lunes, agosto 10, 2009

Diga un comando

Rafael Pérez Gay

Esta breve historia empieza el día en que me dijeron que tenía en las manos el aparato más desarrollado de la telefonía celular. Un golpe de vanidad se me subió a la cabeza, a veces hay un vendedor estúpido que nos habla al oído, no hay que buscarlo muy lejos, está dentro de nosotros:

Eso quería yo, lo más avanzado. Si Obama había logrado remontar las desventajas políticas y ganar las elecciones con ese teléfono, yo podría obtener cosas más modestas pero no por eso menos importantes para mi vida.

El mensajero que me entregó el teléfono inteligente me ordenó ir a un centro autorizado para clientes (no tengo la culpa, así los llaman). No fue buena idea, el empleado y yo casi acabamos a bofetadas. Un joven con gel en un nido de pelo que, van a perdonar, no habría necesitado pegamento para erizar púas hacia el aire contaminado de la Zona Rosa, quiso regañarme por mi nueva adquisición. Que si sabía yo la clase de teléfono que había adquirido, que si lo sabía manejar, que por qué me compraba yo esa joya inmerecida. Embustes para ocultar su ignorancia.

Si Obama hubiera encontrado durante la campaña a este empleado, no gana las elecciones. Yo perseguía una ilusión modesta: que diera de alta los correos electrónicos, la televisión, el 3G para estar conectado siempre a internet, el servicio de mensajes, en fin, también quería lo que todos alguna vez hemos soñado en la vida: que las cosas resulten rápido y bien.

El empleado me confesó que prefería llamar por teléfono a los técnicos: este modelo es muy nuevo. Me alarmé. ¿Alguna o alguno de ustedes ha intentado comunicarse al asterisco 611 para consultar alguna cosa referente a su teléfono móvil? Les aseguro que acabarán en el manicomio. Quise serenarme y me pregunté qué habría hecho Obama ante una situación crítica como ésta. Negociar, grillar y desarmar al enemigo. Así lo intenté, sin éxito. Tardamos 30 minutos, no exagero, en comunicarnos al maldito asterisco 611:

—Compañero, Luis, de aquí, del centro de clientes de Londres y Florencia. Una Blackberry Storm. Conexiones, sí. ¿Cómo? ¿Cuál palanquita? No, éste no trae palanquita. A ver: sí, ya la vi. Es que la pantalla de éste es muy sensible. Sí, ya le piqué.

Tuve toda la paciencia que Obama acopió durante las duras campañas políticas a las que sometió a su teléfono celular. Perdí una tarde completa, como si me sobrara tiempo, pero al final salí del centro autorizado para clientes con mi poderoso móvil en plenitud de facultades. En el coche, mientras iba al volante, el teléfono me habló:

—Diga un comando.

Carajo, ¿qué hago? ¿Un comando? Era una voz andrógina, un poco hombre, otro tanto mujer. Preferí esconderme del teléfono y no constatarle, pero insistía:

—Diga un comando.

No le respondí. En la casa me inicié en los misterios del aparato más desarrollado de la telefonía celular. Cuando se inventaron los celulares desapareció el arte de la soledad. Nadie ha vuelto a estar a solas desde ese día.

Si se entendieran, los manuales de instrucción serían materia suficiente para que cualquier aparato eléctrico funcionara sin torturas. Por desgracia los instructivos han sido redactados por seres que odian la sintaxis e idiotas que traducen de idiomas que desconocen. Esos estúpidos que ocupan un escritorio en algún lugar del mundo entorpecieron mi conocimiento de la Blackberry Storm. Me encerré con la máquina y tuvimos una lucha a brazo partido.

Es cierto que le he dedicado tiempo a mi teléfono inteligente, pero se ha exagerado la nota. Mandé correos estúpidos a los amigos, navegué sin rumbo por sitios inútiles, vi tres minutos de televisión abierta, un asco por cierto, trabajé con disciplina en la agenda, tomé fotos que no necesitaba, averigüé cómo se programa la música. Me sentí feliz. Muchas veces el hombre se conforma con poca monta.

En eso estaba la noche tempestuosa en que el aparato enmudeció. Un muerto, un cadáver en la mesa de noche. Hice un escándalo en la casa. Asterisco 611 de nuevo, un calvario. Después de un rollazo, el aparato más desarrollado de la telefonía celular volvió a la vida, pero unos días más tarde, el smartphone se tiró al suelo. No soy tonto. Guardé la inconciencia del teléfono como un secreto de Estado. Regresó del letargo, pero le he perdido la confianza. Mi mujer afirma que el teléfono será causal de divorcio. No me importa, a mí nadie me amenaza. Me está hablando el móvil: —Búsqueda sin resultados.

No nos engañemos, el smartphone tiene razón. ¿Qué haría Obama en una situación semejante?

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