domingo, mayo 03, 2009

Zona cero

Cristina Pacheco

I

El temor plantó sus raíces en pleno abril, en medio de esta primavera esplendorosa y ardiente. Mientras que de las jacarandas siguen lloviendo flores, en la aridez del concreto germina el rumor, se expande, alarga sus intrincadas ramas y de ellas brota una nueva floración: los tapabocas.

El término que hasta hace pocos días empleábamos raras veces, siempre asociadas con los terremotos de 1985, ya ha vuelto a formar parte de nuestra habla y nuestra indumentaria cotidianas. Quién le hubiera augurado tan notable resurgimiento a una palabra que pasó tantos años respirando apenas, arrumbada en una página de los opulentos diccionarios.

Allí, entre tapabalazo (estopa que se ponía en los barcos para cerrar los agujeros abiertos por las balas) y Tapacarí (población del centro de Bolivia), se lee con sus tres acepciones: Golpe dado en la boca. Bufanda. Palabras con las cuales uno obliga a callar a otra persona. En estos días el término adquirió un nuevo significado: protector contra el virus de influenza humana y yelmo contra la desconfianza.

II

Ante la presencia de la epidemia todo cambió. Nuestras casas se transformaron en refugios, las calles empezaron a despoblarse y a adquirir el ritmo lento que nos recuerda décadas pasadas, los centros de trabajo se estancaron en la inactividad, los espacios públicos –desde las escuelas hasta el bosque de Chapultepec, pasando por los museos, los cines, las universidades, los restaurantes, los bares, los gimnasios, las fondas, los cafés– se tornaron inaccesibles, las noches se volvieron silenciosas y oscuras, el peligro tendió un alambre erizado de púas entre nuestros cuerpos.

Habitantes de un mundo nuevo, en medio de la inquietud y el desconcierto, anhelamos el regreso a una normalidad que hasta hace unas cuantas semanas nos parecía indiferente o agobiante. Queremos el coro de los niños en las aulas, el fragor de las máquinas en las fábricas, el bullicio en las calles y avenidas, la emoción de entrar en un teatro o en un estadio, el placer de la conversación en un café: todo lo que nos libere de un yo cercado por los temores y nos permita reconstruir un nosotros.

Pero sobre todo anhelamos regresar a las horas en que podíamos mirarnos sin sospecha ni desconfianza, estrecharnos las manos, tomar un teléfono o una manija sin pensar que allí se agazapa el enemigo, abrazarnos y decirle simplemente salud a una persona que estornuda.

III

El cerdo, uno de los animales más aprovechables, siempre ha sido víctima de una injustificada mala reputación. Para colmo, a las personas groseras, corruptas o de mal proceder se les califica con ese nombre: ¡cerdos!

Si el puerco, este mamífero ungulado y doméstico, ha podido sobreponerse a las acusaciones de ser de torpe, sucio y peligroso, se debió al exquisito sabor de su carne y la innegable utilidad de todas sus partes. Por desgracia, los cerdos enfrentaron un nuevo cargo desde que su nombre apareció asociado a una epidemia que se manifiesta con temperaturas muy altas, dolor en las articulaciones y malestar general: influenza porcina.

Ante la caída del mercado los porcicultores, con justa razón, exigieron que a la epidemia se le cambiara de nombre. Gracias a su protesta hoy sólo hablamos de influenza humana.

Es alentador que, al menos en el mundo de los cerdos, haya triunfado la justicia.

IV

La programación musical se interrumpe y cede el espacio a una voz serena y paternal: “Mantenernos a salvo de la influenza humana está al alcance de todos nosotros, basta con que sigamos ciertas prácticas muy sencillas: lavarnos las manos cuantas veces sea posible y observar una estricta higiene personal, cubrirnos con un tapabocas, no saludarnos de beso ni darnos la mano, no escupir en la calle. ¿Me está poniendo atención? Bien, sigo adelante: en caso de que no lleve pañuelo, si estornuda hágalo en la parte interior del antebrazo, limpie con cloro todas las superficies de su casa, si comparte con otras personas un teléfono o un teclado, límpielos antes de usarlos. Y desde luego, algo muy, pero muy importante: coma bien. Que no falten en su mesa frutas, verduras, alimentos de buena calidad. Y ahora siga disfrutando de…”

Continúa el programa predilecto de Aurora, pero ella no presta atención a la música. De pie frente a la llave de la que aún no sale una gota, piensa en cómo le harán su familia y sus vecinos para bañarse y lavarse las manos en una colonia en donde hace meses no hay agua. Sonríe cuando encuentra la solución: Busco a los piperos o la pido por ahí, en las gasolineras; pero no creo que nos alcance para bañarnos a diario.

