lunes, septiembre 07, 2009

Ingenuidad mexicana

MARíA JIMENA DUZÁN

Colombia ya vivió en los años ochenta lo que en México empieza a manifestarse, pero los enemigos aquí son aún más poderosos y sanguinarios de lo que fueron los cárteles de Medellín y Cali. María Jimena Duzán, reportera colombiana que vivió esa guerra en su país hace un cuarto de siglo, resalta las semejanzas en la evolución del conflicto y se asombra de las autoridades mexicanas, incapaces de leer correctamente lo que se les viene encima. Así lo plasma en un reportaje que el 22 de agosto publicó la revista colombiana Semana, con cuya autorización se reproducen los fragmentos más representativos.

BOGOTÁ.- El 16 de julio, un noticiero de televisión del estado de Michoacán recibió una llamada de un narcotraficante conocido como La Tuta, un portavoz de La Familia, el tenebroso cártel de la droga que opera en ese estado mexicano desde hace unos años. En un lenguaje atropellado, que por momentos era imposible de entender, La Tuta exhortó al gobierno a negociar con ellos un pacto nacional con el poderoso argumento de que eran un mal necesario que nunca se iba a acabar. “Si yo fallezco –dijo la Tuta–, pues ponen otro en mi lugar… y así se va a ir”, exclamó en tono airado. “Por eso queremos llegar a un consenso, a un pacto nacional. No sé cómo, ¡pero hay que ponernos las pilas!… este es un mensaje para el presidente Felipe Calderón, a quien respetamos y admiramos...”, subrayó. Y tras reafirmar que su pelea no era con el presidente ni con el Ejército, sino con el jefe de la Policía Federal (Genaro García Luna), a quien acusó de estar aliado con los otros cárteles para acabarlos, se despidió con un “Dios nos bendiga”.

El día que llegué a México con el propósito de hacer un reportaje sobre la “guerra contra el narco”, como le dicen en México, declarada por el gobierno de Calderón desde 2006, el impacto de esta llamada seguía latente. El episodio mediático había sido reproducido por toda la prensa mexicana manteniendo en vilo a la teleaudiencia como sólo lo logran las telenovelas de Televisa. A esta trama se le sumó otra aun más truculenta con la respuesta dada por el secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont, quien en representación del gobierno de Calderón salió a retarlos en el tono propio de los machos mexicanos: “¡Los estamos esperando! –les dijo–. ¡Métanse con la autoridad y no con los ciudadanos!... esta es una invitación que les hacemos”.

La respuesta gubernamental, lejos de calmar los ánimos, aumentó la sensación de desconcierto que se sentía en el ambiente. Sin embargo, para una periodista colombiana como yo, que le tocó vivir en carne propia la época del narcoterrorismo, este tipo de episodios parece calcado de otros que ya vivimos los colombianos hace 25 años, cuando los extraditables, al mando de Pablo Escobar, llamaban a las emisoras colombianas para dejar más o menos el mismo mensaje intimidatorio que sembró La Tuta en la televisión mexicana.

En ese entonces, los cárteles colombianos no habían asesinado ministros ni procuradores ni candidatos ni directores de periódicos; tampoco habían volado aviones ni puesto bombas en los centros comerciales, y su violencia permanecía contenida, circunscrita a sus peleas internas por el control de nuevas rutas y el acceso a nuevos mercados, como hoy parece estar sucediendo con los cárteles mexicanos, según lo aseguran las autoridades mexicanas. Eran épocas en que los colombianos aún podíamos viajar por el mundo sin necesidad de visas y nos indignaba cuando un país nos la imponía, como de hecho ya les empieza a pasar a los mexicanos, a quienes Canadá, su socio comercial del norte, les acaba de imponer la visa para entrar a ese país.

Ceguera

En resumen, eran épocas en las que se desconocía el tamaño del desafío que representaban los cárteles de la droga y se pensaba que tras el descubrimiento del laboratorio de Tranquilandia, y con Escobar convertido en prófugo de la justicia, el cártel de Medellín había quedado herido de muerte, como ingenuamente alcanzó a decírmelo el ministro de Justicia Rodrigo Lara, semanas antes de que Pablo Escobar lo asesinara. “Con lo de Tranquilandia, los fregamos”, fueron sus palabras.

Esa incapacidad de leer lo que estaba a punto de sucedernos en aquellas épocas también se palpa en México. Las autoridades mexicanas con las que hablé están tan confiadas en que van ganando la guerra, como lo estaba Rodrigo Lara hace 25 años. Y según sus estimaciones, tras dos años de una exitosa ofensiva, los cárteles mexicanos están tan mermados en su capacidad para delinquir que es imposible pensar en un escalamiento de la guerra como el que se dio en Colombia.

La estrategia de la guerra contra el narco diseñada por el presidente Calderón ha recaído en dos cabezas principales: el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, encargado de la Policía Federal, un hombre poco amigo de salir en los medios, y el procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, que ejerce las mismas funciones de un fiscal general.

