Rafael Pérez Gay
En el alba del siglo XXI la ciudad de México regresa a sus orígenes, como si en el porvenir le esperara su pasado. El corte total en el suministro del agua durante estos seis días nos recuerda una de las maldiciones de la ciudad: la catástrofe hidráulica. Esa amenaza empezó cuando los aztecas fundaron la ciudad en un islote rodeado de lagos en una cuenca sin salida natural.
A la ciudad de México la domina desde siempre una paradoja: le sobra y le falta agua, se inunda y sufre para abastecer torrentes potables. En Tenochtitlán había 48 ríos. Alexander von Humboldt llamó a ese sistema acuático la Venecia de América. Las aguas de Xochimilco llegaban al centro de la ciudad, en donde se concentraba el comercio pluvial. Con el tiempo las corrientes fueron usadas como basureros. Los lechos se convirtieron en albañales, los despojos arruinaron los afluentes y nadie dedicó sus obras a recuperarlos.
A principios de los 50 se construyó un anillo de circulación sobre los ríos de La Piedad, el Consulado y La Verónica. Le llamaron viaducto Miguel Alemán. Diez años después entubaron los ríos Tacubaya y San Joaquín, luego el Mixcoac y el Churubusco. Algunos optimistas le llamaron a esto urbanización. Cuando los 70 subieron el telón se inauguró el Circuito Interior, 47 kilómetros de drenaje sobre el que circulan millones de coches. Se completaba la obra de piedra, los ríos se habían convertido en canales de asfalto y desagüe, cemento y suciedad.
Quizá los lagos de Xochimilco, Chalco, Texcoco, Xaltocan y Zumpango fueran un paraíso edénico, pero representaban una amenaza permanente entre un sistema de ríos y acequias cuya ambición era el desbordamiento. Las chinampas se anegaban cada vez que caía un chubasco y cuando los volcanes de la era terciaria vertían agua sobre la olla en la que los mexicas fundaron su ciudad. Los problemas con el agua volvían locos a los tlatoanis; en 1416, Moctezuma le ordenó a Nezahualcóyotl que dirigiera nuestra primera obra hidráulica: la construcción de un muro de 16 kilómetros en Iztapalapa. Fue inútil, esa obra no logró evitar las inundaciones.
Si sacar el agua de la ciudad era un calvario, traerla significaba un problema colosal. En 1499, Ahuízotl (que significa perro de agua) decidió traer agua del puerto de Coyoacán. Para realizar su obra magna, el tlatoani asesinó a Tzotzoma, que se negaba a compartir el agua. Antes de morir, el cacique le profetizó a los aztecas enormes calamidades. Días después de la inauguración del acueducto, el agua destruyó la ciudad y tuvieron que construir una nueva ciudad sobre la ciénaga. A esto, los historiadores le llaman ciudad lacustre. La obra hidráulica no era el fuerte de los tlatoanis.
Si los mexicas eran imprudentes, los conquistadores fueron unos necios. Ante el azote de las inundaciones en Nueva España, en 1607 las autoridades decidieron consultar a un cosmógrafo alemán, Heinrich Martin, quien propuso abrir un canal que llevara el agua por Nochistongo y Huehuetoca, una parte al aire libre, otra cerrada.
Se trata del primer desagüe de la ciudad. Los aguaceros de junio de 1629 trasminaron los diques. La inundación duró cinco años, un desastre de epidemias y éxodo. Los frailes y las monjas abandonaron los conventos, las familias emigraron a Puebla. En algún momento se supo que Enrico Martínez, nombre hispanizado del cosmógrafo, cerró el canal para que la fuerza indomable de las aguas no destruyera la obra de su vida. El virrey Cerralvo propuso trasladar la ciudad a Puebla, pero las ciudades no se mudan como se mudan de casa las familias. Y reconstruyeron en el mismo lugar en el que ahora vivimos los capitalinos del Distrito Federal.
La verdad es que tardamos un poco en la construcción del canal: casi 300 años desde que el cosmógrafo desdichado inició las obras en Nochistongo. En 1900, Porfirio Díaz inauguró el Gran Canal del Desagüe, pero el agua nos persigue aún como una condena. El día del estreno, por cierto, el siglo XX subió el telón con un chubasco que inundó la ciudad.
En las fotografías reproducidas en la primera plana de EL UNIVERSAL donde se ven los capitalinos llenando tambos y botes preparándose para la sequía se mueven también los fantasmas ancestrales de la maldición del agua.
