thatcher, los Mitterrand, los Clinton, los González...
De los primeros se tiene presente cuando se caen de la bicicleta, se ahogan con un pretzel, se divorcian y recasan, se retocan -aunque sea en photoshop- sus pequeñas lonjas o cuando muestran su musculatura en alguna revista o lanzan un video dando clases de judo o algo así. De los segundos, la reconversión industrial, el concepto continental de Europa, la transición, el esfuerzo por replantear la relación del hombre con el medio ambiente. ¡Qué diferencia! ¡Qué nostalgia!
Tanto había por dilucidar en la última década y tanto tiempo se perdió. Cuál era el límite de la libertad del mercado, cuál el del Estado imprescindible, cuál el rediseño de los órganos multilaterales, cuál la multipolaridad deseable, cuál el desarrollo sustentable, cuál el entendimiento en la diversidad de las culturas y civilizaciones...Muy poco de eso se habló, mucho menos se hizo.
Por qué la historia y los gobiernos de los pueblos de pronto registran estadistas y de pronto enanos, es un asunto que no acaba de entenderse. Lo que está claro es que, en estos últimos años, al mundo le han faltado estadistas y le han sobrado marionetas; le han faltado partidos o estructuras políticas y le han sobrado movimientos. Es probable, desde luego, que el vértigo del desarrollo de tecnologías de información y comunicación ha vulnerado las formas tradicionales de gobierno y la capacidad de reacción de los políticos. Lo que sea, estamos en un problema.
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Probablemente gracias a George Bush, Barack Obama. No es tanto lo que en Obama se cree, como lo que de él se espera. En buena medida, su fuerza deriva más de la esperanza que de la propuesta. Hay mucho de sinrazón en la fuerza de su carisma.
Salvo que algo extraordinario y trágico ocurriera, todo está dado para que Barack Obama reciba las llaves de la Casa Blanca. Edad, color, frescura, emoción, discurso favorecen sus posibilidades. Su reto no está en las urnas, como en el gobierno.
Reconstruir el entramado de libertades y reconstituir lo mejor de la cultura democrática en Estados Unidos en medio de la adversidad económica y la inevitable derrota militar no es nada sencillo. Participar en el rediseño de las instituciones financieras mundiales y los órganos multilaterales también es complicado. El desafío de Obama es tremendo: imaginar y realizar un nuevo modelo económico y político.
Reemplazar a George Bush no era un gran problema y menos cuando John McCain dilapidó su escaso capital político, el desafío de Obama es el otro: cómo hacerse rápidamente del gobierno y, de inmediato, tomar medidas para enderezar el barco en medio de una tormenta que, por el cúmulo de nubes, no permite ver las estrellas pero sí la dimensión del océano. El martes, en principio, se filtrará un rayo en ese cielo. Así sea.
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