Oye regurgitar la tubería y se persigna para agradecerle a Dios que al fin vaya a llegar el líquido. Sus esperanzas duran los instantes en que salen dos gotas por la llave. Como tiene que seguir esperando, prefiere concentrarse en las recomendaciones. No logra ordenarlas, pero suspira cuando piensa en que los besos, los abrazos y las computadoras no forman parte de sus hábitos ni de su mundo.

Una jauría se acerca. Aurora se divierte mirando a los perros que se disputan el espacio para clavar los hocicos en los montones de basura que fermentan al sol, a mitad de la calle jamás asfaltada. La sorprende otra vez la voz del locutor: Cuando usted sienta que su tapabocas ya está muy usadito, quíteselo, envuélvalo en un papel o métalo en una bolsa y arrójelo a la basura para evitar que los virus se propaguen.

Una vecina la saluda de lejos. Aurora le pregunta adónde va. Al mercado, a ver qué encuentro baratito. La mujer sigue adelante y ella se queda pensando en qué les hará de comer a sus hijos. Podrá decidirlo cuando regrese Arnulfo. Estacionaba coches afuera de un restaurante, pero nadie ha vuelto a comer allí y él no ha recibido ninguna propina. Ahora anda por las calles tratando de pepenar latas. Por un kilo le pagan entre siete y quince pesos; para reunirlo invierte todo el día.

En la radio se anuncia un nuevo corte informativo. Al final de la estadística de posibles contagiados y enfermos reales, el locutor agrega una advertencia: Se recomienda a la población no hacer compras de pánico. Tenemos que conservar la calma. Todos podemos quedarnos tranquilos porque, pese a la difícil situación por la que atravesamos, no habrá desabasto. Hay suficientes carnes, verduras, frutas, pescados y mariscos.

Aurora vuelve a su realidad: en caso de que Arnulfo logre pepenar un kilo de latas le traerá, en el mejor de los casos, tres monedas de cinco pesos, apenas suficiente para poner en su mesa los platillos del hambre.

V

Más allá de las puertas y las ventanas están las calles, las tiendas, el mercado, las casas de sus amigos, su escuela Héroes de Padierna. El mundo que Eusebio conoce desde que nació, a sus cinco años se le ha vuelto inaccesible a causa del virus. En la tele hablan todo el tiempo de eso, sus abuelos lo asocian a los pecados del mundo y sus padres se lo mencionan cuando pretenden que acepte el aislamiento en que lo tienen.

Para Eusebio el virus es un demonio que ha venido para destruir la Tierra. Por las noches tiene pesadillas, grita, desencadena la furia de sus padres, el enojo de sus abuelos, las protestas de los vecinos, los ladridos del Káiser. En esos momentos tan amargos Eusebio, de tan sólo cinco años, anhela el fin del mundo.

VI

Un guijarro altera la quietud del estanque, un grito rompe el silencio de la noche, un disparo desordena la formación de la parvada, una piedra fractura la superficie de un espejo, una gota de hiel amarga la dulzura, un arranque de celos envenena el amor, una traición disuelve una amistad, una mentira daña la confianza.

El rumor infundado lo destruye todo: estanque, silencio, parvada, espejo, dulzura, amor, amistad y confianza.

VII

Nada de lo que ha sucedido en las últimas semanas formaba parte de nuestros planes. Nadie recuerda nada semejante ni nadie se imaginó que en pleno siglo XXI la ciudad iba a inmovilizarse, que un día íbamos a convertirnos en exploradores de nuestra propia casa y a descubrirle espacios, secretos, cuarteaduras, defectos y virtudes. Que bajo las sucesivas capas que han coloreado las paredes a lo largo de los años leeríamos las primeras páginas de nuestra historia familiar.

En algún momento agregaremos otras páginas en donde queden consignados el ritmo y la atmósfera de estas horas difíciles vividas entre la sorpresa, el desconcierto, el temor, la oscuridad, el silencio, la quietud y, por encima de todo, la esperanza.

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