domingo, julio 05, 2009

Mar de Historias

Cristina Pacheco

I. Layo

Cuando terminó el entierro de Hilario el cortejo regresó a su casa para hacerle compañía a Paula, su viuda.

Sostenida por dos de sus hermanas, encabezaba la comitiva integrada por vecinos, amigos y algunos compañeros de Hilario en la última obra en donde trabajó: un edificio de 20 pisos. Mientras los deudos caminaban entre charcos podían ver a lo lejos la construcción inconclusa, erizada de varillas.

Paula llegó a contar que Layo le suplicaba a Dios con toda el alma el milagro de que el edificio nunca se terminara. El contratista le había dicho que todos los proyectos estaban suspendidos por el momento y tal vez ya no se realizaran. Layo veía en el futuro inmediato la amenaza del desempleo y todo lo que implica: búsqueda, angustia, soledad, fatiga, pleitos, desánimo, vergüenza.

Temía a todo eso, pero mucho más a verse en la necesidad de salir a las calles para mostrar de prisa una vieja receta médica a fin de conmover a los extraños: "Mi padre sufrió un accidente de trabajo y quedó muy mal. Las medicinas son caras, yo estoy desocupado y no tengo con qué comprárselas. ¿Podría ayudarme con lo que sea su voluntad?"

Agobiado por las deudas y las necesidades, Layo había recurrido a ese truco nueve años atrás. Para esas fechas su padre, Cosme, llevaba 11 meses de muerto y él, su único hijo, aún era incapaz de cumplir las últimas voluntades del finado: poner junto a su tumba un ángel custodio y mandar que tallaran sobre su lápida la frase que él mismo seleccionó en el catálogo de un lapidario: "No interrumpan mi sueño con su llanto".

Ebrio, Layo le juraba a su esposa que prefería morir antes que cometer otra vez lo que para él significaba un sacrilegio: mendigar en nombre de su padre difunto.

La mañana en que la llevaron a reconocer el cuerpo deshecho de su marido, Paula no se preguntó cómo había sido posible que Hilario, experto albañil, hubiera caído de un séptimo piso, no maldijo a la suerte ni culpó a nadie.

Ante el cadáver de su esposo comprendió que Dios había escuchado al fin las súplicas de Layo: hasta el último minuto conservó su trabajo y no tuvo necesidad de obtener el sustento a la sombra de una muerte lejana.

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