Rafael Pérez Gay
Siempre he pensado que un día iremos a la oficina en canoa. Desde tiempos inmemoriales el agua ha sido nuestra maldición, traer la potable y sacar la sucia de la cuenca del Valle de México ha sido un dolor de cabeza desde que el virrey Pacheco y Osorio vio cómo se inundaba la Nueva España. En aquel entonces, la inmersión de la ciudad duró seis años.
Algo de todo esto pensé la mañana en que una voz de alarma nos trajo a empujones a la vigilia: la calle está inundada. Me pareció una extravagancia que en diciembre los aguazales amenazaran la casa, por más caprichos y maldades del cambio climático. Era verdad, un torrente de agua doblaba la esquina y se estancaba en el desnivel de la calle donde se construyó esta casa hace más de 50 años. Cinco centímetros más y tendremos que ser nuestro propio desagüe, sentencié con desesperada precisión.
En situaciones así, uno pide cosas útiles: ¿tenemos botas de hule para uso rudo? No. ¿Tenemos sacos de arena en la cochera? No. ¿Tenemos palas y azadones? Tampoco. ¿Una compresora para desazolvar la alcantarilla? Ante el peso del silencio pregunté: ¿qué tenemos? Bolsas de hule de la tintorería y agujetas. Los mexicanos somos ingeniosos. Fabriqué unas botas caseras que me llegaban hasta el muslo. Me importaron poco los rayos y las centellas del ridículo y salí a la calle. El agua me llegaba a las rodillas. Encendí el coche y lo moví de su lugar. Dentro del automóvil escuché el sonido clásico: splash, splash. Se había anegado la parte izquierda. Lo alejé del encharcamiento. Me sentí satisfecho por esta acción decidida. Al bajar del coche vi a un hombre con una larga varilla penetrando una coladera para desahogar una parte del anegamiento.
Las botas fueron un fracaso. La próxima vez recuérdenme que me compre unas buenas botas en la calle de Victoria. El plástico no soportó la fricción con el pavimento. Estaba empapado. Me vi tirado en la cama delirando por los calenturones. Llegué al lugar de la fuga. En la esquina de Pachuca y Alfonso Reyes, una fuente brotante de gran presión se elevaba a tres metros de altura. No exagero, escribí tres metros de altura, el ancho no pude calcularlo, pero una anaconda sería delgada. Los trabajadores de aguas miraban el chorro como si hubieran terminado una obra de arte, no tan fugaz por cierto. Tardaron más de tres horas en controlar el derramamiento de las aguas potables.
Regresé a casa arrastrando jirones de plástico enfangado. Recapitulé. Durante semanas, cuadrillas de trabajadores del Gobierno del Distrito Federal han horadado las calles de la colonia Condesa para cambiar fragmentos de la tubería de agua potable. Mientras creaban hoyos, un trabajador desmañanado picó en el lugar equivocado. No dudo que se trate de una obra necesarísima, pero parece al menos extraño que los trascabos y los taladros rompan el asfalto de todas las calles al mismo tiempo. Con esta lógica indómita las autoridades del Distrito Federal han colapsado la ciudad, la idea de la secuencia no está entre sus armas mentales: Circuito Interior, Mixcoac, Tacubaya, Zacatenco, el Metrobús. El caos es el patrimonio de nuestras obras públicas.
El agua bajó de nivel antes de que empezáramos a acarrear el agua con jergas y cubetas. La zona parece bombardeada por fuerzas enemigas, el polvo todo lo cubre. Jorge Angarís, el director de Obras y Servicios del gobierno del DF, afirma que si tuviera que calificar su trabajo él se pondría entre ocho y nueve. Caramba, la autoestima del licenciado está a la alta. Les recuerdo que tenemos que comprarnos botas de hule para uso rudo, las vamos a necesitar.
Siempre he pensado que un día iremos a la oficina en canoa. Desde tiempos inmemoriales el agua ha sido nuestra maldición, traer la potable y sacar la sucia de la cuenca del Valle de México ha sido un dolor de cabeza desde que el virrey Pacheco y Osorio vio cómo se inundaba la Nueva España. En aquel entonces, la inmersión de la ciudad duró seis años.
Algo de todo esto pensé la mañana en que una voz de alarma nos trajo a empujones a la vigilia: la calle está inundada. Me pareció una extravagancia que en diciembre los aguazales amenazaran la casa, por más caprichos y maldades del cambio climático. Era verdad, un torrente de agua doblaba la esquina y se estancaba en el desnivel de la calle donde se construyó esta casa hace más de 50 años. Cinco centímetros más y tendremos que ser nuestro propio desagüe, sentencié con desesperada precisión.
En situaciones así, uno pide cosas útiles: ¿tenemos botas de hule para uso rudo? No. ¿Tenemos sacos de arena en la cochera? No. ¿Tenemos palas y azadones? Tampoco. ¿Una compresora para desazolvar la alcantarilla? Ante el peso del silencio pregunté: ¿qué tenemos? Bolsas de hule de la tintorería y agujetas. Los mexicanos somos ingeniosos. Fabriqué unas botas caseras que me llegaban hasta el muslo. Me importaron poco los rayos y las centellas del ridículo y salí a la calle. El agua me llegaba a las rodillas. Encendí el coche y lo moví de su lugar. Dentro del automóvil escuché el sonido clásico: splash, splash. Se había anegado la parte izquierda. Lo alejé del encharcamiento. Me sentí satisfecho por esta acción decidida. Al bajar del coche vi a un hombre con una larga varilla penetrando una coladera para desahogar una parte del anegamiento.
Las botas fueron un fracaso. La próxima vez recuérdenme que me compre unas buenas botas en la calle de Victoria. El plástico no soportó la fricción con el pavimento. Estaba empapado. Me vi tirado en la cama delirando por los calenturones. Llegué al lugar de la fuga. En la esquina de Pachuca y Alfonso Reyes, una fuente brotante de gran presión se elevaba a tres metros de altura. No exagero, escribí tres metros de altura, el ancho no pude calcularlo, pero una anaconda sería delgada. Los trabajadores de aguas miraban el chorro como si hubieran terminado una obra de arte, no tan fugaz por cierto. Tardaron más de tres horas en controlar el derramamiento de las aguas potables.
Regresé a casa arrastrando jirones de plástico enfangado. Recapitulé. Durante semanas, cuadrillas de trabajadores del Gobierno del Distrito Federal han horadado las calles de la colonia Condesa para cambiar fragmentos de la tubería de agua potable. Mientras creaban hoyos, un trabajador desmañanado picó en el lugar equivocado. No dudo que se trate de una obra necesarísima, pero parece al menos extraño que los trascabos y los taladros rompan el asfalto de todas las calles al mismo tiempo. Con esta lógica indómita las autoridades del Distrito Federal han colapsado la ciudad, la idea de la secuencia no está entre sus armas mentales: Circuito Interior, Mixcoac, Tacubaya, Zacatenco, el Metrobús. El caos es el patrimonio de nuestras obras públicas.
El agua bajó de nivel antes de que empezáramos a acarrear el agua con jergas y cubetas. La zona parece bombardeada por fuerzas enemigas, el polvo todo lo cubre. Jorge Angarís, el director de Obras y Servicios del gobierno del DF, afirma que si tuviera que calificar su trabajo él se pondría entre ocho y nueve. Caramba, la autoestima del licenciado está a la alta. Les recuerdo que tenemos que comprarnos botas de hule para uso rudo, las vamos a necesitar.
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