Sabina Berman
MÉXICO, D.F., 22 de febrero.- El presidente muestra su rostro contrariado cuando en Juárez una mujer proletaria le advierte: No, no es usted bienvenido acá. Cuando le aclara: Estuvo usted mal informado, mis hijos asesinados eran estudiantes. Cuando le explica: Acá su Ejército no ha hecho nada.
Celebramos el valor civil de la mujer. Pero no debemos de ninguna forma celebrar el rostro contrariado del presidente del país. Es raro, es inquietante, es un muy pésimo augurio para todos su contrariedad.
¿Por qué su contrariedad, si en Juárez todos y cada uno de los ciudadanos sabían todo esto desde hace años? ¿Por qué, si afuera lo supimos bien pronto los que nos interesamos por Juárez, y lo publicamos en medios nacionales, y los juarenses lo declararon a la BBC, a la CNN y al New York Times, y es consabido en todo el país y el extranjero?
Sí, el Ejército fue a Juárez a pasearse. A revisar si los automovilistas usaban cinturones de seguridad. A requisar casas para llevarse tarros de mermelada y bolsas de pan Bimbo. Cuando se avisaba de un operativo del narco, los soldados huían en sus camiones verdes, como huía la población común.
Y lentamente extralimitaron su poder sobre los civiles. Hincharon su prepotencia. Un transporte militar machucó la pierna de una niña y no se responsabilizó nadie. Tres soldados robaron una casa, y nadie los amonestó. Pronto los agravios castrenses se volvieron un azote diario, un azote añadido al del crimen organizado para los juarenses. Pero cuando los soldados avistaban un convoy de narcos, se trepaban otra vez a sus camiones verdes y escapaban.
Otra vez hay que preguntarlo: ¿de verdad, no lo sabía el presidente? Y hay que preguntar algo peor: ¿qué más no sabe el presidente?
Porque en esta guerra que vivimos, parece ser que el comandante en jefe del Ejército Mexicano, es decir, el presidente, no sabe lo mismo que los ciudadanos. ¿No sabe por ejemplo que en Juárez, como en el resto del país, “las policías están en las nóminas del narco”? Son palabras del fundador y primer titular de la Secretaría de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero.
¿Y no sabe tampoco el presidente que los delitos más recurrentes y nocivos que nos aquejan a los mexicanos son el robo y el secuestro? ¿Que lo que rompe nuestra convivencia diaria es el miedo? ¿Que las calles se han vuelto el terror de las mujeres y los hombres, especialmente las quincenas, cuando llevan sus sueldos a sus casas? ¿No sabe que somos, para nuestro inmenso infortunio, el país con mayor índice de secuestros en el planeta? ¿Y no sabe lo más atroz, que en cada secuestro hay involucrado por lo menos un policía, y a menudo más de cinco?
Tan es consabido por todos esto, que el robo y el secuestro son los delitos más comunes y más devastadores para la población, y que policías suelen intervenir en ellos, que el narco ha hecho su oferta para un pacto social. Ellos, y no los policías, controlarían a los rateros y a los secuestradores, dentro y fuera de sus filas, a cambio de poder trasladar su droga por el territorio nacional.
El presidente tiene que saber de esta oferta, como lo sabemos todos. Arturo Beltrán Leyva la dejó escrita en cartones sobre los cadáveres de secuestradores que ajustició. El jefe de La Familia de Michoacán lanzó la oferta en una llamada telefónica al noticiario matutino de la televisora local. Las mantas de Los Zetas reiteran la tentadora oferta cada mes.
Y el presidente tiene que saber también que la droga para la población de a pie no es una angustia urgente. Tiene que saberlo porque tiene el último informe de su Secretaría de Salud, fechado en 2009: sólo el 5.6% de los mexicanos consumen una droga proscrita, y sólo 500 mil de ellos padecen de una adicción. Es decir, de cada 200 mexicanos solamente uno vive la tortura de la adicción a la droga.
Y mientras tanto, como si el presidente no lo supiera, la propaganda oficial nos reitera que los triunfos de esta guerra son el asesinato de un capo o requisamiento de equis toneladas de mariguana.
Esto es lo alarmante de esta guerra: que no es una guerra, que son dos guerras. Una, la que definimos y vivimos los ciudadanos; otra, la que define y vive el presidente.
En nuestra guerra, los ciudadanos tenemos como enemigos a los ladrones y los secuestradores, que irrumpen periódicamente en nuestras vidas para destrozar el bienestar que armamos cada día con más trabajo y con más temor. Los policías y el Ejército no son de ninguna manera nuestros aliados, y a menudo, enmascarados, son los mismos que nos roban y nos secuestran. Y la droga no es ni remotamente el diablo.
En cambio, en la guerra del presidente la droga es verídicamente el diablo, y los capos, los enemigos a vencer. Las policías infiltradas y el Ejército son los instrumentos, imperfectos pero irreemplazables, para combatir. Y la población es el paisaje donde suceden las confrontaciones: un bosque de seres humanos donde a veces algunos troncos caen abatidos por la metralla.
En el fondo de las palabras dolorosas y airadas de Luz María Dávila al presidente en Juárez estaba el señalamiento de este malentendido. Su guerra no es la mía, presidente. Sus enemigos no son los míos, y a su fuerza pública le tengo pavor.
Y en el rostro contrariado del presidente estaba el no saberlo. O el no querer saberlo del todo y asumir la consecuencia: redefinir su guerra.
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