Rafael Pérez Gay
Uno de los capítulos de la vida me llevó al fondo de la avenida Constituyentes. El coche avanzaba desde la parte más baja de la calle, en Chapultepec, entre una nube de humos corrosivos.
Después de 50 minutos perdidos en el delirio del tránsito de camiones que emiten gases mortíferos, en lo más alto del camino el paisaje miserable de casuchas desaparece y se convierte en un enjambre de edificios que se elevan hacia la nada. La altura siempre aspira al vacío. A esta extraña ciudad la llaman Santa Fe. Algunos urbanistas creen que aquí se ha construido un conjunto arquitectónico moderno. Allá ellos.
Si no llegamos a las 8 de la mañana en punto perdemos nuestro lugar en el Hospital ABC donde tengo una cita para la realización de un estudio médico. Desayuné un Tafil, de los azules. La ansiedad es mi enemiga. Decido que mi situación es parecida a la de las víctimas del tifón de Taiwán. Es verdad, el ABC de Santa Fe no parece un hospital sino un hotel de lujo, lo cual vuelve las cosas más difíciles pues aquí nada es lo que parece. Esto nos va a salir como lumbre, nos van a cobrar hasta el aire que respiramos. Si no tuviera un seguro de gastos médicos, desde luego no estaría aquí. En la oficina de admisión firmé tres documentos en los que acepté que moriría. Primero que nada la anestesia, el estudio requiere de una sedación profunda. Me queda firmar o entrar con el encargado de la oficina en una discusión acre sobre el sistema de salud en México. Firmo. Luego autorizo a los médicos a que, si fuera necesario, usen sangre de otro ser humano en mi torrente. Firmo, no voy a entrar en polémicas chicharrinas. En el tercer documento acepto que nadie se hará responsable por complicaciones ajenas al procedimiento. Esta vaguedad exime al hospital de todo compromiso con el paciente. Me dan ganas de armar la de Dios es padre, pero el Tafil me mantiene quieto, en la mansedumbre. A partir de este momento estoy en manos de los médicos y del azar.
En un cubículo, pequeño cuarto de preparación para pasar al quirófano, me desvisto y pongo la humillante bata blanca como la que hizo famoso a Jack Nicholson en Alguien tiene que ceder.
Me acuesto en un camastro a esperar mientras mi mujer llena más papeles. Le piden la historia de la familia, sus enfermedades, sus sueños y todo lo demás.
Una enfermera entra al cuarto: —Le voy a tomar la presión. ¿Tomó esta mañana alguna medicina? —empieza el interrogatorio. Las enfermeras creen que los pacientes somos sordos y estúpidos. —Tafil —le respondo. —¿Para qué? —me grita. — Para ponerme activo y muy despierto.
Desde luego, no entendió mi humor de hospital. Yo por mí le ponía un gargajo en la frente como un disparo, pero un afanador me lleva en la cama rodante hasta el quirófano, salón de máquinas incomprensibles y, supongo, de avanzada tecnología, repleto de televisiones. No sé porqué recuerdo una frase que André Gide, ateo de raza, decía de Paul Claudel, que era muy religioso: “Claudel cree que se irá al cielo en una cama-coche”. Mientras me paso a la plancha les pregunto para bajarme un poco el miedo que se me ha subido a la cabeza:—¿Aquí ven el futbol? —Vemos otros partidos y otros juegos, no tan divertidos —me dice el médico a cargo del estudio, me cae bien.
Estoy acostado boca arriba. Frente a mí hay máquinas y botones, como si fuera en una nave, un transbordador a la luna. Se inician los trabajos antes de la anestesia que va a llevarme a la provincia de la inconciencia. Aguja en las venas para poner la venoclisis. En esa manguera van a poner suero y un narcótico. Ventosas para vigilar los signos vitales durante el procedimiento, así llaman al estudio que dura treinta, cuarenta minutos en llevarse a cabo.
Antes de internarme en la penumbra, como en un sueño absurdo, hablo con la anestesióloga sobre el escritor israelí Amos Oz y más precisamente del libro Una historia de amor y oscuridad. Hablamos de los distintos episodios de esa novela extraordinaria, del suicidio de la madre de Oz, del padre. Tinieblas.
Regreso del sueño lentamente. Tengo en la cara una mascarilla de la que se desprende oxígeno. No recuerdo dónde leí esta frase: la salud es el olvido del cuerpo. Pienso que escribiré para el domingo un artículo sobre los cuarenta años de Woodstock. Como verán, me desvié un poco.
