domingo, mayo 03, 2009

Escenas del fin del mundo

Rafael Pérez Gay

No voy a citar La peste, de Albert Camus, no me referiré al Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, ni mucho menos al Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Me van a poner pinto y barrido, pero la vida en la ciudad bajo la sombra ominosa de la influenza porcina ofrece cada día que pasa escenas extraordinarias que no estoy dispuesto a dejar de lado así nada más. No la menos impresionante de ellas ocurrió en un puesto de comida callejero, en los famosos Tacos del Richard, una camioneta cuya cajuela hace las funciones de cocina.

La autoridades se habían esmerado en ponerle un cerco sanitario al nuevo virus, pero se sabe que hay pasiones irrefrenables que gobiernan el alma. Yo lo vi: nadie me lo contó. Ante las ollas de comida, por cierto los Tacos del Richard son reputados en la zona en la que vivo como unos de los mejores guisados de América Latina, un hombre pidió uno de maciza con su salsa roja. El Richard lo preparó con sus propias manos, le puso una cucharada de la roja que, dicen los enterados, es brava como un miura y lo puso en el plato de plástico. Aún no se inventa la forma de comerse unos tacos con tapabocas así que el hombre se bajo la tela azul y venga, se empacó de dos mordidas históricas el taco. Acto seguido y de inmediato se volvió a poner el cubrebocas sobre la cara para protegerse de cualquier insalubridad. Casi lo abrazo y lo beso, pero han recomendado evitar el beso y la verdad es que yo cumplo al pie de la letra con las advertencias sanitarias.

Ese mismo día estábamos en la cola del supermercado. No piensen mal. No hicimos compras de pánico. Si empujábamos dos carritos repletos es porque en casa faltaban víveres. Por cierto, en la alacena hay atún como para invitarles tortas a todos los que asistan al día del Juicio Final. Nos encontramos a un conocido que nos arrojó la tufarada sardónica preguntándonos si nos preparábamos para el Apocalipsis. Para nada, le dije, es la compra que hacemos siempre. Sé que no me creyó. En el pasillo de la tienda no hubo hechos que lamentar, salvo el caso de la señora que le quiso arrebatar a un hombre de la tercera edad la última rejilla de huevo. Un empleado moderó el diferendo y les dijo que venían en camino miles de huevos. Mi mujer y yo nos miramos sobre el horizonte azul de nuestro tapabocas y como un rayo puse con gran discreción una mano sobre nuestras rejillas de huevos. La verdad es que podría darle de desayunar huevos con jamón a todo el pabellón de epidemiología del Hospital de Nutrición. Enormes colas para llegar a la caja y yo con mi tapabocas azul de pésima calidad. Envidio el cubreboca aerodinámico como de hocico de perro, siento que el mío terminará contagiándome en lugar de repeler el virus de la influenza. ¿Alguien me puede vender tapabocas como de hocico de perro? Los compro a buen precio.

Pensé que me sentiría bien bajo la protección imputrescible del hogar, pero después de que acomodamos toda la mercancía me sentí muy inquieto. Empecé a segregar miedo. La cifras subían y bajaban como la bolsa de Nueva York. Los sospechosos de influenza subieron, pero bajaron los hospitalizados y de forma mágica, y porque Dios es grande, los muertos se redujeron a solamente siete. Que nadie se alarme, no voy abrir la puerta de esa polémica. Mucho más importante fue el hecho de que tosí un poco y en ese dramático momento sentí que se descubrían en mi cuerpo todos los síntomas de la influenza porcina. Empecé a hiperventilar y me dio una taquicardia que registró el sismógrafo de Tacubaya. Como siempre que puedo, utilicé la poesía: a mi ya me dio esta chingadera. La sugestión mueve montañas.

Quiero poner un anuncio en el Aviso Oportuno de EL UNIVERSAL: compro gel antibacterial con microesferas y ceramidas que elimina gérmenes al instante. Precio a negociar. Ya limpié con alcohol las manijas, los teléfonos, las llaves del agua, el pasamanos, las perillas de la estufa. Alguien acaba de toser dentro de la casa. Voy a investigar.

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