En el alba del siglo XXI la ciudad de México regresa a sus orígenes, como si en el porvenir le esperara su pasado. El corte total en el suministro del agua durante estos seis días nos recuerda una de las maldiciones de la ciudad: la catástrofe hidráulica. Esa amenaza empezó cuando los aztecas fundaron la ciudad en un islote rodeado de lagos en una cuenca sin salida natural.
A la ciudad de México la domina desde siempre una paradoja: le sobra y le falta agua, se inunda y sufre para abastecer torrentes potables. En Tenochtitlán había 48 ríos. Alexander von Humboldt llamó a ese sistema acuático la Venecia de América. Las aguas de Xochimilco llegaban al centro de la ciudad, en donde se concentraba el comercio pluvial. Con el tiempo las corrientes fueron usadas como basureros. Los lechos se convirtieron en albañales, los despojos arruinaron los afluentes y nadie dedicó sus obras a recuperarlos.
A principios de los 50 se construyó un anillo de circulación sobre los ríos de La Piedad, el Consulado y La Verónica. Le llamaron viaducto Miguel Alemán. Diez años después entubaron los ríos Tacubaya y San Joaquín, luego el Mixcoac y el Churubusco. Algunos optimistas le llamaron a esto urbanización. Cuando los 70 subieron el telón se inauguró el Circuito Interior, 47 kilómetros de drenaje sobre el que circulan millones de coches. Se completaba la obra de piedra, los ríos se habían convertido en canales de asfalto y desagüe, cemento y suciedad.
Quizá los lagos de Xochimilco, Chalco, Texcoco, Xaltocan y Zumpango fueran un paraíso edénico, pero representaban una amenaza permanente entre un sistema de ríos y acequias cuya ambición era el desbordamiento. Las chinampas se anegaban cada vez que caía un chubasco y cuando los volcanes de la era terciaria vertían agua sobre la olla en la que los mexicas fundaron su ciudad. Los problemas con el agua volvían locos a los tlatoanis; en 1416, Moctezuma le ordenó a Nezahualcóyotl que dirigiera nuestra primera obra hidráulica: la construcción de un muro de 16 kilómetros en Iztapalapa. Fue inútil, esa obra no logró evitar las inundaciones.
Si sacar el agua de la ciudad era un calvario, traerla significaba un problema colosal. En 1499, Ahuízotl (que significa perro de agua) decidió traer agua del puerto de Coyoacán. Para realizar su obra magna, el tlatoani asesinó a Tzotzoma, que se negaba a compartir el agua. Antes de morir, el cacique le profetizó a los aztecas enormes calamidades. Días después de la inauguración del acueducto, el agua destruyó la ciudad y tuvieron que construir una nueva ciudad sobre la ciénaga. A esto, los historiadores le llaman ciudad lacustre. La obra hidráulica no era el fuerte de los tlatoanis.
Si los mexicas eran imprudentes, los conquistadores fueron unos necios. Ante el azote de las inundaciones en Nueva España, en 1607 las autoridades decidieron consultar a un cosmógrafo alemán, Heinrich Martin, quien propuso abrir un canal que llevara el agua por Nochistongo y Huehuetoca, una parte al aire libre, otra cerrada.
Se trata del primer desagüe de la ciudad. Los aguaceros de junio de 1629 trasminaron los diques. La inundación duró cinco años, un desastre de epidemias y éxodo. Los frailes y las monjas abandonaron los conventos, las familias emigraron a Puebla. En algún momento se supo que Enrico Martínez, nombre hispanizado del cosmógrafo, cerró el canal para que la fuerza indomable de las aguas no destruyera la obra de su vida. El virrey Cerralvo propuso trasladar la ciudad a Puebla, pero las ciudades no se mudan como se mudan de casa las familias. Y reconstruyeron en el mismo lugar en el que ahora vivimos los capitalinos del Distrito Federal.
La verdad es que tardamos un poco en la construcción del canal: casi 300 años desde que el cosmógrafo desdichado inició las obras en Nochistongo. En 1900, Porfirio Díaz inauguró el Gran Canal del Desagüe, pero el agua nos persigue aún como una condena. El día del estreno, por cierto, el siglo XX subió el telón con un chubasco que inundó la ciudad.
En las fotografías reproducidas en la primera plana de EL UNIVERSAL donde se ven los capitalinos llenando tambos y botes preparándose para la sequía se mueven también los fantasmas ancestrales de la maldición del agua.
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