Rafael Pérez Gay
A principios de los remotos años 80, Julio Cortázar había decidido editar sus libros en la editorial Nueva Imagen para cumplir acaso una promesa interior: poner su obra en manos de un editor argentino, Guillermo Schavelzon, en un país que siempre quiso, México.
A los 23 años, yo hacía mis primeras armas como editor de tiempo completo en esa editorial. Así, de la noche a la mañana un día tuve en mis manos el original inédito, recién llegado de París o Barcelona, no sé, de Queremos tanto a Glenda, el nuevo libro de cuentos de Cortázar.
Era una carpeta roja con ligas para contener unas 180 cuartillas escritas a máquina y con algunas correcciones de la mano del autor. No supe qué hacer, si escaparme con ese mazo de páginas para siempre, compartirlo con definitivo aire de superioridad entre los amigos o mirarlo como se mira un tesoro detrás de la vitrina. Si hubiera tenido en el escritorio un sobre impregnado de ántrax me habría sentido más tranquilo.
Cortázar ya era, desde luego, un escritor de talla internacional reconocido aquí y allá, un autor de 66 años que había escrito algunos de los libros de relatos más perfectos. Digo unos cuantos: Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Las armas secretas (1964), Octaedro (1974).
La memoria juega con nosotros como le viene en gana, pero podría jurar que leí Rayuela (1966), el libro de pastas negras con la famosa imagen de un juego de avión (rayuela) en la portada, allá por el año 76 de principio a fin, de fin a principio. Según su manual de instrucciones me puse a arrancarle las páginas y luego las pegué como los pedazos de un plato que se me hubiera caído de las manos.
Rayuela era, y lo sigue siendo, una aventura de amor desdichado, un estudio sobre el exilio, una parábola de la soledad, un grito rebelde, una larga experimentación, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.
Leí Queremos tanto a Glenda en aquel manuscrito de primerísima mano. Entré entonces al misterio y a la atmósfera en penumbras de “Orientación de los gatos”, “Recortes de prensa”, “Historias que me cuento”, “Anillo de Moebius” y al mejor cuento político que haya escrito Cortázar: “Graffiti”.
Queremos tanto a Glenda es uno de los libros de relatos más concentrados de Cortázar, maduro y joven como su obra. Lo leí y corregí con angustia y a una velocidad de vértigo, busqué con el diseñador una portada que aludiera a la ambigüedad del libro, le escribí una breve contraportada no poco almibarada y lo entregué a producción. Se publicó en 1980.
El siguiente libro de relatos de Cortázar que leí con los mismos privilegios y mortificaciones, la admiración excesiva siempre es un problema, fue Deshoras (1983). Recogí las cuartillas en otra carpeta roja con ligas en la oficina de Schavelzon. Leí los relatos y los mandé a producción a las volandas. Corregí dos juegos de galeras y unas páginas finas. Tengo frente a mí el libro, una ilustración de Hermenegildo Sabat ocupa buena parte de la portada. He vuelto a perderme en estos cuentos de Deshoras: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”, uno de sus grandes cuentos de box.
Pero el relato que me hechizó en aquel tiempo tanto como ahora que he vuelto a leerlo, 26 años después de aquel día feliz en que lo leí por primera vez, se llama “Diario para un cuento”.
No supe que estaba leyendo el último libro de relatos de Julio Cortázar; la vida es así, no avisa. Después publicamos Los Autonautas de la cosmopista (1983), cuando murió su mujer, Carol Dunlop, y póstumamente Salvo el crepúsculo (mayo, 1984), dos libros en los que el azar y el juego regían el rumbo de la literatura, un poco como en Último round (1969) y La vuelta al día en ochenta mundos (1972).
No recuerdo en dónde leí que cuando Cortázar salió por última vez de su casa rumbo al hospital, en febrero de 1984, uno de los desafíos era descender las escaleras. Bajaba con grandes dificultades y fatalmente enfermo. Le dijo a un amigo que lo acompañaba: escribiré un cuento sobre las escaleras como dragones a los que no es nada fácil derrotar. No tuvo tiempo de escribir ese cuento, no volvió a subir esa escalera.
