sábado, enero 24, 2009

Fin de era

René Delgado

La historia no advierte con mayúsculas cuando termina una era. Sin embargo, eso está ocurriendo: la salida de George Bush no pone fin a un gobierno, sino marca el agotamiento de una era.

Un hecho aparentemente menor -el problema del mercado inmobiliario estadounidense- y una guerra presentada como una jornada de entrenamiento en el extranjero para asegurar petróleo detonaron una crisis con ribetes de desastre y, de paso, vulneraron al neoliberalismo que exigía escribir con minúscula la palabra Estado y sacrificar derechos en aras de la cultura del miedo donde sólo las mercancías o las cosas podían circular con más libertad que las personas.

Más significativa que el ingreso de Barack Obama a la Casa Blanca es la salida de George Bush de esa mansión imperial que -en apenas ocho años- se redujo a un cuarto de guerra y a una oficina de negocios e intereses que, a la postre, convirtieron el "sueño americano" en una pesadilla sin fronteras.

La temporalidad de esa era cuyo telón ahora cae de golpe probablemente podría definirse como aquella que corrió de "La Dama de Hierro" a "El Mandatario de Hojalata". Bush es la caricatura de esa historia y el español José María Aznar, el patiño de la tragicomedia.



Puede no parecerlo, pero la salida de George Bush marca el agotamiento de un modelo que, durante décadas, arrastró a infinidad de gobiernos a intentar adelgazar o desaparecer al Estado para reconocer en las leyes del mercado la fuente misma de la autorregulación de las sociedades. El Estado, en esa lógica, no tenía nada que hacer y por lo mismo había que licenciarlo.

La historia, según los ideólogos en boga, había terminado. No había más que disfrutar el mercado, la reducción del hombre a la condición de consumidor. Si el ser humano no consumía, bien podía pasar a formar filas con los pobres que, en ese esquema, podían ser objeto de un trato con dos vertientes. En la mejor, ser objeto de políticas caritativas; en la peor, criminalizar su condición humana.

Ése era el modelo y, en su desarrollo y relevo generacional, sus principales representantes fueron de más a menos. Se pasó de los creadores del modelo a los gerentes del mismo y fue clara la degradación de esa clase política mundial. La distancia fue cada vez más notoria. La diferencia de Ronald Reagan a George Bush, de Helmut Kohl a Angela Merkel, de Margaret Thatcher a Tony Blair, de Mijail Gorbachov a Vladimir Putin, sin olvidar al borrachín de Boris Yeltsin o, por no dejar, de Carlos Salinas a Vicente Fox es notoria. Y, ahí, donde los gobiernos socialistas fueron desplazados, el contraste fue todavía mayor. De Felipe González a José María Aznar, de Francois Mitterrand a Nicolas Sarkozy...

Esa clase se fue enanizando conforme el modelo comenzaba a desfasar a la política de la economía y, por lo mismo, a engendrar problemas sin solución. Hubo, desde luego, algunos respiros en el curso de esos años: William Clinton, uno de ellos. Pero hubo también sofocamientos: Silvio Berlusconi, uno que todavía angustia.



A nivel continental o latinoamericano, ese modelo dio lugar a una generación de políticos que, a pesar del esfuerzo, sobrevivieron o sucumbieron ante el desafío. El desfile fue interesante, a veces alentador y a veces decepcionante.

Con el nuevo siglo, Latinoamérica comenzó a recorrer senderos distintos, alternativos en todos los casos. Se dice fácil pero un tornero llegó a la Presidencia de Brasil sin trasroscar el gobierno; la hija de un torturado continuó el trabajo de Ricardo Lagos en Chile; un indio pasó a ocupar el gobierno boliviano, desplazando a los criollos; un militar golpista se convirtió en un político golpeado y, aun hoy, despacha en Venezuela; un oncólogo de izquierda rompió el tradicional monopolio bipartidista uruguayo. El presidente fallido en esa oleada fue Vicente Fox, el vaquero del Bajío no entendió el sentido del voto que lo encumbró en el poder, se conformó con la alternancia sin plantearse siquiera la alternativa, no supo reconocer que si bien hubo quienes votaron por él también hubo quienes, al favorecerlo, votaban contra algo ya insoportable.

Está por verse quiénes de esos mandatarios llegarán con éxito al final del sendero que tomaron pero, más allá del desenlace, es claro que a nivel subcontinental se ensayan vías para reconciliar el Estado con el mercado, a las personas con las mercancías. Un ensayo, con todo y sus accidentes, sin violencia.

Mas allá de la conclusión de esas aventuras o empresas políticas o de las virtudes o vicios de esos mandatarios, lo más interesante -por romántico que suene- es que fue el voto popular el que encumbró a esos hombres y mujeres. Atinada o desesperadamente, acertada o equivocadamente, la gente fue a las urnas y votó desplazar aquel modelo y buscar otro.

Parte de eso vive hoy Barack Obama y lo resume bien cuando dice que se escogió "la esperanza sobre el temor, la unidad de propósito sobre el conflicto y la discordia". Parte de eso vive hoy Barack Obama e interpreta bien la crisis no reduciéndola sólo al campo económico o financiero.



El problema de estos días es que si bien se agotó un modelo o finalizó una era, no se tienen los planos para construir algo nuevo. Hay pistas, no certezas.

No se tienen esos planos pero sí una serie de desafíos que, por los reducidos márgenes de maniobra y los intereses que sin duda resistirán cambios, pueden convertirse en un auténtico torbellino humano. Atender los problemas del día pero con la cabeza puesta en el diseño de un porvenir más justo, más sano, más prometedor y menos violento cifra lo que pueda ocurrir en unos cuantos años.

Sí, entusiasma la llegada de Barack Obama. Es una bocanada de oxígeno que, al menos en el discurso, reivindica valores, libertades y derechos que George Bush no tuvo empacho en vulnerar, limitar o desaparecer. Por eso, el juicio de Bush no necesariamente hay que dejárselo a la historia, hay elementos suficientes para que su sentencia la dicte un tribunal de guerra. No sólo se trata de los muertos dejados por una guerra sin justificación, sino también de las víctimas de una política económica que amenaza dejarlos sin trabajo, patrimonio u oportunidad.

Cualquiera que sea la época que inaugure Barack Obama, fuera de duda está que otra ha terminado, dejando por herencia un desastre. Desde luego, no bastará el carisma y el liderazgo de Obama para imaginar ese nuevo modelo pero, frecuentemente, cuando un hombre consigue engendrar un espíritu, en cascada vienen las ideas y las aportaciones de otras personas y, en esa reinvención, es cuando las civilizaciones encuentran derroteros distintos.

Está por verse si Barack Obama es el detonante que haga girar al mundo de un modo distinto aunque siempre haya dado vueltas y si, el efecto de su desempeño, alienta un relevo en la clase política que gobierna el destino del planeta.



En todo esto, en ese relevo, en ese cambio, en ese fin de era será interesante ver cómo se reubica Felipe Calderón. Si quiere administrar la herencia de agujeros o si ensayar algo distinto: una alternativa justa y democrática.

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