La ejecución de tres empleados del consulado de Estados Unidos en Ciudad Juárez, dos de ellos con nacionalidad del país vecino, lleva el problema de la violencia que azota al país a una nueva dimensión, por cuanto multiplicará las presiones y acciones intervencionistas de Washington en México. Basta con ponderar el tono inusual del comunicado que la Casa Blanca emitió al respecto (el presidente Barack Obama
está profundamente entristecido e indignado por la noticia, y
en colaboración con las autoridades mexicanas, trabaremos incansablemente para llevar a los asesinos ante la justicia, son dos de las frases del documento) para vislumbrar la clase de acciones que prepara el gobierno estadunidense. El punto de referencia histórico ineludible es el homicidio, en 1985, de Enrique Kiki Camarena, agente encubierto de la oficina de control de narcóticos de Estados Unidos, la DEA: en los meses siguientes, varios ciudadanos mexicanos fueron secuestrados por órdenes de Washington e ilegalmente llevados al país vecino y juzgados allí, y las autoridades nacionales hubieron de enfrentar, durante años, una campaña de abierta hostilidad por las estadunidenses.
En el cuarto de siglo transcurrido desde entonces, las instituciones del país han experimentado un proceso de merma y descomposición que hoy alcanza niveles alarmantes y que las ha llevado a grados exasperantes de inoperancia. El estado de derecho y el control territorial del gobierno se han esfumado en extensas regiones del país y la estrategia oficial de seguridad pública y combate al narcotráfico ha rendido, a lo que puede verse con base en los elementos de juicio disponibles, resultados opuestos a los pregonados: la violencia que la versión oficial asocia a la delincuencia organizada se cobra decenas de vidas día tras día –más de 17 mil en lo que va de la administración de Felipe Calderón Hinojosa– y el poder de fuego, de cooptación y de operación de los grupos criminales ha puesto a la población en una situación de zozobra y desamparo como no la habían vivido nunca los mexicanos actuales.
La reacción del Ejecutivo federal al triple asesinato ocurrido ayer en la ensangrentada localidad fronteriza es, por otra parte, doblemente deplorable e inoportuna.
De entrada, las expresiones de consternación y condolencia por la muerte de los estadunidenses serían en sí mismas encomiables, de no ser porque no se han tenido palabras semejantes para los incontables mexicanos inocentes masacrados en el curso de esta guerra
confusa y turbia; no las hubo, en el momento oportuno, para los estudiantes asesinados el pasado 30 de enero en Ciudad Juárez, hecho que colmó el vaso de la exasperación social, y no las ha habido, tampoco, para las víctimas de las masacres subsecuentes, tanto en esa ciudad como en Coahuila, Sinaloa, Durango y Guerrero. Significativamente, de la cincuentena de bajas mortales que constituyen el saldo de este fin de semana, sólo tres –los empleados del consulado estadunidense en Ciudad Juárez– merecieron la simpatía presidencial, pese a que entre los muertos hay personas tan ajenas a los asuntos delictivos como la mujer de Acapulco que viajaba en un taxi y recibió una bala en la cabeza en el fuego cruzado entre sicarios en el bulevar Vicente Guerrero.
Por otra parte, la promesa formulada a Washington por medio de la Secretaría de Relaciones Exteriores de que las autoridades mexicanas trabajarán con determinación para esclarecer las condiciones en que tuvieron lugar los hechos y llevar a los responsables ante la justicia
, resulta, por decir lo menos, poco creíble, simplemente porque en Ciudad Juárez, como en otros puntos del país, no hay –no ha habido en mucho tiempo– autoridades capaces de realizar tal tarea.
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