Pedro Miguel
No hablen mal de México, pide Felipe Calderón a sus desgobernados, como si éstos tuvieran por afición principal denostar al país en el extranjero y en el propio territorio nacional; como si hubiera una consigna generalizada de negar el carácter solidario, laborioso, generoso y cívico de esta población; como si tuviéramos por norma criticar los rasgos distintivos del país al que pertenecemos. No: en México confluyen, en proporciones similares a las de cualquier otra nación, tendencias chovinistas e inclinaciones malinchistas, y en medio de ellas hay un vasto entorno de realismo sensato y equilibrado.
Lo que Calderón pide entre líneas es que no se hable de la espantosa violencia que su desgobierno ha provocado, de la brutalidad de una crisis económica que habría podido ser atenuada mediante acciones oportunas y previsoras, de la colosal corrupción en que naufragan las instituciones públicas, de la desigualdad exponenciada desde las oficinas públicas, del esplendor de los poderes fácticos –que son los reales representados por el calderonato– y de las pulsiones policiales, autoritarias y represivas de una administración cercada en su propia ilegitimidad. Reducido a su implicación última, el significado del exhorto es no hablen mal de mí. Y qué corolario inevitable: en la psique calderónica ha fraguado algo más desproporcionado que el delirio de Luis XIV, quien gobernó bajo la divisa El Estado soy yo. Vayamos más lejos, total, qué tanto es tantito: El país soy yo.
No es la única proyección notable en las declaraciones de los últimos días. El único dueño de la ciudad, o el único dueño del pueblo, es el Estado mexicano, exclamó la semana pasada en uno de esos encuentros de escenografía, en alusión a que los criminales se han adueñado de muchas localidades. Que a nadie se le ocurra hablar del principio del Municipio Libre enunciado en el artículo 115 de la Constitución, y menos aún colocar en su orientación correcta una frase que está de cabeza, porque, en lógica republicana, el único dueño del Estado mexicano (si es que cabe hablar de propiedad) es el pueblo.
Siguen las perlas: la bola de maleantes, que son una ridícula minoría montada sobre el miedo, la corrupción o la cobardía, expresión que recuerda –es una mera asociación libre de ideas– al grupo oligárquico de empresarios, políticos y dueños de medios informativos que pusieron en la presidencia al propio Calderón, con la candorosa creencia de que éste les garantizaría el orden de la mano firme para que, en santa paz, pudieran llevar a cabo sus tareas de depredación. Y miren nada más.
La del domingo era, hasta ayer, insuperable: “Déjeme decirle –le dijo a un corresponsal de CNN sin que éste se lo impidiera–: acabar con las drogas es imposible”. Y ante una conclusión tan descorazonadora, no queda más remedio que hacer cumplir a rajatabla con un par de artículos del Código Penal, con el inconveniente de que, en ese empeño, se está violentando en forma masiva muchos más preceptos de ese mismo código y numerosos artículos de la Carta Magna.
Mientras el administrador de los intereses oligárquicos busca nuevas formas para complicar su propio extravío, el paroxismo de las violencias –no es una sino tres, o bien son más, pero ya ni sabemos cuántas– sigue cobrando vidas. Lo bueno es que, como dice Calderón, “el 90 por ciento de esos homicidios tan violentos tiene que ver con la lucha entre los cárteles”, o sea que no hay bronca y que nadie se preocupe.
¿Quién o qué puede sacar a la sociedad de esta pesadilla? –A estas alturas, ni los cascos azules. Sólo la propia sociedad, organizada, puede poner fin a la sangrienta insensatez. En Ciudad Juárez ya despunta. Como está visto, fuera de la movilización social cívica y pacífica no hay más que sonido y furia.
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