Medina Mora me recibe en su búnker, un inmenso edificio situado en la imponente avenida Reforma, y lo primero que me dice es que su país ha logrado en estos dos años asestar los golpes más certeros a las estructuras de los cárteles. “Nuestro objetivo no es acabar con ellos –aclara–, sino fragmentarlos para reducir su poder, como de hecho pasó en Colombia con Pablo Escobar y Rodríguez Gacha”.

Ese objetivo, según él, se ha venido cumpliendo en estos dos años y medio. “La llamada intimidatoria de La Tuta a una estación de televisión es una expresión de fuerza, pero no de fortaleza. Están muy golpeados”, me dice. Y con una gran confianza asegura que su país entró a esta guerra “mucho antes de que el narcotráfico se tomara los estrados del poder, como infortunadamente sí ocurrió en Colombia”.

Según cifras de la Procuraduría, desde que el presidente Calderón desató la ofensiva contra los cárteles mexicanos se han registrado en el “ejecutómetro” cerca de 14 mil asesinatos. Y aunque el saldo es mayor en Colombia –16 mil homicidios anuales–, sí supera a la registrada durante ese mismo tiempo en países como Irak.

Le pregunto al procurador cuáles son las lecciones que le ha dejado el caso colombiano. “Una que se la aprendí de mi amigo el general Óscar Naranjo: la de que no debo menospreciar el poder corruptor del narcotráfico”, me responde.

El optimismo del procurador, sin embargo, no es compartido hoy por muchos analistas mexicanos expertos en el tema narco. Alberto Islas, un consultor y experto en drogas, afirma que si bien es cierto que los cárteles mexicanos no han todavía golpeado con su violencia a la población civil ni le han decretado una guerra al gobierno mexicano, como sucedió en Colombia, “ya se empiezan a advertir síntomas preocupantes de que eso puede estar cambiando”

(…)

Enrique Krauze, intelectual mexicano, director de Letras Libres, intuye el tamaño del desafío cuando afirma que su país está pasando por “un período de negación en el que los mexicanos se están levantando por las mañanas diciendo: ‘esto no me está pasando a mí’”. El periodista mexicano Raymundo Riva Palacio va más allá al afirmar que el gobierno de Calderón “peca de ingenuo, porque en el fondo no hay un diseño estratégico de la lucha contra el narcotráfico”.

Las dificultades

Los problemas de diseño estratégico que señala Riva Palacio tienen que ver con una serie de vulnerabilidades que se derivan de la naturaleza del Estado y de la cultura mexicana que, en concepto de varios analistas, son muy bien aprovechadas por el crimen organizado; de la misma forma que en Colombia la imposibilidad de contar con un Estado que ejerciera control en todo el territorio nacional, unido a la cultura de la ilegalidad, permitió que el negocio ilegal de la cocaína se instalara en Colombia y no en otro país andino (…)

La imposibilidad de tener una policía nacional como la que hay en Colombia no es el problema más grave. El más perturbador es el grado de corrupción de las policías municipales. “En México la mayoría de los policías que son asesinados es porque no les hicieron bien la vuelta a los narcos y no porque se hayan enfrentado con ellos”, me dijo un exagente de policía que trabajó de manera encubierta por muchos años en Sinaloa. Según la DEA, de los 420 mil policías municipales que hay en todo el país, cerca de 80 por ciento son cómplices del narcotráfico o trabajan para algún cártel. “Cuando los narcos colombianos comenzaron a hacer negocios con los cárteles mexicanos, los colombianos entraron con una desventaja porque prácticamente los mexicanos estaban manejando una franquicia de la policía”, afirmó un profesor colombiano experto en drogas.

A este escenario hay que sumarle la presencia activa del Ejército, fuerza que ha sido llamada a participar en la guerra contra las drogas en vista de los graves problemas de corrupción detectados en la policía. Sin embargo, sus incursiones en Chihuahua y en Michoacán han ocasionado tal número de denuncias en el tema de los derechos humanos, que Estados Unidos retuvo unas semanas el dinero aprobado en la Iniciativa Mérida, que es la versión mexicana del Plan Colombia.

Pero además, a pesar de que México es una de las economías emergentes más importantes del mundo, es un país menos desarrollado que Colombia en materia de ordenamiento institucional. En México no existe, por ejemplo, una tarjeta de identidad; como tampoco existe un sistema de medición institucional que permita al Estado o a las autoridades evaluar esta guerra. Hasta hace poco los “ejecutómetros” provenían de los conteos de muertos hechos por los diversos corresponsales que tiene en el país el periódico El Universal. En esas circunstancias, como bien lo afirma Alberto Islas, “es imposible poder hacer un diagnóstico confiable que le permita a México diseñar una estrategia de lucha contra el narcotráfico que pueda sostener en el tiempo”.