Uno de los capítulos de la vida me llevó al fondo de la avenida Constituyentes. El coche avanzaba desde la parte más baja de la calle, en Chapultepec, entre una nube de humos corrosivos.
Después de 50 minutos perdidos en el delirio del tránsito de camiones que emiten gases mortíferos, en lo más alto del camino el paisaje miserable de casuchas desaparece y se convierte en un enjambre de edificios que se elevan hacia la nada. La altura siempre aspira al vacío. A esta extraña ciudad la llaman Santa Fe. Algunos urbanistas creen que aquí se ha construido un conjunto arquitectónico moderno. Allá ellos.
Si no llegamos a las 8 de la mañana en punto perdemos nuestro lugar en el Hospital ABC donde tengo una cita para la realización de un estudio médico. Desayuné un Tafil, de los azules. La ansiedad es mi enemiga. Decido que mi situación es parecida a la de las víctimas del tifón de Taiwán. Es verdad, el ABC de Santa Fe no parece un hospital sino un hotel de lujo, lo cual vuelve las cosas más difíciles pues aquí nada es lo que parece. Esto nos va a salir como lumbre, nos van a cobrar hasta el aire que respiramos. Si no tuviera un seguro de gastos médicos, desde luego no estaría aquí. En la oficina de admisión firmé tres documentos en los que acepté que moriría. Primero que nada la anestesia, el estudio requiere de una sedación profunda. Me queda firmar o entrar con el encargado de la oficina en una discusión acre sobre el sistema de salud en México. Firmo. Luego autorizo a los médicos a que, si fuera necesario, usen sangre de otro ser humano en mi torrente. Firmo, no voy a entrar en polémicas chicharrinas. En el tercer documento acepto que nadie se hará responsable por complicaciones ajenas al procedimiento. Esta vaguedad exime al hospital de todo compromiso con el paciente. Me dan ganas de armar la de Dios es padre, pero el Tafil me mantiene quieto, en la mansedumbre. A partir de este momento estoy en manos de los médicos y del azar.
En un cubículo, pequeño cuarto de preparación para pasar al quirófano, me desvisto y pongo la humillante bata blanca como la que hizo famoso a Jack Nicholson en Alguien tiene que ceder.
Me acuesto en un camastro a esperar mientras mi mujer llena más papeles. Le piden la historia de la familia, sus enfermedades, sus sueños y todo lo demás.
Una enfermera entra al cuarto: —Le voy a tomar la presión. ¿Tomó esta mañana alguna medicina? —empieza el interrogatorio. Las enfermeras creen que los pacientes somos sordos y estúpidos. —Tafil —le respondo. —¿Para qué? —me grita. — Para ponerme activo y muy despierto.
Desde luego, no entendió mi humor de hospital. Yo por mí le ponía un gargajo en la frente como un disparo, pero un afanador me lleva en la cama rodante hasta el quirófano, salón de máquinas incomprensibles y, supongo, de avanzada tecnología, repleto de televisiones. No sé porqué recuerdo una frase que André Gide, ateo de raza, decía de Paul Claudel, que era muy religioso: “Claudel cree que se irá al cielo en una cama-coche”. Mientras me paso a la plancha les pregunto para bajarme un poco el miedo que se me ha subido a la cabeza:—¿Aquí ven el futbol? —Vemos otros partidos y otros juegos, no tan divertidos —me dice el médico a cargo del estudio, me cae bien.
Estoy acostado boca arriba. Frente a mí hay máquinas y botones, como si fuera en una nave, un transbordador a la luna. Se inician los trabajos antes de la anestesia que va a llevarme a la provincia de la inconciencia. Aguja en las venas para poner la venoclisis. En esa manguera van a poner suero y un narcótico. Ventosas para vigilar los signos vitales durante el procedimiento, así llaman al estudio que dura treinta, cuarenta minutos en llevarse a cabo.
Antes de internarme en la penumbra, como en un sueño absurdo, hablo con la anestesióloga sobre el escritor israelí Amos Oz y más precisamente del libro Una historia de amor y oscuridad. Hablamos de los distintos episodios de esa novela extraordinaria, del suicidio de la madre de Oz, del padre. Tinieblas.
Regreso del sueño lentamente. Tengo en la cara una mascarilla de la que se desprende oxígeno. No recuerdo dónde leí esta frase: la salud es el olvido del cuerpo. Pienso que escribiré para el domingo un artículo sobre los cuarenta años de Woodstock. Como verán, me desvié un poco.
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