A principios de los remotos años 80, Julio Cortázar había decidido editar sus libros en la editorial Nueva Imagen para cumplir acaso una promesa interior: poner su obra en manos de un editor argentino, Guillermo Schavelzon, en un país que siempre quiso, México.
A los 23 años, yo hacía mis primeras armas como editor de tiempo completo en esa editorial. Así, de la noche a la mañana un día tuve en mis manos el original inédito, recién llegado de París o Barcelona, no sé, de Queremos tanto a Glenda, el nuevo libro de cuentos de Cortázar.
Era una carpeta roja con ligas para contener unas 180 cuartillas escritas a máquina y con algunas correcciones de la mano del autor. No supe qué hacer, si escaparme con ese mazo de páginas para siempre, compartirlo con definitivo aire de superioridad entre los amigos o mirarlo como se mira un tesoro detrás de la vitrina. Si hubiera tenido en el escritorio un sobre impregnado de ántrax me habría sentido más tranquilo.
Cortázar ya era, desde luego, un escritor de talla internacional reconocido aquí y allá, un autor de 66 años que había escrito algunos de los libros de relatos más perfectos. Digo unos cuantos: Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Las armas secretas (1964), Octaedro (1974).
La memoria juega con nosotros como le viene en gana, pero podría jurar que leí Rayuela (1966), el libro de pastas negras con la famosa imagen de un juego de avión (rayuela) en la portada, allá por el año 76 de principio a fin, de fin a principio. Según su manual de instrucciones me puse a arrancarle las páginas y luego las pegué como los pedazos de un plato que se me hubiera caído de las manos.
Rayuela era, y lo sigue siendo, una aventura de amor desdichado, un estudio sobre el exilio, una parábola de la soledad, un grito rebelde, una larga experimentación, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.
Leí Queremos tanto a Glenda en aquel manuscrito de primerísima mano. Entré entonces al misterio y a la atmósfera en penumbras de “Orientación de los gatos”, “Recortes de prensa”, “Historias que me cuento”, “Anillo de Moebius” y al mejor cuento político que haya escrito Cortázar: “Graffiti”.
Queremos tanto a Glenda es uno de los libros de relatos más concentrados de Cortázar, maduro y joven como su obra. Lo leí y corregí con angustia y a una velocidad de vértigo, busqué con el diseñador una portada que aludiera a la ambigüedad del libro, le escribí una breve contraportada no poco almibarada y lo entregué a producción. Se publicó en 1980.
El siguiente libro de relatos de Cortázar que leí con los mismos privilegios y mortificaciones, la admiración excesiva siempre es un problema, fue Deshoras (1983). Recogí las cuartillas en otra carpeta roja con ligas en la oficina de Schavelzon. Leí los relatos y los mandé a producción a las volandas. Corregí dos juegos de galeras y unas páginas finas. Tengo frente a mí el libro, una ilustración de Hermenegildo Sabat ocupa buena parte de la portada. He vuelto a perderme en estos cuentos de Deshoras: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”, uno de sus grandes cuentos de box.
Pero el relato que me hechizó en aquel tiempo tanto como ahora que he vuelto a leerlo, 26 años después de aquel día feliz en que lo leí por primera vez, se llama “Diario para un cuento”.
No supe que estaba leyendo el último libro de relatos de Julio Cortázar; la vida es así, no avisa. Después publicamos Los Autonautas de la cosmopista (1983), cuando murió su mujer, Carol Dunlop, y póstumamente Salvo el crepúsculo (mayo, 1984), dos libros en los que el azar y el juego regían el rumbo de la literatura, un poco como en Último round (1969) y La vuelta al día en ochenta mundos (1972).
No recuerdo en dónde leí que cuando Cortázar salió por última vez de su casa rumbo al hospital, en febrero de 1984, uno de los desafíos era descender las escaleras. Bajaba con grandes dificultades y fatalmente enfermo. Le dijo a un amigo que lo acompañaba: escribiré un cuento sobre las escaleras como dragones a los que no es nada fácil derrotar. No tuvo tiempo de escribir ese cuento, no volvió a subir esa escalera.
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