Otro factor inquietante es que México se enfrenta a unos cárteles mucho más poderosos que lo que llegaron a ser el de Cali y el de Medellín. Los cárteles mexicanos generan cerca de 19 mil millones de dólares anuales, cifra que excede de lejos la que dio hace poco el narcoparamilitar Mancuso cuando dijo que, en los inicios de 2000, la cifra era de 7 mil millones de dólares anuales.

A diferencia de los cárteles colombianos, que siempre se han mantenido en el negocio de la cocaína –aunque ahora han ido incursionando en el tráfico de personas–, los mexicanos han sabido diversificar su oferta al ampliar su portafolio de servicios. Además de haberse adueñado de las rutas para la entrada de la cocaína a Estados Unidos, se han convertido en productores de drogas sintéticas (en México se produce la mitad de las anfetaminas que se consumen en Estados Unidos), en productores y exportadores de mariguana (las hectáreas cultivadas se duplicaron en los últimos ocho años, lo mismo que la producción de heroína, que pasó de tres a 24 toneladas en los últimos seis años). Tal será su poderío, que por primera vez un narco mexicano –no un colombiano–, El Chapo Guzmán, aparece en la lista de los hombres más ricos del mundo de la revista Forbes.

Acuerdos tácitos

Al igual que sucede con los capos colombianos, los mexicanos también ejercen un control social y político sobre su zona de influencia, y en muchos estados son el poder paralelo que ha venido a ocupar el vacío de un Estado incapaz de solucionar las mínimas necesidades de la población. Y aunque el presidente Calderón ha descartado cualquier posibilidad de negociación con los cárteles, las historias de cómo algunos gobernadores de los Estados han establecido acuerdos tácitos con los narcos como los que se dieron bajo el PRI, con el propósito de mantener un orden y reducir los muertos, empiezan a aparecer en informes periodísticos como los que hizo hace poco José de Córdoba en el Wall Street Journal.

La gran paradoja es que este poder que hoy detentan los cárteles mexicanos se debe en cierta medida a los éxitos en la lucha contra el narco que Colombia obtuvo en los 90, cuando se desmantelaron los cárteles de Medellín y Cali. (Aunque también otros factores políticos, como la salida del PRI del poder y la firma del TLC con Estados Unidos, contribuyeron a crear cierta anarquía política y a transformar las mafias, que antes vivían del contrabando en la frontera, en los cárteles de droga de hoy.)

Con el derrumbamiento de los cárteles de Medellín y Cali, los nuevos capos colombianos, acaso menos experimentados y más cortos de efectivo, tuvieron que ingeniárselas para buscar nuevas rutas y nuevos socios, pero sin la capacidad que tenían sus antecesores de imponer sus términos, por lo que terminaron pagándoles parte de la carga en especie, hecho que catapultó el consumo interno.

Pronto dejaron de ser simples cobradores del impuesto que obtenían de los narcos colombianos por el paso de la cocaína a través del territorio mexicano y pasaron a adueñarse de la ruta del Pacífico, por donde, según datos suministrados por la autoridades mexicanas, ingresa el 90 por ciento de la cocaína que se consume en Estados Unidos.

Siguiendo esta cadena de “éxitos”, la apertura de la ruta del Pacífico se debe también a otra victoria conseguida en los 90 por parte de las autoridades estadunidenses y colombianas: el cierre de la ruta por el Caribe, utilizada hasta ese momento por los narcos colombianos para introducir la mayoría de la cocaína a Estados Unidos.

Las posibilidades de que los cárteles mexicanos terminen por someter a los cárteles colombianos aumentan cada día. Ya se le han decomisado extensas tierras y propiedades al cártel de Sinaloa en el Valle del Cauca. Y la posibilidad de que los narcos mexicanos terminen cultivando hoja de coca, tal vez en el sur del país, no es del todo imposible. ¿Pueden los cárteles mexicanos convertirse en cultivadores de la hoja de coca?, le pregunté al procurador Medina Mora. “Imposible. Primero, no hay grandes extensiones de tierra para hacerlo, y segundo, México es un desierto y en el desierto no se cultiva nada”. La seguridad con que me respondió me hizo recordar la que se le veía al general Maza cuando se le preguntaba lo mismo y nos respondía más o menos lo mismo: que en Colombia el cultivo de la hoja de coca no tenía futuro porque la hoja que se producía en Colombia era de muy baja calidad.

En la guerra contra el narcotráfico sólo se puede ganar batallas pírricas porque estamos ante un negocio ilegal que se ha globalizado. Y a lo único que se puede aspirar es a minimizar su impacto interno, que es lo que está tratando de hacer Colombia y lo que pretende México. Ese parece ser un consenso entre los expertos. Pero para el profesor colombiano Francisco Thoumi, la mejor forma de hacerlo no es capturar ni extraditar, sino subsanar las vulnerabilidades que afectan a esos Estados: “En el caso de Colombia, la gran vulnerabilidad es que no existe una cultura de la legalidad. Y en el caso de México, es posible que ese país esté pagando las consecuencias de haber institucionalizado la corrupción”.

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